El intercambio epistolar de dos poetas, Jorge Teillier (Chile, 1935-1996) y Juan Cristóbal (Perú, 1941) acaba de publicarse en una cuarta edición por los sellos peruanos Amotape, La Apacheta y Descontexto de Chile. La particularidad de este reside en la clave poético-críptico con atmósferas marinas y náuticas, configurada tras el golpe de Estado al gobierno de Salvador Allende para evadir la requisa e intromisión de la privacidad por parte de los agentes golpistas.
Por José Carlos Picón*
Crédito de la foto editorial Descontexto,
Amotape y La Apacheta
Señales de vida: de piratas,
bucaneros y filibusteros
Algunos libros nacen de la extrañeza, otros de la necesidad. Los intentos se construyen desde la íntima pulsión de dar a conocer una verdad apremiante o un cáncer ya situado en el seno de una situación. Algunos de esos libros, han tenido la particularidad de haber sido escritos a dos manos. El caso que nos ocupa nace de un atropello y un laberinto. Como toda implosión con potencialidad destructiva, también encarna belleza, pero además, intensidad, entrega y solidaridad.
Es el caso de La isla del tesoro, libro que nace del intercambio que los poetas Jorge Teillier (Chile, 1935-1996) y Juan Cristóbal (Perú, 1941) tuvieron durante el inicio del régimen del presidente Pinochet tras un golpe de Estado perpetrado contra el gobierno de Salvador Allende. Por un instinto de supervivencia y para evitar la violación de la intimidad que acometían los agentes del nuevo gobierno ante las relaciones interpersonales, cartas o cualquier tipo de correspondencia, decidieron configurar sus misivas y mensajes en clave poética. Un trabajo conjunto de las editoriales peruanas Amotape, La Apacheta y la chilena Descontexto, ha permitido que esta entrega llegue a su cuarta edición.
La historia se inicia en 1965 cuando Juan Cristóbal conoce al poeta Teillier en Santiago de Chile. Allí iniciaron una entrañable y poderosa amistad. Luego del regreso de Cristóbal al Perú, su país de origen, la cercanía física y la comunicación verbal se convirtieron en una sostenida relación epistolar que, tras el golpe militar de Estado del 11 de setiembre de 1973, dio un giro que alteró todo: el tono cotidiano de las cartas debió cambiarse a uno en clave, a través de la utilización de un código que provenía de la jerga marinera y sobre todo, de la atmósfera y espíritu de La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson, pues los militares del régimen de Pinochet invadían toda intimidad y rebuscaban sin permiso las misivas.
Recogiendo nuevamente los pasos andados, en aquellos sesentas liminares de la amistad de ambos, el poeta peruano había leído El árbol de la memoria, libro de Teillier de 1961. Este le preguntó a Cristóbal cuál había sido el poema que más le gustó del conjunto, a lo que le responde: “Cuando todos se vayan a otros planetas / yo quedaré en la ciudad abandonada / bebiendo un último vaso de cerveza, / y luego volveré al pueblo donde siempre regreso / como el borracho a la taberna / y el niño a cabalgar / en el balancín roto”: el texto del libro que a Teillier también más le gustaba. La unión se hizo más sólida todavía.
Un paseante en la periferia de Chile
En el prólogo escrito por el poeta Eduardo Llanos Melussa para la antología Los dominios perdidos (Fondo de Cultura Económica, 1995), se incluye a Teillier entre los poetas nacidos alrededor de 1930, una nueva generación de poetas que si bien dialogaban con algunos preceptos de sus antecesores –Mistral, Huidobro, de Rokha, Neruda, Parra, incluso Rojas y Anguita), también tomaban distancia de algunos de sus conceptos y métodos. El espacio “amplio y libertario” que gozaban las performances escriturales de estos poetas hizo que convivieran entre ellos de manera pacífica. De publicaciones más bien silenciosas, se rescataba el carácter profundo y sincero de sus trabajos. Enrique Lihn formaba parte de esta constelación en ciernes.
Varios de los lectores críticos de Teillier, apunta Llanos, seguían dos caminos, el de lamentarse que el poeta siga ‘en lo mismo’, o felicitar el hecho de que por lo mismo no se haya corrompido ni haya renegado de su mundo. El motivo por el cual acude, sostiene Llanos, a la poesía de Teillier, es por “la certeza de reencontrar allí el eslabón perdido de esa larga cadena de esfuerzos por ofrecer una alternativa ética y estética en un área cada vez más asediada por el mercantilismo y el dogmatismo instrumentalizador”.
Lo mejor del poeta chileno, enumera el prologador, está en la oscilación entre su mundo propio y el trasmundo, entre la circunstancia precaria y la plenitud del paraíso perdido. Así también el paisaje de frontera con sus bosques y aldeas, la niñez perdida y la vida provinciana. Se asiste pues, a “un movimiento que parece efectuarse y anularse simultáneamente, y que en todo caso compatibiliza marginación y participación profundas, retraimiento y cálida proximidad, introspección y diálogo”. En Teillier más que su artesanía del ritmo y la sintaxis, comenta Llanos, lo que se admira “es su atmósfera, su capacidad evocadora y comunicante, su congruencia, su lealtad hacia sí mismo y hacia su oficio”. Una gema entre el barro.
Las cartas piratas
Cuenta Juan Cristóbal que Teillier tenía una personalidad melancólica y a veces distraída. Un gran lector capaz de leer un volumen de 300 páginas en un día, también era un gran bebedor de vino y cerveza en sus lugares preferidos. Hincha de la Universidad de Chile, le encantaba enamorar a las muchachas. Tradujo a Georg Trakl, Gottfried Benn y Serguéi Esenin. Recitaba de memoria, recuerda el poeta peruano, poemas enteros de Dylan Thomas mientras bebía el vino como refresco de piña.
No fue pues tan difícil que el poeta de las cervezas azules, autor de El osario de los inocentes y Los rostros ebrios de la noche trabara entrañable amistad con el chileno. Cristóbal también recuerda que en una entrevista, Teillier mencionó el boceto de un proyecto al que llamó La educación de la Cimarra (esta última palabra significa hacerse la vaca en el país del sur). “La educación de los animales es más verdadera que la de los humanos, ya que está regida por los instintos y no por la mentira”, habría inmortalizado en aquel encuentro el autor de El árbol de la memoria. También comenta Juan Cristóbal que no le molestaba que los críticos dijeran que su poesía era antiintelectualista. “Yo no soy un poeta de pensamiento abstracto, recurro siempre a comparaciones concretas, no me interesa la vida interior, los experimentalismos; mi poesía es pictórica y tiene ancestros campesinos en la preocupación por los detalles y lo cotidiano”, cita Cristóbal a su amigo en el texto epílogo de la cuarta edición de La isla del tesoro.
El hombre solitario que era Teillier se sentía en sus versos y en la memoria de quienes lo escucharon: “Me gusta el bar porque es un lugar de solitarios. Yo veo el bar como un barco, los concurrentes son la tripulación”. Paralelamente a sus retratos de seres marginales de la periferia, iba diseñando un constante estado de flematismo que devenía casi siempre en episodios de depresión y melancolía. Tal vez fuera la ambrosía líquida a la que cantara en varios de sus poemas lo que esquilmara el espíritu del poeta.
La isla del tesoro fue publicado por ambos en 1982, varios años de ser gestada. El periodista peruano Mito Tumi publicó en el semanario Caballo Rojo una nota desfavorable sobre el particular en tono de burla. En el diario Marka aparecieron un par de reseñas tibias. Según el editor Juan Carlos Villavicencio, quien tuvo a su cargo la tercera edición del volumen, “sin ser la obra maestra de ambos poetas, La isla del tesoro contribuye a sopesar ya no tanto el juego táctico que burla la tiranía del momento, ni siquiera las preferencias fabuladoras de los autores, mucho mejor desarrolladas en otros libros, sino la vocación de diálogo de la genuina poesía, y del poeta que no solo dice buscar algo, sino que también es capaz de recibir, por ejemplo, la palabra de otro”. Añade además que “lo meramente estratégico mutó en juego de disfraces y este, en definitiva, en una nueva expedición de Teillier a las comarcas, al parecer inagotables, de la infancia”. Así también caracteriza al conjunto una “escritura episódica en verso y prosa, registro intempestivo de vidas paralelas -intuiciones, deseos, recuerdos- y, en consecuencia, más vivificado por imágenes y sensaciones que por reflexiones”.
Por su parte, Leonardo Sanhueza, en una reseña escrita tras la salida de la tercera edición del libro por la editorial Descontexto, comenta que la famosa isla de Robert Louis Stevenson les dio estribo a los poetas para escribir a dos manos esta especie de divertimento, “un juego literario cuyas únicas reglas eran que cada uno se remitiera al mundo de los piratas y navegantes célebres o desconocidos y que “cada quien viva en el país de sus sueños”. Resultado: breves poemas en prosa, cartas de filibusteros en tierra llenas de mensajes cifrados, noticias de corsarios ebrios que han leído a François Villon o Edgar Allan Poe”.
A Teillier, a quien tildaron de “el último romántico de la aldea” según apunte de Juan Cristóbal, propuso un intercambio evasivo a los ojos del panóptico pinochetista. Y el juego se entabló desde el tablero del mundo naviero en el que se desplegaban a su suerte piratas y corsarios, y así fueron apareciendo textos de urdimbre poética que Cristóbal asumió publicables. “Son escritos en que se mezcla la ficción ensoñadora con mensajes cifrados que van desde los recados personales hasta reflexiones acerca de literatura e incluso protestas políticas”, apunta Leonardo Sanhueza y cita: “Por eso gritamos, como caballos desbocados en el viento: ¡Vivan las lágrimas lentas de los pobres! ¡Abajo las retamas y los resplandores morados del infierno!”. También, continúa Sanhueza, se refería a la vida cotidiana como aquí, sobre su esposa: “Cristina no está en su barca de lienzos / Sin embargo la nostalgia parece revivir / En esta jungla de peces”.
La partida de un amigo se abordaba así: “Mi Extraño Teniente de Navío, un amigo parte a esa tierra, es todo un embajador: poeta y cantante, admirador de Carlitos Gardel y conversador, como pocos, acerca de los temas de moda: el vino, el otoño, la poesía y la esperanza de los abuelos”. Tras años de estar descontinuda y escasa la edición de Descontexto, tenemos nuevamente entre las manos, esta travesía epistolar a dos voces que concentra las posibilidades de la poesía en una coyuntura crítica, mostrándonos una vez más que su esencia va más allá de toda negación de la vida.