ROBERTO ECHAVARREN

EL MONTE NATIVO

 

Una muñeca de madera cruda

tallada a cuchillo,

vestido azul celeste,

flores rojas de centro amarillo

y amarillas de centro rojo

y hasta enagua, sobre el peritoneo

un cuadrículo de tela,

una vincha naranja

hoja verde de rama verde,

estrellas que son flores,

chal tejido de pespuntes,

sobre la banda 

líneas en zigzag, equis, Y griegas

al cuello suyo y del hijo

un ribete fino verde luz,

un pie en el aire,

la pierna levantada

da un paso.

 

El arco iris ¿es un signo?

preguntó embelesada

al verlo la viajera inglesa.

Sí, respondió la mujer

tarahumara: es un signo

de que puede llover, o no llover.

 

La órbita elíptica

estira lo que se ve, distorsiona

hacia el lejano oblicuo

el cerca de un Apolo alejandrino,

gana lo lejano,

esa extrañeza salvaje

que también está aquí,

una hebra de pinocha

resquebraja el hielo,

una luz ciega al mediodía

ensancha las orlas,

circunferencias crecientes

que aparecen al serrar el tronco,

el águila vuela en oblongos,

la voluta, el motivo,

un torbellino nos acerca y nos aparta,

ondea el feeling suave,

el juego manso de un ampo, 

o nos devora el maelstrom.

La forma se deforma,

estira, encorva,

una elipse apaisada

chorrea tangente

una lluvia de átomos.

Un termómetro 

en el remolino, eso somos,

caras que el viento rompe.

 

Duermen abrazados

Marte y Venus.

Marte organiza el conflicto,

sitúa los contendientes,

practica a diario el lanzamiento

de la jabalina; estratega

tiene en cuenta

los factores

y actúa en consecuencia,

un juez justo

tónico de las facultades

resuelve el conflicto.

Venus en cambio olvida todo.

Esos momentos “Venus”

nos sacan de la competencia.

Tomamos el tiempo

para nosotros de estar en el suelo

pasar por un agujero

a través de la camiseta.

 

Los remolinos de la barra,

las volutas, los recorridos

de los flujos, la casa ladeada

del navegante en aguas crecidas,

las crestas de arena,

el paisaje lunar

es en conjunto un arenario.

El viento deposita

oleadas de arena

sobre los macizos donde crecen plantas

que aguantan la sudestada,

se afirman contra el soplo

que quema lo que toca,

el castigo del mar

contra un diente pelado

erecto sobre el promontorio.

 

La línea de la mano

baja gruesa desde el cielorraso

y se abisma delgadísima

contra el zócalo.

Pájaros supernumerarios

se han posado en cada rama

desglosada de la línea principal,

cada uno lleva un nombre,

conceptos singulares

agarrados a cada nervadura,

el viento levanta las plumas

y escapa por todos lados.

La línea de vida continúa,

desfibra las nervaduras,

se afina en el abismo del zócalo

y ya no sabemos cuál color,

si amarillo encarnado punzó

fuimos en aquel momento.

Un intercambio de aliento,

un teclear parecido a un jadeo

escandido por la luz de la vela,

una vibración lenticular

al borbor de las gotas.

 

El helicóptero sube por el cielo limpio,

todo está en calma,

un cachorro es levantado de la nuca

caliente al resuello de la madre.

Hocico tierno, orejas largas

el conejo es el rey de la pascua,

la cabeza quemada gira arriba,

ojos tranquilos de un lago

en la arena allá abajo,

ojos tranquilos mirándome,

un entorno globular

en el globo del ojo,

tú mirabas en dos direcciones opuestas,

abarcando la circunferencia alrededor

a la manera del pez martillo

sacado esta mañana en la playa,

boca de tragedia inmisericorde,

dientes prácticos en varias filas.

Roces de esfínteres, roces de clítoris,

contagio de olores,

el pez pone huevos y se perpetúa,

le atrae el olor de la pervivencia,

esa persistente nota

y todo lo demás se iguala,

todas las olas se funden en una,

el mundo se va por el caño,

un sonido nos pulsa,

sus ramificaciones nos distraen,

transitamos como extranjeros

nuestra propia duración.

 

Un pleroma de mantarraya

en el fondo arcilloso

lanza golpes furibundos

con su cola de lanza,

destello azul sobre la arena

levanta un caos 

alrededor de sí,

un precipitado browniano,

confunde la presa

desatenta a la sorpresa

de la boca de ventosa.

 

Las plantas reflexionaron

absorbiendo los cambios.

La garúa empapaba

gratebus, caracoles,

desprolijas barbas de liquen

inocentes de la duración

rebarbativas absorbían

el espectro de la continuidad.

La duración se enrula de repente

en un parpadeo, una devoración,

un robo insospechado,

el tránsito de la distracción al terror,

del sueño a la vigilia,

del dormir a la muerte,

vine a saber eso

al despertar al otro día.

 

Y qué estocada fina, el espíritu,

a pesar de todo: voy en tranvía

por las calles de Lisboa

estrechas y retorcidas

en el silencio de la madrugada.

Las casas siguen allí,

frente a la mirada

ciega del Atlántico

aunque los habitantes

hayan variado tanto.

Un espasmo de mar,

un espíritu deshabitado

tremola, deforma

todo lo que toca,

trapos al viento

en el embuche de esta boca.

 

El Volkswagen tiene faros,

frenos, acelerador,

tiene facultades como nosotros,

lo que necesita para funcionar,

por  lo tanto hay un formato

que nos condiciona

pero cada uno es diferente

aunque sean de la misma marca

todos tienen unidad de apercepción,

facultades,  el gato se perfecciona

en todo lo que hace.

Los gorriones repiten

el pío de la edad de piedra.

¿Las almas sensitivas

se elevarán al grado de la razón

y a la capacidad de los espíritus?

 

Son universos islas

donde todo transcurre,  

tempestades y ríos,

el canto de los meteoros,

el giro de la tromba,

tienen su mundo,

sus rivalidades, sus honores. 

Arrollado en espiral creciente

lo turbante y lo violento,

los ciclones escapan,

huyen por todas partes,

sufren sacudidas

y vuelcos de alta mar.

Cada turbulencia

trae sufrimiento y peligro.

No importa cuán mínimo

el ángulo de la circunferencia,

produce una espiral,

una cola de caballo de flujos,

la desmembración y la destrucción.

 

El tiempo es la interrupción del reposo.

Todo forma parte de un caudal perpetuo.

Somos una máscara de escayola fresca

deformada por un chorro de agua.

Un rayo atraviesa en su trayecto

la densa conjunción de las cosas agregadas,

las líneas oblicuas de la lluvia.

 

Pero la mala fe no debe tolerarse.

Eso endurece el corazón del hombre.

El enojo debe salir

por la ventana abierta,

no hay que tragarlo,

porque hace mal al hígado.

Descabeza pejerreyes transparentes

disuelto en el aire del verano.

 

Hice un túnel

entre las espinas de la cruz,

y entré a un claro

del monte nativo

lleno de cuices;

no sé por qué me paro allí

al reparo del viento,

bajo bambalinas de nubes,

el labio superior hinchado

por la picadura de una abeja.

Ladridos lejanos, casi ahogados

en la frecuencia del gas

esta mañana de niebla.

Un caballo desfila

como una teoría de los flecos,

un teorema que camina,

repican los  cascos

entre las piedras y el cemento,

cabecea sin cabestro,

enarcó la cola desnuda

casi como si relinchara

roce esporádico de metal celeste,

la cola de barba azul

ligeramente al costado de su raíz

descubrió el ano pequeño, resaltante,

cerrado herméticamente y plegado en su centro,

de pronto exteriorizó una velocidad instantánea,

dio vuelta como un guante la corola rosa

y húmeda del centro y salieron

bolas de bosta nuevitas, barnizadas,

que rodaron por la rompiente.

 

Bajé a la playa, descubrí

un cuerno semitrasparente,

una verga de curva puntiaguda,

aguamala, aguaviva, baba de barbas

que matan:

una fragata portuguesa

embarrancada en el sablón.

Pene erecto, traslúcido,

pico curvo, violáceo,

secándose rápido

al sol que lo enturbia y lo derrumba.

 

La corriente del tallo

hacia abajo se afinaba,

los pájaros se prendían a las ramas,

era un árbol invertido

pero los pájaros no estaban invertidos,

correspondían a nuestra posición.

Manaba hacia ellos desde arriba

el tallo grueso del árbol de la vida

y hacia abajo se afinaba.

 

En la maroma de los sitios

actuales, pasajeros

por encima de los árboles

el terreno levanta un campo magnético,

un hangar fosforescente,

la cañada, la ensenada,

un grillo verde, un lagarto overo

escondido en el muro,

la mantarraya asciende

en el hangar fosforescente,

por encima un enredo de chispas

a modo de membrana vibratoria,

pinos y eucaliptos

van zafando del lar

en dirección al hotel,

un macizo de presión

ejercido por la luz,

es el evento y el infinitivo también,

ocurre en el presente

y en el tiempo del eón

que siempre fue,

porque ¿cómo el ser

no había de ser?

 

Esta declaración

del proceso indefinido,

la intimidad asordinada

del silencio quedó rebotando,

la nota que no cesa,

la nota nos habita completamente,

aunque nosotros no estuviéramos

siempre estuvo aquí,

el viento la refriega

y no se oye nada más.

Esa crudeza salvaje

nos deja a la intemperie,

montones de tierra removida,

y raíces al aire.

Estoy asomado a la crudeza,

al espíritu químico de las vibraciones,

asomado al orbe crudo

que no es orbe,

esta unidad de apercepción

de repente no sabe

quién le dio

esta crudeza para sí,

esta casa vacía,

un marco de tierra removida

mercurial su apercepción

de lo crudo sin mundo,

aliento hiperventilado

de una quijada sin piel.

 

Las garzas picotean en el barro,

los cangrejos devoran un pez podrido,

el níquel sobre el mar

eriza sus escoriaciones

y se expande por la playa entera.

Así brusca la emoción

trajo a la conciencia unas palabras

y el pasado tomó cuerpo en el presente,

una ligera conmoción

pretende rescatar el pasado para siempre,

pero este pichón de gorrión

caído en la vereda tras la lluvia

no es el mismo del año anterior,

y por poco que se haya movido

hay no una imagen, sino cien.

Sin embargo el afecto perdura.

Igual, la llegada del pasado

nos hace el efecto de un suceso raro,

condicionados como estamos

a proyectar el futuro.

 

Oí una especie de bufido,

pasó un hombre sin camisa

el cuerpo tenso, movía los brazos

extendidos hacia dentro y hacia afuera

y todo el cuerpo hacía ese ruido

tra ta rá de expulsar la euforia

en exhalaciones cargadas de adrenalina.

De entretelones, de archivos,

del caos salen las cosas,

sacar las cosas del caos no es recordar

y se bifurca el camino

ante un nuevo campo abierto

que expone la curva terrestre,

un lugar perfecto del afecto

impersonal flotante en el conjunto

la mancha de tinta se expande,

la circunstancia se impregna

de un fluido puro en estado libre

deslizado sobre un cuerpo ajeno.

 

La vida es una topología dinámica,

nos mantiene sobre ascuas,

modifica el cauce del pasado,

aunque no el modo verdadero

en que suceden para nosotros las cosas del deseo,

un pliegue del inmenso recorrido

ligado a un punto de inflexión,

un punto de vista, un cruce de líneas,

un diseño del precipitado neural

de puntos, un sacudimiento

y lo que se aprende de él,

la formación de algo que llamamos simulacro

o imagen, una conversión de fuerzas

de donde surge el alma, una inmanencia

singularizada que anima

el problema y lo resuelve

al plantearlo, la curiosidad

por explorar esa variante

que será al mismo tiempo

única e imprescindible

para adquirir todo el provecho

que de allí proviene

ante un campo de estrellas

cuando se intensifica un pliegue,

el contorno de un acontecimiento intempestivo,

el alma del punto de vista,

su inflexión en el punto de intersección,

un regalo hecho a nosotros solos

que no navegará más allá de nuestro cráneo.

El mundo repleto en él,

filigrana de temas larvarios,

repliegues que morirán con él,

una zozobra en el límite del campo,

ruido de fondo en la caja vacía,

un idiolecto de nuestra mente,

la velocidad infinita que lleva el cosmos,

saltos y rugidos del mar.

La vida es causa de esas turbulencias,

esos devenires paradojales,

 

tartamudeo, virazón

del embargo de ser

multiplicantes de lo vivo,

un poder impersonal

que se rebate y se muerde la cola.

¿Es el corazón enterrado en la estación

una pauta del movimiento perpetuo

captado en su centro de engendramiento?

 

En el cine del universo

esa curiosidad vacante

no pide necesariamente

encarnarse del todo,

nos deja esperar

una dimensión más vasta,

un estrato trascendental

aunque inmanente,

que precede tanto lo virtual

como lo actual,

un irracional caos

en el fondo de todo.

Mucho ingresa de lo invisible,

un arrebato de fosfenos

genera un efecto paralelo

que emana un atractivo original,

un efecto ilusorio de parecido,

un reconocimiento sin par,

sacándonos del hábito

nos enchufa al movimiento,

porque quiere ver más de lo que anticipa,

aparición no subjetivada todavía,

construida sobre una disparidad

de puntos de vista coexistentes.

 

La punta del vestido color trigo,

una tela de importación,

le pareció ver una punta

del vestido color trigo

desaparecida tras el vano

de la puerta, pensó

que era una costra de pan

caída de la mesa del desayuno.

La joven embarazada

visitaba de incógnito

la casa de verano

a la hora del desayuno.

El verde tras la celosía

era solo presentido.

Esa fresca mañana

yo no estaba allí.

Pero la puerta estaba,

su hermana desayunando en la cama,

la punta del vestido color trigo,

era el vestido de mi madre

que recorría el corredor,

observaba la actividad

en cada uno de los cuartos,

su propia madre en la cocina

inocente aún de su llegada

cortaba el pan,

vertía la leche,

y ella invisible para todos,

aún no descubierta,

estaba allí aunque nadie

supiera que estaba.

Ese punto resumió

todo el afecto

de la casa para mí.

Todo estaba a punto de estar,

los factores concomitantes

ya se habían establecido,

una zona de sombra

a punto de desplegarse,

la emergencia material del lugar,

una casa en la playa,

la carne del éter del eón.

 

El cuerpo se quebranta,

mientras las palabras parecen eternas

en su infinitivo, crucificadas

para siempre en su apuesta,

como si siempre hubieran

de tener relevancia,

obedecen a la emoción,

quisieran decir algo,

un modo de anudar el lazo,

las migas distribuidas por Pulgarcito

para que coman las aves del cielo.

Emanan el bálsamo, la música de cachoeira,

un perfume sutil que se mantiene,

pétalo aplastado entre las páginas

a modo de memoria viva

en las narinas.

 

Quejidos, bufidos,

gritos de amenaza, ululaciones,

terrores, castañeteos,

el cuerpo no tiene palabras

pero se da a entender.

Las glándulas conocen su trabajo,

se enfrían los dedos de los pies,

el corazón, vital volante,

a mil raicillas da señales,

la garganta se alarma de sed

y pide agua en el umbral de la conciencia.

Ignoramos los tobillos que nos llevan,

pies callados sin callos,

las pantorrillas torneadas de músculo,

las rodillas no dan molestia.

El chevrón azul se extiende

a modo de falda, un matojo tejido,

cuelgan los brazos de mono,

el lomo del tigre se enarca,

aspergeo gotas de agua

sobre la lengua caliente

de una serpiente.

Es lo que es. Da noticia.

Mi cara es un jardín de piedras.

Las redondas nalgas,

cada articulación agradece

la diseminación en oleadas

y paga con disfrute.

¿Tus pies son desconocidos lejanos?

Nunca tendrás otros.

Ejercitamos miembros y torso

y no hay distinción

entre el cuerpo y nosotros.

El cuerpo sale mojado de la ducha,

deja charcos en el piso,

desvía las ruminaciones

tras la ventana mirando la lluvia.

 

Me acuerdo, cuando era niño

cada vez que llovía,

el detalle que me gustaba

eran los medio globos

cuando las gotas  

caían en el charco.

Si llueve desaparece el mundo.

Desde el desagüe

el agua corre frente a mi casa,

viajan las burbujas,

¿cuánto se aguantan

antes de desaparecer?

A veces la corriente

se vuelve al revés.

Eso es cuando empieza

la inundación. Muchas veces,

cuando pasa,

no llega a entrar en la casa.

Igual me acuerdo bien

de la casa inundada

cuando se mojaron

las fotos antiguas de mi familia…

Ah, no sabes qué linda esa época.

La lluvia es la puerta que nos lleva

adonde nuestro corazón quiere ir.

Una y otra vez llama 

a volver a nuestro ser,

aquel redondelito de burbujas

calma el alma,

tranquiliza la máquina. 

Y bajo los brazos suaves

de un viajero del tiempo

no existe ni ayer ni hoy.

Nos liberamos

de la vida mundana que hipnotiza.  

Canta la lluvia, vemos más lejos.

 

Las aves vuelan,

algunas plumas caen,

sirven para los bailes.

La oruga “gato peludo”

entre las glicinas,

el viento a quemarropa

sobre la duna,

constante e inconstante

la mar constante.

Una zona clara,

una zona oscura

en el mismo paquete,

en la misma tela

encerrada en el cráneo

al fin de febrero,

las moscas creen que están en verano.

 

La mantarraya clava el aguijón,

el pico dorsal venenoso.

La piñata está a punto de reventar.

Unos dicen ah! Otros uh!

El universo entero está clamando.

En la bola clara una cochambre fósil,

la proboscis de una araña,

bajo el pelo cada ceja

depilada del muchacho,

esa circunstancia cabal

de la expectativa

que llamamos deseo,

un manjar sincrético,

un manjar sintético

esposado en la pupila,

una corbata de pelo

le bate el rostro,

llegan aromas intranquilos

y la fórmula está, de repente,

la inquietud del día

el milagro imbatible

la promesa plena

de una pelusilla impalpable.

Todo se contagia de lo que siempre fue,

un deber que nadie encargó.

La bola rueda

hasta el confín del universo.

La historia del mundo

está en una mónada simple,

una zona clara, una zona oscura.

 

La musitación

el zumbido de los insectos,

el arroyo entre sombras verdes,

la emoción en las inflexiones,

las contracciones de los meandros,

el mundo insiste

mientras el alma existe,

un feeling del espeso calor

traduce el goteo como temblor

y pasa del ruido al espressivo.

Armónicos quedan en el aire

casi como rayos de luz,

cristalizaciones en ciernes,

suspensiones de vidrio

tocan su armónico y resuenan

con impulso sostenido y calmo,

inoculan su interrogación

espiritual, no menos vibratoria.

 

Una hojita lanceolada:

su tamaño hace pensar

en un juguete, una maqueta,

un vehículo de aprendizaje.

El autito descascarado avanza

por una pista de zinc.

Las cosas dañadas,

el modelo infantil de las cosas,

una versión de tamaño reducido

en colisiones innumerables.

Un campo de inmanencia

recorrido en bici, casi un baile,

un corte expresivo superior

de clave vibrante y metálico.

La hojita lanceolada

sobre la mesa,

bajo la luz de la lámpara

es casi dorada.

El infinito dentro del mundo

muere con nosotros,

un reservorio nos alberga

y nos disuelve,

el mar detrás del nombre

en sí y no en otra cosa.

Y cuando se hace silencio

en el oído queda el chisporroteo

rotundo del silencio.

 

Un alfajor de salitre y yodo,

una tras otra, frías salpicaduras,

olas se levantan desde la negrura,

ahuecadas se derrumban tambaleantes

bajo tupidas tropas de nubes negras.

Cada pocos segundos una arremetida

de viento, un espolvoreo de nieve

y el ojo de la serpiente,

la boca abierta a punto de morder

tan próxima que puede tragarnos.

Y ya dentro de la serpiente

viajamos en vagones crujientes

a lo largo del vientre dividido

en escenas o etapas  

construidas en bajorrelieve.

Se pueden tocar con la mano.

De cada grieta nos habla

una voz subterránea,

nos pone en vilo.

Nuestro lugar es la separación.

Nuestro corazón es el restaurador.

La alegría es la vida nueva.

Así la tierra se carga de sentido,

atraviesa la noche y el tiempo,

transporta claridad

en su vientre sexual

una semilla del árbol de la paciencia,

un motivo endócrino

en los pedazos de ser celeste.

 

Somos seres lentos

pero el universo es raudo.

Todo huye a fuerza de aparecer.

La aspiradora recoge los pelos del perro.

La lluvia chorrea por las grietas,

el río subterráneo entre cavernas

basura y zafiro, los patios de la cárcel,

la alberca donde lavan la ropa,

hasta que un incendio toma cuenta de todo

y todo se hace visible a la luz de las llamas.

 

La lámpara de Aladino es pura fricción,

chispas brotan al rasparla.

A la luz del tacto, al color del oído

el deseo nace al tiempo que se satisface.

El tacto hace la noche

donde aparece la imagen,

desprende una lasca

sostenida por el disfrute

que se lleva la corriente.

La imagen es flotante,

la intensidad se repite

pero la imagen cambia.

El coito da alas,

desprende, más que crea,

el tronco que se lleva la corriente

se hace legible al desprenderse.

 

Una espalda de cuero duro,

un costillar para tirarse encima,

el afecto recorre la vida entera,

un poco de tiempo y no apenas un presente,

harmalina de bardos tegumentos

un bosque va marchando

para hacer algún tipo de justicia.

Desde el bosque de acacias

una oruga verde se desliza,

el lomo hecho de pinos verde luz,

la oruga entró a la casa

un bosque marchando.

Un ladrón la pisó

y se quemó la planta del pie.

Salió gritando en una pata sola.

A la oruga no le pasó nada.

 

El pozo de tierra fresca,

las semillas, el ojo de agua,

el sol calentó cada una de sus fibras.

Con su ola, nuestra vida está aquí,

contornea polos que no coinciden

con ninguna identidad,

plumas géiseres de Antártida,

y tú de viaje hacia el sur.

Saber que la historia del mundo

está en una mónada simple

sin ventanas encerrada en el cráneo,

saber, si te place,

que el cambio está trocado,

y si se cuentan los años

unos dicen ah! Otros uh!

 

La cebada y el té caliente

me repusieron,

un filtro irisado de pelos,

el mundo concomitante:

“Allí me fue conocida la vida.”

Toda cosa es una contemplación

porque contempla a otro,

una chicharra en el entresijo

y eso hace su alegría.

Contempla a otro,

tensa el arco de cada criatura

tocar es ciego aunque emana color,

tocar es placer en acción

elicita vistas al roce,

las vistas salen de la fricción,

las vemos a la luz del tacto.

 

Todo está quieto,

recogido en sí mismo,

murmurando, raciocinando,

esparciendo inminencias,

ese molino anónimo

entre sombras verdes,

los campos de maíz,

la madrugada se quiebra

con las primeras luces.

Tu camiseta se seca

con el calor que despediste.

 

El perro ladra,

recorre las habitaciones alarmado,

no concibe abandonar la vigilancia.

Deberíamos agradecerle

esa preservación obstinada del territorio.

 

Al caer las fichas

se oye un campaneo regular,

la corriente desprende la choza,

vuelan las garzas.

Si ajustamos el lente

veremos los pormenores de la ribera,

un arco iris completo,

cada extremo donde se posa.

Muslos de pachoulí

el bailarín pasa en equilibrio

hojas de bambú en el pecho

en la boca peces de coral.

El caos sigue allí,

renace a cada anochecer.

Quien estuvo en el campo sabe

cómo todo no cesa de crecer.

Una flauta de madera

avanza la noche de verano,

ganancia creciente,

de madera trabajada a cuchillo.

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