Por: Marco Antonio Campos*
Crédito de la foto: www.circulodepoesia.com
Se escribe contra toda inocencia.
12 poemas de Marco Antonio Campos
Se escribe
a Michael Rössner
Se escribe contra toda inocencia
del clavel o el lirio, contra el aire
inane del jardín, contra palabras
que hacen juegos vacíos, contra una estética
de vals vienés o parnasianas nubes.
Se escribe abriéndose las venas
hasta que el grito calla, con llanto ácido
que nace de pronto pues imposible
nos era contenerlo, con luz dura
como rabia azul, quemado el rostro,
destrozada el alma, desde una rama
frágil al borde del precipicio,
Se escribe.
Llegada a Roma
a Isabel Campos
Uno, en ciertos, deferente,
cree –en la lluvia de elogios y palmadas—
ser un hombre a la altura de su siglo.
En fin, a qué decirlo, cree ser alguien.
En otros sitios, en cambio, desolado,
su nombre es igual a un perro enfermo,
a la hojarasca dormida del otoño.
En fin, es nadie.
Quien lo haya vivido, lo recuerde.
1972
Contradictio (5)
Entre morir y no morir
fui inventando mi número en la tierra
Hambriento del sol, de la otra vida,
pasé de un atrio al altar de los misterios
¿me conozco?
Ayer, aun antes de la aurora,
me fui llorando,
me fui mirando en el mar estas palomas,
pedazos del gran sol, la mandolina,
leamos el libro que inventa la memoria
Pero no, en verdad, eso es lenguaje:
Yo he mirado más allá de los vocablos
He mirado la ruina de mi diario, de mis hijos,
la ruina terrible de mis nervios
¿Mi número? ¿Su forma, su color, su espada?
No, por Dios, no es ése: es el Gran Cero
Me he inventado en un número en la tierra
1973
En las playas de Corfú
¡La niebla se enredaba, volvía, era un gato maullando
entre los árboles!
Mi padre, esperándome en la playa,
me gritaba: “Hijo ¿desde cuándo la sombra te persigue?
¿De qué sombra o mujer vienes huyendo?
¿Qué escuchaste –qué voz?—detrás del eco?
Fuiste huella, los nombres de los hombres
Aún te quedan el sol y el pensamiento
1975
Monólogo (V)
(Infancia)
De niño quería despedazar estatuas e incendiar el follaje del fresno más
alto,
iconoclasta que la piedra persigue hasta el martillo,
incendiario que no halló ni pradera ni bosque a su medida
Oídme: los pájaros se adaptan, no cambian en el vuelo
Cal y polvo y arena y cemento nos vistieron a mí
y a mis hermanos para estrenar diariamente las galas de la miseria
Viví la calle Casa no había ni nunca tuve
Desde las siete y cuarto de la mañana Epifania y madre
servían un vaso de leche fría y un pan blanco y uno de dulce
para que los ricos no comieran nuestro cráneo
En la pobreza se entrevé a los ricos con probidad escasa
y cree tenerse a mano la promesa evangélica
de atravesar el cielo o el mar por el ojo de una aguja
En la pobreza no se hacen amigos sino cómplices de pena involuntarios
Madre temía nuestro crecimiento y señaló nuestra
frente con ceniza para que la boca repitiera:
“Creo en Dios Padre Todopoderoso…”
Me vi más cerca del temor al pecado que del pecado mismo,
aunque pensara y aún diga lo opuesto
El paraíso fue tan lineal y grande que el niño nunca supo
en el círculo que la rosa desfallecía de luz
Desde la vez que a Carlos y a mí nos vistieron de azul albo
para reflejar el paraíso a la hora de la Primera Comunión,
apenas si volví a la iglesia por la seguridad
de mi condena y lo vano de mi arrepentimiento
¿Qué cara podré dar a los ministros del Señor, qué cara
les pondré en el valle innumerable si en el Juicio
me señalan con el índice?
Algo duele y me duele desolladamente hasta gritar de espaldas,
es volverme de hombros y mirarme inferior a los sueños que soñé
Suele argüirse con sabiduría desdeñosa que los hombres
son inferiores a sus sueños, pero eso no alivia ni consuela
para el que ansió los astros y anheló la tierra ilímite,
ni lo es aun resignarse a explicar y a justificar
que yo soy quien soy y no quien pude o anhelé ser o
creyeron algunos que podía ser
Con dolor, con cristiano dolor reconozco que la vida
fue dura cuando niño, y sin embargo, mi infancia fue libre
como fiera, salvaje como flor del campo, dolorosamente dichosa
El destino se hace, oh Nietzsche, de infancia, carácter y circunstancias
Pero dónde, dónde perdí la orientación, dónde
Cristo repite y desciende para nosotros cada vez
que vivimos la experiencia de la crucifixión
Cristo vive en la tierra para que lloremos en la tierra, y oremos
He bebido del manantial de sangre los preceptos de Dios
He debido: conozco al mundo y a sus hombres porque viví
y leí en los rostros de la historia menos la historia de
los rostros que de las cicatrices
Yo supe del sol cuando conocí develadamente el mar
El paisaje nació desde el paisaje interno que verde
o turquesa ilustró la numerosa contemplación estética de
ciudades numerosas
De mi infancia recuerdo el sol en el mar y calles de mi barrio
estrechamente inclinadas: el niño en los años cincuenta
recibe el sol salvaje en el mar de Acapulco en el septiembre claro
El niño de ciudad para quien el orbe angélico es una calle
en direcciones múltiples que delinean formas y figuras
como de droga o sueño
El niño aquel que no aprendió a que lo quisieran ni le
importó tampoco, ni sabía querer sino de una forma
—como diría Drummond— torcida y reticente
La pobreza dorada en su decencia triste para que yo y
mis hermanos tuviéramos algo que soñar
¿Cómo sería marzo si el niño no hubiera perdido la
orientación en la encrucijada?
(Adolescencia)
Cómo me miro en el adolescente que desconoce el mundo entero
y que soñaba en el húmedo aire en las tardes del severo junio
Ése que ahora tendría mi edad y poseería las cuatro orientaciones
de la tierra con rostro firme y corazón sabio
Cómo cree estar seguro de sí y habla de sí y de más
y dice cosas que servirán más tarde para doblegarlo o domeñarlo
en la mañana o en el mediodía como girasol silvestre en primavera
oscura
Cómo se ejercita en el deporte hasta deshacerse en la quietud,
cómo enciende la vela en el estudio que se apaga pronto,
cómo oscurece el traje gris del ocio hasta madera el gris:
calles pardas que se vuelven ángulos, ángulos que figuran
un punto negro negrísimo en la lejanía,
casas de pobres y de pobre gente, casas de polvo sin resurrección,
casas resquebrajándose como profecía o desierto,
vecindades y edificios sórdidos en el amarillo mortecino
de la arquitectura ciega,
la calle es el reino que perdió en la fractura de los muros
y en el envejecimiento de la casa,
mira a su hermano Ricardo que le grita desde la puerta
de la calle que baje a pelear por él contra quien sea,
mira a su hermano Carlos en los sueños de Verne y de Salgari,
mira a su hermana Gabriela que surge en la casa con un séquito
de amigas en uniforme escolar, y él le suplica que se
las presente, por favor, que se las presente
Terrenos baldíos donde hierba y hierbajos crecen
ante la desesperación de Dios,
siniestras avenidas y calles como dédalos oscuros
donde prostitutas y obreros se refugian para hacer el coito,
donde la muerte hechiza el vestido áureo como hada para
hombres y mujeres muertos en el hartazgo de la sobrevivencia,
negocios mínimos o medianos con rótulos grandes como
SOCONUSCO, MIRAFLORES, EL FÉNIX,
LA PRIMAVERA, FARMACIA POTOSINA,
lecherías con paredes deslavadas quebrándose como día sin luz,
la sastrería de calle Diez donde el sastre, como sapo o
sátiro, se revuelve de dulce goce turbio besándole
las nalgas a la prostituta, ésa, ésa que se rompió
el cuerpo acostándose con hombres, adolescentes y perros de la
calle sin importar si hubiera luna,
mira al vendedor de diarios que desciende de Bellavista
y a quien el alcohol muerde haciéndolo jirones,
pendencias, rencor, resentimiento, riñas y odio
respirándose hasta que nariz, garganta, pulmones,
son pústula que se abre como flor podrida,
la adolescencia se precipitó por la gotera de la casa
y se fue con el agua de la lluvia por el canalón de la calle
1988
Monólogo (VI)
1
Son las 5:17 de la tarde: veo el océano bajo
Planicie azul y al lado el arco iris
Madre llamaba a las seis de la mañana, a la hora
en que el Cristo oraba de luz en la habitación
de los hermanos, contaba el que perdió la niñez
El que perdió la niñez no hallaba casa
ni calle por el mundo que sirviera de lecho positivo
Quizá estuviera la casa junto al mar,
quizá estuviera en el rojo o el amarillo de las casas
de algún pueblo o ciudad mediterráneos,
quizá en el glauco del esbelto otoño de aquella
ciudad centroeuropea, quizá en una aldea con alabanza
o en la tierra prometida que no sabía del cielo,
o más, más allá, más allá, no importa dónde,
no importa cómo, pero una casa, una casa,
mientras el niño sube al autobús de la escuela
y lleva en el Libro Mundo imágenes y sueños,
cuando todavía era el sueño de volver a casa,
y la azafata azulea el cielo
tras de su rostro bellísimo
2
México se oía en aulas de universidades, o
en parlerías absurdas en una librería húngara de calle Vaci, o
en musicales tabernas bajo la noche ateniense, o
en la soledad húmeda de la sombría ciudad,
donde se veía a menudo en la mesa ajena
y esperaba servirse el pan y el vino en una cena amarga
donde no existían traidores
Qué hermosos qué tristes los castaños en el Prater
al descender la niebla en el otoño,
qué tristes qué hermosos los viñedos apagándose
en la escala simétrica del Kahlenberg,
qué albo qué hondo el sueño de la paloma
al llegar el sueño a la alegría de la razón
Algo, con algo de tristeza y amargura,
con algo que del alma queda en la punta del
follaje de los castaños y los álamos en invierno,
resonaban piedra, cantera y tezontle
de ciudades del país que él construyó
en el país del corazón para seguir viviendo
en su país, pero la casa era otra
y estuvo siempre en otra parte,
o quizá la valija era la casa que era el mundo,
y a lo largo del círculo de la Ringstrasse
los follajes de los árboles se ensombrecían,
la caminata en círculo detenida
en la calle de ningún sentido, y el forastero
veía precipitarse a los santos en áurea caída
en la áurea iglesia de Sankt Peter,
mientras afuera, en la plazoleta, Mozart tocaba
el piano para Constanze Weber en la fascinación
del pespunte del delicadísimo tejido del minueto,
y el que perdió la niñez oía una música dulcísima
que no sonaba para él
3
Es el vuelo 988: son las seis y media de la tarde
Una ciudad y un río serpentean abajo
A las nueve de la noche descenderé en Miami
y a las nueve de la mañana caminaré en Buenos Aires
El arco iris de frente y la noche gama
Siempre, siempre el amarillo, un miedo extraño,
la misma aprensión: ¿Para qué salir? ¿Cuándo volver?
Sólo la muerte y el amor desdichado no tienen regreso
Pero cómo, cómo ser útil a los otros,
cómo crear belleza que no sepa amarga,
cómo dar un fruto sin que el árbol llore,
cómo dar un árbol que anochezca luna,
una mañana que ennoblezca el reino
Ya no sueño, ya no, en el alba pajarera,
pero deseo y sueño un mundo equilibrado y azul
4
La noche cae, la noche se hace
¿Adónde voy? ¿Y dónde estamos?
Abril en Austria era mes de dulzuras y de lluvia,
pero abril nos deja, y en mi país, en mayo,
el corazón ha cortado el pedernal
La historia está hecha de signos destrozados
Los dioses conversan con nosotros como
si fuera una conversación de ciegos
Es el lenguaje que entendemos
Nuestras voces, desde niños, nos saben a ceniza
Será lo mismo como ha sido, así y ahora bajo el sol
Y el cielo de la página se dibuja en un cielo de pájaros:
Del mio pensiero tu sei regina, dulzura y luz
5
Quizá el arcángel no midió el tamaño del golpe
ni el tamaño de la caída, pero en lo oscuro
del abismo el ángel, desde entonces,
no supo dónde quedó la nueva casa
Que lloren y oren en soledad por Jesucristo solo
cuando vuelva la inocencia de los animales,
que de las hojas del álamo florezca
la rama pródiga de golondrinas,
verano y cuerpo que glorifico el sol,
y Dios sea con vosotros
Son cinco para las nueve: abro la ventanilla
¡Qué azul más intenso! ¿Qué ciudad allá!
Veo la costa de Buenos Aires y la palabra plata
me resuena en agua, tintinea
No hace mucho era un río de sangre
Los animales comían el pan de los inocentes y
la piedra en las manos no pulía la forma
El viaje ha sido largo y me espera
la próxima ciudad
Adonde el viento vaya me espero con tristeza,
espero con resignación la próxima ciudad
Ser libre como nadie y como la bestia simple
Porque así es, porque así ha sido,
porque así sea,
Porque Así Sea
1992
La ceniza en la frente
Y aquí yo lo presento: ex suicida, invencible romántico
investido con traje azul mediterráneo azul,
con el amor esclavo a la libertad y el sueño,
examinando periplos y navegaciones axiales
en mapamundis desvaídos,
él, que a diario timoneaba un barco de madera cardinal
desde los libros y los sueños hechizados, y oía
como hechizado el fulgor del idioma de la tripulación
que hablaba con tranquilidad de los fantasmas que fueron.
¿Cuántas veces no oyó en la hora de la aurora o bajo
el tórrido sol el esdrújulo vuelo de las aves,
rumores del mar que se encendían en la cresta de la ola,
el susurro de la sal hasta volverse olores,
la piel que ardía y se deshacía en las manos,
los mapas de las constelaciones que eran el cuento de nunca acabar
y que contaban de meridianos distintos y lejanías sustanciales?
¡Cuántas veces en silencio no se entristeció bajo el árbol
hablante de la playa al imaginar el poder en manos de abyectos,
de prevaricadores y de imbéciles,
los sueños rotos por embaucadores de la realidad y la ciencia,
la verdad escrita por plumas generosas que no esperaban sino
el placer del dominio,
la fúnebre púrpura de hombres que habían engañado
incesantemente en el nombre de Dios!
Y al fin esta noche vela para alzar velas y dejar para
siempre la isla de Crusoe,
la isla donde al anochecer miraba sin esperanza el horizonte
y sabía lo que era la más extrema soledad.
1984
Encuentro con Vallejo
Esta mañana miro inclinarse Avenida Insurgentes,
y la lluvia cae,
y el gris y el verde y la lluvia
me devuelven otoños parisienses,
la ciudad se me viste de otoño parisiense.
Cae la lluvia
c
a
e
y de pronto me duele
una dulce mujer que ya es ceniza.
Y la gente se refugia debajo de los árboles, bajo
aleros de tiendas o almacenes, o corren
hacia el coche o el autobús. Y Vallejo
observa los aparadores de los almacenes del
Puerto de Liverpool, se observa,
calla de nuevo algo que espera ya decirme.
Ve la ropa, los muebles, la cerámica:
“El sufrimiento es un orgullo”, dice. Oigo. Da un paso,
y a un paso de doblar a Félix Cuevas:
“El sufrimiento es un orgullo”.
Y nadie lo oye.
1980
Mi casa quemada
Yo tenía una casa. Yo tuve una casa en Pinos 8.
Era una casa de portón y muros altos, una casa
donde la gruesa Epifania nos servía algo para
simular que se tiene algo en el estómago, donde
guardaba entre páginas de libros el viaje golondrino
para esperar el viaje, donde
en los estantes del librero mal mirábamos
la Enciclopedia Barsa y el azul del Tesoro, donde
a fines de los cincuenta se reunía ávida
la familia de tarde a las cinco en el comedor
para reconocerse en la vida y las historias
en blanco y negro de melodramas que veía
en una rústica televisión de bulbos, donde
madre nos hablaba de la ciudad del centro en que moró
como de un lugar donde las víboras alargan
el cuello en comedores y salas, prestas a perforar,
con afilados dientes, alma, corazón y cuerpo
de amigos y enemigos no menos emponzoñados,
ah esa casa, en alboroto continuo por escaramuzas y pleitos
que armábamos de nada los hermanos, donde
solidario conmigo mismo solía jugar solitario
con dados y barajas o leer historietas
de vidas ejemplares o heroicas o amores juveniles, o
vislumbraba en la adolescencia como nube y nube,
imágenes y metáforas y símiles
de poemas de Lorca y de Neruda, o el saludo y
la sonrisa y el perfecto nueve de Beatrice di Folco Portinari, o
las caminatas impetuosas de Rimbaud por el África terrible, o
escenas, en grabados de Doré, del Antiguo y
el Nuevo Testamento, o navegaba en la nave de Odiseo
creyendo posponer en las mareas la vuelta a Ítaca,
ah mi casa, donde lloré sin darme el pésame
la pérdida del primer amor como la pérdida del reino,
donde vi brillar el espejismo de una vida artística,
donde supe que un sujeto como yo, sujeto siempre
a la culpa y a la Culpa, sólo sabe
de paraísos sin luz, ah esa casa,
esa casa se quemó completamente,
se quemó en el 2000 completamente,
se quemó con los años de infortunio,
con imágenes armadas en la noche
en el teatro del sueño, donde a personajes
femeninos los solía llamar la reina o la alegría.
Yo era un muchacho delgado, alto y fuerte pero
también muy tímido, y tenía como el aire melancólico.
2002
Hospital de la Concepción
a Frédéric Ives-Jeannet
Se llamaba Arthur Rimbaud,
pero se firmaba Rimbaud o Rimb o
Rbd o simplemente R.
Vino a morir a Marsella, a un hospital
de caridad pública, domiciliado
en Rue Baille número l45, donde alquiló,
donde tuvo que alquilar un cuarto.
Aquí fue cayéndose a pedazos poco a poco.
Fue haciéndose pedazos poco a poco.
Llegó por primera vez en mayo de 1891
y cinco de los menos de los seis meses
que le quedaban los malvivió aquí,
corroído por un cáncer que le hacía polvo
los huesos. Primero fue la pierna:
El formidable marchista, el de las
“suelas de viento” (como decía Verlaine),
el que cruzaba con alas el continente europeo
y regiones desérticas o enmarañadas
del noreste del África,
se vio de pronto con las extremidades rotas.
¿Pero cómo vivir una vida cul-de-jatte?
¿Cómo imaginar un gamo con muletas?
¿Cómo no oír de nuevo el “feliz viaje” o
e el “nos vemos pronto”?
“Adiós nupcias, familia, porvenir”.
Camino por el hospital. Olean en olas
los olores del cloroformo y de los medicamentos.
Es el orbe de las jeringas y de la anestesia,
del algodón y el yodo, de las luces anémicas,
de los cuartos como palizadas de agujas,
de las mesas de operaciones donde
los muertos conversan con los muertos.
Es el albo cielo de los inválidos y los fracturados,
de las escaleras larvadas que llevan a
cuartos sin salida.
Miro una enfermera sin ojos que busca
el ataúd exacto que defina al paciente.
Otras llevan legajos a ninguna parte.
Una, de bellas piernas, devuelve de pronto
el gusto a la vida.
¿Pero dónde murió? ¿Dónde estaba su cuarto?
El antiguo director (se le pregunta)
no lo sabe. “Se ha rehecho el hospital dos veces.
Cuando vino, nadie sabía (ni él mismo) –dice–
que era un hombre ilustre”.
Catherine Pansera, de Prensa y
Comunicación del hospital, va a la busca del
legajo. Magníficamente amable me lo entrega.
Nada que aclare nada. Nada que valga (pese a
la buena intención) ni siquiera una fotocopia.
Salgo de la oficina.
Desciendo. Miro sombras
en la sala de espera: ríen, sonríen, leen, se
aburren, desvarían, se crispan, crispan al
poco rato. Algunos internos en el pasillo
parecen flotar o irse de bruces.
Regresó al hospital a preparar su féretro,
a clavarlo de pies y manos, el 24 de agosto de l89l.
Dio como datos ser “negociante, soltero,
sin filiación y de paso por Marsella”.
Todos los sufrimientos físicos y mentales
cayeron sobre él. Los alaridos y lamentaciones del
gran animal precipitándose por la cuesta pedregosa
se oían fuera en el follaje de los árboles,
en la luz de los faroles y en las olas del mar,
y sus injurias e improperios rompían en mil pedazos
la cuerda de médicos imbéciles y de enfermeras
sin vista que no sabían ver el tamaño de su sufrimiento
ni la caligrafía tenaz que los roedores hacían en su
sistema óseo hasta el grito ronco o el silencio criminal.
Y la luna cortaba en dos la luna, el cuello de la hoz,
el cuello de la oveja, e Isabelle veía, lo veía, nunca
se cansó de verlo como un mártir parecido a Cristo,
la hermana caritativa, la hermana iluminada que
despreciaron y desprecian los tontos caropolitanos.
Al lado, en una silla, vigilaba del hermano
figuras, metáforas y emblemas de los sueños
y escribía por él con una pluma de sangre:
“Yo iré bajo tierra y tú andarás bajo el sol”.
Sobre la cabecera de la cama, en la pared,
un breve crucifijo decía al paciente
que la clave está en el sacrificio extremo.
Desde la ventana Rimbaud veía como entre brumas
las grandes hojas de los plátanos del jardín
empezar a amarillear y a marchitarse,
e imaginaba, a menos de una milla,
el viejo puerto o la estación de trenes.
Las voces en el jardín o en el pasillo,
el aleteo y las voces de los pájaros del verano o
del otoño tibio, la húmeda mano de la tramontana
le recordaban que algo se parecía a la vida.
Se atrevió todavía a cumplir 37 años.
Se desbandaron las imágenes:
Veía figuras de camellos en los muros
y los médicos e internos eran los
miembros de la nueva caravana.
Se agotó en la fiebre. Perdió toda la sangre
en el degüello de las bestias,
y el claro de luna, al entrar por la ventana,
caligrafiaba en resplandor el epitafio al filo.
Lloraba. No sabía si los ojos servían
para llorar o para ver. No sabía si la boca
sabía a morfina, a sal o a yodo.
¿Adónde llevan los pasillos? ¿Adónde lleva
la escalera? ¿Qué murmura la fuente del jardín?
Es 9 de noviembre. Isabelle apunta el dictado.
Horas blancas después vendrá en blanco
el adiós de las palomas. Es un mensaje
para el director de Mensajerías Marítimas:
“Infórmeme usted a qué hora puedo
ser transportado a bordo”.
1995
Zum Weissen Engel
(Georg Trakl)
a Pura López Colomé
Es del otoño un día soleado. Pero no hubo sol
para ti. Estoy ante la farmacia donde empezaron
a serte habituales el cloroformo y las
imágenes claras y puras del infierno.
Empezaron los primeros metros del precipicio
y ya no habría piedra o árbol que detuvieran
la precipitación del ángel.
Viví en la ciudad un año y medio.
Paseé sin fin por los sitios que nombraste,
que de pronto se volvían neblina o sol,
fuga purísima de tordos, hojarasca, nieve.
Todas las imágenes e iconos de Salzburgo
salían de los muros y conversaban
de sus sueños en voz baja bajo el Mönchsberg.
Los caballos saltaban en las fuentes y huían
como relámpagos en dirección equívoca,
y en el río la barca giraba sin fin como
las manecillas del reloj, mientras el castillo
vertebraba su desconstrucción en las aguas.
No sé cuántas veces ha cambiado la forma
interior de la farmacia. No es la que yo conocí
pero el ángel negro todavía despacha
las medicinas atroces, y pregunta: “¿Algo más?”
Los muros guardan la humedad del siglo
y se escucha el rasguido de tu pluma
sobre las espantosas hojas donde escribías
tus primeros poemas y las visiones que sólo
puede crear en la noche el bosque.
Hermano, pero hermano triste y destruido,
hermano sin albergue por la tierra.
Cuando subo el Calvario de la calle Linzer
y llego a una iglesia donde me dan vino,
veo tu torso sangrante en la pared,
y nadie puede extraer las flechas.
1996
Plegaria
Si regreso a la casa, Señor
–si casa es el mundo y no el infierno–,
si me alzo de nuevo en esta noche
en que enfermo descubro el rostro almo
de la mujer que amo.
Si me concedes esto, Señor,
prefiero ignorar cuando regrese
que hubo alguien aquí, por esta tierra,
que usaba mi cuerpo y mi lenguaje.
No olvides el nombre.