Por Mario Ángel Quintero*
Crédito de la foto www.consejodeliteraturamedellin.blogspot.com
Seis cardos por Mario Ángel Quintero
El cuerpo se retuerce
y le brotan azahares.
¿Qué nueva metamorfosis
es esta? ¿Qué nuevo chiste
redondo y radiante?
El sol se pone en mi mano.
¿Qué primavera me espera
con la mañana? Traspasado
de verde y expuesto.
Me extiendo en el aire
y me secreto en la tierra.
¡Qué agonía es crecer!
Mis oídos llenos de savia,
mis palabras duermen
dentro de cáscaras
lisas y porosas
como la membrana
que me separa
del agua que fluye y llena.
Para mí, sólo hay aquí,
sin bajarme nunca
de la rueda del tiempo.
Gusanos (después)
Llenas de lo nuestro,
llenas del momento,
ni ellas ni nosotros
sabremos el color
de las lombrices,
aunque entren,
como la belleza,
por la carne del ojo.
Tampoco sabremos
si las tiñen
los recuerdos
de lo que comen.
Pero al roer
los nudillos quietos,
y al astillar
el hueso incrustado,
sueltan potencialmente
un alimento ahí sellado
en la médula explosiva
de una historia de contusiones.
Las estrellas son semillas.
El hambre germina la noche.
Fin en verde
Horrible como llegó la vida
en hongos masivos de vapor.
Olorosa y amarilla, su marea
se avecina en olas desde la distancia,
mientras sobre la playa caen cenizas
desde esqueletos de edificaciones calcinadas,
aquí a la orilla de este mar de polen.
En vez de nubes, cadenas de semillas gigantescas
estallan en manchas flotantes que atraviesan el calor.
En esta instancia, en el giro primaveral,
hojas traducen la luz y levantan
las sortijas de tallo que abrazan y esmaltan
los pilares de un cielo en espiral.
En una llovizna tibia cae el sudor
sobre vitrinas vacías en pasajes
que nunca se estrenaron. Crecer
ejerce presión por fuera y por dentro.
Cada cráneo es un botón.
Florece y ya abierto se colora.
Como un anciano lento y
pesado, las aguas fétidas
escalan las alturas paso a paso.
Sus superficies ya barbudas,
de tanta copulación y roce,
embadurnan los riscos con su verdete.
Lo mío es nada, un rostro
asomado momentáneamente,
mientras el agua, ese espejo repleto,
sube hacia el cielo, hasta
que los dos firmamentos se besan.
Y yo, que sentía la luz caer sobre mí,
¿qué respiraré de ese estruendo?
¿Qué será de un loto más
al aplastarse contra una estrella?
Pero sin pausa ni suspiro,
los soles se empapan
y los planetas se disuelven.
Luego el drenaje.
Las islas que amortiguan,
como esponjas, chorrean
su peso por debajo
hacia una gula
abierta y oscura.
Hablemos entre nos,
entre desechos orgánicos.
La sílaba que tapa,
infecta de urbe a los sépalos
por los cuales ventea la luz.
Comunicarse es compartir fiebre.
El despliegue de hojas que son cielos
cubre danzas de espigas trenzadas en roscas.
Estas iluminan las costillas palpitantes
alrededor de cada semilla.
Giran, amarillas, entre rayos
que enuncian, en cascadas lúcidas,
cómo destellar hasta sus bocas.
Crecer es sugerir.
Una estrellada noche
encerrada en un capullo.
Vainas maracan
y el agua sube.
Estambres atrapados
en las coronas de sus chozas
buscan cómo punzar el tejido
de sus techos silenciosos.
Las palabras traspasan
y cada habitación brota espinas.
¿Cómo aferrarse
a piedra inconclusa?
La materialidad del padre
Apretar su brazo,
extrañarse con el roce
de su vello.
Sí, esas sí eran sus cejas.
Pero los ojos no.
Preguntarse
¿por qué la boca abierta?
No hay respuesta
a mis palabras
a su oído.
Sentir
que el ángulo del rostro
se inclina hacia otra cosa ya,
algo arriba, algo lejos.
Bajo mis manos,
lo que dejó.
Lo que ya
no le sirve.
Quisiera abrazar
aunque sea solo esto.
Quisiera despedirme
hasta de esto.
Pero esto
que quedó
ya no espera
a nadie.
Gusanos (antes)
La tierra suena sus flautas.
Estas se doblan, se encogen,
se extienden y avanzan,
ciernen un por debajo húmedo.
A través de los nudos del suelo
se atragantan con caricias.
Siempre están dispuestas
a repasar lo espeso,
a retomar una vez más
cualquier pasaje obstruido
y al parecer impenetrable,
sea cráneo o cartílago.
Así que cuando las palabras
se mueven sobre lo material
lo deshacen en un éter luminoso,
disuelven las cadenas humanas
que nos atan a un castigo
o a una culpa que encierra.
Curiosamente, con el tiempo
las sílabas se meten
entre los eslabones
que nos amarran al tiempo mismo,
y sentimos que llegamos, ya libres,
a ser parte de la configuración
de algún significado.
Cardo, un arduo acobardo,
resguardo en el que ardo,
largo día de dardos,
de tantos morados pardo,
¿Cómo amarrarlo sin sangrarlo?
Tardo en acabarlo,
ya que ahí guardo lo que escardo.