El presente texto fue publicado por su autor a razón de la publicación del libro Ni pan ni circo (2005) del poeta Alejandro Romualdo y editado por el Instituto Nacional de Cultural del Perú. El mismo fue publicado, originalmente, en la revista Hueso Húmero, N° 48, en mayo de 2006. Ha sido obtenido del blog La ciudad literaria (www.blogs.brown.edu/ciudad_literaria/2006/10/01/alejandro-romualdo)
Por Julio Ortega*
Crédito de la foto (Izq.) Caretas/
(Der.) www.elboomeran.com
Romualdo por Julio Ortega
Toda la obra de Alejandro Romualdo (1926-2008) está hecha bajo el principio rector de la articulación. Desde su memorable bautizo literario con La torre de los alucinados (1949) hasta su recordado manifiesto contra-literario de Edición extraordinaria (1958), la poesía ha sido para este poeta el modo de producción del significado articulatorio. Bien visto, la opción por el modelo idealista de Rilke, en el primer caso, y por el materialismo histórico en el segundo, testimonian a pesar de los énfasis del estilo y la convicción, un mismo sistema paralelo. Por un lado, la mitología del poema como fuerza reflexiva y ejercicio contemplativo, que construye el mito redentor del saber poético por encima de la racionalidad del lenguaje. Por otro, la materialidad de un lenguaje del mundo, cuyo saber propone una pragmática. Ambas opciones, estilos y visiones, difieren menos de lo que se cree: no en vano el poema más político que escribió Romualdo, a la muerte de Túpac Amaru, es una alegoría idealista, al punto que convierte a la historia en mito redentor.
La articulación postula la necesaria correlación entre los nombres y las cosas, y corresponde, por lo mismo, a un conocer clásico: el lenguaje se debe a su capacidad de intercambio; su valor está en la precisión, que hace más nítido el tránsito del mundo en la frase; y su moral es la capacidad de incidir sobre la práctica. La lírica puede propiciar el instante más pleno de esas coincidencias felices. El Ángel del enigma, ese exceso de belleza que vio Rilke, y el Ángel de la tragedia, que vio Romualdo en el príncipe Amaru, ese exceso de agonía, son dos caras de la misma moneda. Ambos se resisten a morir, y ya no pertenecen al mundo: se deben del todo al poema.
Pero un lenguaje articulado presupone también un sistema de ideas general, que opera como un modelo de lo real, y que excede al usuario casual del instante. Por lo mismo, la certeza no se debe al sujeto sino a su lugar en el sistema. Dante, por ejemplo, se debía al cristianismo y la teología, y creyó que su exilio no era sólo personal sino paralelo a la evolución de su lengua romance y al peregrinaje de la fe. Por ello, la articulación como principio requiere de una Retórica que promueva la autoridad de la elocuencia y el arte de la persuasión. Romualdo ha sido uno de los poetas peruanos, y para el caso, latinoamericanos, más persuasivos. Un repaso a su programa arrojaría un catálogo de nociones inculcadas con destreza y convicción. El lector entra en un poema suyo inocentemente y sale convertido, militantemente. Porque su sistematicidad presume saber de antemano lo que quiere demostrar, y sólo tiene una página para hacerlo. Esto es, ni el poeta ni el poema cambian en el proceso de la escritura: cambia, eso sí, el lector. Como en una lección de elocuencia, el poema declara su tema, define su campo de acción, y despliega, por fin, sus recursos de acrecentamiento, ampliando el horizonte de expectativas. El poema lo dice todo, y nos suma a su sistema. Pablo Guevara es otro poeta animado por la ambición intelectual de un sistema poético. Sólo que en su caso ya no se trata del materialismo histórico sino de la historia material de lo moderno. Y su poesía, por lo demás, demuestra el proceso de su conocimiento: no es su consecuencia sino su hechura misma.
Se llamó «poesía social» al espléndido ejercicio retórico que ensayó Romualdo en los años 50, aunque el calificativo no le hace justicia. No es social sino clásico (esto es, nominalista, sistemático, racionalista) quien fue capaz de escribir: «Llamen siempre a las cosas por sus nombres» («A otra cosa,» Poesía). Su fe en el lenguaje sustantivo era una lección de elocuencia: «Si me quitaran totalmente todo…Aún me quedaría una palabra/ donde apoyar la voz» (Edición extraordinaria). La idea de que las cosas tienen, en efecto, un nombre claro y directo, y la convicción de que el lenguaje es inexhausto e incluye al sujeto mismo, declaraban la estirpe pragmática del poema como modelo de pensar el mundo en el diálogo.
Porque esta poética es una lección de economía clásica, de hablar necesariamente para expresar más; esto es, una escuela de dicción civil. Nos debemos al lenguaje común, propuso, y la comunidad se funda en el acuerdo de la palabra instrumental, aquella capaz de rehacer no los nombres de los objetos sino su valor. El lenguaje, en fin, tiene la misión de restituir los nombres del mundo para que la comunicación pueda ser una inteligencia compartida de lo real.
La literatura peruana está llena de búsquedas y convocaciones del colectivo desde el coloquio, la palabra oral, las voces regionales y el habla cotidiana. Quizá ello se deba a la necesidad de encontrar una dimensión legítima de la conversación. De pronto, a pesar de lo que creemos, en la literatura peruana se conversa poco y mal: la interlocución no es una virtud local. Las novelas de Alfredo Bryce Echenique son una utopía peruana de la charla plena, ganada por la intimidad, aunque su mapa social demuestra la estratificación del diálogo y las sanciones de las voces sin derecho a voz. Quizá en los cuentos de Ribeyro y de Loayza se escucha lo que sería un uso de la palabra mutua. Fernando Ampuero y Alonso Cueto han logrado hablar al lector desde un protocolo actual del diálogo: con complicidad y, a la vez, con justa distancia, esto es, con veracidad. Pues bien, Alejandro Romualdo debe haber sido uno de los primeros en darle dignidad cotidiana a la dicción poética. Su poesía es más civil que social, porque hace del habla el modelo de una racionalidad compartible. Aunque a veces su ingenio es autocomplaciente, lleva siempre un goce vital.
Ni pan ni circo (Lima, Instituto Nacional de Cultura, 2005, Prólogo de Christian Beteta Menacho) declara el regreso de Romualdo a la poesía pero, al mismo tiempo, anuncia el fin del mundo articulado que sostuvo su concepción poética. Más que un libro alentado por la conciencia de crisis en una época consagrada al relativismo de los saberes y la puesta en duda de los relatos sistemáticos, es un libro desalentado por la violencia implosiva dominante; y, por ello mismo, resulta un ensayo de melancolía, bajo cuya sombra enlutada el poema vela sus mejores armas.
El mundo se ha venido abajo al perderse la articulación que le proveía el lenguaje. Y, como Eliot, el poeta sólo puede hacer el recuento de los «fragmentos» (término ahora clave de la ruptura del sistema), que son pedazos del discurso en ruinas. Son también las huellas del mundo natural trastornado por la violencia política, como si el mundo al revés se hubiese impuesto a sangre y fuego. Pero también son trazas de la emoción ante las nuevas víctimas, y pedazos de cuerpos mutilados: los «fragmentos» son, así, las ruinas del presente, que el lenguaje poético asume ya no para devolverles la vida (como al héroe desmembrado), sino para incluirlos en el poema, a su vez, balbuciente. El poema es, un breve espacio imantado a donde van a dar las sílabas rotas.
La escena peruana está hecha por la violencia y deshecha en el lenguaje: el cementerio campesino es su lugar emblemático. Allí las «dulces flores del mediodía» junto a los «sepulcros andinos» han sido «acribilladas en los muros/ de la maleza crispada de horror.»
No es el rocío que cae y las baña
sino el llanto de las madres
frágiles como la lluvia
corolas de harapos
en un ramo de violencia
El poema no puede articular la imagen doliente porque la violencia ha estallado en el lenguaje mismo, y sólo es posible enumerar los fragmentos que se funden en el habla. Las flores del cementerio no reciben el rocío sino el llanto de las madres, que son frágiles como las flores y la lluvia; y entre ellas, madres, flores, lluvia, hacen una corola de harapos, la corona fúnebre del poema. La fragmentación es la forma del dolor de las víctimas pero también es la forma del lenguaje.
Los dos sistemas del poeta se interpolan en el poema intercambiando sus emblemas. La lírica vehemente y la loa civil adquieren, en esta visión fúnebre, renovada función: la lírica provee flores, follaje, luz, estaciones, mientras que la loa civil acarrea muertos, masacres, tumbas, difuntos, desaparecidos. Esos dos campos léxicos declaran la tensión desgarradora que rehúsa la representación misma, y trabaja la des-representación demostrativa. Por eso, abundan las paradojas, oxímoros y tensiones: «Miserable esplendor,» «un día nuevo bajo la sombra del hacha: el sol frío de la claridad se abre,» «Lo que el día dice con tanta claridad/ son tus ojos sin nadie, es tu boca vacía.»
Leemos: «Una ficción sobre otra hacen esta realidad/ sin límites, donde el poema se ordena.» El orden natural se ha fracturado, el lenguaje como sistema ha sido roto, y la poesía busca ordenarse en la misma zozobra. Es revelador el concepto de «realidad sin límites,» porque lo real ya no es razonable, ya no obedece al orden discursivo; y siendo ilimitado se hace impensable, innombrable. Pero el poema es el instrumento capaz de asumir el caos y postular una breve certidumbre en la tragedia. En este paisaje subvertido, los «trozos” son una disformidad, una inadecuación creada por la crisis. La vida misma, en la balacera, es otra víctima: «se arrodilla y se queja.»
Esta es una realidad que resiste la posibilidad de un mapa, no es cartografiable. Los mapas son una piel «manchada/ con rastros de sangre y cruces marcadas.» Son por eso, «trazos de horror.» Contra la violencia, el canto rememora su tradición órfica, esa promesa extrema de la articulación:
Rama sin árbol, florece y sostén a las aves;
tranqueras sin camino, detén las catástrofes.
Nunca es más clara la noche que en las fosas
Donde descansa el sol.
El Infierno de Dante resulta más infernal no por el fuego y el castigo sino por la desarticulación. Si su construcción fuese articulada, si no fuese un desagregado interpuesto, poseería una racionalidad. Como el Infierno, la tierra mortal de Romualdo carece de lógica interna, y es contra-sistemática. El paisaje se ha tornado fúnebre y errático: «Cuerpos y almas errantes/ buscan enloquecidos un lecho blando/ en el fondo del río.» Hasta el río corre en el sentido contrario y es imagen de la muerte. Por lo mismo, «No hay certidumbre en las tierras acogedoras, / ni claridad, ni silencio, ni palabras.» Esto es, el país sigue siendo habitable pero ha sido deshabitado por el lenguaje, y carece, por tanto, de certeza humana. No en vano hay un poema en el libro al cadáver de Lenin, ese monumento funerario al sistema, hoy venido, uno en el otro, a menos. Pero también viene un canto a Ezra Pound, cuyo anticapitalismo romántico lo llevó al fascismo, a la prisión, y al hospital mental. Su sistema se vino abajo, antes que el de Lenin. Pero la poesía es capaz de exceder las miserias de la Época («me he equivocado en todo,» sentenció) y ser, a veces, su verdad sin sustento.
Hasta los fragmentos fueron, antes, parte del todo, pero ahora «no evocan/ ninguna plenitud.» Los nuevos inmigrantes han sido expulsados por la violencia: «Desterrados… en los arenales… como fragmentos/ de su dolor, han llegado hasta aquí.»
Un poema consigna las preguntas que hace a la lírica esta poesía de la melancolía nacional:
Qué dice el sol del día yacente,
qué dice la luna de la noche insepulta.
Flores fugaces en la hierba se abren
en resplandores que anuncian matanzas.
Si algo toca esa luz no es el pecho
sino un torso que amó su desventura;
si algo respira es el ramo marchito,
y la furia que arrasa puentes, muros,
lamentos y palabras que nadie comprende.
Hasta la violencia debe ser creativa, había reclamado Walter Benjamin, pero ese desafío es una nostalgia humanista. A la hora del recuento, el poema nos dice que no hay poesía sino en su ausencia: alterado el orden natural, el mismo cosmos es insuficiente para explicar la matanza y para entender su respuesta. Esa furia desatada testimonia el fin del diálogo. El poema recuenta pero ya no cuenta. La conversación ha terminado.
Nos queda, con todo, «la íntima alegría del canto… lo que sobrevive /y sobrevivirá en la noche perfecta.» Esto es, la memoria de la poesía es un presente más largo, la orilla del lenguaje prometido.
Estos poemas tienen la levedad de su trazo y el drama de su desconcierto. Son poemas que le devuelven a la conciencia política tanto el principio de su indeterminación como el valor de su sensibilidad ética, aun si sólo puede ser melancólica.
Se suman, en su desesperanza compartida, a los trabajos por los derechos humanos en esta larga hora tenebrosa.
Después de todo, si los derechos humanos en el Perú no pueden iniciar todavía, a pesar de las evidencias, un proceso jurídico que recobre el valor social de las instituciones; la poesía puede recobrar la dignidad de una desesperanza lúcida. Y acompañar, así, a los hombres y mujeres que han levantado sus voces para saber la verdad, aunque el estado mismo no sepa qué hacer con ella.
Sabemos, en cambio, que si no podemos reconocer la humanidad de todos no podremos reconocer los derechos de nadie.
La poesía de Romualdo, liberada de la razón de una verdad sistemática, y gracias a su lección actual de incertidumbre, es parte también de la conversación más seria y creativa que nos aguarda.