Silvina Mercadal*
Crédito de la foto www.eldiariodecarlospaz.com.ar
Romilio Ribero:
El museo de la magia
Quizás Romilio Ribero**, cuya rúbrica de artesano cósmico ha resultado indiscernible —bajo clasificaciones que escapan a su profunda experienciación del misterio—, retorne en las voces de los inmóviles pájaros del Valle de Ongamira. En sus libros se revela la soberanía de lo sagrado en una lengua hechizada que rehace otras voces —las oscuras dinastías de un paraíso destrozado—. En cuanto explorador del misterio sabe que pertenece a la cofradía de los magos, aquellos que persiguen signaturas divinas en las cosas de la tierra y se entregan con fervor a sus disciplinas: la alquimia, la magia astral, la fabricación de talismanes y los sortilegios propios del lugar de origen. La indómita constelación del valle repone en su desolvido y a la vez testimonia la destrucción. Es parte de los que faltan, y se asume como el pródigo, aquel que viene a realizar algo imposible.
¿De qué se trata esa tarea imposible? De repetir a través de los desiertos y los bosques los recuerdos, aunque constituyen recuerdos impropios, pues proceden de la luz de los rostros olvidados. Se trata de repetir recuerdos de prodigios que se alejan en infinito retorno. En la última primavera llegó la poesía de Romilio con Rodolfo Ossés —creador múltiple y corporante— quien estimuló la reapertura de los libros y el deslumbramiento fue inmediato. En verdad, el fulgor de lo que permanece secreto, pues hay una política de la brujería que persiste replegada fuera de las clasificaciones de su obra o la mitificación de su figura. Es la política del hechicero errante, del descifrador de los mares, de las astrónomas secretas o los escribas de la piedra, entre otras fantásticas figuras que refiere, como habitantes de la barca terrestre con sus armas de magia.
Romilio en manos de Rodolfo y un libro: Todo fénix es la mirada que propone el acertijo —poesía oracular— de lo que renace en las imágenes que se incrustan como evidencias de lo desconocido. En el poema con el mismo título escribe:
Final de un rostro.
Terrible árbol fosforescente.
Daga de esta servidumbre
que no mora en este jardín ni tiembla con mi luz,
desconocidas sombras en lo silencioso
y furiosamente oscuro de lo que nace con mi ausencia.
En las últimas semanas de agosto una serie de incendios forestales intencionales —vinculados con la especulación sobre el suelo, o más bien, con la posibilidad de apropiarse de bienes generadores de capital que destruyen la vida— llegaron hasta el Valle de Ongamira. En ese momento, la voz de Romilio aparecía una vez más como testigo de un mundo que desaparecía. En “Personaje, misterio y creación de un paisaje” se puede leer:
Dicen que el pródigo cuenta entonces por indulgencia a sí mismo, por estar sentenciado, cómo fue su paisaje original, su deslindado reino.
Este motivo ha sido la constante en mi primera obra. Fui testigo de alguien que abría otras puertas, a otros cielos, a otros infiernos. Lo atestigua esta carta que llevo aquí con el signo del mundo. A la derecha de mi mano, invadida por los cálidos helechos del Uritorco está el Ángel, a la izquierda el demonio.
No sé, cómo fueron mis antepasados: indios y españoles mezclados en el silencioso valle de Ongamira. Un valle que reflejo en casi toda mi serie de cuadros “La Travesía”. Un mundo de abismos donde las mariposas negras del otoño se duermen con los caballos, los árboles y los niños en retablos húmedos de trigos como espadas. Recuerdo ese tiempo de solitarias infancias, con un río sonoro como su nombre, el Calabalumba. “Río de los hermosos rostros”, lo llamaron los comechingones y sepultaron a sus muertos en humildes tinajas en sus cuestas con pencas y molles, para que el río los siguiera deshilando como fantasmas en los umbrales de una ciudad de perfumes en primavera.
Y Ongamira vive entonces en mí, con su Uritorco, con su Calabalumba, con su pequeña iglesita en medio de los montes, con sus procesiones santas, para implorar la lluvia, para ahuyentar las agorerías.
En el estudio que Aldo Parfeniuk le dedica en la antología publicada por editorial Alción (1994), indica tres claves singulares de su poesía: el principio nominativo de “libro” en varios de los títulos que asocia a Romilio con los escribas sagrados, las reiteraciones en las imágenes que operan como invocaciones —o mantras— de ciertas visiones, la expresión del que aparece como portavoz de un mandato divino. Así, Romilio nos hace partícipes de experiencias divergentes e imágenes enigmáticas, las que constituyen el museo de las magias sepultadas en las montañas neblinosas del dorado valle de Ongamira que sólo recorren ciertas sombras.
*(Córdoba-Argentina, 1971). Poeta y docente en la Universidad Nacional de Villa María (Argentina). Ha publicado en poesía Nupciario (2007), Acuario de la morsa (2009), Un bosque oriental (2010), Las aventuras de la piña monstruo (2013), La cautiva, alucina (2016), La esquina del fresno (2016), Orange (2017) y Célibes liebres y Aurora o la flor de oro (2019).
**(Córdoba-Argentina, 1933 – Córdoba-Argentina, 1976). Poeta y pintor. Vivió pobremente de sus dibujos y murió a los 43 años. En vida publicó sólo dos libros Tema del Deslindado y Libro de bodas, plantas y amuletos, y dejó inéditos otros dieciocho. Su poesía comenzó a redescubrirse en la década de 1990 gracias a su compañera Susana Sumer y a la editorial de Alción que asumió la publicación de su obra. Se publicaron Las mujeres, las magias, Todo fénix es la mirada, Imago mundi y Familiares y sortilegios, entre otros.