Selección de ensayos sobre poesía de Juan Larrea

Vallejo & Co. publica esta selección de ensayos sobre poesía de Juan Larrea, escogida por Benito del Pliego y que fue publicada originalmente en la revista Tse Tse, bajo la edición de Reynaldo Jiménez.

 

 

Por Juan Larrea*

Selección de ensayos por Benito del Pliego**

Crédito de la foto Juan Larrea. C. 1980

 

Selección de ensayos sobre poesía de Juan Larrea

 

 

La vida poética

 

Esta es mi invención

 

20 de junio [de 1931]

 

Nuevo sentido que la vida toma, mirada en un aspecto poético en el que se funden la realidad y la imaginación desarrollando esta una gran papel en la realidad individual y colectiva.

Tendencia del espíritu actual hacia la realidad, a vivir con la imaginación ancho campo abierto a los sueños realizables. Ya nada es vano, nada igual. La poesía en su último aspecto de aventura sabrosa, de concreción de la personalidad, con la imaginación útil en movimiento entra por el costado de la vida y con ella en el hombre se confunde. A cada cual según su imaginación, según su temperamento, según sus actos anteriores, según el equilibrio subjetivo-objetivo, yo lo he visto, yo he actuado y la vista y la obra son una satisfacción pura y eufórica. La concatenación, la influencia de los actos, de los sentimientos, el perfecto acuerdo de las secreciones del cerebro con la realidad ambiente, la rima de unos hechos con otros hechos, de una sensación con una razón, la falta de vacío en las obras, en los movimientos que se adaptan perfectamente unos a otros. Así como no hay una partícula de paisaje sin color, sino la del nervio óptico enfermo, así no hay nada sin sentido. […] Ahora comprendo lo que siempre he dicho por puro sentimiento, que lo único hermoso en que mi voluntad ha tomado parte era mi vida. Lo único que podía presentar delante de mí mismo sin sonrojo. Una vida aparentemente banal y vulgar, pero tan cruzada de inocencias, de radiaciones luminosas, de civilización, de justicia generosa entre lo que yo llamaba yo y el resto, que su sentido era alto, soberano, polifónico, de flecha disparada hacia mi mismo blanco. Era yo sin ser yo, era yo inconcebible pero buscado por todos los medios heroicos. Y esto que creía mi obra de lo que entonces entendía por yo me llenaba de éxtasis, o me consolaba o me sostenía. Y era cierto, pero yo lo veía de otro modo. […]

Poesía es hoy individualismo, defensa del yo contra las represiones numéricas, es sentido personal y por tanto distinto, no existiendo ni pudiendo existir la igualdad en la naturaleza. Poesía es aventura individual, es empleo de las fuerzas constitutivas y diferentes en dosificación de una entidad que sigue su camino. Poesía es la contribución del individuo, en cuanto tiene de inabdicable a la experiencia colectiva, es el carácter y la creación, la modificación que ese individuo imprime en el todo colectivo. Estando reprimido y no encontrando otro camino se sublima convirtiéndose en irrealidad, en sueños como los sueños infantiles, en caudal de palabras con arreglo a su íntimo sentido.

Pero el descubrimiento es que no hay represión; es que las fuerzas imaginativas encuentran el camino para hundirse en la vida. […]

El Poeta, Hombre genérico, no se venga porque en sus parajes no existe la venganza, pero ha conquistado esos parajes donde puede vivir sin persecución ni desconsuelo, dotando a la humanidad de un rico feudo, de una tierra prometida. Ha descubierto unas Américas cotidianas, presentes en toda cosa, a las que dedica su necesidad de gastar energías.

 

[julio 1931]

 

"Cuánta estrella en mi alma". Montaje por Juan Larrea
«Cuánta estrella en mi alma». Montaje por Juan Larrea

 

Fin de mi poesía

 

Presumo que el fin de mi concepto de poesía es llegado. Que la poesía era para mí una válvula de escape, un medio consolador, una sublimación de lo que no encontraba en el mundo. Hoy he llegado a la identificación de la vida con la poesía. Hoy todos los elementos constitutivos de la poesía, imaginación, sentimiento, armonía, proyectados a una irrealidad simbólica, es decir, ocultadora, tienen libre entrada a mi vida real, contrastados por el acontecimiento, por lo verdadero. Y veo cómo esta mi ciencia poética de la vida no está sino a sus comienzos, siendo sus promesas extraordinariamente fecundas. Hay libre campo para imaginar, sentir, amar con la más apasionada y profunda convicción. La realidad exterior e interior se funden, se complementan, se intercambian, forman una única existencia. Y un hecho real, una creación real, tiene más valor que el infinito absurdo de falsas ideaciones. Porque la poesía es asimismo un elemento de tránsito de la época filosófica, síntoma del desequilibrio de la evolución del espíritu humano hacia la madurez. Gracias a ella el lenguaje ha llegado a sus últimas consecuencias, se ha disgregado, siendo un efecto o concomitancia de la disgregación de la personalidad humana en todas sus fases.  Considerando las obras poéticas desde los tiempos más apartados de nuestra historia hasta hoy, se ve desarrollarse el complejo universal, las sucesivas apariencias del yo en sus crecimientos continuos, el flujo y reflujo de los sentimientos íntimos de la colectividad. Hoy quebrada, desmenuzada como el hombre, deja a la desnudez su almendra. Este subjetivismo feroz que en estos últimos tiempos ha adoptado ¿qué es sino el síntoma de la cerrazón en sí mismo del hombre en su crisis mística de crecimiento? Y la desmenuzación de la palabra, del sentimiento, de la personalidad ¿qué es sino el rasgar, hacer añicos el instrumento que le sirvió de escondite, el huevo, el capullo, el cuerpo viejo, que lo mismo impedía ver desde fuera la transformación que se operaba dentro, como desde dentro la verdadera realidad exterior, la realidad con sus atributos de verdad (la filtraba, la hacía espectro), como en el último momento impedía la salida a la realidad completa? Antiguo misterio insondable. Claridad de hoy, claridad meridiana, lindando la más maravillosa conquista.

La poesía, pues, tal como la hemos concebido hasta ahora, está llamada a desaparecer o va desapareciendo, bajando los peldaños del cerebro humano como antes fue subiéndolos, transformándose, vertiéndose todos sus falsos atractivos en el gran mar de la vida, esplendoroso y sin límites. […]

 

"La España de Whitman". Montaje por Juan Larrea
«La España de Whitman». Montaje por Juan Larrea

 

19/9/32

 

Ya en Lima escribí que mi descubrimiento esencial era el modo poético de tratar la vida, el modo desinteresado, guiado exclusivamente por un móvil que podríamos llamar estético. Hoy esto es más claro que nunca. En su desarrollo y en su sentido se asemeja al modo que fueron construidos mis poemas. Así fue mientras era dirigido a través de la personalidad y así continuó siendo cuando fue determinado por elementos ajenos a mi personalidad, que no hicieron sino acentuar ese sentido y ese deseo. Y de mi vida nacieron estas notas, que no son sino un largo y aparentemente dislocado poema. Poema en el sentido de cosa creada, de criatura nacida del poeta creador. Poema aparentemente inextricable, pero lleno de sentidos, arrancado palabra a palabra al idioma de los actos humanos. Actos de tal modo articulados unos con otros, actos informados por un ansia individual de pureza, que llevan en su sucesión, en sus contras, todo un mundo nuevo, unas leyes nuevas, una virtud nueva. Poema tan participante del poder creador que una nueva personalidad se desprende él. Así de Adán en sueños fue sacada Eva. Y así de Eva nació el género humano. […]

Pero volviendo a la materialidad de [mi propia vida] se percibe que si se comporta como un poema lo hace no con arreglo al gusto antiguo, sino a otro más nuevo. Su estética no está regida por la selección de elementos sensiblemente hermosos. Al contrario, sus elementos son más bien vulgares. Sus resonancias no son las vulgares que halagan al oído vulgar. Su virtud nace de su sentido y de sus resonancias ocultas. En apariencia es prosa, es vulgar. Hace años definí el poema a que aspiraba como «Sucesión de sonidos elocuentes movidos a resplandor» y hoy no encuentro definición mejor de mi vida. Sucesión de actos elocuentes, llenos de sentido, movidos a resplandor. Nada de esos actos brillantes, nacidos de los fantasmas hambrientos, de eso que provoca la envidia de la multitud. Nada que no esté al alcance de todos. Y es más, muchas cosas que difícilmente fueran por los demás admitidas para sí. Muchas desolaciones, muchas adversidades. Pero sobre todo ello el resplandor que informa y que dirige. Y el sentido que nace de esa unidad compensada y la emoción que surge de los contrastes y el amor esencial que va y viene. […]

 

de Orbe (1990)

 

Juan Larrea en México. C. 1945
Juan Larrea en México.
C. 1945

 

VÍCTOR BRAUNER ES UN PINTOR SURREALISTA nacido en Rumanía y domiciliado desde hace bastantes años en París. El día 27 de agosto de 1938 fue víctima por “casualidad” del impacto de un vaso disparado contra otra persona, el cual le arrancó literalmente y para siempre el ojo izquierdo. El percance ocurrió del siguiente modo. Estando reunidos aquella noche varios amigos surrealistas en el taller de uno de ellos, el pintor español Óscar Domínguez, éste, sin saberse a punto fijo por qué se enfureció de súbito contra otro de los allí presentes, lo maltrató de palabra y se disponía a agredirle cuando se interpusieron los demás para impedir la reyerta. Fuera de sí. Domínguez logró en sus forcejeos alcanzar un vaso que disparó con ímpetu contra el objeto de sus iras. Víctor Brauner formaba parte del grupo que sujetaba a este último. Medio vuelto no pudo ver la llegada del proyectil ni precaverse, recibiendo el golpe en el ojo izquierdo, que, herido de refilón, saltó fuera de su órbita.

Lo muy notable del caso es que Víctor Brauner padecía desde tiempo atrás una obsesión centrada en los órganos visuales a tal punto que siete años antes había tenido la extrañísima ocurrencia de pintar su autorretrato representándose tuerto del ojo derecho. Sucede, pues, que la realidad física viene a verificar del modo más fortuito e imprevisible, incluso por torpeza de su autor material, el oscuro deseo simbólico manifestado pictóricamente por el interesado con larga anticipación. El hecho no puede ser más insólito y digno de examen, en particular para los surrealistas puesto que hace diana en los círculos concéntricos de su credo. Sin reducir a relatividad la noción causal, les es posible imaginar, junto a la tesis inexpresivamente premonitoria, que ciertas fuerzas mágicas llegaron a cargar el ojo de Brauner de determinado simbolismo que lo sentenciaba a extirpación, siendo ellas acaso las responsables de que el accidente ocurriera como por casualidad y con virtuosismo misterioso mucho tiempo después. En esta rara coincidencia de lo psíquico y de lo físico parece que, gracias a su disposición dentro de la secuencia temporal, al primero le corresponde el efecto de causa y al segundo el de efecto. (Considérese también el cuadro representado en la fig. 3, cuyo personaje central —¿Brauner?—, rodeado de extraños signos, muestra clavada en el ojo derecho una varilla guarnecida con una especie de letra D, inicial de Domínguez).

[…] Mas el hecho posee además un innegable carácter simbólico, corroborado reiteradamente por otras muchas pinturas y dibujos de Brauner, que lo transfiguran prestándole existencia en una aún más subida dimensión. Los pintores surrealistas, cada cual a su modo, tratan de captar una realidad superior a la puramente visual, física u objetiva. La superrealidad que persiguen supone la existencia de algo más allá de ese plano inmediato. Quieren “ver” en lo oscuro, allí donde campea el “sol negro” de Nerval, en el recinto subjetivo donde se montan fuera de tiempo y de espacio nuestros sueños. Tal cosa implica la renuncia al aspecto absoluto de la objetividad visible para proponerse, como muy oportunamente recuerda Mabille refiriéndose a las palabras de otro pintor surrealista, “tuer l’optique”. En consecuencia, el hecho de conservar un ojo abierto a la realidad objetiva y mostrar el otro perforado afirmando simbólicamente la visión introspectiva de un segunda realidad antinómica y complementaria, figura una situación de síntesis entre ambas realidades, la objetiva y la subjetiva, la diurna y la nocturna, equivalente en símbolo a la adquisición de la tan suspirada Videncia. Porque “el pintor no debe pintar sólo lo que ve ante sí, sino lo que ve dentro de sí”, afirmaba Friedrich, el grave artista romántico.

Bastan estas consideraciones para advertir que el hecho representa algo más que un accidente fortuito y más que un simple caso de inversión de tiempo, pues que trasluce una dimensión de mayor complejidad orgánica, hallándose entrañado a los principios mismos de la constitución del surrealismo. Es un hecho surrealista genuino, de pura cepa nervaliana, en cuanto que combina sueño y realidad, reduciendo su antinomia, y en cuanto que ha dado por fruto un símbolo que ofrece pruebas fehacientes del acoplamiento de ese sueño y de esa realidad, logrando establecer el equilibrio entre el ver y el ser visto.

 

Juan Larrea en Puno-Perú. 1930
Juan Larrea en Puno-Perú.
1930

 

Ni es eso todo. Al analizar cuidadosamente el fenómeno, Pierre Mabille dedicó algún espacio a la consideración de los antecedentes que hubieran podido determinar por traumatismo el estado obsesivo que indujo a Brauner a pintar en 1931 su autorretrato tuerto y la gran cantidad de obras pertenecientes al mismo ciclo de los ojos perforantes o perforados. Analiza incluso los recuerdos de infancia y juventud del pintor sin llegar a resultado concluyente. Más aquí es donde el caso cobra un sesgo inesperado y singularmente significativo. Porque ocurre que tanto Mabille al efectuar esta exploración como los demás componentes del movimiento surrealista, se han “olvidado” de que en la propia experiencia del grupo, emanando de su actividad voluntaria, existe un hecho que, al incidir en el campo predispuesto de Víctor Brauner, constituye sin duda el germen traumático que dio origen a su obsesión. Se trata del célebre film surrealista de Buñuel y Dalí, El perro andaluz, estrenado en París en 1929, dos años antes de que Brauner pintara su autorretrato. Comenzaba el film con una escena de alevosa voluntad traumatizante. Se establecía por oposición sucesiva un rapport formal entre la luna que brillaba en el cielo y el ojo de una muchacha joven. La luna era al punto atravesada por una afilada nubecilla, y el ojo derecho de la muchacha, en close-up y en frío, sin la menor preparación del público, veíase seccionado cruelmente con una navaja por su compañero. Los espectadores no pudieron contender el día del estreno un alarido de horror. Personas hubo que sufrieron invariablemente en las posteriores representaciones. Era lo que los autores pretendían. Después, sobre la llaga y el desconcierto del público resbalaba el film cuyas escenas parecían ajustarse a esa realidad onírica, lunar, correspondiente a la abstracción del objetivo mundo histórico. Diríase que constituían, en ciento modo, el contenido psíquico de aquel ojo nocturno que se vaciaba. […]

Sin embargo, contra toda lógica, se produce entonces la sorprendente anomalía de que ni Brauner, ni Mabille, ni Breton, ni ninguno de los numerosos miembros del grupo surrealista, ni siquiera de sus simpatizantes y amigos, tan diestros todos en el arte de cazar semejanzas al vuelo, han sido caído en la cuenta de la filiación evidentísima que existe entre el film, una de las manifestaciones capitales del grupo, y los incidentes del “caso Brauner”. […]

Si en todas esas gentes juega la censura es porque el trauma no ha operado sobre Brauner en cuanto individuo aislado sino en cuanto miembro del grupo o comunión surrealista, para cuyo conjunto rige en consecuencia la necesidad psicobiológica de ocultar el hecho generador. Por su parte, esta ocultación solidaria revela paradójicamente la naturaleza del “caso Brauner”, definiéndolo como un fruto colectivo del surrealismo, mediante el cual es factible conocer las savias que condensa. De donde se infiere que dicho “caso”, aunque ostente fisonomía individual, es realmente una manifestación del surrealismo en cuanto “egrégores” o entidad orgánica, la realización simbólica de sus reprimidos deseos de ser. […] Éste es el modo como dicha realidad —superrealidad— logra manifestarse trascendentemente y alcanzar su eficiencia creadora. Pasando de una órbita a otra más amplia, cabe en efecto decir que tanto las afirmaciones de Nerval, Rimbaud, Lautrémont y Breton como El perro andaluz y el “caso Brauner” —e incluso el Romanticismo— son piezas de un mismo complejo orgánico. Su conjunto forma una especie de pequeña nebulosa espiral recogida sobre sí misma en el tiempo, representando el designio inherente a la naturaleza de la colectividad de que la individualidad, esto es, cada uno de sus individuos, alcance aquel estado que la pérdida del ojo individual significa: el estado de Videncia. O si se prefiere: el estado de Conciencia que supone el dominio de la doble vertiente del conocer y del ser conocido, aboliendo el cortocircuito determinado por la presencia obliteradora del yo. […]

A esta luz, Brauner con su cuenca vacía viene a ser un dechado del surrealismo, hecho a su imagen y semejanza en la hondura de lo supranormal o, si se prefiere, sobrenatural. Su figura revela ser ni más ni menos que un mensaje cifrado. Aquello que el surrealismo no era capaz de expresar en modo directo, perteneciendo como pertenece al ciclo de Occidente por cuya estructura, clima y limitaciones se ve constreñido, lo significa en forma indirecta, no como sujeto agente sino como objeto sobre el que recae la acción del Verbo. Porque bien claro aparece, aunque no nos detengamos a hacer sobre ello hincapié, que estamos moviéndonos en la jurisdicción del Logos. Brauner, al perder uno de sus dos glóbulos visuales, ha sido acuñado como una moneda, con su anverso y su reverso, sirviendo de prenda efectiva, patentada y valorada intrínsecamente, de ciertos esplendores del espíritu. […]

En efecto: como jeroglífico de la solución de la dualidad Dios y hombre, la figura de Brauner no sólo traduce los deseos más remotos de la cultura y de la conciencia occidental según fueron expresados en el momento mismo en que por vez primera se formuló dicha dualidad —en el proverbial Paraíso donde el hombre veía a Dios y de cuya vista y de la del árbol de la Vida fue arrebatado—, no sólo los deseo de Videncia y edificación del Romanticismo en quien, después de un multimilenario proceso creador, vuelve a enunciarse la tesis primordial, mas esta vez, transcurrida la era cristiana, sino que, en cuanto suceso verificado automática, tetradimensionalmente, constituye una prenda augural e intrínseca de la realización efectiva de los referidos deseos. La Historia se define así como un sueño donde se realizan los deseos de la Humanidad. He aquí revelado el blanco hacia donde vuela la saeta surrealista y lo que pudiera llamarse la primera parte del mensaje cifrado en la persona de Brauner: el mundo de la Realidad —Nuevo Mundo— dentro de cuya esencia colectiva ha de efectuarse real y verdaderamente en la conciencia individual la hipóstasis de las dos antinómicas naturalezas llamadas divina y humana, de los dos mundos de la realidad y del sueño, confiriendo al ser humano la plenitud de su auténtica Naturaleza, ha entrado en inminencia histórica. La conciencia se enriquece desde ahora con esta auroral moneda, con este “alba de oro”, que penetra en su oscura alcancía, pudiendo en adelante vivir de su crédito, especular a su luz, aventurarse en lo oscuro y en la iniciación de las más atrevidas empresas, segura de que la olla de barro que la encarcela no tardará, como consecuencia de cuanto ya atesora, en ser quebrada.

 

(de El surrealismo entre Viejo y Nuevo Mundo, 1944)

 

(Izq. a der.) César Vallejo, Georgette Vallejo y Juan Larrea en París.
(Izq. a der.) César Vallejo, Georgette Vallejo y Juan Larrea en París.

 

POR TOCARNOS DE CERCA, COMO CIERTOS HÉROES DRAMÁTICOS, CÉSAR VALLEJO se distingue entre los poetas de nuestro siglo en el modo como se hace querer. Quienes conocen de veras a Vallejo no se interesan por los valores estrictamente literarios de sus escritos, sino por éstos en cuanto expresión de su persona. Su persona es lo que nos atrae y conmueve envolviéndonos en la red angustiosa de sus palabras. De sus poemas se desprende ese famoso no se sabe qué de índole esencialmente emocional que sólo puede definirse con referencia a la palabra Amor escrita con mayúscula. La personalidad de Vallejo afirma sus raíces en un humus entrañable cuya presencia nos enternece como un niño que sufre con un dolor hereditario, injusto y ajeno.

[…] Su actitud humana ante las cosas; sus convicciones sociales deben haber contribuido a granjearle adhesiones. Pero ello no basta para justificar su celebridad creciente. No pocas personas de ideas opuestas a las suyas se sienten prendidas en el círculo de sus incondicionales. […] Ciertamente, ha de haber algo más en los cimientos de semejante devoción. […]

Pues bien, cuando se abre el libro menos técnico y más divulgador de Jung, El hombre moderno en busca de un alma, por el capítulo «Psicología y literatura», se descubren en su texto principios que pueden convertirse en claves psicológicas para entender la existencia dolorosa y subjetivamente trágica de Vallejo. Distingue Jung en ese capítulo dos modos de creación artística: la psicológica y la visionaria. La primera nace en el campo que se deja gobernar por la voluntad consciente del hombre, y la segunda brota del inconsciente colectivo que irrumpe y se expresa a través del artista cuyas obras muestran puntos de semejanza con las fantasías de los alienados. Añadiremos por nuestra cuenta que esta teoría casa muy bien con la de la inspiración poética, según quedó enunciada por el Sócrates del Ión. […]

A Jung le interesa exclusivamente aquí, huelga decirlo, el segundo modo de creación, el visionario, cuya forma expresiva es simbólica. Se asemeja, según dice, a la actividad de los videntes, profetas, conductores de pueblos y heraldos.

Manifiestamente, el arte de Vallejo, antiliterario a ultranza, y ajeno a las composiciones conscientes contra las que el poeta se despacha en sus declaraciones estéticas, se acomoda por derecho propio en la caterogía visionaria, es decir, en esa categoría que colinda con las producciones de los alienados, procedentes, según Jung, del inconsciente colectivo y cuya característica es la fuerza de la creatividad. La creatividad, continúa Jung, es como un torbellino que se apodera de cuanto halla a su alcance. Hace suyas las formas mitológicas que, por su naturaleza arquetípica, son las adecuadas para su expresión.

[…] La disposición creativa envuelve una sobrecarga de vida psíquica colectiva que sojuzga a la personal. El arte es en estas regiones una especie de impulso innato que se adueña de un individuo y lo convierte en su instrumento. El artista visionario no es una persona con libre arbitrio que procura sus fines particulares. Es alguien que le consiente al arte realizar sus designios por mediación suya.

[…] Siempre que la fuerza creadora prepondera, la vida humana es dirigida y gobernada por el inconsciente como contra la voluntad activa del individuo, y el yo consciente se ve arrastrado por una corriente subterránea: no es más que un observador desvalido de los sucesos. La obra en marcha se convierte en el hado del poeta y determina su evolución psíquica. No es Goethe quien crea el Fausto —el segundo Fausto, por supuesto—, sino Fausto quien crea a Goethe. ¿Y que es Fausto, añade Jung, sino un símbolo, una expresión que hace las veces de algo que no se conoce con claridad y sin embargo perfectamente vivo? Es algo que vive en el alma de cada germano y en cuya venida a la luz ha participado Goethe.

[…] Ocurre preguntarse [por lo tanto], ¿cuál es la obra o personaje que pudo subordinar a Vallejo, «hombre colectivo», como al Fausto a Goethe, de manera que su psicología y su destino personal fueran por él modelados?

La contestación a esta pregunta constituye, a mi juicio, la clave que permite comprender como se debe el valor y la trascendencia de la obra de Vallejo. He aquí dicha contestación. El personaje simbólico en el que se configuran los valores del inconsciente colectivo a través del poeta peruano, no es otro que el Sujeto poético que nos conmueve: ese mismo César Vallejo vapuleado, tundido y víctima de todos, que se expresa en un verbo esencial y cuyo nombre aparece objetivado de cuando en cuando en sus escritos:

César Vallejo ha muerto, le pegaban

todos sin que él les haga nada;

le daban duro con un palo y duro

también con una soga… (579)

 

[…] Nos encontramos en otra dimensión, algo más allá, aunque en la misma dirección, del terreno que se presta a ser dominado por un psicoanalista fáustico. Hemos salido del campo del arte representativo. Estamos en el del arte-vida de manera que el héroe manifiesta serlo de otra especie. El auto-erotismo que infantiliza y distingue las actividades oníricas del artista, ha tomado forma en acuerdo con las exigencias de otro mundo —aunque diste de ser ésta, naturalmente, la primera vez que ocurre—. El inconsciente colectivo no se ha limitado a producirse por boca del personaje sobre quien gravitan los arquetipos, Segismundo o Fausto. Colectivo de verdad, le ha atribuido al escritor un destino significante dentro de la inmensa tragedia contemporánea al modo como se lo da a su personaje el dramaturgo. Le ha hecho vivir de cierto modo; le ha llevado a morir en conformidad con los valores que se tramitan en él simbólicamente. No es un héroe investido con rasgos mitológicos, de naturaleza psicológica, a fin de cuentas, y sólo parcialmente visionaria. Es un héroe visionario por partida doble, si cabe expresarse así, cumplido, absoluto, de nuevo mundo, cuyo arquetipo es, como luego se verá, de naturaleza diferente.

Se comprende mejor lo antedicho analizando la vida del poeta paso a paso, lo que no es posible realizar aquí sino a la ligera. El viento de las circunstancias azarosas cooperó en su modulación constantemente. El fracaso y la desdicha fueron de otra parte fines que se buscaban sin querer a través del Sujeto mismo. Vallejo gozó siempre de simpatías y no pocas gentes se hallaban dispuestas a ayudarlo y le ayudaron. Tuvo positivas oportunidades para iniciar un camino conducente a una vida de tipo común en el corro de la literatura. Pero cierto impulso contradictorio más fuerte que su deseo de bienestar le inducía a dar los pasos que habían de sumirlo en la desgracia. Hay en todo ello detalles que sobrecogen para quien los conoce siquiera en parte como yo los conozco.

De otro lado, los acontecimientos, la vida como él dice en el trozo de la carta antes leído, se entromete siempre en sus asuntos por sorpresa y tendenciosamente. Así salió un día de Trujillo a todo escape. Así se vio comprometido, sin intervenir, en los sucesos que en 1920 lo llevaron injustamente a prisiones. El temor a ser prendido de nuevo le obligó a salir precipitadamente de Lima, esta vez hacia Europa. [Así, ya en Europa] de cuando en cuando pensaba reintegrarse al Perú; salvarse por la huida como en ocasiones previas. Pero siempre se lo impedía algo…, siempre algo lo mantenía atado a su columna. […] Su destino, formulado por una razón no consciente para él, era otro; era aquél que tenía convertida en víspera a su vida entera. […]

Cuando estalló por fin la guerra española, Vallejo se sintió electrizado hasta la última médula, fuera de sí, en verdadero trance. Los valores profundos que en conflicto bullían, unidos a los de sus convicciones político-sociales, se adueñaron de su personalidad por completo. Hubiera querido intervenir como fuese, llevar a cabo proezas inauditas. Pero aquí todo también, como en su verso, se le volvía espuma. Una tras otra se cebaron en su extrema sensibilidad decepciones y contrariedades. […]

Su tensión desesperada fue ganando en atmósferas a lo hondo. Forcejeó cuanto pudo dentro de sí —sus poemas son testigos—. La realidad lo tenía prendido en sus grilletes. No podía sino actuar como los milicianos, intervenir en la lucha matando con su agonía mundial, con su muerte propia, con el ¡ay! de su «diptongo atroz», como los niños de su poema, «con el dorso de su lágrima». […]

En septiembre de 1937 la genialidad reprimida en él por su personaje sociológico —autor de páginas bastante inferiores— explotó exabrupto y por fin. Las palabras fluyen de sus labios como de una herida profunda, a borbotones, y con una calidad intrínseca que al buen entendedor lo paralizan de asombro. Y con esa irrupción inesperada del verbo, su mesianismo original retorna a superficie. Sin preparación técnica ni entrenamiento alguno, semiautomáticamente, brotan de su «pobre cerebro mal peinado», sus Poemas póstumos y en particular España, aparta de mí este cáliz.

Son un testamento, el testamento anárquico del héroe que, por haber llegado en el drama a su última extremidad, siente que «la bala circula ya en el rango de su firma». Enseguida, el 13 de marzo de 1938, tras un corto período de indisposición, cayó en cama para no volver a incorporarse. Se lo asistió, a él que se moría de hambre en todos los sentidos, con los recursos totales de la ciencia, como a un creso irrisorio. Sólo sirvió para demostrar que se moría  de nada, es decir, de todo y sin remedio. La víspera de su muerte me avisaron que en su delirio me estaba llamando a voces —¡Larrea, Larrea!—, a su vez que pronunciaba el nombre de España, Madre verbal en cuyas manos encomendó su esperanza definitiva. Era el aniversario de la República. El día siguiente 15 de abril, Viernes Santo, descansó en paz a las nueve y media de la mañana. Dos personas, además de la viuda, estábamos presentes.

Enseguida se apoderaron de él los enterradores.

 

Contemplada en el plano dramático, como puede examinarse el Fausto por ejemplo, se distingue en el desarrollo de la vida de Vallejo a no poder más coherente —si no se suprime el factor de coherencia—, la actuación de un arquetipo. Pero este arquetipo no es de índole ficticia, mitológica, sino el arquetipo que justifica la singularidad metafísica del poeta y de la cultura de la Era Cristiana: el protagonista de la tragedia que con su cargazón de dolores acabó en la cruz del Gólgota y cuyo origen literario se encuentra en el capítulo LIII del libro de Isaías. […]

Ahora bien. No fue el sentido de su muerte una improvisación correspondiente a la circunstancia postrera. Desde los primeros versos de Vallejo se anuncia la naturaleza de su destino. Óigasele en el tercer poema de Heraldo Negros anterior a 1918, dirigiéndose a un persona que se llama Regia:

Tus brazos dan la sed de lo infinito

con sus castas hespérides de luz,

cual dos blancos caminos redentores,

dos arranques murientes de un cruz.

¡Y están plasmados en la sangre invicta

de mi imposible azul!

 

¡Tus pies son dos heráldicas alondras

que eternamente llegan de mi ayer!

¡Linda Regia! ¡Tus pies son las dos lágrimas

que al bajar del Espíritu ahogué,

un Domingo de Ramos que entré al Mundo,

ya lejos para siempre de Belén! (276)

 

La identificación del sujeto poético con el arquetipo cristiano es completa. Dice haber bajado del Espíritu un Domingo de Ramos que vino al mundo ya lejos para siempre de Belén, en los preliminares de la pasión. No sorprende, pues, que en los poemas sucesivos se despliegue con caracteres cristianos el mismo sentimiento. Cristo, la cruz, la muerte y la tumba constituyen, en una convivencia polémica del hombre con Dios, los motivos esenciales de los Heraldos. El héroe metafísico se halla en vías de formación desde el comienzo poético. […]

Ábrese paso, a resultas de ello, en su identificación mesiánica, el germen de una muerte trascendental y regeneradora, que tomará volumen y figura concreta, esto es, que tomará cuerpo en él años más tarde, en el otoño de 1937. La muerte del Viernesanto en la cruz que es Amor. Pero semejante enfermedad poco menos que teológica, no es suya personal. Es la misma en que se funda la realidad de Hispanoamérica e incluso la del Occidente como un todo, la de ese Occidente en cuyas postrimerías irá César vallejo a expirar, como el hombre moderno en busca de su alma, vale decir, de un nuevo sentido de la vida.

 

(de César Vallejo o Hispanoamérica en la cruz de su razón, 1958)

 

"Sólo un árbol", montaje por Juan Larrea
«Sólo un árbol», montaje por Juan Larrea

 

[D]ESDE ANTIGUO SE DA ENTRE GENTE ADVERTIDA POR SABIDO QUE, no obstante la unidad global de la Poesía, existen en su recinto más de una especie de poetas —no de género, sino de condición categórica—. Resumiendo la experiencia de siglos anteriores que con tanta precisión se expresó lo mismo entre los escritores estoicos (Proclo, Sallustius) que entre los neoplatónicos (Plotino) y entre los cristianos (Lactancio) —y que tan poco entendida fue por los grandes padres de la Iglesia—, ya en el Renacimiento un poeta de la calidad universalmente reconocida de Ronsard, discurre a este propósito en una de sus Elegías:

Deux sortes il y a de mestiers sur le mont

Où les neuf belles Soeurs leurs demaurances font.

 

Dos menesteres distintos se dan en el reino de las Musas. Uno de ellos corresponde, según Ronsard, a los versificadores que viven de tejas rimadas abajo, mientras que el otro es privativo de los pocos que, trascendidos por el misterio de la poesía, «están henchidos de temor y de divinidad». Estos últimos —Quatre ou cinq seulement sont apparus au monde / de Grecque nation— fueron capaces de encubrir tras un velo fabuloso, el verdadero sentido de sus expresiones a fin de protegerlo de la profana contemplación del vulgo. […]

Algo por el estilo pensaba, ya casi en nuestro tiempo, el norteamericano Emerson cuando dice en su ensayo sobre «El Poeta» tan aprovechado por Whitman —y tan influyente, en nuestro círculo, sobre poetas como Huidobro y Vallejo— que no habla «de hombres con talento poético o de industria o destreza para la versificación, sino del poeta verdadero». De éste no veía ningún ejemplar en torno suyo.

Y cosa muy equivalente ha enunciado en nuestros días desde su punto de experiencia, un psicólogo de la categoría de Karl Jung, eminente por la amplitud de sus conocimientos culturales y por la profundidad de sus escrutinios. Para éste, los poetas y otros artistas se clasifican asimismo en dos bandos, correspondientes a dos maneras o especies de creación, la psicológica y la visionaria. Los primeros se sirven de sus dones expresivos en el mundo de la voluntad consciente, mientras que los visionarios son auténticos posesos del «inconsciente colectivo» que se expresa arquetípicamente a través de sus personas, y que, al chocar contra la voluntad inmediata del artista, lo desquilibra a éste y lo torna desgraciado[1].

En términos concretos, el campo no sólo de la poesía, sino del arte en general, que venía ya escindido en dos heredades distintas, sigue en nuestros días partido en dos. […]

 

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Los anteriores esbozos ocurren con motivo del caso Vallejo. He aquí un poeta puro, acendrado, sincerísimo, que no se ha promovido homenaje tras homenaje como otros muy multitudinarios, ni ha llenado las plazuelas con autobombos y carrousseles atestados de corifeos y bullangas. […]

 

Es obvio que el santiagueño procede en línea recta del romanticismo. Él mismo lo reveló al escoger el tema de su tesis académica, mas sin ella cualquier investigador hubiera arribado a las mismas conclusiones en virtud de la coloración y temple de las aguas. El acento de su poesía no carga sobre el objeto, formulado en un contorno apolíneo, sino sobre el sujeto que acusa la palpitación inmediata de la vida. Prácticamente Vallejo nunca hace literatura. No escribe odas, ni mitifica desde un tablado situaciones que le son ajenas, ni describe en forma más o menos retórica sus emociones incondicionadas. Su estética no es la de la forma, sino la del contenido psíquico. Y este contenido no es el de quien habla con el hombre que lo acompaña, al modo de Antonio Machado, con la esperanza de «hablar a Dios un día», sino que, ya en tercera potencia, habla de sí consigo (675) y, mientras se observa, vive lo más intensamente que se lo permiten las circunstancias que lo ajetrean y tramitan. Podrá así el mismo definirse como «hombre a dos aceras de realidad hasta por tres sienes imposible» (Novelas, 185), para declarar más tarde: «Yo me escondo detrás de mí mismo, a aguaitarme si paso por lo bajo o merodeo en alto» (560). ¿O acaso no está en él presente, desde Trilce la tercera persona?

Por ser poeta en acto, la estética químicamente pura le es a Vallejo extraña. La ciencia de lo bello y de lo feo junto con sus valores se le aparece tan digna de desdén como las flores de cera para un botánico. Si hubiera de tomar partido entre los dos focos bello y feo, optaría por aquello que, por estar más allá de ambos, pudiera parece terrible. Está por lo que expresa directamente su vivencia íntima, es decir, está por la notación instantánea, por el salto mortal de los vocablos, por las asociaciones de tercer grado para arriba, por el grito pelado cuando no herido, por la inopinada salida de tono hasta la desafinación a trueno en cuello, todo ello domesticado en la síntesis del poema. Pero jamás está por el canto, por la romanza o declamación de la clase teatral que fuere. Se ha de reconocer, sin embargo, que por naturaleza Vallejo avanza en la línea estética del romanticismo al modo como, en pos de Novalis, lo sentía el idealismo subjetivo de un Federico G. Schelling abominado por Croce. Ya desde Trilce, mas sobre todo en su libro póstumo, se advierte la tendencia a forjarse espontáneamente un estilo sobre la base de la contradicción permanente así como de la identidad de los contrarios en su propio absoluto, cosa que encierra bastante miga pero que no nos detendremos ahora a considerar. También se encuentra en armonía espontánea con la posición de Bergson, admirador de Schelling, quien con su vitalismo, su restricción del papel de la inteligencia, su exaltación de la imaginación creadora, siempre imprevisible, y su constante surtidor de novedades justifica en forma primorosa la actividad vallejiana. Más por el momento sólo tratamos de poner en claro […] por lo que tiene de esclarecedora, la diferencia que, no obstante sus similitudes de fondo, distingue a la posición ocupada por Vallejo de la literatura del Romanticismo.

Nos va a servir de término de referencia y comparación el astro de la poesía inglesa Percy Shelley. El año 1818, o sea, el mismo año en que nació Carlos Marx, Shelley manifestó en el Prefacio de uno de sus grandes poemas dramáticos —publicado dos años después—, tener «una pasión por reformar el mundo». Claro es, pues que concretando la corriente que venía ya manifestando la literatura inglesa, Shelley se adelantó a muchas cosas. Y no menos claro que nuestros poetas contemporáneos que han sentido parecida vocación y que, con tal propósito, se han alistado en los regimientos políticos, no han hecho sino marchar sobre sus huellas. Pero independientemente de la relación estrecha que a Shelley lo unió con Willian Godwin, el más destacado de los librepensadores ingleses de la época, la labor revolucionaria del poeta se redujo prácticamente a la composición de esos sus poemas animados por un afán transformativo. A uno de ellos, Prometeo desencadenado, pertenece la frase mencionada.

Prometeo desencadenado es un drama poético en cuatro actos que brota de la situación conflictiva en que se encontraba la conciencia inglesa de su tiempo. La revolución francesa con su derrocamiento de los poderes constituidos había creado un clima de profunda transformación, pese a que con sus graves demasías había frenado y hasta retrotraído el alcance de su ejemplo. Para Shelley, en la conciencia del mundo que lo incluye se oponen frente a frente el hombre y Dios, cosa que sucedió más o menos en las otras naciones occidentales. Su Prometeo es una toma de posición beligerante a favor de lo humano con los consiguientes disparos de sus baterías de campaña.

 

El planteo traduce evidentemente la realidad socio-política trastocada por la revolución francesa que derrocó a la monarquía. Pero si a ello se limitase el drama poético, no pasaría de ser un alegato en verso para justificar retrospectivamente lo ocurrido. El poema dramático es bastante más. Está formulado en términos mitológicos porque envuelve no menos significados metafísicos. En Prometeo se trata de las estructuras mentales, incumbencia muy propia del poeta. El mismo Shelley dice en otro texto coetáneo: en este poema «se habla contra la idea errónea y degradante que los hombres han concebido de un Ser supremo, mas no contra el Ser supremo mismo». De ahí que su lucha mental, Prometeo no esgrima más armas que la aceptación del dolor y el amor, frente al odio y al placer en que el usufructuario del Ser divino se deleita.

A resultas de aquellas virtudes, Júpiter, déspota maligno, no sólo será anonadado al final del acto III, sino que en el IV se celebrará el enterramiento del tiempo en la eternidad, es decir, la substancia del hijo de Cronos. Triunfa  a la vez, en plena apoteosis, lo humano por el Amor.

Si bien se mira, la posición de Vallejo coincide sorprendentemente y punto por punto con la prometeica de Shelley.

En varias de las páginas de este su primer libro, Vallejo muestra haber hecho suya la causa de la humanidad paciente, con proyección a una situación terráquea de bienaventuranza. En cierto modo se ha identificado con Prometo —su inclinación se había insinuado ya desde 1915—, blandiendo las dos mismas armas del personaje de Shelley, el Amor y el dolor. Y así seguirá el resto de su vida. Como signo diacrítico se le oirá decir en España, aparta de mí este Cáliz a propósito de Pedro Rojas, el personaje en el que personalmente se proyecta:

¡Viban los compañeros

a la cabecera de su aire escrito!

¡Viban con esa b del buitre en las entrañas

de Pedro

y de Rojas, del héroe y del mártir! (734)

 

Prometeo y su buitre, «en representación de todo el mundo» (idíd.), están, pues, presentes en este «Pedro Rojas de Miranda de Ebro, padre y hombre, marido y hombre, ferroviario y hombre, padre y más hombre»…, es decir, en el «obrero, salvador, redentor nuestro» (724). Es el doble del poeta que con esta ligerísima alusión al buitre revela la presencia en su vida del intenso mito. Es prometeo y es Jesús «Salvador» —helenismo e isralismo, «héroe y mártir»—, según lo había presentido en Rusia en 1931 con motivo de la representación de una obra de teatro que presenció en Moscú y a propósito de la cual adelanta ya el «Aparta de mí este cáliz». Se dirá así de Pedro Rojas: «Palo en el que han colgado su madero, a la vez que con el «a la cabeza de su aire escrito» se recuerda la cartela o INRI del «rey de los judíos», ahora compañeros proletarios. La adopción de la causa regeneradora del hombre es en Vallejo tan patente, según lo hemos recalcado ya más de una vez, y tan ensordecedor su exaltado humanismo que no hay por qué detenerse a considerarlo aquí. Otro tanto se ha de decir del Amor y del dolor, las dos claves sobre las que se erige la bóveda de su ser poético. Es el suyo un Amor que, como la médula vertebral, va de punta a punta, así como su dolor, cargado de facetas, es el prisma en que se descompone inocentemente el rayo unánime de su vida. «Sufro, Allende sufro. Aquende sufro» (439). Padece en los dos grandes registros del aquí y del más allá, para abocarse por fin a ese absoluto dolor sin causa inmediata y «suceda lo que suceda» (354), arma definitiva desde donde se desencadenan los transcendentales derrumbes catastróficos. Allí es donde Vallejo flota. Prometeo y su buitre, por fuera, «siervo paciente» o Cristo en la cruz por dentro. Tampoco es necesario volver a tratar de este aspecto que ha sido elaborado en previas ocasiones. […]

 

"Bodas de diamante", cráneo petrificado obtenido por Juan Larrea
«Bodas de diamante», cráneo petrificado obtenido por Juan Larrea

 

Dedúcese de estos pocos datos que en nada esencial difieren los contenidos mentales de Shelley y Vallejo. Al contrario, como oriundos de un modo poético de una sóla naturaleza humana que invoca a su porvenir en dos situaciones históricas muy afines, su planteo y desarrollo son prácticamente los mismos. Ambas posiciones aúnan lo social y lo trascendental, revelando que se proyectan a aquella situación novísima que Shelley definió en sus famosos versos virgilianos de Hellas mientras acusa en Vallejo tonos más cristianos. Pero paralelismo no es identidad. Puede ello comprobarse ahora al sopesar el grueso de la diferencia que a uno de otro los separa, a la vez que se especifica el sentido de la evolución experimentada por el fenómeno literario en poco más de un siglo —sin olvidar que si el tiempo es diferente, el espacio lo es también, que en Europa hemos pasado a América—.

Ambas actitudes, la de Shelley y la de Vallejo, están determinadas por la pasión de trasformar el mundo. Con tal propósito, el poeta inglés se sirve de un instrumento literario de la más alta jerarquía, el Prometeo encadenado de Esquilo, que adapta a las circunstancias de su tiempo. Incapaz de crear un mito, o expresión del alma colectiva, de tamaño bulto, pide al arsenal de la cultura uno ya universalmente acreditado en el ámbito académico y lo dispone en orden de batalla. Para hacerlo aún más efectivo y convincente, lo pertrecha con cuantos esplendores literarios se siente capaz. De un lado está la voluntad del sujeto, y de otro, como cosa aparte, los medios que hace valer. Opera extrínsecamente como un poeta faber. En otra palabras, el sujeto permanece fuera del objeto u obra. Una cosa es el autor que diagnostica y denuncia la situación maligna de su mundo y apetece modificarla, y otra cosa es Prometeo, el enfermo, el que sufre, al modo también como una cosa es el orado sagrado que predica sobre la Pasión con sublime elocuencia, y otra casa el estertor inefable del Calvario. En Vallejo estos valores se vuelcan por completo. Sujeto y objeto se identifican. No hay teatro. Prometeo y Cristo son él. Él es quien, embarcado hacia un humano más allá, sufre y muere al vivir su vida propia. Han desaparecido de su literatura todos los convencionalismos intermediarios. En Vallejo lo humano y su destino se contemplan cara a cara. De aquí que deteste las vestiduras y velos con sus abigarrados plumajes y arrequives. Quiere no más vivir, porque viviendo, en él se ansía. Puesto que no hay teatro ni ficciones, no hay actor. Es el autor mismo quien ocupa el ara del sacrificio, como en el drama cristiano, porque los valores no corresponden ya a la imaginación abstracta sino a la de la realidad concreta. Vallejo añade al mundo del Romanticismo un algo equivalente, en cierto modo, a lo que el pensamiento cristiano añadió al judaísmo de Isaías al afirmar: «el Verbo se hizo carne». Vallejo es una encarnación cultural, cosa que comprenderán con facilidad los hindúes. Pero es una encarnación de algo que no es él, que está más allá de él y que, si se expresa por él se debe a que el drama creador ha llegado en su desarrollo progresivo al momento en que transfiere del sueño disociado a lo auténticamente real y se expresa por la circunstancia histórica entera de la que Vallejo es sólo un personaje significativo. En realidad es el Ser quien penetra en el escenario o conciencia histórica contemporánea, unificando al que Es con el que Existe en la humanidad como un todo, de manera que al menos en la teoría de lo posible, puede ser vivido en su singularidad por cada uno de sus individuos.

Son varias las perspectivas que pudieran contemplarse en parecida orientación, mas para insinuar la calidad específica de nuestro poeta bastan por ahora estos ejemplos. De ellos se desprende, si no me engaño, […] que el peruano y los vates de alta tensión imaginativa, entidades antropológicas de síntesis, no pueden enfocarse suficientemente, salvo en aspectos parciales, con los métodos e instrumentos de costumbre. Vallejo presupone la función de una realidad de vida multidimensional que, por lo pronto, lo asigna a la categoría más elevada en que hemos visto dividirse el menester poético. Esto es algo que conviene establecer sin vuelta de hoja a fin de discernir esa última diferencia imprescindible para formular definiciones justas. Entre él y poetas de tanto renombre como T. S. Elliot, Paul Eluard, Pablo Neruda e inclusive Federico García Lorca, no obstante el destino especialmente significativo del último —y por más que entre ellos y Vallejo puedan señalarse puntos naturales de contacto—, media, mayor o menor un abismo de distancia.

[…] El hermetismo de aquellos y otros poetas es producto del impulso estalagmítico del indivicualismo moderno que, deseoso de autosobreponerse, en su afán de sobrevivirse, empieza por negar la realidad, enrareciendo la suya propia y dando así origen a esa situación que un eminente especialista contemporáneo califica con acierto de «trascendencia vacua»[2]. La abstrusa oscuridad de Vallejo es, en cambio, consubstancial, gruesa de entraña teleo-antropológica y, por ende, de porvenir. Mientras los poetas nombrados y cuantos con ellos concuerda, hacen resonar más o menos patéticamente las máscara de esas sus oquedades íntimas de hollow men que los acreditan como poetas de la intrascendencia, Vallejo, con justeza admirable, está plasmando regenerativamente, ya en 1920, la fórmula del amor maternal «para todos los huecos de este suelo», o sea para todos los representados por los poetas antedichos. Los refinamientos literarios y hasta las contribuciones eruditas se confabulan en estos últimos para simular la curva de una gravidez rellena de hojas secas de periódico y de otoñales vientos fallidos, mientras que en el corazón impetuoso de Vallejo palpita el nuevo ser, este sí trascendente.

 

(de “Considerando a Vallejo frente a las penurias

(y calamidades) de la crítica”, 1965)

 

 

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[1] Jung: «Psychology and Literature», en Modern Man in search of a Soul, cap. VIII.

[2] Hugo Friedrich: Estructura de la lírica moderna, Barcelona, 1959, pp. 91 y s.

 

 

 

 

*(Bilbao-España, 1895 – Córdoba-Argentina, 1980). Poeta, ensayista y estudioso de las culturas prehispánicas sudamericanas español. Fue miembro de la Generación del 27 y uno de los mayores exponentes de la Vanguardia poética española. Fue coeditor (junto a César Vallejo) de la revista literaria Favorables París Poema. Fundó y dirigió la conocida Aula Vallejo, con la que inició una serie de estudios de primer nivel sobre la obra del poeta peruano. A la par, mientras vivió en Perú, inició una impresionante colección de piezas incas completa e interesante en lo artístico y antropológico, la que donó en 1937 al Museo Arqueológico Nacional y que pasó al Museo de América. Es la colección más importante de piezas incas fuera de América. Publicó en poesía Oscuro dominio (1934) y Versión celeste (1970); y en ensayo Arte Peruano (1935), Rendición de Espíritu (1943), El Surrealismo entre Viejo y Nuevo mundo (1944), The Vision of the «Guernica» (1947), La Religión del Lenguaje Español (1951), La Espada de la Paloma (1956), Razón de Ser (1956), César Vallejo o Hispanoamérica en la Cruz de su Razón (1958), Teleología de la cultura (1965), Del surrealismo a Machu Picchu (1967), Guernica (1977), Cara y cruz de la República (1980), Al amor de Vallejo (1980), Rubén Darío y la Nueva Cultura Americana (1987) y Orbe (1990).

 
 
 
 
 

**(Madrid-España, 1970). Poeta, ensayista y traductor. Es profesor en Appalachian State University, Carolina del Norte, Estados Unidos. Ha publicado en poesía  Merma (2009), Índice (2011), Fábula (2012) y Extracción (2013). También es autor de ensayos, ediciones, antologías y traducciones como Las palabras son testigos. Obra poética en inglés de Isel Rivero (2010), Voces comunes y otros poemas, poesía reunida de Mario Merlino (2012), El ángel de los súbito, antología poética de Noni Benegas (2014), y la muestra Extracomunitarios. Nueve poetas latinoamericanos en España (2013). En colaboración con Andrés Fisher ha editado la antología de José Viñals Caballo en el Umbral (2010), traducido la selección de poemas de Lew Welch Círculo de hueso (2013) y la de textos breves de Gertrude Stein Objetos y retratos. Geografía (2014).

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