Robert Walser, una pequeña y tranquila mancha en la historia suiza
Por: Alejandro Herrera
Cuando Guillermo Tell -obligado por un tirano gobernador Habsburgo– disparó el gatillo de su ballesta contra la manzana que se encontraba puesta sobre la cabeza de su hijo, tuvo tal vez en sus manos -o en su dedo- la posibilidad de matizar con un poco de tragedia la inmaculada historia de ese país alpino que hasta entonces, y hasta ahora, continua vestido de un blanco tan blanco como el de sus montañas invernales. Pero sin duda que aquella flecha no solo diera en su objetivo, sino que se adentrara en el centro exacto de aquella manzana, y evitara a los ciudadanos suizos del sufrimiento de una tragedia nacional de escalas históricas.
Seis siglos después, exactamente el 25 de diciembre de 1956, Robert Walser fue encontrado muerto tendido en la nieve tras haber salido a dar un paseo de la clínica psiquiátrica donde se encontraba en contra de su voluntad; y con su muerte, quizá sin quererlo, produjo -aunque sea de alguna manera- lo que anteriormente Guillermo Tell le había evitado –o negado- a la historia Suiza.
Eso en cuestiones de historia, en lo que concierne a la literatura, el inmortal Robert Walser que ahora admiramos, no murió ese 25 de diciembre sino 23 años antes, más exactamente, el día en que lo ingresaron injustamente al centro psiquiátrico de Herisau -sin un diagnostico medico claro: trastorno psicótico, decían, luego trastorno esquizofrenico, autismo severo, etc-. Ya había pasado algún tiempo en otros Centros, pero sería éste último el que lograría entre sus paredes, como le quita el vuelo de libertad una jaula a un halcón peregrino, desecar completamente sus facultades literarias. Él mismo protestaría serenamente contra el mundo que sentía le estaba conspirando: “No estoy aquí para escribir, estoy aquí para estar loco”.
Pero en definitiva, tampoco sabemos con certeza si de no haber sido internado en aquellos centros de salud mental hubiera continuado escribiendo o no, porque aunque no fueran acertados los diagnosticos, lo cierto es que él sí sufría de insomnio, pesadillas, ataques de ansiedad, y escuchaba voces que venían desde el laberinto de su mente y que lo llevaron al intento de suicidio; y allí no terminó todo; más adelante empezaría a sentir calambres en la mano diestra que él solucionaría cambiando el lapicero por el lápiz -pese a su descontento ya que el uso del lápiz no le contentaba- (para entender las verdaderas dimensiones de esto último hay que echarle un vistazo a sus maniáticos manuscritos -alguno tardaron hasta veinte años en ser descifrados-. Nótese por ejemplo que su ultimo libro: El Ladrón, consistente en 141 paginas impresas, se resumía originalmente en unicamente 24 paginas de manuscrito de letra microscópica, lleno de insólitas y extravagantes abreviaciones y codigos alfabeticos). Para entonces ya había preferido mantener el placer -o la congoja- de la escritura para él solo y aquellos manuscritos no estaban destinados al entendimiento de nadie ni mucho menos a la satisfacción de algún lector.
Pero no solo tenemos a lo físico como posibles razones, su espíritu también sufrió contrariedades. Él sabía que para convertirse en un escritor de éxito tendría que comportarse como tal y además tendría que esconder -o al menos domesticar- la mente libre y errante que poseía. Walser a pesar de estar al tanto de su acogida -su obra contaba con admiradores como Hermann Hesse, Stefan Zweig, Robert Musil, Walter Benjamin y Fanz Kafka- sin duda pudo continuar por los caminos correctos y gozar el sabor de la fama.
Pero no lo hizo.
Su mismo editor -el afamado Samuel Fisher- intentó empujarle a la consumación de aquel éxito animándole e incentivándole de diferentes maneras, pero Walser se negaría a todas como un niño que ya no quería jugar. No sabemos si aquello ya no le interesaba o es que tal vez porque estaba destinado a ser un Ser Humano, lejos de la vanidad del mundo, ser el poeta más secreto de todos -como muchos lo llaman-; o tal vez la respuesta la podamos encontrar en sus propias palabras, en Jakob von Guten -probablemente su gran obra maestra-: ¡Libre Dios a un hombre honrado del reconocimiento de la masa! Si no lo vuelve malo, sólo servirá para confundirlo y quitarle fuerzas”
El tiempo sin embargo hizo lo suyo sin importar la voluntad del mismo Walser y hoy él es un grande que ahora juega en la Champions League -como llamó una vez Roberto Bolaño al círculo de los grandes escritores-. Sí, claro, su figura ya se puede colocar junto a las más grandes aunque probablemente él, en vez de hacerlo erguidamente y sacando pecho de orgullo, lo haría con la sonrisa mitigada como dispensandose, con la mirada perdida tratando de entendernos y seguramente sentado en vez de parado. Y es que Walser también pertenece a esa casta de escritores demasiado humanos que han sabido ingresar sus suaves manos en el alma de nuestro mundo para replantearlo -valga la redundancia- más humano; y que no pueden ser leídos, escuchados, ni pensados sin hacernos sentir descargas de la cálida melancolía que producen en la parte interior de la piel. Hablamos de Proust, Pessoa, Kafka, Poe, Hölderlin, Byron, Lorca, Vallejo,-casi todos contemporáneos suyos, qué casualidad-.
Prefirió llevar su soledad de una manera tan pulcra e integra, y aunque se necesitaba mucho temple para tamaña empresa, él lo llegó a dominar con plenitud, claro. Durante sus últimos 23 años no se dedicó a otra cosa que a dar largos paseos que se convirtieron en el motor de su existencia. Para ese entonces, con la dedicación y disciplina de un monje, Walser se había empezado a erigir en un hombre sin biografía -y así actuaba-. Por esa razón, ahora, lo que mejor podemos ver de él es su espíritu metido en sus libros, la biografía de ese espíritu, si se quiere llamar, predominando sobre lo que significa la carne del hombre.
Un ejemplo claro de aquello es su libro El Paseo, en el que narra justamente eso, un paseo, pero no un paseo de esos que se hacen para despejar la mente, para contemplar la naturaleza, ni porque no se tenga nada que hacer ni mucho menos de esos insustanciales que se hacen con los audífonos puestos. El de Walser es un paseo interior en el que él se ausenta -orgánicamente hablando- para ensimismarse en su interior de manera total y para esto se invoca en el alma de su propio Quijote dispuesto a enfrentar a su mundo y de paso al nuestro. El libro tiene personajes, locaciones y situaciones pero en realidad solo se puede ver los pasillos de su interior conectados a esa cosa tan compleja que era su mente. Él mismo nos alcanzaría el mensaje en éste mismo libro: «No hace falta ver nada extraordinario. Ya es mucho lo que se ve» Tal vez las palabras que leemos sean gotas de nostalgia que tenemos que intentar percibir con los oídos mientras caen, o tal vez es que no sea un libro para leer sino para escuchar con los ojos cerrados. Walser se marchó sin dejarnos las instrucciones.
Cuando en la mañana tranquila del día de navidad de 1956, la policía de la ciudad de Herisau fue a atender el aviso de un grupo niños que había visto algo inusual en la nieve, se encontraría con lo que Walser narrara muchos años antes en su libro Los Hermanos Tanner, cuando un poeta llamado Sebastian, fuera hallado por Simon Tanner: Al verlo, pensó que éste estaba dormido, aunque la idea de que un hombre se acostase en medio de un frío terrible y en el rincón solitario de un abetal le parecía un tanto extraña. Simon pensó que debió de haberse desplomado víctima de un cansancio enorme que ya no pudo soportar. Al verlo se intuía que no estaba hecho para afrontar la vida y sus duras exigencias. A modo de improvisada oración fúnebre, el joven Tanner se dijo para sus adentros: ¡Con qué nobleza ha elegido su tumba! Yace en medio de espléndidos abetos cubiertos de nieve. La naturaleza se inclina a contemplar a su muerto, las estrellas cantan dulcemente en torno a su cabeza y las aves nocturnas graznan: es la mejor música para alguien que ya no tiene oído ni sensaciones. Yacer y congelarse bajo unas ramas de abeto, sobre la nieve: ¡qué espléndido reposo! Es lo mejor que pudiste hacer. La gente está siempre dispuesta a hacerles daño a las aves raras como tú, y a burlarse de sus sufrimientos.
Alejandro Herrera (Ancash, 1978) Estudió en la Facultad de Arte de la Universidad Católica del Perú y en la Universidad Complutense de Madrid. Ha escrito las novelas Bienvenido a mi vida, dictador (2012) y El mundo en que vivimos (2013).