Rimbaud y la conducta fundamental, por Jorge Eduardo Eielson

 

Vallejo & Co. reproduce una estupenda crítica realizada por Jorge Eduardo Eielson sobre la obra poética del célebre Arthur Rimbaud. El texto es, sin duda, de una profundidad y análisis precisos. Esta crítica fue publicada, originalmente, en la revista Las moradas, N°2, en 1947, bajo la dirección del no menos célebre Emilio Adolfo Westphalen.

 

 

Por Jorge Eduardo Eielson*

Crédito de la foto (izq.) Centro Studi Jorge Eielson /

(der.) Dada Wa

www.artmajeur.com

 

 

Rimbaud y la conducta fundamental

 

 

A la luz de 1947, la palabra de Rimbaud promueve secretas digresiones, desarma y hiere a la juventud, la satisface y la niega de un sólo golpe; no le entrega de su alma sino la región más pronta al paraíso, reservándose para sí las mayores llamas, los focos carniceros más voraces y oscuros, desde donde le fue posible la toma de lo invisible. Hay un fuerte sabor en Rimbaud cuyo sello nos graba en el alma y nos roe toda fuerza. Él sólo quisiera subsistir a través de la marcha de nuestros espíritus; él sólo desearía mostrarse siempre, hasta en el juicio final, portando la antorcha cada vez más alta de nuestra triste humanidad. Yo no osaría dudar todavía si sus deseos se verán cumplidos o no. Hay que tomar el peso a su impulso, resistir sus embestidas, adelantar un solo verso ante los suyos, mover la tónica una octava más «hacia lo desconocido», podar nombres y escuelas, saltar por sobre su infierno, del cual apenas nos queda la huella de su existencia terrestre, común a nuestras angustias, aunque en grado supremo. Para averiguarlo, para saber si su palabra lleva un destino intocable, deberíamos comunicarnos con él, penetrar en la maraña de su sangre y de su alma con la ayuda de nuestras débiles potencias. Tal cosa él nos la ha negado de plano.

 

Foto retrato del Niño terrible, el poeta Arthur Rimbaud. 1872
Foto retrato del Niño terrible, el poeta Arthur Rimbaud. 1872

La conducta fundamental

 

Tal vez alguien objete —toda la razón del mundo le asiste— ¿y nuestra sensibilidad, y nuestra inteligencia, puestas a prueba durante las generaciones de trabajos realizados por el espíritu? Yo no me atrevería a contradecir tal cosa. Pero otra, en cambio, se muestra nítida a mi entendimiento: la imagen de Rimbaud apresura en nosotros, de un modo nuevo y viviente, intrincado e insolente como una bofetada del génesis, ese concepto límite que llevamos en la matriz de nuestra existencia, en la zona feérica por donde nos asalta el bailoteo del más allá o más acá. Él lo dice así:

¡El poeta definirá la cantidad de desconocido despertándose en su tiempo, en el alma universal, dará algo más que la fórmula de su pensamiento, que la anotación de su marcha al Progreso![1]

 

Es indudable su afán por demostrar algo que no cabe entre el corazón y la cabeza. Nos resta averiguar de qué índole es ese algo tan indecible y lleno de sorpresa, de cuya presencia sólo el poeta se halla informado. Creo demás añadir que del esclarecimiento de este concepto primero, brota la norma que revela y describe la función de Rimbaud en la poesía.

Una gavilla de frases agudas como flechas han tratado de herir la per­sona última de Rimbaud, sin conseguir plenamente, ninguna de ellas, el blan­co deseado. Salvo algunos extensos estudios, entre los que sobresale el de Jacques Riviére, magnífico intento de captación del «ethos» rimbaudiano, verdadera búsqueda, en cuerpo vivo, de la poesía de Rimbaud, ningún otro, incluyendo los de sus contemporáneos Louis Pierquin, M. Delahaye y Paterne Berrichon, los trabajos de Bouiguignon y Houin, la devota y sostenida dedi­cación de Jean Marie Carré, o el libro de su hermana Isabelle, han agrega­do nada definitivo si se exceptúa una abundante y preciosa cosecha de datos biográficos unida a las más disímiles teorías sobre su vida y su obra. Apar­te de Riviére, sólo Marcel Coulon[2] ha obtenido una luz evidente y ha hecho vacilar, sobre datos reales y bases interpretativas más humanas y menos ima­ginativas, todos los demás periféricos intentos de penetración en los reduc­tos del poeta. Al promediar nuestra época sólo nos cabe enlazar racionalmente, armonizar los detalles vivientes de la creación poética, hacer acopio de fuerzas para la recepción del impacto feérico de Rimbaud, y sacar las mejores conclusiones con la ayuda de nuestros mayores resortes intuitivos. No es el caso ahora de pretender el agotamiento, ni mucho menos, de las motivaciones, conformación o eficacia de la poesía de Rimbaud. Pero sí con­sidero justo y necesario agregar, desde otro ángulo del universo, algunas otras ideas o imágenes intelectuales propias de nuestra época, capaces de aprehen­der, conforme a nuestro alcance, las líneas más finas y significativas de su cuantiosa figura.

Hagamos ante todo un breve análisis de las teorías más decisivas e im­portantes que tratan de describir, en imagen o en discurso la actividad poé­tica de Rimbaud, y que resumen, muchas veces con una sola frase, el pensamiento de tales autores con respecto al poeta.

 

El poeta Paul Claudel
El poeta Paul Claudel

 

Un místico en estado salvaje (Paul Claudel)

 

Para la sensibilidad teológica de Claudel no podía existir, claro está, otra mística que la del dogma. El poeta católico, cuyo verbo se nos antoja con aliento gregoriano, ancho, monótono, de vacía instrumentación, atento sólo a la palabra humana en sí misma, no ha dejado para Rimbaud sino un ejercicio místico reconocido por sus rudimentos, por su carencia de dirección, por su incapacidad para descubrir el objeto de su existencia, por su falta de hábi­tos litúrgicos conseguidos ya por la humanidad cristiana, budista, mahometa­na o totemista. Ésta es, en efecto, una mirada eficacísima, destinada a reco­nocer en Rimbaud un primer hermano de eternidad, un rapazuelo lleno de sustancia mística indiferenciada, en el que es posible el crecimiento de lo divino sin forma ni calificativo. Claudel asegura para Rimbaud un lugar antes que él y lo llama, precisamente, su ángel de la guarda, el motor primero de su fe cristiana. No repara en cambio en la absoluta libertad de que hace gala Rimbaud en la totalidad de su obra, y que lo coloca muy al margen de toda creencia programática. En una de sus cartas escribe:

…Me obstino horriblemente en adorar a la libertad libre… y ¡viva la libertad!…[3]

 

Verdaderamente Rimbaud es incapaz de tener fe en nada aparte de la propia dinámica raigal que informa su proceder y que regula la ardiente so­ledad de sus actos, él padece de esa «intolerancia de los lugares» señalada por Riviére en apoyo de su tesis; intolerancia o repugnancia reveladora de una condición humana distinta a todo sometimiento y reacia a él. Su estan­cia en la tierra es todo lo libre que se pudiera desear. Sin embargo su li­bertad no la ejercita en defensa de ninguna de las instituciones terrenales. Es simplemente a la «libertad libre», al ente libérrimo, sustancial, cerrado en sí mismo, al ser inmanente de la libertad, (en idioma filosófico actual: el ser del ente del existir) al que él ama. Queda abierto así el canal por el que co­munica, sin pretenderlo, pero evidente, con el pensamiento existencial de nues­tros días. Rimbaud señala ya con una espada la pauta del existencialismo sobre la corteza terrestre, pero da un paso más hacia adelante. Para él no es bastante grande la redondez del planeta, cuyo suelo no encuentra digno de su atroz actividad. No trata tampoco de dirigirse a otras esferas, a un mundo objetivo, definido tras de su elemento. Tiene demasiada amplitud para imaginarse una causa trascendente fuera de su alcance; se limita a confir­mar su inmensa libertad al servicio de un futuro estado universal:

…estoy consagrado a un nuevo desorden…[4]

 

Lo más que logra en su afán por demostrarnos su libertad, su única mística, (la ocasión única de liberar nuestros sentidos)[5] es configurar un mundo de apariencias astrales en el que las materias originarias saltan, bal­bucean, tiemblan, arden con plenitud y se muestran en toda su terrible y so­litaria nitidez:

Un rayo blanco cayendo de lo alto del cielo…[6]

En las horas de amargura imagino esferas de zafiro, de metal…[7]

A los países de agua y pimienta…[8]

Bajo el chaparrón deslumbrador…[9]

Quizás, abismos de azur, pozos de fuego…[10]

Posiblemente en esos planos se encuentran lunas y cometas, mares y fábulas…[11]

Bajo un golfo de luz pendiente…[12]

En las praderas de acero y de esmeralda…[13]

Y he aquí que termina con ángeles de llama y de hielo[14]

 

Pero, y muy lejos está de ello, no tiene la menor intención de pintar­nos, a través de estas imágenes, un mundo distinto al nuestro en eficacia sensorial, en cantidad de existencia o en esencia particular. Rimbaud sabe muy bien que tales fuerzas figurativas no tienen más poder que el de avivarnos, en algún rincón de nuestra memoria, aquella noción de lo celeste que duer­me en nosotros y que, ingenuamente, asimilamos a las formas elementales o siderales, tales el aire, el fuego, los metales, las esferas, etc. Claudel se equi­voca cuando proclama en Rimbaud una mística ciega, indirecta, pero de ori­gen teísta, en la formación de su poética. Lo que aquél llama misticismo, se­gún su propio sentido, me atrevería yo a sustituir momentáneamente por un indiferente, radical y solitario ejercicio de la libertad creadora. Necesario es aclarar sin embargo, el signo que solivianta y hace fermentar el núcleo de esta creación, tan distinta a cuantas se nos han ofrecido desde que la poesía existe. Demás sería hacer hincapié, en apoyo de lo anterior, sobre el abso­luto rechazo de Rimbaud a toda idea de un dios apetecible. Tal cosa no le preocupa sino cuando quiere burlarse y cuando le conviene mejor en el or­den de sus imágenes, de tónica varia y caprichosa, no siempre estética, ni tampoco filosófica, ni moral o irónica, sino sencillamente distinta, lo más disímil y explosiva que darse pueda, en aras de una flamante y tanto más aguda realidad fundamental.

 

Una relación cercana de la que se ha dicho mucho. los poetas (izq.) Paul Verlaine y (der.) Arthur Rimbaud en Bruselas, 1873
Una relación cercana de la que se ha dicho mucho. los poetas (izq.) Paul Verlaine y (der.) Arthur Rimbaud en Bruselas, 1873

 

Pero antes de averiguar de qué tipo, de qué calidad es la voluntad crea­dora de Rimbaud y —ya que razones anteriores no tiene— por qué cauces ha encaminado su absoluto albedrío, es menester que reparemos en otra imagen del poeta, aquélla que nos ha entregado Jacques Riviére, cuya definición es como sigue:

Rimbaud es un ángel furioso. No ha sido tocado, conserva intacta la semejanza de Dios, retiene todo el esfuerzo que Dios ha puesto en él. Algo de desbordante, más que de invisible emana de todo su ser. Hay en su apa­rición ése no se qué llameante y saturado que descubre a las personas sobre­naturales. Es el mensajero terrible que desciende de pie en el relámpago, el ejecutor de una palabra terrible, el portaespada[15].

 

Y más adelante escribe, refiriéndose a la miseria terrenal:

Y como de ella nace su tormento, de su maravillosa inocencia nacen asimismo su indiferencia hacia la humanidad íntegra, su cólera y su odio[16].

 

Claro que Riviére nos adelanta como premisa la inocencia de Rimbaud, sobre el supuesto de una hechura divina que el mismo Rimbaud niega siempre. El punto de vista de Riviére resulta así totalmente subjetivo, aunque sir­ve bien para declarar brillantemente una norma ajustada al espíritu y la téc­nica del poeta. Ese «tormento personal, reservado, que le ha sido conferido como un misterioso privilegio», al decir de Riviére, sería así el manantial de toda la conducta rimbaudiana. Pero, ¿no sería más propio, haciendo un esfuerzo verdaderamente desmesurado, colocarnos más objetivamente, en la ­propia situación de Rimbaud y tratar de averiguar, en lugar de confiarlo to­do a ese «misterioso privilegio», a qué causas más o menos humanas obedece la conducta fundamental del poeta? Porque cuando Rimbaud escribe un ver­so nostálgico en memoria de su vieja «alegría divina», no debemos tomarlo conforme a la letra, sino en función del espíritu total del poeta. Su «alegría divina» (no la lamenta) es un estado primario, fácil, vital, ya superado, se confunde con la niñez de su alma, con sus primeros versos, pertenece a sus orígenes espirituales, a los primeros tanteos poéticos con los que nada tienen que ver sus posteriores visiones y sus nuevas formas. Es el momento en que aprecia a los parnasianos, a Ronsard, a eso que él llama «primavera»:

Si le envío algunos de estos versos —y esto de pasada por Alph. Leme­rre, el buen editor— es porque amo a todos los poetas, a todos los buenos Parnasianos, puesto que el poeta es un Parnasiano, enamorado de la belleza ideal; es porque amo en Ud. sencillamente un descendiente de Ronsard, a un hermano de nuestros maestros de 1830, a un verdadero romántico, a un ver­dadero poeta. He aquí el por qué; es idiota, no es cierto, pero ¿en fin?…[17]

 

Se advierte en el texto de esta carta un tono emocionado, tembloroso, de niño que recién descubre las bellezas de su tiempo y lo hieren con rapidez, con euforia casi. Sin embargo adivina ya el impulso de su alma, la pronta asi­milación del momento y algo más …que lo llevará muy lejos del Parnaso; Rimbaud agrega en el siguiente párrafo:

En dos años, en un año quizá, estaré en París (Anch’io), señores del periódico, yo seré Parnasiano. No sé lo que tengo… que quiere subir…[18]

 

Ésa es la medida con que debemos tomar el discutido origen, divino del poeta, apoyado por Riviére, y no más que un estado de inocencia poética, de virginidad gozosa pronta a vivirse conforme a cada estímulo inmediato.

La obsesión por el origen sobrenatural de Rimbaud, a cuya tabla se afe­rra Riviére, no explica la pérdida de dotes semejantes en el poeta. No ex­plica tampoco su odio a la humanidad, a no ser que tal origen devenga en un orden ético de signo negativo. Riviére no aclara tal posibilidad porque trastocaría su tesis sobre la inocencia angélica, digamos la beatitud, la des­nudez y perfección del poeta. Por ello, cuando es necesario, confirma, muy personalmente, la constitución angélica de Rimbaud:

Rimbaud vino entero, perfecto, es decir, hecho completamente de todos los lados, de todas las fases; perfecto, no en el orden del bien sino en el del ser. El ángel prevalece sobre el hombre por otra cosa que la pureza y la sabiduría: contiene una dosis más fuerte de realidad, una cantidad mayor de existencia. A este respecto, Rimbaud es un ángel[19].

 

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Habría que averiguar en qué sentido profiere Riviére la palabra ángel. Si en el cristiano, religioso, es inaceptable, puesto que lleva implícito el con­cepto de bienaventuranza; si en un plano más amplio, universal, habría que aceptar también como ángeles a los dragones de las leyendas chinas, al águi­la bicéfala, al perro Cerbero del mito griego y a todos los genios del mal y del bien que pueblan las literaturas y las religiones mágicas de Oriente y Occidente. En todo caso, ésta sería la posición más exacta y la que mejor se aplica a Rimbaud si lo juzgamos a través de sus maldiciones y de su perver­sidad aparente. Y esta posición es justamente la que niega Riviére en su afán de demostrarnos la inocencia del poeta y su aparición al margen de los valores éticos. Además, tal adecuación es humanamente insostenible siempre que nos resistamos a creer en las encarnaciones, no operadas sino en el seno de las leyendas antiguas, en el proceso de formación de las distintas razas hu­manas. Aparte esto, si hacemos un balance de la obra de Rimbaud, todo el bien increíble que nos rinde es mayor y suficiente, contra todo el supuesto daño y arroja su extraña conformación y su conducta libérrima.

El mismo Riviére hace suya la razón, en cierto modo, cuando divide a los jueces de Rimbaud en dos secciones; de un lado los que contemplan en el poeta un tipo de creación subjetiva, imaginativa, producto de sus sensacio­nes internas; y del otro, los que atisban, en cambio una visión objetiva en el desarrollo de su poesía, un objeto generador externo a su espíritu y hacia el cual se proyecta con todas sus potencias creadoras. Pero el intérprete ye­rra nuevamente cuando trata de divorciar, de modo radical, ambos puntos de vista. Si admitimos en Rimbaud una poderosa tendencia hacia la obje­tividad, no podemos tampoco olvidar, humanamente, los estados interiores que ella suscita, o que anteceden a la actividad propiamente expresiva del poeta. Rimbaud sobre todo es un caso de agudización del universo en una persona, de planteo universal y de síntesis de sus elementos. Rimbaud des­conoce el análisis. ¿En dónde entonces es posible la transfiguración si no en el foco mismo del espíritu, en el seno de las transformaciones internas? La sola inteligencia individual es capaz de una analítica tanto más perfecta cuanto más poderoso sea el instrumento racional; pero sólo la persona, dotada ade­más de un instrumento privado, espiritual, de un alma, logra una síntesis distinta, un cuerpo nuevo, viviente, lleno de los poderes últimos de su integración.

Todo el trabajo posterior de Riviére está destinado a reconocer, paso a paso, en la obra de Rimbaud, su proposición primera, sobre el supuesto de que ella se ordena conforme a los dictados de tal condicionante original.

Es curioso que ni Claudel ni Riviére hayan examinado más detenidamen­te la fórmula estética de Rimbaud, sino en función de su infranqueable y tornadizo aparejo sobrenatural. Quizá les resultara demasiado libre e indes­criptible, demasiado vana sin el auxilio de una primera llama de verdad. Sin embargo, hay verdades estéticas —aunque éste no es el caso de Rimbaud­— más evidentes y luminosas que cualquier grisácea teoría muy próxima a la verdad filosófica. En resumen, el libro de Riviére nos entrega un Rimbaud de origen extrahumano, pronto a reincorporarse a la matriz divina, poseedora de la verdad absoluta y de todas aquellas formas ectoplasmáticas con las que el poeta tratará de aprisionar su «inmenso cuerpo» fugitivo. La tesis pues, permanece en el aire, incapaz de tocar tierra, en la región de los acontecimientos puros e intraducibles, con los que nada tiene que ver Rimbaud puesto que, felizmente, y a pesar de todo, su poesía despierta en nuestros corazones el sentido de la plenitud humana, cuya búsqueda es la única que informa, como luego veremos, el desasosiego de su alma y de su obra.

Un nuevo capítulo inaugura el orientalismo de Rimbaud en la bibliografía de su obra. El autor de esta nueva faceta del universo rimbaudiano es Roland de Réneville[20], cuyo libro sobre el poeta supone a éste un descendiente de los Upanishadas. La proposición continúa en una sola línea la tesis de Riviére, a la cual únicamente cambia el matiz y corre el acento un espacio más hacia los límites de lo humano, hasta los albores paganos de «l’inconnu». Que Rimbaud haya recibido el mensaje divino de ésta o aquella fuente, no afecta el esquema de su pretendida fama sobrenatural, más aún, la hace objetable, si ella se aloja en el alma oriental, cuyo rasgo atávico más singular es su carencia de medida humana, su vacilación entre lo divino y lo creado, su ausencia de fronteras entre el más allá y el mundo inmediato, en suma, su dilatado concepto acerca de la situación, manifestaciones y poten­cias del alma humana. La poesía de Rimbaud, en cambio, vista con mirada occidental, es un grito contra la limitación del hombre, al cual sueña devolver, no a su origen sobrenatural, sino a su verdadero destino —en cuya busca se ha extraviado—, a las fuentes capitales de su libertad total. Al lado de Claudel y Riviére, Réneville confirma el impulso mítico de Rimbaud y lo concibe dotado de facultades particulares, de su exclusivo ejercicio, como las antenas de una estación terrestre dispuestas para la captación del infinito. Apoya pues su ansiedad por volver a un origen distinto al nuestro,  conformador de su extraña incoherencia y de su carácter divino. Rimbaud escribe algo muy diferente:

Comenzó ante las risas de los niños y terminará con ellas. Ese veneno quedará en todas nuestras venas, aún cuando el regreso de la fanfarria nos vuelva a la antigua inarmonía. Mas, dignos de tal tortura, unamos fervientemente esta promesa sobrehumana hecha a nuestra alma creados: ¡esta promesa, esta demencia! ¡La elegancia, la ciencia, la violencia! Se nos ha prometido sepultar en la sombra el árbol del bien y del mal, desterrar las honestida­des tiránicas, para que dirijamos nuestro purísimo amor[21].

 

El objeto perseguido en este párrafo está, como perfectamente se puede apreciar, en el porvenir, en la conquista de aquello que Rimbaud tiene por desconocido, y para lo cual es necesario podar la vía. Su objetivo está den­tro y fuera de él, le pertenece y nos pertenece, es patrimonio de la futura eternidad humana, del futuro círculo de la supremacía universal lograda por la libre conducta del hombre. Porque recién podemos decir que aprehende­mos el sistema poético de Rimbaud, la calidad inmanente de su varia y difícil conducta; el objeto de su libertad, una libertad robada a las causas prime­ras del funcionamiento universal y encaminada, de consuno, por una vía estética, hacia el pronunciamiento de una moral superior, radical, enclavada en la cima de la evolución humana. Para Rimbaud «lo desconocido», frase favorita de su jerga poética, no tiene un carácter sobrehumano sino que abun­da en el hombre, no lo supera sino vive en él, a causa de su erróneo y trun­co desarrollo. El poeta es el encargado de llevar a cabo su verdadera per­fección; el poeta es el único ser capaz de ver plenamente. En Rimbaud, poe­ta equivale a vidente, a aquel que puede ver las sumas realidades; pero el vidente no nace por obra del azar, sino que debe formarse de acuerdo con un primer impulso de origen perfectamente humano, tal es el impulso ético en Rimbaud:

El poeta se hace vidente por medio de un largo, inmenso y razonado de­sorden de todos los sentidos. Busca todas las formas de amor, de sufrimiento, de locura; exprime en él todos sus venenos, para no guardar sino su quinta esencia. Inefable tortura, en que necesita toda la fe, toda la fuerza sobrehu­mana, en que se vuelve entre todos el gran doliente, el gran criminal, el gran maldito, —y el supremo sabio. ¡Puesto que llega a lo desconocido! ¡Puesto que cultivó su clima, ya rica más que nadie![22]

 

"Le coin de Table", 1872. Famosa pintura de Henri Fantin-Latour donde se ve (sentados de izq. a der.) a Paul Verlaine, Arthur Rimbaud, Léon Valade, Ernest d'Hervilly y Camille Pelletan y (de pie de izq. a der.) a Pierre Elzéar, Emile Blémont y Jean Aicard.
«Le coin de Table», 1872. Famosa pintura de Henri Fantin-Latour donde se ve (sentados de izq. a der.) a Paul Verlaine, Arthur Rimbaud, Léon Valade, Ernest d’Hervilly y Camille Pelletan y (de pie de izq. a der.) a Pierre Elzéar, Emile Blémont y Jean Aicard.

 

El método seguido por Rimbaud en busca de la videncia, delata en él su afán por resumir la totalidad humana, la suma de experiencias amables y dolorosas propias de la especie, sus corrupciones inmemorables y la gloria del amor; los artificios de su alma y la miseria de su carne, todas ellas tan distintas al puro e ingenuo martirio carnal de los místicos, cuyo ejercicio obe­dece a un principio de repulsión de la materia. Rimbaud avanza más aún, como si quisiera probarnos que la raza humana es superior a cualquier dios supuesto o existente. El poeta, el vidente, no debe limitarse a purgar su car­ne; también su alma debe arrojar los hábitos erróneos que la han postrado y que le impiden la coronación de su impulso original; un alma así estará en condiciones de revelarse cumplidamente, aunque para los demás aparezca monstruosa:

El primer estudio del hombre que quiere ser poeta es su propio y entero conocimiento. Busca su alma, la inspecciona, la tienta, la comprende. Desde que la conoce debe cultivarla: esto parece simple: en todo cerebro se cumple un desarrollo natural! tantos egoístas se proclaman autores; hay tantos otros que se atribuyen su progreso intelectual! Pero se trata de hacer el alma mons­truosa; a semejanza de los comprachicos, ¡y qué! Imagínese un hombre in­jertándose y cultivándose verrugas en la cara. Digo que es preciso ser vi­dente, hacerse vidente[23].

 

La frase «en todo cerebro se cumple un desarrollo natural» no tendría sentido dentro del texto, si no la referimos a un orden atávico, de origen ani­mal, logrado por la persistencia de hábitos seculares equivocados, confor­me se plasma el instinto en los animales inferiores, carentes sin embargo, de un alma que tuerza las indicaciones vitales de su especie.

Por este camino Rimbaud nos demostrará luego los móviles que lo in­ducen al logro de tal estado. Ya sabemos de qué orden es su protesta, esta­mos informados acerca de los fundamentos de su dinámica creadora; ella lleva en los confines de su aparición un primer impulso moral, fundador de una existencia suprema —la obra del poeta— en la que todas las imperfec­ciones, las taras inmemoriales y los errores de la especie, afloran con terrible nitidez.

Todas las monstruosidades violan los ademanes atroces de Hortensia.

Su soledad es la mecánica erótica, su lasitud, la dinámica amorosa. Vi­gilada por una infancia, en numerosas épocas ha sido la ardiente higiene de las razas. Su puerta se abre a la miseria. Allí, la moralidad de los seres ac­tuales se descorporeiza en su pasión o en su acción. ¡Oh estremecimiento, te­rrible de los amores novicios en el suelo ensangrentado, bajo la claridad del hidrógeno, encontrad a Hortensia![24]

 

Ahora Rimbaud puede descubrirnos también de qué índole es esa libertad que él se toma casi con insolencia. Ahora puede entregarnos su norma que él quisiera para los poetas de todas las épocas. Una vez logrado el estado de videncia, con la ayuda de una lengua accesible a todos:

¡El poeta definirá la cantidad de desconocido despertándose en su tiempo, en el alma universal, dará algo más que la fórmula de su pensamiento, que la anotación de su marcha al Progreso! ¡Enormidad llegando a ser norma absorbida por todos, será verdaderamente un multiplicador de progreso![25]

 

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(de izq. a der.) Georges Révoil, Henri Lucereau, Maurice Riès, Georges Bidault de Glatigné, Jules Suel, Arthur Rimbaud, Emilie Bidault de Glatigné, en Yemen, c. 1880.

 

Sabemos ya de qué calidad es ese «desconocido» tan ansiado por el poe­ta. Indudablemente no es nada sobrenatural puesto que llegará a ser «norma absorbida por todos», es decir, formará parte de la futura revelación del hom­bre a sí mismo, cuando éste haya borrado todas sus imperfecciones y puli­mentando los puntos oscuros de su alma; cuando haya desdoblado las arru­gas de su existencia; la densa y negra maraña que le impide mirarse profun­damente; entonces ello se convertirá en un «multiplicador de progreso». La imagen perfecta del hombre habrá sido conquistada por el poeta, cuya es la fuerza primordial, fermentadora de las más altas y eternas realidades.

Pierre Jean Jouve ha escrito esta frase con referencia al poeta: «Rimbaud es el ojo de la catástrofe», afirmación de nuestros días acerca de una poética implacable, que indaga en el porvenir humano y propaga su desintegración futura, con cargo a un nuevo planteo del universo en el que se organizará lo desconocido, se abrirán todas las puertas, se borrarán, las fronteras entre lo que llamamos subjetividad y objetividad, se establecerán las más libres y limpias comunicaciones y se descorrerán todos los velos, para la obra exclusiva del amor, de la creación y de la belleza en todas sus formas.

La formación propiamente poética de la obra de Rimbaud merecería un trabajo aparte, arduo y extenso, que no es el caso extrañar con esta sucinta interpretación de su móvil último, anterior a la aparición poética. Verdad es que no podemos dividir impunemente un organismo vivo, tal es el poema, so pena de mutilarlo; pero este pecado se torna venial si nos hacemos la promesa de examinar luego y conectar, sobre la premisa de este trabajo, la ex­presión estética, la poesía y la forma de la obra rimbaudiana. Con lo que restaría de Rimbaud, su vida, es imposible trabajar si se carece de fuentes más directas, manuscritos, folletos, artículos sueltos, cartas, originales, libros, y otros documentos de consulta, necesarios para la elaboración de un concep­to general sobre su trayectoria humana. Hace apenas unos meses, Enid Starkie[26] ha dado publicidad a un manojo de documentos inéditos sobre la vida del poeta. Cuidadosamente examinados, ellos arrojan nuevas posibilida­des para el estudio y elaboración de una biografía integral de su actividad humana.

 

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Aparte lo anterior, abrigo serios temores con respecto a estas páginas. ¿No nos habíamos acostumbrado acaso a frecuentar a Rimbaud, como quien se acerca, según Riviére, a un ser sobrenatural, «lleno de inocencia», a un verdadero «ángel furioso», del cual sólo nos interesan los mendrugos de su eterno resplandor? ¿O, por el contrario, es que habremos perdido ya algo de misterio, de ese «desconocido» cuya absoluta dominación reclamaba el poe­ta para el bien supremo de la especie? En cualquier caso, la poesía sigue fiel a nuestro corazón, sea cual fuere su tentativa o su origen. Con Rimbaud he­mos superado ya esa etapa primaria del arte, en la que la humanidad se dis­traía de sus necesidades orgánicas, las complementaba con él, o las hacía formar parte del mismo, cuando no servía de accesorio en sus ritos sagrados. Só­lo Rimbaud nos ha colocado a una distancia insalvable entre aquella época y la nuestra; tan insalvable como la distancia que media entre la humanidad de sus sueños y la de hoy. No he pretendido encontrar en Rimbaud un moralista, no poseía el método necesario ni era suyo el discurso de la vida, sin el cual es imposible toda moral.

Pero su rechazo por un orden de cosas corrompido, por esa mezquindad tá­cita en que nos movemos, por esa insalubre proclividad hacia el mal que nos anima y que nos hace cómplices de la desventura humana, piden para el poe­ta un renglón aparte en su estimativa y una nueva mirada de revisión. El parentesco de Rimbaud con el existencialismo contemporáneo es evidente, me­rezca o no, este último, la categoría filosófica que se le asigna, y que por mi parte observo con todo respeto. Sólo nos queda agradecer una cosa: era mara­villoso para ciertos espíritus, enamorados de lo irreal, de lo misterioso e inex­presado, que Rimbaud hubiera logrado contactos inéditos, venidos de lo des­conocido, de regiones metafísicas, reinos de la pura evidencia y del puro de­sorden; pero me digo yo, ¿no es tanto, o más maravilloso que ellos vengan desde el hombre mismo y que le sirvan a modo de su propio descubrimiento? Su descubrimiento total, su revelación suprema, será entonces obra de otros tantos poetas fieles al esfuerzo de Rimbaud. Sólo así nos queda la esperanza de que ello sea posible algún día.

 

 

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[1] Carta a Paúl Demeny, 15 de Mayo de 1871.

[2] Marcel Coulon: «Rimbaud» y «Verlaine, poeta saturnino».

[3] Carta a Georges Izambard. 2 de Noviembre de 1870.

[4] «Les Illuminations»: Vies, II.

[5] «Les Illuminations»: Solde.

[6] «Les Illuminations» : Veillées.

[7] «Les Illuminations»: Enfance, VI.

[8] «Les Illuminations»: Démocratie.

[9] «Les Illuminationc»: Après le Déluge.

[10] «Les Illuminations»: Enfance, VI.

[11] «Les Illuminations»: Enfance, VI.

[12] «Les Poétes de Sept Ans».

[13] «Les Illuminations»: Mystique.

[14] «Les Illuminations»: Matinée d’ivresse.

[15] Jacques Riviére: Rimbaud. Buenos Aires: Ediciones Continental, 1935.

[16] Obra citada.

[17] Carta a Theodore de Banville, 24 de Mayo de 1870.

[18] Obra citada.

[19] Jacques Riviére: Rimbaud.

[20] Roland de Réneville: Rimbaud, le voyant.

[21] «Les Illuminations»: Matinée d’ivresee.

[22] Carta a Paul Demeny, 15 de Mayo de 1871.

[23] Carta a Paul Demeny, 15 de Mayo de 1871.

[24] «Les Illuminations»: Aprés le Déluge.

[25] Carta a Panl Demeny: Mes petites ameureuses. 15 de Mayo de 1871.

[26] Enid Starkie: «Sur les traces de Rimbaud. Documentes Nouveaux». En: Mercure de France; 1‑V‑1947.

 

 

 

 

 

*(Lima-Perú, 1924 – Milán-Italia, 2006). Poeta, narrador, ensayista y artista plástico. Uno de los más importantes escritores y artistas plásticos latinoamericanos. Su obra literaria comprende los géneros de narrativa, dramaturgia, ensayo, crónica periodística pero, esencialmente, poesía. En 1945 ganó el Premio Nacional de Poesía del Perú por su libro Reinos (1945) y, en 1948, el III Premio Nacional de Teatro del Perú, por su obra Maquillage. En 1978 se le otorgó la beca Guggenheim para la Literatura. Obtuvo gran reconocimiento como artista plástico. Realizó su primera muestra personal en Lima, en 1948; y tras ello participó en múltiples ocasiones en la Bienal de Venecia (1964, 1966, 1972, 1988), así como en la Bienal de Paris (1971), la Bienal de Trujillo (1987) y la Bienal de La Habana (1989). Su obra plástica se constituye por pinturas, esculturas, ensamblajes, performances e instalaciones. Ha publicado en narrativa: El cuerpo de Giulia-no (1971) y Primera Muerte de María (1988); en ensayo: La poesía contemporánea del Perú (1946, con Javier Sologuren y Sebastián Salazar Bondy); y en poesía: Reinos (1945), Canción y muerte de Rolando (1959), Mutatis mutandis (1967), Poesía escrita (1976), Noche oscura del cuerpo (1989), Sin título (2000), Celebración (2001), Canto visibile (2002), Nudos (2002), De materia verbalis (2002), Del absoluto amor y otros poemas sin título (2005) y, póstumamente, Habitación en Roma (2008), Pytx (2008) y Poeta en Roma (2008), entre otros.

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