A lo largo de muchos años, Hugo Gola fue escribiendo notas sueltas en torno a la poesía, los poemas, los poetas y la vida en general. En su libro Prosas, Gola nos hace partícipes de sus lecturas y de las reflexiones que éstas suscitan en él. Todo lo que llama su atención, aquello que le preocupa o sorprende, encuentra su lugar en estas anotaciones.
Observaciones, ocurrencias, preocupaciones, recuerdos, forman parte de esta escritura cotidiana que es, también, un ejercicio lúcido y agudo que, como el mismo Gola dice, le permitió permanecer alerta, atento y concentrado para esperar el momento privilegiado de la llegada del poema. Así que estas prosas pueden considerarse como un trabajo previo o a posteriori de la escritura del poema, trabajo de hondura crítica y de deslumbrantes intuiciones.
Los textos mostrados a continuación, pertenecen al libro Prosas de Hugo Gola, editado por Alción, Argentina, 2007.
Por: Hugo Gola*
Nota y selección: Tania Favela Bustillo
Crédito de la foto: ©Tania Favela Bustillo
y Luis Verdejo
Selección de Prosas (2007),
de Hugo Gola
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Todo verdadero poema es una composición que contiene, preserva y transmite la energía que le dio origen, sin permitir que ésta se derrame, se destruya o se pierda. Mientras se lo escribe, el poema va evolucionando, desplegándose, con el fin de cumplir esa finalidad, incierta pero inevitable. Al desarrollarse el poema, configura su propia forma, una forma que no existía antes de la escritura sino que es engendrada por el juego de la mente, el lenguaje y el silencio.
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Cada vez me atrae más la idea de la poesía como un “no decir”. No la adhesión que suele producir la palabra que enumera, o cuenta, sino aquella revelación que la palabra aislada, cargada de silencio puede originar. La palabra sumida, hundida, inmóvil como un animal estático, que sólo por la respiración sabemos que está vivo. Una palabra que se niega a seguir la ruta prefijada de la comunicación para llevarnos a convivir con la oscuridad y el misterio. La palabra poética tiene ese rostro, que difiere radicalmente de cualquier otro. Los que más me entusiasman son aquellos poetas que tienden al silencio. Un simple garabato sobre la página blanca esboza un gesto, es una incisión reveladora, un trozo zen, que todo lo sugiere o que todo lo expresa con el silencio.
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Wallace Stevens dice: “Un poema no precisa tener un significado y, como la mayoría de las formas de la Naturaleza, muchas veces carece de él”. Que el poema no tenga un significado preciso, o que no pueda reducirse a una significación conceptual, no quiere decir que carezca de sentido. El poema transporta un peso, “un aura sensorial”, una flexibilidad rítmica, sonora, capaz de producir en el lector un vivo placer. No hay que olvidar que la palabra en el poema tiene otro modo de comportarse, de respirar, de sugerir. En el poema la palabra es un material viviente, es porosa, grávida, subrepticia.
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Lo difícil es aguardar impasible la llegada de ese momento luminoso. Ya que nada se puede hacer para provocarlo, no es difícil que quien lo espera se hunda en la desesperación. Ningún esfuerzo puede promoverlo, más aún, una insistencia para provocar su advenimiento suele alejarlo. Tal vez puedan hacer más por su aparición el olvido, el abandono, el desdén, que cualquier tipo de búsqueda.
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Cuando Gottfried Benn dice: “En general no sé lo que escribo, ni siquiera lo que pretendo y cómo surge algo en mí…”, está ─me parece─ exponiendo claramente el proceso oscuro por el que transita siempre, o casi siempre, el poema lírico. William Carlos Williams afirma, por su parte, que el poeta piensa con el poema, en el poema. Es decir, que no existe para él un pensamiento anterior que dé origen al poema. El poema es quien descubre, al hacerse, esa especie de pensamiento oscuro, cuya escritura permite que sea revelado. Todo poema, entonces, sería la expresión de un complejo de sentimientos, pensamientos, sensaciones, articulados en una unidad significativa.
Lo que dice Benn y lo que dice Williams proviene de una semejante experiencia personal. El estado de disponibilidad que el poema lírico reclama, el vaciamiento interno, la suspensión o la capacidad negativa de la que habla Keats, son quizá las condiciones necesarias para que se canalice la energía que desembocará en el poema. En líneas generales, puede afirmarse que antes que el poema esté escrito ─y aun sólo a medias después─ el poeta no sabe con qué elementos se construye ese objeto verbal que condensa, en su materialidad, sensaciones, experiencias, ideas, recuerdos.
Cuando Conrad dice: “Nada que sea verdaderamente grande en el sentido en que lo es lo humano ─grande de veras, es decir, susceptible de afectar a un gran número de vidas─ procede de la reflexión”, está ─desde su perspectiva de narrador ─poeta─ expresando también la misma idea.
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Hay poetas que escriben sobre poesía y, en lugar de aproximarnos a ella, nos alejan. Se refieren a la poesía como algo que nada tiene que ver con la propia experiencia, utilizando un lenguaje más cercano al de la crítica que al del poema. Pero hay otros que iluminan con sus textos y nunca nos alejan de la intimidad de la poesía. Son ejemplos de ello Valéry, Pavese, Williams, Wallace Stevens, Westphalen, Pound, Bayley, Creeley, Denise Levertov, etcetera. Sus reflexiones son tan imprescindibles como sus poemas.
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Lin Tsung Yuan, considerado un prosista sobresaliente de la dinastía T’ang, dice en su Prólogo a ocho poemas, que tradujo Octavio Paz: “En desacuerdo con el mundo que me rodea, consuelo mi pena con la literatura”. ¿Quién en el mundo actual podría decir algo semejante? Ciertamente, es necesario alcanzar una gran sabiduría para consolar la pena de ese desacuerdo con el ejercicio de la literatura. Lo que nosotros podemos verificar, sin demasiado esfuerzo, es que la sabiduría, por lo menos en el mundo occidental, no es un estado frecuente. Lo que en general sucede ─y no sólo a los escritores─ es convertir nuestro desacuerdo con el mundo que nos rodea en indignación o en airada resistencia. Pero la literatura no admite ser abordada desde estos estados de crispación. Es probable que si antes no nos despojamos de esa perturbación del ánimo, no entraremos a la literatura con la indispensable equidistancia y ecuanimidad que ella reclama. Si intentamos servirnos de la literatura para intervenir en los conflictos del mundo, ésta se alejará de nosotros, ya que no acepta ser rebajada a simple medio o a instrumento de nuestra indignación.
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Cuando Montaigne escribe que lo que desea es investigar el mundo exterior, pero sólo en tanto escenario y ocasión de sus movimientos internos, nos propone ciertamente un método no muy bien visto por la ciencia. El apego constante a la propia visión personal para estudiar el contorno tiene, entonces, un límite: la subjetividad del observador. Pero sucede que, cuando leemos hoy los Ensayos de Montaigne, adquirimos un conocimiento mucho más variado y rico de ese mundo exterior que al frecuentar textos científicos contemporáneos a los Ensayos. Algo semejante podemos comprobar también en la poesía lírica. Tan subjetiva parece, tan estrechamente ligada a la experiencia de su autor, y sin embargo, cuando el tiempo transcurre, comprobamos que nada nos revela mejor el pasado que la poesía lírica. Quizás por eso nos sintamos más cerca de Catulo o de Propercio o de los líricos griegos que de muchos otros poetas de la antigüedad. Quizá nada pueda revelar mejor lo que acontece en el mundo que una subjetividad abierta y sensible. El hombre cambia, pero su íntima naturaleza cambia mucho más lentamente. Lo que fue verdad hace veinte siglos, en muchos casos, sigue siéndolo para nosotros. Y es lo que sucede con los textos de Montaigne, con algunos de los poetas griegos y con ciertos poetas latinos.
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En el cuerpo sucede todo. Sin este cuerpo precario no hay estados especiales, ni éxtasis, ni iluminación. Basta quizá, para que esto suceda, que los sentidos actúen sin el control del pensamiento. Aquellos estados se producen, entre otras razones, porque el pensamiento ha perdido control, se ha sosegado por un momento y permanece en reposo. En ese caso los sentidos se liberan y actúan por sí mismos, sin atender ninguna orden. Son simples órganos de percepción que se conectan con las cosas y los seres. Mas los sentidos liberados traen al centro receptor una potencialidad desconocida, un esplendor que trastorna y amplía la experiencia, la vuelve imprevisible e inagotable.
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No es que trate de dejar de lado los dramáticos sucesos de la historia. En mi caso tienen siempre una presencia tan fuerte que a duras penas puedo escapar a estos hechos cotidianos. Me resulta imposible prescindir de la información que se consigna a diario. Me siento, aunque no actúe, implicado en las torturas, en las persecuciones, en los destierros, en las muertes. No puedo evitar su repercusión en mi ánimo. Aunque perturbado por estas calamidades, nada puedo hacer para evitarlas. Estoy como atrapado por “la jauría de los tramposos”, que dice René Char, pero sé igualmente, como él también dice, que “no está permitido enloquecer en una época demente”. Trato en lo posible de conservar la lucidez, y en lo que conforma mi pequeño radio de acción, no ceder al fatalismo, ni claudicar ante la locura que nos invade.