Reproducimos en Vallejo & Co., esta semblanza que hizo Sebastián Salazar Bondy sobre sí mismo. Sobre su vida, sus ideas y parte de su obra. El presente texto, lo tituló “Texto de la improvisación”, y fue leído por el escritor y periodista en la celebración del Primer Encuentro de Narradores Peruanos, llevado a cabo en la ciudad de Arequipa. Sebastián leyó este texto el día 16 de junio de 1965, a menos de tres semanas de su dolorosa partida, la que le llegó de improviso, mientras escribía una crónica para la extinta revista peruana Oiga.
Posteriormente, este texto fue publicado en Sebastián Salazar Bondy, El tacto de la araña, Sombras como cosas sólidas, Poemas 1960-1965, Sebastián Salazar por él mismo, Francisco Moncloa Editores S.A. 1966, segunda edición bajo el cuidado de Emilio Adolfo Westphalen, pp. 63-68.
Sebastián Salazar por él mismo
Por: Sebastián Salazar Bondy
Texto y Foto: © Irma Lostaunau y
Ximena Salazar Lostaunau
Me gusta el tono confesional que han adoptado estos prólogos, que con tan agudo sentido de la importancia del mundo interior de un escritor, han incluido como parte de estas lecturas los organizadores de este estupendo Encuentro de Narradores Peruanos.Y yo voy a continuar en ese tono confesional.
Nací en la calle Corazón de Jesús, en el Barrio de la Chacarilla, en Lima, al lado de la Iglesia de los Huérfanos, en el corazón de la ciudad. Mi hogar fue un hogar de la clase media, un típico hogar de la clase media, formado por familias que venían de la provincia, viejas familias propietarias, pauperizadas por la invasión imperialista y, también, por la vida de lujos, de pompa, de señorío aristocrático que habían llevado en sus propias tierras natales. Y también desciendo de emigrantes franceses, posiblemente si los pruritos ideológicos de un primo mío no han fracasado, de una familia judía del gueto de Praga. Mi padre, emigrado del Norte, de Chiclayo, se hizo de una relativa posición social y económica en el comercio, que hizo crisis alrededor de 1933, con una quiebra y con su muerte.
Aparte de un hermano de padre, con quien tengo las relaciones más estrechas y cariñosas, de mi padre y mi madre somos dos: Augusto y yo, y la vida de la infancia la veo siempre en profunda relación con este compañero que es mi hermano. Yo creo que esa crisis económica, que hizo pasar a mi familia de la posesión de un automóvil, de la posesión de ciertas comodidades, de la promesa de educación en Europa, a la reducción a una o dos piezas ―el resto de la casa se dedicaba a pensión para caballeros honorables, de preferencia extranjeros, con la cual se solventaba un poco mi hogar―, ese paso de una cierta comodidad, no de la opulencia, a la estrechez económica, seguramente influyó muy poderosamente en mi infancia y vi el mundo desde ese momento como dividido en dos planos irreconciliables.
Coincidentemente con esta crisis económica sobrevino la muerte de mi padre, que había intervenido en la política como partidario del general Sánchez Cerro, y que se había rodeado de ciertas amistades poderosas, importantes. Desaparecido él, esas amistades se alejaron, y los grandes paquetes de regalo de los amigos poderosos en los días de Navidad desaparecieron también. Estudiaba en aquel entonces en el Colegio Alemán y la crisis significó igualmente un cambio de colegio. Pasamos al Colegio San Agustín de Lima, un típico colegio de clase media (hoy es un colegio de burguesía, pero en ese momento era un colegio de clase media, a la altura de La Merced, de Santo Toribio), en cuyas aulas y con cuyos maestros conocí el mundo mágico de la vida religiosa, con el trance místico (ayudaba yo muy bien la misa, todavía recuerdo las primeras palabras en latín), pero también conocí el mundo de las represiones, de las inhibiciones, de las prohibiciones, de los prejuicios y conocí también un mundo de humillaciones que consistía en aquello de “Salazar avísale a tu hermano que debe dos meses, que si no paga esos dos meses no dan examen”.
Es alrededor del quinto año de primaria, cuando tendría yo 10 u 11 años, cuando aparece en mí una necesidad de expresión que cumplí escribiendo poesías y novelas ocultamente y que mis profesores no descubrieron jamás. Siempre recuerdo, a los pocos años de salir del colegio, estando yo en la universidad, haberme encontrado con el profesor de literatura, para el cual la historia de la literatura se detenía en Campoamor para continuar con una serie de detritus, hechos por gentes corrompidas, y la cara de perplejidad y de sorpresa al encontrarme un día en la calle y decirme: “Así que eres escritor, poeta y rojillo”. Tenía razón.
Esa necesidad de expresión literaria estuvo acompañada de lecturas muy precoces y un tanto caóticas que tuvieron una influencia positiva y una influencia negativa. La influencia positiva fue que cumplí con mucha anticipación la etapa que otros cumplen después; y la negativa, que por esa falta de presión del medio ―que dice Héctor Velarde― publiqué también muy prematuramente páginas que me avergüenzan y que, sin embargo, reaparecen en las bibliotecas como fantasmas que me obseden (sic).
Escribí poesía, sigo escribiendo; escribí teatro, escribí narración, porque desde el primer momento tuve la intuición, confirmada después con los hechos y con el pensamiento de algunos teóricos de la literatura, que los géneros no son instituciones; son medios, son instrumentos, son formas a las que hay que llenar y que uno emplea de acuerdo a lo que tiene que decir y a la manera cómo tiene que decir; y que, en consecuencia, la literatura que en mí era una necesidad de expresión, una necesidad de liberación, una necesidad de nivelar ese brusco desnivel que fue la crisis económica de mi hogar, la literatura ―digo― fue para mí el modo de expresión sin que se ciñera a un género, sin que eligiera un género como único carril, como único camino a seguir.
Tuve mucha suerte, pues aparte de esta lectura prematura que muy pronto fue en dos idiomas, francés y español, fue completada con la amistad con dos escritores de mi generación, contemporáneos mío, levemente mayores en uno o dos años, que son Jorge Eduardo Eielson y Javier Sologuren, con cuya conversación me enriquecí enormemente, con cuyo trato diario aclaré mis ideas, afirmé la conciencia de que mi vocación era una vocación profunda, era un oficio que debía ejercerse como oficio y que me permitió abandonar, con toda la posesión de a conciencia del acto que realizaba como una liberación, abandonar la Facultad de Derecho, a la que me condenaba la rutina.
A esas amistades se sumaron otras: la de algunos pintores como Fernando de Szyszlo, en la misma época; y otras de escritores mayores que se encuentran entre los mejores de las letras peruanas de hoy; José María Arguedas, que nos recibió en la Peña Pancho Fierro con una cordialidad extraordinaria que por sí misma constituía un aliento; con la amistad de Emilio Adolfo Westphalen, hombre aparentemente hosco pero tierno. Con la amistad de Luis Fabio Xammar que fue mi profesor en las aula de San Marcos y que facilitó siempre mi curiosidad con textos, con libros; con la amista de Manuel Moreno Jimeno, con la amistad de muchos otros a quienes no nombre por no hacer de esto una relación de personas, pero a quienes les debo ―a todos― un poco de lo que puede tener de mérito mi tarea.
No soy especialmente un narrador; por lo menos hasta ahora no soy especialmente un narrador. He escrito algunos cuentos que no han tenido muchos elogios, pero creo que en ellos he puesto algo que me interesaba poner; esa pequeña mitología del mundo de la clase media, ese entretejido sutil de relaciones, cosido, hilvanado con prejuicios y sentimientos muy profundos, con ideas recibidas, heredadas y aceptadas irracionalmente y con aspiraciones incumplidas, con esperanzas siempre frustradas y con terrores al hundimiento en la masa anónima del proletariado. Creo que he expresado esa situación de tensión, de polarización tremenda que vive la clase media en general en el mundo entero y en especial en un país subdesarrollado, donde los únicos que viven, las únicas clases que viven vidas auténticas son la gran burguesía por la posesión de todos sus medios económicos, de todos sus instrumentos de poder, de toda la insolencia que da el dinero, y el proletariado que vive resignado a su miseria, adecuado a ella, aceptándola y convirtiéndola en una de sus fuerzas; [sí,] su pobreza en una de sus fuerzas.
Quienes viven la vida inauténtica son aquéllos a los cuales la historia, la realidad social y económica los arrastra hacia abajo y los sueños tiran de ellos hacia arriba. Y están en una situación intermedia, en una situación en la cual cualquier descuido los puede arrastrar al abismo, que los aterroriza, del proletariado y cualquier traición los lleva como un rayo hacia la prosperidad falaz de la burguesía. Este ha sido el mundo que he descrito, porque es el mundo que conozco, porque es el mundo en que vivo, porque creo además, que es un mundo, una clase socialmente importante, pese a esta situación precaria. Es la clase que da a los intelectuales, que da a los maestros, que da a los revolucionarios, a los líderes de las revoluciones. Y creo que es una clase que crea el pensamiento, consolida el pensamiento, la cultura de un país, que hace consciente; y creo que así como recibe del pueblo grandes lecciones en su folclor y su sabiduría, en su lucha tenaz por la vida diaria, [así también] amenaza a la burguesía con su ímpetu masivo, con su aspiración que a veces destruye hasta las barreras raciales, que en estos pueblos son tan feroces.
Ese es el sentido último que tienen los cuentos reunidos en Náufragos y sobrevivientes, especialmente en la segunda edición, donde hay tres cuentos más que en la primera; y también de Pobre gente de París. Me impresionó mucho cuando vivía en Francia la situación alienada de los estudiantes que iban a vivir a París, de los artistas que iban a vivir a París, porque París, según la frase de Hemingway, era una fiesta, y no era tal fiesta; y cómo la sordidez de este desengaño, la inconfesable sordidez que encontraban en esta vida, los hacía permanecer anclados, mentirse, engañarse, enloquecer, podrirse, prostituirse, estupidizarse. Francia no fabrica a los latinoamericanos imbéciles que viven allí. Francia, Europa en general, nos ha acuñado con u vieja sabiduría, con su vieja cultura, ha acuñado muchas de las grandes mentalidades, las grandes ideas que mueven a las masas de nuestro pueblos en este tiempo, pero el libro no contaba la historia de esta gente, contaba la historia de los que en esta aventura fracasan, de los que en esta aventura pierden la partida. También, pues, la clase media.
Fue con motivo del primer viaje que hice a Buenos Aires, donde viví algunos años, cuando descubrí el Perú y no el Perú de los himnos, de los símbolos, sino el Perú real. Fue allí donde descubrí los números estadísticos, donde decían que éramos uno de los países más hambrientos del mundo, uno de los países más colonizados, semicolonizados de América Latina, uno de los países de mortalidad infantil más alta, uno de los países más tristes del universo. Pero además ahí supe que yo no podía vivir sin ese país y que si tenía algún deber que fuera compatible con mi vocación, con mi tarea de escribir, era escribir sobre ese país y usar de mis palabras y de mi persona, en lo que ello tuviera de influencia, para liberarlo. Por eso es que soy un hombre de izquierda, por eso es que soy socialista, porque creo que la sociedad capitalista, sobre todo cuando el capitalismo resulta insertado en un mundo marginal, abastecedor de materias primas, con trabajo nacional mal pagado, con el “cholo barato y el azúcar caro”, [hace del país] un país que está vencido moralmente, en el que no hay defensa nacional. No se puede hablar de defensa nacional si se deja que la fuerza fundamental de un país, que es la fuerza moral de su pueblo, su conciencia de nacionalidad, su soberanía, estén sometidas, estén pisadas, estén escupidas. Entonces creí en el Perú, en su pueblo, en su gente, en su historia y dejé de creer en todos los emblemas, las grandes palabras, las efemérides, los tatachines, etc.