Selección de «El boxeador idílico», por Alexis Gómez Rosa

 

Por Alexis Gómez Rosa*

Crédito de la foto el autor

 

 

Selección de El boxeador idílico

 

 El boxeador idílico: título de un poemario extraviado de Tomás Hernández

Franco (1902-1952), a quien ahora se lo devuelvo desde otro

ensogado, bajo los nuevos reflectores.

 

(Uno)

Cada época trae su gladiador de fortuna: su expresión en músculos y destrezas corporales, por mortales; su tráfico de marrulla y escarnio hace la norma en su horma; el boxeo, es el arte felino de la luz; si lo adjetivo, será por obligación de luz negra.

El boxeador que concibió Hernández Franco en nada se parece a Archie Moore, con más victorias por knockout, ni a Lamar Clark: dueño del mayor número de anestesiados al hilo. Tampoco se alinea con el incomparable, el mejor boxeador libra por libra del mundo (venga otro bautizo que sobran padrinos), el maravilloso Sugar Ray Robinson se apodera de los más bravos calificativos, que definen y dejan al sujeto en una sola pieza de granítica y elegante musculatura.

Ese peleador (como Tomasito, de Tamboril, pienso y sospecho), está hecho con fibras de otro tiempo y espacio como para extraviarse en el mundo al ingresar por una puerta giratoria que lo generaliza en calles y avenidas.

Por una de esas bocas tragagente se le vio salir la mañana del 14 de marzo de 1947, impecablemente vestido, para no reaparecer nunca más. En el aire quedó flotando aquella imagen de caballero ilustre, algo pirado, que tanto admiraban las mujeres y que a los hombres deja colgados de un signo de interrogación que nunca cierra.

Mirando a la redonda, me quedo corto: no hallo quién lo iguale. Una mirada más y tendría necesariamente que pensar en Kid Chocolate o Beny Kid Pared. ¿Me oíste?, Nate King Cole podría ser con estamina en los puños. Un boxeador fino, elegante, de sobrio estilo escurridizo gracias al cual tocó cielo y en las alturas se retiró, negado a terminar su existencia vuelto un saquito de calcinada hemoglobina.

 

 

(Dos)

Es pertinente aclarar que Tomás Hernández Franco no perdió un cuaderno de poesía de temática boxística; el poeta es el perdido, el extraviado en un cuaderno a rayas que tiene a Rafael Leonidas Trujillo en la portada y, por contratapa nos hace ver que las notas gloriosas del himno nacional termina en la gritada libertad que ignorábamos.

(Auroral apertura).

El boxeador idílico de Tomasito soñó siempre iniciar la cartelera con la enseña tricolor cubriéndole la espalda y el canto patrio convertido en dos gruesos lagrimones de felicidad de asalto único.

¿Importa en algo el desenlace del duelo?

Después de representar un pueblo, una comunidad, un barrio, una esquina de barrio, o la familia, importa el coraje que se inocula en la teta materna y en la sangre, no evita el pleito que genera la ofensa. Digo: después de recoger una ilusión de jungla borracha; de salvaje instinto de un rojo bronco, enardecido, que a Oviedo se le escapó, cuenta la programación en revancha de una próxima cartelera.

Una mañana, el boxeador idílico desapareció en París, con toda la poesía moderna recogida en un sombrero de copa, de los que salen conejos malabaristas o cartas de ruta de subvertida e insospechada geografía.

En el hotel se dijo (voces contradictorias) que abordó un temporal tocado por el cielo y circunscripto a Magritte. Llevaba traje de gabardina inglesa y un cuaderno como se lleva un lirio abierto en la impudicia.

(Evidentemente, el pasaje anterior es de corte surrealista, 1935).

Período de entreguerras (máscaras, espionajes, doble identidad), propicio para entretejer insalvables conjeturas políticas o para imponer a un sujeto disoluta y conveniente identidad. Imponderables de la época, se puede argumentar; tiempo igualmente propicio para una poesía que se alimenta de zurrapa dadaísta en el caldero de los iluminados. Tomás Hernández Franco lo supo al caminar haciendo equilibrio sobre el filo de la navaja. Lo supo de noche y de perfil con luces infantiles de luna cascabelera.

El poeta se pone a buen recaudo.

Distante de sus latidos, el boxeador idílico no coge corte; resbala. No tiene norte, vagabundea: de ahí su palabra que sabe a Saint Germain des Prés y a bohemia; que se abre al mercado o a un corazón camandulero. Su palabra, cuajada de silabas de agua, gime extraviada a la orilla del Sena, con rugido de máquina de vapor y alas de torpedo. Es dual, ambidextra o anfibia, según el caso. Viene de la noche y desarregla el día; procede del espejo y modifica la imagen que termina en derretida caricatura.

(Otras propiedades: su palabra brilla por ausente; su palabra nos juega la cabeza).

 

(Tres)

Las luces caen contra el ring en juego caligramático: luces perpendiculares y oblicuas las que terminan en una rosa de chispas. Pronto sonará el gong llamando a combate. Silencio, flash, rumor de periodistas de rígidos sombreros. Ahora se incorpora el rojo a las luces: el rojo del vestíbulo indica la proximidad de un séquito de espalderos; posterior a la presentación chocan los guantes.

(Silencio monolítico que atrae las moscas).

Ladies and gentleman.

Los boxeadores bailan en sus esquinas seguros de alcanzar la diadema. La lucha por la supremacía welter, con una bolsa en metálico cuantiosa que aportó el Superior Gobierno, pinta salvaje. El anunciador presenta (presentó) a los púgiles que encarnan vieja rivalidad racial en lo negro soy blanco: siempre aspirando a brillantina social cabe una interpretación socializante.

Al fondo: celos y melodía de arrabal. Los boxeadores siguen bailando ahora frente al árbitro que los mira con dureza para que se interprete la implacable censura que no es más que respeto a las reglas.

Agudo el sonido del gong lanza a los contrincantes al centro de un ensogado seco, de tablones de pino, forrados por una lona verde los tablones de pino.

Los boxeadores giran mientras se observan, avanzando golpes de ciego pronóstico reservado. Vuelven a girar buscando el principio euclidiano de la cuadratura del círculo, con pequeñas incursiones que se diluyen en los guantes de la defensa, los boxeadores giran y giran trazando la elipsis de una vertiginosa geometría.

(Largos minutos de observación promedian el alcance de la pelea).

Idílico el boxeador de Tomasito en el match no hace acto de presencia; pelea como si se ausentara. No se deja sentir ni para decir esta boca es mía; organizar la posibilidad de un rasguño; sin embargo, a todos deja en desconcierto. Creo que deberíamos esperar por otra cartelera, otro cielo donde la sangre reclame su respeto.

París o Ciudad Trujillo, el pleito ya se organiza y despierta el entusiasmo de una feligresía que asume su fanatismo escenificando otras riñas.

Cronista de un tiempo difícil, escribo o sueño escribir acerca de un boxeador extraviado en un juego premeditado de cabeza.

¿Pensador o equilibrista?

El boxeador idílico alquila una buhardilla y malgasta su noche en Montmartre entre botellas vacías. A muchas millas de distancia y del otro lado del mundo, Tomás Hernández Franco se instala en la isla de sorprendentes haitises y un mar de azules insurrectos.

 

 

(Cuatro)

Este hombre, cuyo nombre anticipa una revelación, algo extraordinario, una caja de Pandora, no tiene certificado de nacimiento ni domicilio conocido. A veces pienso que nació en Haití, como Yelidá, hijo del azar y la noche donde se originan ríos caudalosos, navegables, como los vio Las Casas en descripción hiperbólica de geografía virginal: penínsulas y cayos adyacentes de entretejidos manglares.

Los ríos bajaban rápidos hacia el puerto bullicioso, aunque con menos rapidez que la publicidad de rafting a reguetón, que promueven los resort del Cibao central ocasionando una pesada tournée de repentinos exhibicionistas y atletas.

En el puerto, otra vez la muerte reta con su acertijo de luces (“¿vamos a ver quién da más”?), al que por listo y fiero se tiene. La muerte: cuerpo y voz de mujer para un proyectado combate que desborda su espejismo.

—Juego de circo, pensó.

El boxeador se hizo adulto y ensayó su atragantada emoción de Charlot frente a la infancia. Alguna vez comentó Hernández Franco, con el primer trago de los muertos, haberle reiterado parte de su decálogo: “No olvides que tu mundo es una relación de toma y daca, cuya balanza favorece al que tiene vocación de macetero”. Aún la advertencia, pasea su indumentaria de gigoló que hace la época con espíritu de reloj suizo, ante los ojos de varones y hembras. Diariamente la calle El Conde convertía su lengua de asfalto en alfombra roja, y lo acogía para pasear el brillo de su leyenda.

(Del parque Colón, que bien guarda su historia de proezas y conquistas, equidista del parque Independencia: extremo oeste que preserva y prolonga su fama).

La ciudad tenía el tamaño de las llantas de un Ford de cornetín ahogado con cada intención de metrópolis.

Escasos negocios, iglesias y una población embobada bajo el bicornio del triunfo. La ciudad, recoleta y pequeña, es el vivo estremecimiento de su triunfo alimentado con la sal de su tragedia. Su tiempo, en el cuaderno de Hernández Franco, quedó registrado rememorando hazañas de ultramar que oscilan entre París y La Habana, para variar: Buenos Aires y San Juan de Puerto Rico. El boxeador de Tomasito era ese órgano de la naturaleza que arriesga en cada frase su diadema. Mirada x palabra: corazonada; por los bajos del mundo un hombre concluye su historia a dentelladas.

 

 

(Cinco)

¿Cara o cruz?

Su vida la transitó a saltos para dejarla pendiente de la carambola que redima su cuna. Algo negra, funesta, su muerte viva la recompuso consciente de su designio hiperbólico, como si bajara henchido de su esquina con la algarabía de un uppercut glorioso.

Magna noticia.

De la sangre caída en el ring un spot televisivo se levanta en los relatos que de boca en boca circulan, con nuevos e inveterados autores. Otra lectura, con su muerte, ¡la hermosa muerte!, un golpe de ojo basta para dimensionar el entarimado donde danzaron sus pasos.

Peleó duro, fino, como para escapar temprano del suplicio: ese castigo de bajo vientre que afloja las rodillas y te deja la cabeza navegar remotas constelaciones.

Su foja, en el frente local, se limita a un rumor de páginas sueltas.

En las arenas de La Romana, Macorís, Santiago y Puerto Plata, fueron plazas que recogieron el sudor de su fibrosa y alegre anatomía. En boca del poeta Hernández Franco, idilio hizo del sol de su epopeya un cuento callejero.

(Su boxeador pasó a ser de la comarca el mayor sortilegio).

Hace ya muchos años Franklin Mieses Burgos y Manuel Rueda me hablaron de él para ilustrar la poesía de vanguardia, esa poesía vanguardista que vendrá con su golpe certero, que inaugura su escritura de fuego para siempre renacer de su ceniza.

 

El escritor Alexis Gómez Rosa
El escritor Alexis Gómez Rosa

 

Miles Davis
(Homenaje musical a Jack Johnson, 1970)

 

Como en el boxeo, cuando toco,

yo no bajo la guardia.

Porque me da fuerza el boxeo,

siempre soplo acorralando

al adversario que en mí tiende a ocultarse,

yo no bajo la guardia.

En alto, muy arriba, esa nota que al cielo

arranco, porque guardo del boxeo

su certera mirada, penetra el auditorium

y su cadena de luces vigilantes,

yo no bajo la guardia, socio.

¡Arriba esa nota de alto cielo!

 

 

Miles Davis

(musical homage to Jack Johnson)

 

When I play, just like when I box

I don’t lower my guard, no sir.

 

Because boxing gives me strength,

I always blow hard when I corner inside me

my opponent who tends to hide,

No way, I don’t lower my guard.

 

On alto, up high, that note I pull out of the sky

–cause I take from boxing

that sure shot, that bulls-eye—penetrates

the audience and in its chain of watchful lights,

I don’t lower my guard, no way man.

 

Yo Jack up with that note

from high in the sky!

 

(translated from the Spanish by Suzanne Jill Levine)

 

 

 

Friendship

 

Ernest Hemingway hizo de sparring

ante Ezra Pound,

quien no aprendió nunca a sacar gancho de izquierda,

apesadumbrado en su ríspida derecha

era un mortero.

Tiempo después, Norman Mailer desafía y pelea

con Scott Fitzgerald,

de novelista a novelista, El gran Gatsby le gana el único asalto

en esa Europa de palabras encopetadas.

Entonces Mailer sirvió la mejor fotografía

de la era del jazz.

Tranquilo, en la esquina rosada, Morley Callaghan;

en la esquina opuesta, Ernesto Hemingway. Perdió Scott

Fitzgerald: time controller

que vio a Hemingway desfallecer,

miserablemente, por un golpe de halcón

encajado en tiempo extra.

Ernesto Hemingway lo rememora

en múltiples oportunidades,

engordando su odio

hacia el pobre Fitzgerald.

 

 

 

Kid Barquerito

 

A Norberto James Rawlings:
pugilista que no conoció el ring.

 

Murió jodido en Santiago quien nunca sangró su invicto

de gladiador cinco estrellas.

Murió de saciedad en la victoria sólo incrementó sus deudas,

multiplicadas por el efecto dominó de cinco bocas

dependientes.

Murió un peso pesado considerado pluma por quienes

jerarquizan la vida.

Natural de San Pedro de Macorís, Kid Barquerito le dio

la vuelta al mundo en una gira de triunfales derrotas

invencibles.

—“Te jodió el origen, muchacho”, de venir al mundo sin

el patrocinio de la Providencia.

No es verdad, Barquerito, que perdiste tu inviolado récord

en playas extranjeras.

Sucede que no basta tirar puños, ni aplicarse a fondo

a los fundamentos de Fistiana.

Lo que nosotros vimos y los demás aplauden, no entra

en las tarjetas de los jueces.

 

 

 

Sixto Escobar
(Set cinematográfico)

 

 A Pedro López Adorno

 

En Santo Domingo, 22/22, una gillette

a los puños, soñó una pelea con Sixto Escobar,

campeón de Barceloneta, Puerto Rico,

hijo de Jacinto y Adela.

En Puerto Rico, Sixto Escobar, dueño del cetro

de las 118 libras, perdió del fogonero

José Lagos: único de sus látigos a quien

no pudo vengar.

22/22 regresó derrotado de Puerto Rico,

al vencer ampliamente a Kid Fogonero,

el verdugo de Sixto Escobar.

 

bosx

 

Cocheros de la 23

 

Los cocheros se reunieron bajo el frondoso roble,

al sonar la primera campanada.

Yo, sin ser cochero, acudí al llamado para ser testigo

de la caída

del inmenso Sonny Liston:

un negro con vigas de Empire State Building,

resoplando en la lona su chiquita sorpresa de abejas en latidos.

Lo ridiculizó Cassius Clay,

sin el auxilio de Mahoma.

 

 

 

 (Re)cámara cerrada
(Nikon Coolpix 3200 digital)

 

…………………….Oscuros, los lentes,

…………………….de la capucha

…………………….del albornoz

…………………….sobresalen,

…………………….ocultando un rostro

…………………….severo, el brillo

…………………….de dos pómulos

…………………….al filo

…………………….de la navaja.

 

(Las palabras sobran (sobraron) empequeñecidas en el dominio de la culpa).

 

…………………….Los hombres llegaron,

…………………….corporativos,

…………………….de frac y chalina

…………………….repartieron

…………………….el canguelo.

…………………….En las fotos, inevitable,

…………………….nos traiciona

…………………….el rechinar

…………………….de los dientes.

 

 

 

Escalinata del ser

 

Sólo su lengua está a la altura

de sus puños.

Frase de dominio público

 

Cassius Clay no quería ser boxeador, quería ser poeta.

Cassius Clay no quería ser poeta, quería ser político.

Cassius Clay no quería ser político, quería ser estrella de cine.

Cassius Clay no quería ser estrella de cine, quería ser pastor.

Cassius Clay no quería ser pastor, quería ser bombero.

Cassius Clay no quería ser bombero, quería ser ciclista

y vengarse del ladrón que lo dejó a pie cuando chiquito.

 

 

 

 

 

*(Santo Domingo – República Dominicana, 1950). Realizó estudios de Literatura. Ha publicado en poesía Oficio de post-muerte (1973), Pluróscopo (1977), High Quality, Ltd (1985), Contra la pluma la espuma (1990), entre otros.

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