Retrato de poeta, por Carlos Meneses Cárdenas

Reproducimos para este homenaje el presente texto de escritor peruano Carlos Meneses Cárdenas, sobre el poeta Carlos Oquendo de Amat. Este texto fue originalmente publicado por su autor en la revista virtual Ciberayllu, en el año 2005. Gentileza de la web: www.andes.missouri.edu/andes/Especiales/CMOquendo/CM_Oquendo1.html

 

Por: Carlos Meneses Cárdenas

Crédito de la foto:

Retrato de poeta

 

 

Capítulo I

Habías escrito: nadie podrá tener más de treinta años. Parecía una orden. Eso fue cuando tenías diez menos que la edad que señalabas. Habías soñado con conocer París, ciudad en la que tu padre estudió medicina. En la que descansaban los huesos de uno de tus tíos. En la que vivió toda tu generación anterior. París, la ciudad de los poetas simbolistas que tanto habías leído. La de los surrealistas y creacionistas que te subyugaban y a los que querías conocer personalmente. Pero estabas en Madrid. En un hospital situado junto a la Facultad de Medicina. Rabioso porque la fiebre no descendía, porque el lugar era asfixiante y apenas podías respirar. Estabas convencido de que si en vez de esa sala oscura, tétrica, del hospital San Carlos, estuvieras en un lugar en el que pudieras ver un cielo límpido y respirar un aire puro, tus pulmones como dos obedientes corderitos dejarían de causarte problemas. Pero habías escrito en Lima, en l925, muy sonriente, muy alegremente, aunque con el estómago vacío, como siempre, «nadie podrá tener más de treinta años». Y tú, rebelde innato, indesmayable despreciador de las jerarquías, estabas a punto de superar esa edad.

Dígame, por favor, ¿por qué viajó el poeta a Europa? ¿Quién se lo aconsejó? ¿Qué era lo que esperaba encontrar? ¿No se dio cuenta que era una aventura demasiado peligrosa? ¿No hubo quien le dijera que antes que viajar tenía que curarse?

«Yo desaconsejé que viajara a Europa. Era una locura. Ahora debo llamarle un suicidio. Pero él se empeñó. Era muy caprichoso, como un niño cuando desea desesperadamente tener un juguete. Quería conocer París. Lo decía como quien está convencido de que se trata de un viaje al Paraíso. Parecía que estaba viendo la capital francesa que sólo conocía por postales y lecturas.  Daba la impresión de que su fantasía le hacía creer que todo el mundo cultural francés lo estaba aguardando con un entusiasmo desbordante, e iban a fabricar abrazos especiales para recibirlo junto a la Torre Eiffel, a la que él llegó a llamar ‘flor geométrica’. Ahora me siento culpable. Yo cubrí el precio del pasaje en barco. Me temía lo peor, que nadie le diera la mano, que lo recibiera una ciudad muda e indiferente, y eso fue lo que ocurrió. Se encontró no con una sino con muchas murallas de indiferencia. Sus consultas, sus solicitudes tuvieron la amarga respuesta del gesto despreciativo.» (Señor Amazonas)

¿Por qué abandonó Lima nada más salir de El Frontón y se fue a París? ¿Llegó a conocer a algún poeta surrealista en la capital francesa? ¿Llevaba cartas, direcciones, formas de encontrar a la gente que buscaba? ¿Era consciente del peligro que entrañaba viajar tan lejos de su país con una salud tan precaria?

«Después de meses de prisión, primero en Arequipa, después en la isla de El Frontón, donde el trato era brutal y debió contribuir  a destrozar aun más la salud del poeta, cómo no iba a querer estar lejos, lo más lejos posible. No sé si llevaba direcciones para encontrarse con poetas franceses. Dicen que en la Embajada peruana en París le indicaron que se fuera a España. Había euforia social. Se entendería mejor con esa gente, hablaban su mismo idioma, pensaban casi como él. Como no tenía sino monedas y un hambre descomunal, le pusieron en la mano el equivalente a un pasaje en tren y algo más. Él aceptó, qué le quedaba. Debió mantener la esperanza del retorno, pensar  que ya volvería a la ciudad de sus sueños. Que cuando eso sucediera recorrería todos los barrios que le faltaban por conocer. Hablaría  con Breton, Aragon, Reverdy. Peret y cuántos más. Estoy seguro de que no fue un golpe terrible dejar París, su convencimiento de que volvería pronto debió haber sido total. Era un soñador. Vivía sus sueños.» (Señor Marañón)

¿En su equipaje, que seguramente fue muy sobrio, se hallaba su poesía? ¿Llevaba algún ejemplar de su único libro publicado? ¿Su familia  participó en los preparativos para el viaje? ¿Lo previnieron de los riesgos de llegar a una ciudad donde no conocía a nadie? ¿Dónde se hablaba una lengua que él no había estudiado?

«No creo que llevara sus poemas. Su libro casi no existía en el año que viajó, lo había  distribuido él mismo y  los pocos ejemplares sobrantes los habría olvidado en uno de sus tantas huidas con la policía en los talones. No obstante esa peripecia, mantuvo el espíritu de poeta siempre, aun en los peores momentos, cuando la policía lo detenía y lo torturaba, aunque en esos años ya había dejado de escribir. Sólo pensaba  en las enseñanzas que había recibido de su maestro. En la igualdad de las clases sociales. En el reparto equitativo de la riqueza. Era obsesivo, era un delirante maravilloso. Lo decimos ahora que ya no está con nosotros, pero en aquellos tiempos hasta nos reíamos con frecuencia de él. Mencionaba muy poco a sus familiares. Debió haberse despedido de una tía, hermana de su padre quien estuvo también en París, pero nada más. La familia no lo entendía a él, y él no hacía nada por entender a su familia. La diferente interpretación de la vida era el gran muro que se interponía entre familiares y poeta, por eso casi nunca vivió con ellos, prácticamente ni los tomaba en cuenta.» (Señor Ucayali)

¿Cree que el poeta, abandonó esa condición en algún momento? ¿Convertido en un político, en un guerrillero, en el empecinado defensor de válidas causas, afloró en él una nueva y diferente personalidad? ¿Qué decía en los días previos a su partida? ¿Anunciaba que volvería? ¿O más bien se despidió para no volver nunca más? ¿Subió feliz al barco que lo llevaría de un océano a otro o se le notaba preocupado, nervioso, con miedo de lo que podría sucederle en Europa?

«No fui al puerto a despedirlo, algo tuve que hacer ese día. Creo que fue un martes cuando embarcó y yo lo vi y conversé con él el lunes. Soñaba despierto. Tenía un habla arrebatadora. Como si alguien le estuviera urgiendo para contar y responder a lo que le preguntaran. Aunque en realidad, no respondía a ninguna pregunta, decía lo que él quería que supiéramos los demás. Fantaseaba, bueno, siempre había sido un fantasioso. Hablaba de los poetas que iba a conocer, de las maravillas del cine que podría ver en Francia, de los personajes políticos de esos momentos. No daba la impresión de sentir pena por abandonar su país. En ningún momento mencionó que volvería. Tampoco que no lo haría. Toda su conversación era el pronóstico de lo que suponía o más bien quería que fuera su propio viaje. Mostraba una felicidad nerviosa, contagiada de algún vago temor. En algunos momentos interrumpía bromas y pronósticos sobre su viaje y divagaba sobre la necesidad de toda persona de ser identificada no por el nombre sino por un símbolo que representara  la conducta de toda una vida. No conseguí que me dijera por qué símbolo quería ser representado, decía frases inconexas sobre ese asunto, como si estuviese escribiendo un poema y no le gustara un verso, así que lo tachaba y escribía otro encima. Como siempre había sido así aunque ahora se añadía eso del símbolo especial, no le hacía mucho caso. Sólo tiempo más tarde  me despejaron la incógnita algunos amigos comunes, pero me dieron escasamente idea de los contornos, no del corazón del asunto, eso logré saberlo más a base de deducciones que de consultas. Y no estoy muy seguro de estar en lo cierto. Le  contaré mi versión otro día, ahora perdóneme, estoy muy ocupado.» (Señor Rímac)

¿Sabe si llevaba algún dinero para cuando llegara a puerto? ¿Cómo pensaba vivir en Europa? ¿Trabajando, consiguiendo una beca o esperaba que desde su país le mandaran, los amigos, una pensión mensual? ¿Y su equipaje, era escaso o voluminoso? ¿Qué contenía mayormente?

«No recuerdo haberlo oído  hablar  nunca de trabajar, ni en Lima, ni en Puno, ni en ninguna parte. El trabajo era un mundo al que él no pertenecía. Como aquellos que ven de lejos el mundo de las finanzas y no hacen nada por entenderlo porque en realidad les importa muy poco. Tampoco habló de becas. Respecto a lo que me pregunta de la parte económica,  lo único que me dijo fue que si podía dejarle algún dinero. Lo pedía con una simpatía algo exigente. Yo debí darle una libra, no creo que pudiera desembolsar más. Vivía de un sueldo de funcionario y no me podía permitir grandes dispendios. Tal vez algunos amigos le prometieran enviarle algo de plata. O quién sabe si el partido político al que pertenecía —desde mi punto de vista una locura— le había dado cartas de recomendación para políticos de allá. A ratos parecía un iluso, un muchacho que a pesar de todas las amargas experiencias por las que había transcurrido seguía divagando por el éter. Hablaba de la consecución de unos símbolos como si se estuviera refiriendo a lo sencillo que sería meterse un puñado de estrellas al bolsillo. Yo no entendía a qué símbolos se refería, y no se lo demandé para evitarme el discurso que vendría luego y que tampoco entendería. El equipaje no podía ser voluminoso, un poeta, un bohemio, un político  como él, qué equipaje podía tener. Una vieja maleta llena de ilusiones y cuatro trapos con que cubrirse.» (Señor Huallaga)

Aunque parece que iba feliz a Europa como quien se ha dado cita con su gran ideal, ¿no cree que algo de temor circulaba por sus pensamientos? ¿Él era consciente de que estaba muy enfermo, de que necesitaba tratamiento y no podía arriesgarse a un viaje a la aventura? ¿Usted acudió al puerto a despedirlo? ¿Lo vio subir las escalerillas del barco? ¿Lo vio en la cubierta haciendo adiós junto a docenas de otros pasajeros? ¿Qué deducciones hace ahora de lo que ocurrió ese día, en ese momento?

«Creo que más miedo de lo que pudiera pasarle teníamos sus amigos que él mismo. Siempre fue una mezcla de valentía, inconsciencia, fantasía y nobleza. Pero reflexionando sobre lo ocurrido el día de la  partida y de lo que decía en los días previos a su viaje, me parece que algún mínimo temor podría tener. Pero más que miedos lo que recuerdo de su conversación era el fervor con que se refería a esa ciudad que parecía lo estaba esperando ansiosa, como una mujer enamorada, a esa ciudad que había sido durante diez años la de su padre, sus tíos, su abuela. No decía, tal vez ni le importaba, que en París la generación anterior a él se había gastado toda la fortuna acumulada por su abuelo en largos años. Sí recuerdo que tenía alguna tentación, que parecía ambicionar algo pero que prefería callarlo, o que sólo lo decía con medias palabras. No sé bien qué era pero me daba la impresión de que era algo de difícil acceso, como alguna de esas fantasías que él había escrito, ya sea pintar la luna de colores, o ver al sol leyendo la ciudad como si fuera un periódico y que él estaba convencido de que lo conseguiría. Continuamente nos sorprendía a los amigos con esos sueños que él parecía estar viendo y tocando con sus manos de poeta hambriento, mientras los demás éramos totalmente ciegos para ver lo que  a él le deleitaba.» (Señor Urubamba)

¿En sus últimos días en el Perú se le veía leyendo informaciones sobre Europa y sobre Francia en particular? ¿Tenía especial preferencia, en sus lecturas, por algunos poetas determinados? ¿Tal vez pidió a sus amigos que le dejasen libros de poetas franceses que no había podido leer en sus últimos años?

«Yo creo que usted no tiene ni idea de cómo era el poeta. Él era como un hombrecito pintado de verde metido en un ambiente donde todos los demás están pintados de negro y blanco. Pero no quiero decirle con eso que nos hacía sentir la desigualdad de manera despótica. Era soberbio pero noble. Yo no recuerdo nada en absoluto de lo que decía en vísperas de ese viaje. Y creo que hizo bien en irse a Europa. Él sabía que estaba sentenciado a muerte, sus pulmones no daban más de sí. Morir en Lima, casi a las puertas del presidio, una tontería. El ambicionaba la gloria, no era ampuloso para decirlo, pero se traslucía a través de sus palabras cotidianas. Y nada de santificarlo. Lo más lejos de la santidad, por eso seguimos amando su recuerdo. Tenía deliciosos momentos de verdadero sabido. Cuando quería era un magnífico actor desenvolviéndose en el papel de pícaro. Pero sin dañar a nadie. Respetaba al prójimo que no sabía respetarlo a él. Algunas veces lo noté inquieto, me di cuenta de que quería trascender en el tiempo. Muy humano, además. Y lo consiguió. Pero queda la duda de si intuyó esa gloria posterior o se fue con el amargor de que nadie reparaba ni repararía en él.  Pregunte por esas pinceladas pícaras a algunos que lo acompañaban siempre, y verá qué retrato le sale. Poeta y pícaro exquisito. En lo de político no intervengo. No me gusta ese camino y de él como político casi lo ignoro todo.» (Señor Majes)

¿Hubo miembros de la policía en el puerto el día de su partida? ¿Querían cerciorarse de que se iba lejos, muy lejos? ¿Tal vez pusieron algunas condiciones para que hiciera el viaje? ¿Sus papeles estaban en regla? ¿Quién se había encargado de todos los trámites, ya que él prácticamente era un inútil para ese tipo de tarea? ¿Había mujeres entre las personas que lo despedían?

«Yo no vi policía en el puerto. Tal vez habría alguno camuflado por ahí. Sí sé que las autoridades lo habían puesto en el dilema: o cárcel o exilio. Y el optó por el alejamiento. Calculo que tendría los papeles en orden, me refiero al pasaporte y a todo lo que se necesita para pasar fronteras. No obstante esos cuidados, se sabe que fue detenido en Panamá y no pudo continuar viaje en el barco en el que había salido del Callao. Nadie puede decir  con exactitud qué pasó después, cómo reinició el viaje, de Panamá hacia dónde se dirigió, con qué dinero compró un nuevo billete de barco. Sí es conocido que llegó al puerto francés de La Rochelle. Que luego aparece en París. Y termina en España. Final terrible, una cita con la desesperación, la angustia. Durante largo tiempo lo engulló el olvido, no fue ni un nombre, ni un poema, ni siquiera una letra. Ahora que se ha escrito algo sobre él se vuelve a ver su rostro sonriente, a escuchar su palabra de niño caprichoso y muchos piensan  en rescatar más momentos desconocidos vividos por el poeta. Ah, me ha preguntado si fueron mujeres a despedirlo, recuerdo  sólo a una, no creo que hubiese ido alguna otra, era una poeta y escritora. Creo que ya no escribe. » (Señor  Napo)

¿Alguno de sus amigos recibió carta del poeta mientras viajaba? ¿O tal vez, desde París o Madrid? ¿O una postal de La Rochelle? ¿O quién sabe, y conociendo su sentido del humor, una tarjeta desde Panamá donde estuvo encerrado en una mazmorra porque las autoridades del Canal lo creía fugado de su país y personaje peligroso? ¿Hablaba de su actuación política? ¿Rodeaba de misterio todo lo referente a esa su segunda vida, en la sierra peruana?

«Difícil poder responder a esas preguntas. Yo conocí bien al poeta, desde más o menos los veinte años. Lo frecuenté hasta l930, cuando abandonó Lima porque su enfermedad pulmonar era progresiva. A partir de entonces no volví a verlo. Desde aquel año que le menciono hasta que supe que lo habían traído preso de Arequipa no supe nada de él. Siempre lo recordaba pero nunca recibí una carta suya ni nadie me habló de sus actividades en la Sierra. Tampoco fui a visitarlo a El Frontón donde sufrió encierro, no era una excursión muy tentadora, y hasta podrían sospechar de quienes nos interesábamos por él. Pero sí estuve en su despedida. No creo que se comunicase con nadie por correo. Tal vez con el amigo que más lo protegió y que pagó el costo del pasaje. Pero sus bolsillos no estaban para esos adornos de viajero por placer. Lo suyo era el destierro, aunque él no se diera cuenta de la dimensión de la aventura asumida. Lo de Panamá lo sé pero muy mal, lo muy poco que me contaron y nada más. Creo que fue como un eclipse y un terremoto a la vez, pero que menos mal duró escasos días. En eso de que todo lo rodeaba de misterio, acierta usted. Aunque yo más que hombre misterioso hablaría de un ser que flotaba en el espacio. Mire, él tenía su universo propio, en ese universo no había sitio para el hambre, para el trabajo, para la violencia, era un mundo apacible, de verdadero poeta. Un Paraíso trazado a su manera. Por eso nos parecía misterioso. » (Señora de Perené)

Hay un vacío entre el momento en que llega a La Rochelle y el día en que embarca desde París hacia Madrid ¿Qué pudo haber pasado con el poeta en todos esos días que no debieron ser más de diez? ¿Qué hizo en París? ¿Vio a algunos poetas, visitó monumentos, se entrevistó con políticos? ¿Dónde se alojó? ¿Se encontró con paisanos suyos? ¿Sabía que Vallejo, con quien había coincidido en el Colegio Guadalupe de Lima, él como alumno, César como profesor, vivía en la capital francesa?

«Imposible saberlo. No creo que nadie lo haya sabido nunca. Posiblemente alguien hizo deducciones, cálculos y los escribió, y eso es lo que se conoce. Pero saber con exactitud cuándo llegó al puerto francés, cuándo y cómo se trasladó a la capital de Francia y cuánto tiempo permaneció en ella, la verdad no creo que se sepa. Aparte de que es dar paso a una curiosidad inútil. Lo que importa de ese viaje es el poeta yendo al encuentro con la muerte. Una verdadera lucha de ese hombre de treinta años por romper barreras y alcanzar esa meta fúnebre. Y cuando está a unos jemes de ella quiere desandar sus pasos, se resiste a entregarse a los brazos de la despiadada dama, pero ya no hay nada que hacer. Esto es lo único importante, o si quiere, lo más  tristemente importante. Referente al Cholo Vallejo, no creo que hubiese amistad entre ambos, aunque sí debían conocerse de nombre, sobre todo nuestro poeta saber de la existencia del de Santiago de Chuco, pero de encuentro entre ellos no se ha hablado nunca. No creo que lo hubiera. Mi amigo estaba agonizando desde que subió al barco, una agonía de por lo menos medio año, larga y horrible. Pero como vivía absorbido por unas ideas tan especiales que lo alejaban de la realidad, se daba cuenta de su situación en muy raras oportunidades. No obstante ese alejarse de lo cotidiano se notaba un tenue y extraño deseo de dejar una herencia literaria o de perennizarse a través de su obra o de su vida o de ambas.» (Señor Chira).

Se sabe que usted estuvo con el poeta en Madrid, ¿puede decir cómo llegó a esa ciudad? ¿Quién lo condujo al hospital? ¿Qué pensaba en esos días? ¿Si creía que se iba a curar o veía todo envuelto en una densa negrura? ¿Qué pretendía, qué decía? ¿Leía, pedía papel para escribir? ¿Se preocupaba de la política española? ¿Se sentía más poeta que político? ¿Pensaba en volver a escribir poemas o en asumir su comportamiento de miembro de un partido político? ¿Sabe usted algo de su obsesión por dejar una huella tras su muerte?

«Las pocas energías que guardaba las gastaba en maldecir el hospital en el que se sentía prisionero. Nunca antes lo había visto así. Era un poseso. Llegué a pensar que la política lo había transformado por completo. Más tarde descubrí que era la enfermedad la que trastornaba a mi amigo. El final se le estaba acercando pero él no lo veía aproximársele. Procedía como siempre, con ingenuidad de niño mimado. Me hacía recordar los días vividos en Lima. Sin un centavo en el bolsillo, sin un pan en la mano, y hablando de cine, soñando despierto con un poema, divagando sobre el valor de la poesía. El médico que lo atendía me confió que no tenía salvación. No quedaban esperanzas. Absurdo decírselo. Lo hubiese rechazado. Se habría puesto más furioso, habría maldecido también al médico. Era un ser especial, siempre había vivido encerrado en su mundo particular, todo lo veía desde esa región maravillosa que había construido su imaginación. Lo de leer y escribir era imposible. A duras penas podía incorporarse para tomar los alimentos y no creo que leyera periódicos como para estar al tanto de lo que pasaba en el mundo político. Me impresionó la dura batalla que estaba sosteniendo con la muerte. Lo de la poesía y la política ya no lo tomaba en cuenta. Y eso de querer dejar una huella, la verdad me resulta extraño, si en algo confiaba para pasar a la posteridad era en sus poemas, y tenía razón, es lo que ha perdurado.» (Señor Mantaro).

¿Sabe usted qué pasó después del hospital San Carlos? ¿Cuánto tiempo estuvo en ese lugar? ¿Quiénes fueron a visitarlo? ¿Cree que en esas condiciones pudo haber escrito por lo menos unos versos? ¿Dedicó algún momento para contar lo poco que había podido ver de París? ¿Si había tenido un encuentro importante ya sea con poetas o políticos?

«Sólo sé lo que he leído. O lo que me han contado. De ese hospital que él rechazaba porque debía parecerle como un monstruo que quería devorarlo, fue conducido a un sanatorio fuera de la ciudad. Lejos de Madrid. Y que durante veinticuatro horas se operó una rara metamorfosis en el poeta. Se sintió revitalizado. Se creyó totalmente sano. Dio gracias a sus dioses particulares del milagro. Se solazó mirando un cielo clarísimo como el de su tierra natal. Dicen que soñaba con algo, que quería algo que no había podido conseguir en Lima, ni en la Sierra, ni en ninguna otra parte. A ratos creo que eso no es más que pura fantasía de los amigos que lo rodeaban. Tenía sueños caprichosos. Era un bohemio delicioso, como un adolescente que confiesa entusiasmado lo que quiere ser de mayor. Pero no sé qué era eso que ansiaba con tanta vehemencia. Se inventan muchas cosas y como él ya no está entre nosotros se le pueden seguir añadiendo anécdotas. Tamice mucho lo que le digan. Tampoco sé si en Europa llegó a escribir algo, no lo creo, parece que ni su ánimo, ni sus fuerzas se lo podían permitir.» (Señora de Virú)

En ningún momento intuiste, tú, delicioso mago desentrañador de misterios, que tu meta no era París, que no era Madrid, que no iban a ser los poetas surrealistas o los de la generación del 27. Que tu verdadera meta, la que te esperaba ansiosa para abrazarte con fruición, para darte el abrazo eterno, era un pequeño pueblo castellano con un Sanatorio en lo alto de una pequeña montaña. Cuando escribiste: «En el muelle / de todos los pañuelos se hizo una flor», o sea diez años antes de tu partida con rumbo a Francia, qué lejano estabas de todo cuanto vendría después. Esos eran días en los que tu pensamiento cuasi infantil, como señalan quienes te conocieron, se entreveraba con las imágenes cinematográficas. En los que en vez de ver el tugurio que tenías por pensión en uno de los barrios pobres de la ciudad, veías París, Nueva York, Amberes, Madrid, y te veías a ti mismo rodeado de esos poetas a los que nunca habías conocido ni en foto pero de los que habías leído muchos de sus versos. En el momento en que zarpó el barco que te dejaría en Panamá, y no por tu propia voluntad sino por la de quienes siempre atormentaron tu vida, los esclavos de la jerarquía,  no hubo pañuelos agitándose en señal de despedida, ni esa hermosa flor que tales pañuelos podían formar. Tampoco hubo lágrimas. Tal vez algún gesto de resignación entre los pocos amigos que acudieron al puerto. Y sólo uno o dos de ellos sabían que tú ansiabas algo con vehemencia, que no se trataba de un capricho baladí, que era como la síntesis de tus dos breves vidas, la de Lima y la de la Sierra y no estaban seguros de que pudieras conseguirlo. No sé si les fascinaba, como a ti, tu idea, pero por lo menos algo de todo eso transmitieron.

 

Capítulo II

Le tuviste miedo a la locura, la locura de Lima, de la capital, que para tus años de adolescente fue como un monstruo que amenazaba tu seguridad. Tan poco acostumbrado estabas a ver tanta gente por las calles, o simplemente, a ver edificios de tres y hasta de cuatro pisos y tener que andar por tantas calles. La tranquilidad de la provincia se rompía en un santiamén. Ese nuevo mundo para tus pocos años te debió parecer como un encierro permanente en las garras de la pesadilla. Por eso quisiste escapar de este lugar que tanto te conmovía. Por eso escribiste: «Tuve miedo de ser / una rueda, / un color, / un paso». Querías ser tú, no lo que el destino quisiera imponerte. Querías ser poeta en singular no en plural. Diez años más tarde no te asustaba la ciudad, pero te llamaba con urgencia la provincia. Había muerto tu Maestro. Tu debilidad se acentuaba. La pobreza no cedía. Tu soledad era una muralla inmarcesible. Hacia dónde mirar, hacia dónde enfilar tus pasos. Hacia la provincia, junto al lago más alto del mundo. Que tus pulmones respiraran aire sin contaminación alguna. Que algunos familiares se encargaran de atenderte. Habías escrito a los dieciocho años: «Tuve miedo, / y me regresé de la locura». Te escapaste de Lima pero tuviste que volver. En l930 no escribiste nada, simplemente viajaste hacia tu ciudad natal.

¿Por qué se fue de Lima el poeta? ¿Por la muerte de su Maestro o eso fue simple coincidencia? ¿Se hartó de estar solo, de vivir en tugurios, de sus diarios ayunos? ¿Se sintió despreciado? ¿Le pareció que su libro 5 metros de poemas no había tenido la acogida que merecía?

«No creo que haya sido por una sola cosa. Sumó pobreza con pena, desastre con soledad, enfermedad con hambre, y, por supuesto,  en su memoria resonaban continuamente las palabras de su Maestro. Era como si éste le hubiese dibujado un plano con las indicaciones convenientes para hallar el tesoro. El poeta debía estar oyendo y hasta viendo, que el Amauta lo señalaba como la persona que tenía que hacer realidad todas las enseñanzas que había proporcionado a ese conjunto de jóvenes que se aproximó a él. También se mencionan las palabras de algún médico que le indicó la sierra como solución, pero él nunca prestaba oídos a quienes consideraba de otra raza, de diferente sensibilidad. Tal vez lo escuchó con atención y miedo. O con rabia y pesar. Nunca con resignación, esa palabra no existía para él. Escuchó, sopesó, debió pensar que sería un paréntesis de un año a lo sumo y se fue a la Sierra. Pero con el plano trazado por su Maestro en el bolsillo. A buscar ese tesoro que brillaba en las palabras del Amauta. Son deducciones.  Yo sólo hablé con él cuando ya había tomado la decisión de abandonar Lima. Mire, él reclamaba atención a su libro, pero también se auto castigaba calificándose de imbécil, claro que igualmente les decía zamba canuta a otros de su generación, y todo eso hasta lo publicó en un periódico que se llamaba ‘Rascacielos’, fundado por él y algún amigo. Su pasión por el cine lo llevo a admirar Nueva York y de ahí viene el nombre del periódico que le digo.» (Señor Junín).

¿Se le oyó alguna vez renegar de la poesía? ¿Confió alguna vez a alguien que estaba decepcionado de la poesía, de la literatura, de sus propios versos? ¿Manifestó no sólo pesar por la muerte de su Maestro, sino que estaba dispuesto a poner en práctica todo lo que el Amauta le había enseñado? ¿Así como no se sabía si soñaba sus poemas y luego los vivía o al revés, tenía actitud similar pensando en lo que le esperaba en la Sierra?

«Yo no le oí decir nada de eso. Aunque no era de los que lo frecuentaban asiduamente. Tal vez sufrió decepción por su libro de poemas, o alguien le hizo una crítica tan despiadada que le destrozó el mundo que se había inventado para cobijarse y ver lo menos posible el de los demás. Debo hacer una advertencia, no crea que él hablaba de su universo particular, eso lo decíamos sus amigos, y más ahora que cuando él vivía. Respecto a motivos para abandonar Lima, creo que el principal fue su salud. Lo más probable es que se sintiera muy mal. La enfermedad avanzaba y él seguía llevando la misma vida bohemia. Hacía todo lo que precisamente no tenía que hacer. Alguien le aconsejó que tenía que detener la marcha de su suicidio lento y, extrañamente, le hizo caso. O fue él mismo el que se auto aconsejó abandonar la capital. Por un momento salió de su refugio particular y se encontró con la más amarga de las realidades y eso fue lo que lo hizo huir de Lima. Siga preguntando, alguien puede saber la verdad en toda su extensión. A alguien pudo haberle confiado los motivos de su viaje a la Sierra. Yo no sé nada más. Elimine las conjeturas. Acepte  lo  que se pueda confirmar, aunque sea breve.» (Señor Ayacucho).

¿Pudo parecerle que la poesía era como un adorno solamente? ¿Qué escribir sobre el amor, el cine, las impresionantes metrópolis que no conocía pero que habían pasado a formar parte su mundo y  de sus versos, era algo superfluo? ¿Aceptado que su misión en la vida era otra? ¿Llegado a la conclusión, sin abdicar a su deliciosa condición de soñador, que el mundo esperaba otra actitud de su parte? ¿Qué era otro muy diferente el papel que le correspondía asumir? ¿En ninguna ocasión despotricó contra ese mundo ideal que se había fabricado? Como si de pronto hubiese descubierto que no valía, que ese escondite era una traición a la humanidad.

«Nunca se sabía cuando soñaba y cuando estaba en la realidad. El no mentía, había quienes lo consideraban mentiroso, porque eran espíritus incapaces de entender las leyes de la imaginación. El imaginaba  situaciones, países, gente, y las daba por reales. Las transmitía a quienes lo frecuentaban con mayor asiduidad. Tampoco era un vago como algunos decían, simplemente no era partidario de que se tuviera que trabajar para poder vivir. Su estructura mental, su concepto de la vida era diferente al de la inmensa mayoría. Podía resultar aburrido, estúpido o desagradable para quienes estaban acostumbrados a la rutina, a la uniformidad de los días y las personas. Pero para quienes podíamos entender su  pensamiento era un ser encantador. Me resulta difícil aceptar que cambiara tanto. Que dejara los versos y se embarcara en la lucha política, pero la realidad se impone en este caso. El poeta arrió la bandera de ilusiones que hizo flamear en Lima, y mostró otra en la Sierra. Muchos opinan que a partir de entonces entró en terreno sólido, práctico. Yo no les quito la razón pero creo que el niño delicioso que muchos conocimos y que escribió preciosos versos siguió viviendo y debió emerger muchas veces en el camino del político. No le podría asegurar que cuestionara su propio mundo. Pero conociéndolo como lo conocía, no creo que lo haya hecho nunca. A pesar de su vida ilusoria tenía algún que otro objetivo, me refiero a metas. No sólo era cuestión de pintar la luna de colores. Después de la publicación de su único libro, él evolucionó mucho, descubrió que había otro mundo y fue muy decidido, a ojos cerrados hacia su encuentro.» (Señor Cajamarca).

¿Cuando se fue a su tierra dijo que volvería a Lima? ¿Se fijó un plazo para vivir en la Sierra? ¿Se refirió a las influencias de su Maestro? ¿Su libro había sido bien distribuido? ¿Le significó mayor estimación por parte de quienes lo frecuentaban continuamente? ¿Él había esperado mucho más de la recepción de sus poemas?

«Sí, me parece que él habló de un alejamiento de un año. No decía que era por razones de salud, aunque todos lo notábamos así. Hablaba de asuntos de familia. Necesidad de estar presente en los diferentes pueblos donde tenía parientes. Nos confundía a todos con nombres de lugares, de familiares, de amigos, así como también con lo que pensaba hacer en esos sitios.  Lo del libro es un misterio para mí. Él vendió bastantes ejemplares antes de que saliera el libro de la imprenta. Vendía una opción para tener el libro cuando éste apareciera. Su gran problema fue el de siempre, la falta de plata. Qué puede hacer un poeta que no trabaja, que come mínimamente, que sueña todo el tiempo, y que tropieza con un impresor que no deja salir un solo ejemplar del libro mientras no se le abone el total de la factura. Esto para nuestro poeta era como amputarle un dedo de la mano derecha, como condenarlo a no leer más. Era un castigo equivalente a eso. Ése fue el motivo por el que se ingenió la venta de cupones que se canjearían por un ejemplar cuando se distribuyera el poemario. Y por el que sus poemas entraron en la imprenta en l927 y sólo circularon por las librerías limeñas dos años más tarde. Del Amauta le oí hablar algunas veces, lo hacía con fervor, o mejor diría, con unción. Estoy seguro de que cuando llegó a la Sierra ya tenía fabricado un nuevo sueño. Empezar una vida diferente. Cambiar casi por completo lo que había formado su vida anterior.» (Señor Cusco).

Se dice que usted está enterado de todos los pormenores de la historia del libro del poeta, ¿es eso cierto? Hay otro asunto nebuloso, el libro habría obtenido un premio, ¿ese dinero sirvió para pagar a la imprenta? ¿Con el dinero que recibía anticipadamente a la salida del libro cubrió una parte de la factura? ¿O esos soles se evaporaron en otras cosas nada literarias? ¿Por qué publicó 5 metros de poemas, vanidad, deseo de mayor reconocimiento, ansias de tener una tarjeta de presentación?

«Estimado señor, le escribo estas líneas un tanto apresuradas porque voy a viajar. Espero que le sean útiles para su trabajo. El poeta, que fue muy amigo mío, decidió publicar sus poemas cuando menos me lo esperaba. Una noche vino a casa y me habló emocionado de la decisión que había tomado. No le pregunté si tenía plata suficiente para cubrir ese gasto. Solamente nos enfrascamos en la conversación sobre el curioso formato del libro que él había ideado. Se trataba de una especie de acordeón. No era un mero capricho, obedecía a su pasión por la cine. Lo que pretendía era que diera la impresión de un trozo de cinta cinematográfica. Creo que las pocas críticas que recibió el libro no reflejaron la intención del poeta. Tampoco nadie se fijó en que la extensión de esa tira de papel que formaba el libro medía cinco metros. Bueno, no llegaba, faltaban dos o tres centímetros, pero su intención era la de alcanzar los cinco metros. En cuanto a la parte económica sí me parece que hubo un premio de por medio, si mal no recuerdo otorgado por la Municipalidad de Lima. Se convocó un concurso y el libro de mi amigo lo ganó. Ese dinero debió ayudar a pagar a la imprenta. Posiblemente la plata reunida vendiendo el libro anticipadamente fue escasa y sólo le sirvió al poeta para reforzar su frugal alimentación diaria o para ir al cine que tanto le apasionaba. Yo ya no estaba en el Perú cuando el poeta pudo pagar el «rescate» y salió el libro de la prisión de la imprenta. Eso es todo cuanto sé de la historia de ese excelente y curioso poemario por su forma inusual. Pero lo valioso siempre serán los poemas por encima de formas y otros detalles vanguardistas. Releo la última pregunta que usted me hace en su carta. ¿Por qué se publica el primer libro, sobre todo si es de poesía? Porque se quiere exhibir ante un círculo de personas el grado de sensibilidad, inteligencia o cultura que el autor posee.  Y a eso no podemos llamarle nunca vanidad. Mi amigo no era vanidoso, tampoco modesto. A veces era vitriólico con algunos que fungían de intelectuales y en realidad no eran nada. Le prometo otra carta más sustanciosa más adelante. Cordialmente.» (Señor  Ancash).

Está comprobado que el poeta abandonó Lima para tratar de recuperar salud en la Sierra y concretamente en su Puno natal, ¿pero, también para convertirse un activo político? ¿Cómo se produjo esa metamorfosis extraña en la que un poeta que divaga por el éter como un maravilloso cometa de pronto cambia esa vida por la de un abnegado y valiente luchador a favor  de los menesterosos? ¿Cómo se entiende que el joven lírico cierre la etapa de los sueños y se lance por los caminos de la dura realidad que es la de la política activa? ¿No tomaría esta nueva actividad como un encantador juego en el que sólo cambiaba el color y en algo las formas con respecto a su anterior juego, la poesía?

«Preguntas complicadas las suyas. No estuve tan cerca de él como para saber qué pretendía hacer en la Sierra aparte de recuperar la salud y visitar a sus familiares. Supongo que antes de ese viaje ya tenía un esquema, aunque mínimo, del comportamiento que se disponía a asumir. Como también, y esto es sólo una elucubración, que si se hubiese quedado en Lima ese comportamiento  político también lo hubiese desarrollado en la capital. Ahora bien, analizar cómo se produce un cambio tan radical, y sobre todo, dar opinión al respecto, ya es tarea más complicada. Lo fácil sería decir que ese muchacho bohemio era capaz de cualquier locura. Pero no tildemos de locura lo que hizo en el campo de la política. Hay quienes lo señalan como un inconsciente porque no miden el valor que desarrolló para cumplir su papel de activista y para saber enfrentar a la policía que lo tenía marcado y lo metía a la cárcel a cada momento. Me atrevería a decir que si bien se produce un impresionante cambio en mi amigo, sería mejor indicar que lo que pasó fue que el rostro del político, que le fabricó su Maestro, emerge cuando se da cuenta que con la poesía no puede hacer lo mismo que con las arengas o los panfletos  y se antepone al rostro del poeta pero sin eliminarlo. El poeta subyace bajo los mítines y los discursos. Esta es la verdadera belleza de ese hombre. Y en ambos campos se comporta con un frenesí impresionante. Asumió su tarea de lírida como un fanático. Desempeñó el papel casi de guerrillero aunque sin armas, como un vehemente. No era presumido, aunque alguna vez lo encontré mirando vitrinas con ropa de hombre. Le gustaba ir elegante, pero su deseo estético se hacía trizas al confrontarse con sus exiguas condiciones económicas.» (Señora Moquegua).

¿Hay algo así como una incongruencia en la actividad que desarrolla en el sur del Perú, concretamente entre los Departamentos de Puno y Arequipa, él que detesta la jerarquía la acepta al pertenecer a un partido político? ¿Fue realmente así? ¿En la Sierra se produce el despertar a la realidad de un hombre que ha estado viviendo con los cinco sentidos atrapados por el encanto de la poesía? ¿O por el contrario se comportó como un francotirador a pesar de que el partido tratara de imponerle su disciplina?

«Más que de un francotirador hablemos de un libre soñador. También cuando le llega el momento de la política el poeta lo cumple soñando. Claro que asume el compromiso de miembro de un partido político y llega a un cargo bastante alto, pero eso no impide que a veces flote por el firmamento y diga y haga cosas que debieron dejar patidifusos a sus amistades. Lo que es imponente de su actuación es la vehemencia con que interviene en los mítines y el arrojo para hacerlo sabiendo que la policía está detrás de él. Hay una ingenuidad deliciosa en ese comportamiento. Él no funciona con estrategias, actúa con una espontaneidad escalofriante. Es eso lo que tiene que analizar de su personalidad. Él es un poema o sus propios poemas, que se lanza a la lucha por una determinada causa. Para entenderlo mejor, digamos que de lírico pasa a épico, pero sigue siendo poema. Mire, le voy a confiar algo que cuando se lo oí decir no le di mayor importancia, y creo que no lo he comentado con nadie. Un día me dijo como si estuviera viendo discurrir ante sí una colección de hermosos ángeles, que necesitaba un cofre para guardar todas sus sensaciones. Eso fue antes de que publicara su libro. Y cuando salió de El Frontón y ya preparaba su viaje a Europa, le oí otra frase de las que no se olvidan: tengo el álbum de las mayores injusticias del mundo. Mucho después he reflexionado sobre esas dos frases separadas por casi dos lustros. Y allí hallo las influencias de su paso de un estadio a otro. De la poesía a la política.» (Señor Tacna).

Hay un hecho muy curioso, cuando el poeta vive en Lima, está casi solo y su alimentación es deficiente o casi nula. Cuando vive en la Sierra, tiene familiares en cuyas casas vive y se alimenta con toda normalidad. La pobreza total de Lima lo conduce a la poesía. La normalidad de vida a la política. ¿Lo ve así? ¿Cree que ese cambio de vida ayuda a que el poeta vea las cosas de forma diferente?

«No, el que en una etapa de su vida no tenga ni para comprarse un pan. Y que en otra posterior pueda alimentarse con normalidad no creo que haya influido en absoluto en el comportamiento de mi amigo. Un ser como él tomaba las cosas en su totalidad, quiero decir o todo o nada, no términos medios. Él en Lima, y ya antes de llegar a Lima, escribió poemas.  Se reunió con poetas. Soñó con conocer a poetas franceses y españoles. Vivía bajo esa obsesión. Cuando va a la Sierra traslada su  gran emoción a la política. No escribe versos, los construye cada día en la calle, en la prisión, donde sea. Y siempre con ese fervor incontenible que ponía para todo lo que hacía, hay quienes lo califican de inconsciente, estoy convencido de que se equivocan. Hablemos de inocencia, puerilidad o ingenuidad, pero no de inconsciencia. Tampoco estoy de acuerdo con quienes lo quieren elevar a los altares de la pureza. Cierto que él era el propio verso, la encarnación de la poesía, pero también el pecado, los más hermosos pecados, versos encantadores con esquinas deliciosamente pecaminosas.» (Señor Huánuco).

¿El poeta llegó a ser el personaje más significado de su partido, por lo menos en la zona donde residía, o es que al actuar con esa frescura tan propia de él se le notaba más que a los otros? ¿Cómo es posible que en tan poco tiempo fuese detenido por la policía tantas veces? ¿Y cómo pudo ocurrir que se ensañaran contra él, lo torturaran y lo encerraran en El Frontón, con los presos políticos más peligrosos? Y otro asunto, ¿sabe usted si es cierto que pretendía eternizar su nombre a través del tiempo? ¿Y cómo pensaba hacerlo, con sus poemas?

«Mire, no haga mucho caso de la anécdota, ni de episodios que determinaron su prisión. Aceptemos simple y llanamente que cayó en las garras de la policía. Que esto ocurrió en Arequipa durante un mitin político de un partido que no era el suyo, y, nuestro amigo, actuó como poeta, no como político y con su obstinación de siempre. Se metió a replicarles a los del otro partido. La policía detuvo a una gran cantidad de manifestantes de ese partido y a él porque estaba en ese lugar y, además, en la lista negra. No se cuidaba en absoluto. Mientras todos los demás trocaban color y forma para pasar desapercibidos él se mantenía firme en lo suyo yendo a todas partes a cara descubierta. Nada de maquillajes, nada de evasivas. Así era él. Así se comportó en prisión, aguanto castigos pero no abrió la boca para delatar. Bellas páginas poéticas las que construyó con su comportamiento, tan bellas como las de su breve poesía. Lo último que me pregunta me resulta de difícil respuesta. Acepto que quisiera dar unos ejemplos tanto de poeta como de activista, pero nada más. Eso de querer eternizarse no lo había notado. Algo que yo recuerdo y que se comenta poco es que él  no creía en la existencia de la felicidad. Una vez me dijo: el mundo será feliz cuando las flores suban a la altura de las estrellas y se abracen a ellas. Pero luego se rió de su propia frase, como dando a entender que eso no sucedería nunca.» (Señor Loreto).

¿Existe la más completa seguridad de que no escribió nada mientras vivió en la Sierra? ¿Se conocen artículos políticos firmados por él? ¿Algún discurso, algún manifiesto? ¿No es muy extraño que se apartase de manera tan rotunda de la poesía? ¿Y desde la Sierra no escribió a ninguno de sus amigos de Lima?

«Se han encontrado algunos poemas inconclusos suyos, pero inferiores a los de su único libro o a los que publicó en revistas limeñas. No creo que le dedicara mucho tiempo a la literatura en los cuatro o cinco años que vivió en la Sierra. Tenga en cuenta que estaba convencido de que las enseñanzas del Amauta, su Maestro, eran lo más válido de su acervo cultural. Que esas lecciones eran como si le hubiesen puesto una lámpara en la mano que le estuviese iluminando, constantemente, su camino. Aceptado eso, se tiene que pensar que el poeta siguió latiendo pero que su poesía la producía de manera diferente. No creo que volviera a ilusionarse con la publicación de un nuevo libro, ni con críticas que hablasen bien de él. Eso, posiblemente, resurgió cuando decidió viajar a Europa. Entonces renació el de los años veinte, el autor de Cinco metros de poemas y el que iba todas las noches a la Universidad de San Marcos a leer  libros de poesía o revistas europeas en las que se publicaba a los modernos poetas de esa época. No obstante he de hacer hincapié en que ese reflorecimiento del poeta no significó el desafuero de su personalidad política. O sea que cuando viaja a Francia, las dos vertientes más destacadas de su yo se hallan conviviendo en la misma proporción.» (Señor Lambayeque).

Cuando llegaste a Lima siendo un jovenzuelo de quince años te asustaste de la gran ciudad en comparación con tu Puno querido. Sentiste el miedo a convertirte en «una rueda» (¿la de un automóvil?). «Un color», (¿el rojo que tanto te obsesionaría después?). «Un paso» (¿el que te llevó de la poesía a la política?) y escribiste sobre esas cuitas que te persiguieron. Cuando emprendiste viaje a Europa es posible que recordaras y repitieras unos versos tuyos de cuando apenas tenías dieciocho años y que hablaban del horror que te significaba el cambio de ambiente, el negror que te perseguía y la ninguna puerta hallada para poder escapar de esa situación. ¿Y cuándo volviste de la Sierra a Lima? ¿Cuándo la policía te trajo esposado y te metió en un horrible calabozo como los de la Edad Media, qué pensaste? ¿Quisiste escribir en las paredes de tu celda y con las uñas algún verso que pudiera representar tu drama de esos momentos? ¿Y cuando el barco en que viajabas había dejado atrás el continente americano y subía hacia el mar del Norte, te sentías libre? No llevabas contigo la esencia con la que venías soñando, ¿pero todavía creías posible conseguirla? ¿Qué pretendías simbolizar? ¿Qué impresionante dimensión la que otorgabas a ese símbolo? ¿El sinónimo de la felicidad o eso no entraba dentro de tu pensamiento? Tal vez en esos últimos días de travesía te acompañaba un ánimo similar al que tenías cuando escribiste «El film de los paisajes» o «New York», y estabas convencido de que el Arco del Triunfo, Montmartre, la Torre Eiffel, todo París se inclinaría ante ti. Envidiable optimista convencimiento para quien como tú no hacía sino escasas  semanas que había abandonado las mazmorras en las que estuviste cautivo.

 

Capítulo III

No sé si tú sentiste la delicia de tener veinte años. Para la inmensa mayoría de los seres humanos los veinte años son la epifanía de la juventud y, por  supuesto, la juventud el capítulo inolvidable de sus vidas. Quien a esa edad ha perdido padre y madre, tras episodios sumamente tristes, carece de defensas económicas, no tiene una profesión ni un oficio, y ambicionaba convertirse en poeta, como era tu caso, esas reglas de felicidad juvenil no existen. A los veinte años, con una docena de poemas en el bolsillo, deambulando solitario por las calles limeñas ¿quién leía tus versos si no conocías a ningún poeta en esos tiempos? ¿Quién daba fe de que eras poeta? En consecuencia tus veinte años no podían tener la vitalidad ni la alegría que tienen las de casi todos. Tenían que ser unos veinte años hoscos, solitarios, meciéndose desacompasadamente en la melodía fúnebre de los sollozos, en el grito desesperado del hambre, pero justamente a esa edad escribiste: «y en un rincón / LA LUNA CRECERA COMO UNA PLANTA». Estabas viendo el rincón y presagiando el crecimiento de esa planta plateada. Y lanzabas voces eufóricas recordando sonrisas femeninas impresas en papel japón. Eras nada menos que el contrasentido para quienes no te conocían bien. Podían sentenciarte como el gran portador del dolor, pero también como el alegre visionario de la irrealidad. Y así, envuelto en esos mantos oscuros de la pena a veces, luminosos de optimismo en otras, vivías tu juventud  limeña. Desconcertando a todo aquel que careciera de una sensibilidad suficiente como para comprender que no había tal contrasentido, que lo que había, pero ellos no lo percibían, era la poesía puesta de pie.

¿En qué circunstancias conoció al poeta?, ¿Era un muchacho muy sociable o por el contrario rehuía reunirse con personas que no fueran de su círculo, de su absoluta confianza? ¿Cuando lo conoció ya había escrito varios de los poemas que luego compondrían su único libro? ¿Le gustaba comentar sus proyectos o los temas de futuros poemas? ¿Explicaba los motivos que inspiraban sus versos? ¿Por las fechas en que lo conoció ya pensaba  en el libro que tendría una forma muy especial y que debió llamar la atención en Lima?

«No recuerdo dónde y con exactitud la fecha en que lo conocí. Pero él y yo teníamos la misma edad, veinte años. Y coincidíamos en nuestro amor por la poesía y en la vehemencia con que esperábamos las revistas literarias francesas y españolas. A la distancia de los años sólo puedo ver el rostro lánguido del poeta. Su mirada triste, como avergonzada, pero que de pronto cambiaba con una velocidad impresionante, y se convertía en una cara animada por un regocijo inescrutable, algo que ocurría en su interior, seguramente su  imaginación visualizaba la cara de la luna o un mar que se deslizaba como una alfombra llena de flores sobre la playa. Él prestaba más atención a su mundo interior que a lo que ocurría a su alrededor. No sé decirle si por ese motivo era más feliz o todo lo contrario. Algunas veces pensé que ese refugio al que sólo él tenía acceso, había sido construido para huir de todos los demás, y que escasamente dejaba ver la puerta de su universo a la gente con la que tenía una gran amistad. Yo puedo afirmar que vi esa puerta, hasta la vi entreabierta, pero después nada más. De que comentara sus poemas previamente a ser escritos, no me parece, creo recordar que me habló del titulado Amberes, pero dudo que haya sido antes de escribirlo, el comentario fue porque tenía una duda sobre la importancia del puerto belga. La idea de publicar el libro me atrevería a decir que le nació cuando supo que otros poetas, a los que él conocía, empezaban a lanzar sus poemarios.» (Señor Huancayo).

Se sabe que usted lo visitaba con frecuencia en la pensión donde estuvo alojado mucho tiempo, ¿cómo era esa casa? ¿También que el poeta solía concurrir a la Universidad de San Marcos, como oyente, que  era su punto de reunión, su manera de cambiar de ambiente por unos momentos? ¿Puede darme una visión del espíritu que animaba al poeta antes de la publicación de su libro y antes de que conociera al Amauta, que fue su Maestro y  de quien se convirtiera en uno de sus mejores discípulos?

«Sí, fui varias veces a su pensión que quedaba en los Barrios Altos.  La primera vez me sorprendió, no estaba acostumbrado a viviendas de este tipo. Era una casa vieja, con un patio interior como todo respiradero. Había una sucesión de cuartos de escasa dimensión y de muy poca ventilación. Me dijeron que estaba casi al final, así que tuve que atravesar varias habitaciones, unas vacías, otras con gente que hacía la siesta o leía el periódico. En el largo trayecto hasta llegar a la habitación de mi amigo  sólo pensé en las descripciones del Infierno del  Dante  y me parecieron un lujo comparadas con lo que estaba viendo. Al poeta lo hallé tendido en su cama, en ropa interior. Cuando me vio se levantó inmediatamente. Su terno, que era el único que tenía estaba sobre una silla. Se vistió con presteza y salimos a la calle de inmediato. Si yo hubiera vivido en ese sitio tendría el ánimo destrozado. Él tenía el temple suficiente como para sobreponerse a esa circunstancia. Hablaba poco de sus poemas, por lo general la poesía de los grandes poetas europeos era lo que acaparaba su conversación. Aunque en algunas ocasiones sí hacía referencia a algún poema que había escrito, pero, ya le digo, esto no era frecuente. A San Marcos iba porque en el patio de Letras se encontraba con otros poetas jóvenes que yo le había presentado, y eso probablemente lo ayudaba a olvidar por unos momentos su impresionante pobreza.» (Señor Celendín)

Se tiene la visión del poeta a partir de los veinte años, tal vez a los dieciocho, pero antes de esa edad ¿cómo había sido, qué había hecho, qué había sucedido en su vida? Es  una de las partes oscuras de su historia. Todos hablan de sus poemas, de su pobreza, de su viaje a la Sierra y de su conversión a la política, ¿y sus quince años, y sus padres, y los motivos que lo trajeron a Lima?

«El destino se ensañó con ese muchacho que quedó huérfano de padre a los catorce años y cuatro años después perdió a su madre. Podía haberse convertido en un amargado. Haber maldecido la vida. Odiado todo lo que veía y tocaba. Era lo que correspondía a quien fue rodeado de tanto dolor, de tanta miseria. Y sin embargo, quien lee su poesía y no lo ha conocido, debe pensar que se trataba de un hombre que disfrutaba de una vida rica en gratos acontecimientos. Que los problemas que tuvo fueron mínimos, que sus días transcurrieron como por un sendero de flores. A la distancia del tiempo este hombre al que conocí poco antes de que cumpliera los veinte años, se me presenta como alguien que ha pactado, con unos dioses muy particulares, obtener talento a cambio de desgracia. Como quien dice: daría un brazo por alcanzar la meta que persigo. Él dio la vida por ser un gran poeta. Su vida que pudo ser normal, tranquila, por esa  mísera que tuvo, tan deficiente en atractivos. Y a cambio recibió el talento y la sensibilidad que le permitieron crear pocos pero muy bellos poemas que aun viven, son como plantas que él hubiese sembrado para que repitieran su nombre cuando ya no estuviera en la tierra. Me pregunta por los padres, el padre era médico, había estudiado en París y era natural de Puno. La madre era de un pueblo de ese mismo Departamento, todos coinciden en decir que era muy bella. La pobreza, la soledad, la condujeron a la dipsomanía. Murió como su marido y como su hijo, tuberculosa. En la indigencia.» (Señor Huarochirí)

Muchas veces cuando se habla de él se tiene la sensación de que se están refiriendo a una flor, a un ave, a algo sumamente delicado. Se piensa en fragilidad, y aumenta ese concepto cuando se leen varios de sus poemas contenidos en su único libro. ¿Era así en la realidad? ¿Un hombre que se derrumbaba fácilmente aunque se recuperara al instante siguiente? ¿Su vida se reducía a los poemas, a la lectura, a las escasas charlas con los amigos de la Universidad? ¿Qué otras actividades desarrollaba?

«Ante todo era un ser humano. Que se le descubra flor o ave por algunos comportamientos especiales, que se le considere muy frágil, sobre todo por su salud, puede ser. Pero no se haga la idea de que era un muchacho que carecía de sentido del humor, que era incapaz de pillerías o palomilladas. Tampoco lo exima de leyendas negras. Ni de malos pasos. No es que quiera pintarle la antítesis del poeta que usted tiene ante los ojos. Es que no se trata de un ángel, ni de un incauto, tampoco nos vayamos al extremo y pensemos en perversiones, violencias, no, no era así. Como todos, o como la mayoría de los jóvenes de la época cayó en tentaciones. La vida es eso. Los fumaderos  existían en sus años mozos. Y vaya a saberse qué otras tentaciones. No pretendo decepcionarlo, simplemente colocar a nuestro amigo en el lugar que le corresponde. Yo no creo que ni como poeta ni como hombre, pierda nada por lo que le he insinuado, solamente insinuado, ya que afirmar, quién puede afirmar lo de otro. Pero que fue gran poeta y que su vida fue triste, nadie lo duda.» (Señor Camaná)

Más que un ave normal y corriente era un ave herida. Llegaba a volar alto pero un instante después sus alas no lo sostenían y se venía precipitadamente a tierra. ¿Cuando el poeta conoce a su Maestro se siente fortalecido? ¿Piensa que sus alas se están haciendo más fuertes y sus vuelos serán más sostenidos? ¿Cómo se inició la relación con el Amauta? ¿Ya se publicaba la revista de ese nombre?

«Los mismos jóvenes poetas que conoció en l924 fueron quienes lo llevaron, dos años más tarde, a la casa del Amauta en la calle Washington. Primero se trataba de colaborar en la publicación de la revista. Después de charlas que daba el Maestro a toda esa juventud que acudía a su casa. Casi todos los que asistieron desde el principio se mantuvieron fieles hasta la muerte del Amauta en l929. Mi amigo fue el más fiel, o las lecciones del Maestro calaron más en él que en ningún otro. Descubrió otro mundo. O pudo ver el mundo desde nuevos ángulos, algo que no había hecho antes. Esto transfiguró el pensamiento y la vida del poeta. Yo diría que la palabra del Maestro acabó con el poeta. ¿Para bien, para mal?  Ni una cosa ni la otra. La vida de este hombre se divide en dos partes perfectamente diferenciadas, la lírica y la política, y en ambas alcanza cumbres.  Perdura más el recuerdo del poeta, ¿por qué? Porque se conoce más y mejor al lírico. Porque quedaron los poemas como una muestra irrefutable de calidad. En cambio del político se sabe poco. Se ha escrito sobre esas actividades, pero no dejan la huella que sí causan los poemas. Hasta se podría hablar del triunfo de la poesía sobre la política. Sería un discurso interminable.  Nos apartaríamos del verdadero tema que a usted le interesa. Dejémoslo así, ¿de acuerdo?.» (Señor Chincha)

Hay un tema que parece tabú. Pero es necesario abordarlo. ¿Nunca habló no de mujeres sino de una mujer? ¿No hubo referencias, aisladas y hasta débiles si se quiere, a una novia, a una enamorada, a la posibilidad de una pareja? Su poesía abre esa posibilidad. Los versos dedicados al amor no son escasos en un libro de sólo dieciocho poemas. ¿Fue timidez lo que le impidió llegar a tener pareja? ¿Se supo de alguna muchacha de la que el poeta estuviese prendado?

«Mi marido conoció mejor que yo al poeta. Él fue quien me contó mucho de lo que yo sé de este muchacho que era como un gran iluso, pero con mucha simpatía. Yo también lo conocí y hablé con él, pero poco. Eso me impide saber si hubo alguna novia, si hubo enamoramiento de parte de él. En fin todo lo que determina una pareja. A mí me pareció un muchacho muy educado, muy desenvuelto, pero también sujeto a rigurosas leyes dictadas por su pobreza. Tal vez eso impidió acercarse a alguna chica. Yo he leído muchas veces sus poemas, y a través de ellos se puede sospechar del hombre que sueña con una o con varias mujeres. Pero apartándonos del hecho sentimental, quien conoce su timidez no puede imaginárselo aprovechándose pícaramente de la ausencia del Nuncio para echarse a dormir en su cama. Ni en la venganza que urde a favor de un amigo y contra el médico que no había sabido curar al hijo de ese amigo y lo dejó morir. Me contaron que la venganza consistió en publicar una esquela mortuoria en un diario local. A la casa del médico empezaron a llegar coronas mortuorias por docenas. Anécdotas como esas tiene varias. Si mi marido viviera me ayudaría a recordarlas. El tenía buena opinión del poeta. Aunque a veces lo enjuiciaba duramente, pero siempre el fallo final era favorable. Volviendo al asunto amoroso, no sé qué decirle. Me lo imagino tan púdico en esos trances, por no decir tan indefenso, y sé tan poco de su realidad sentimental, que será preferible que no opine.» (Señora  vda. de Chachapoyas)

Para muchos, para mí también, su mejor poema se titula «Madre», por supuesto está dedicado a su madre, inspirado en ella. Demuestra su gran cariño hacia esa mujer, y uno puede imaginar el horrendo dolor que tiene que haberle causado a un adolescente la pérdida de un ser tan tierno como querido. ¿Todos sus poemas, alegres o no, amorosos o no, brotan tras la muerte de esa señora a la que el poeta amó tanto? ¿El cariño y la belleza de la madre, al desaparecer, determinaron el nacimiento de un poeta?

«Tanto los poemas del libro, el primer libro verdaderamente vanguardista que se publica en el Perú, como los demás poemas, que son muy pocos y que no pertenecen al libro, transportan una emoción especial, diría mejor, que son emoción antes que razón. Esto al margen de que hablen de una mujer, se refieran a la luna o estén inspirados por una película. El poeta es un cofre de emociones. Están mezcladas las emociones que ha vivido y las que ha imaginado. La emoción que tiene que haberle causado el amor maternal y la desesperación de la pérdida de ese amor. Como la emoción de ver crecer a la luna convertida en una planta de plata. O de imaginar a actrices y actores de Hollywood haciendo lo que a él le hubiese gustado que hicieran. El poema ‘Madre’ debió de haberlo escrito tras la muerte de esa mujer. La orfandad no le bloqueó las ventanas que miran hacia la belleza. Un joven aún en edad colegial situado en un desierto nocturno, donde no se oyen voces, ni pasos, ni hay caminos que puedan extraerlo de ese lugar. Un joven que en vez de lágrimas dibuja al ser que más lo quiso y a quien él amó entrañablemente en el pentagrama de unos versos que retratan sentimientos, valores, recuerdos. Ese poema es la estatua más imponente dedicada a la ternura. En cuanto a los demás poemas, no fueron escritos precisamente después de la desaparición de su mamá. Ya había escrito varios antes de ese aciago momento. Qué más puedo decirle. No hay nada más que decir.» (Señor, Huacho)

Permítame que le quite unos momentos. Sé que se halla muy ocupado, me lo acaba de decir su secretaria y me ha costado trabajo convencerla para que me deje hablar con usted. Lo que  busco es una imagen muy humana del poeta, alejada de literatura y política. Desposeída de dramas y felicidades. Quiero el retrato del hombre. Sé que usted lo conoció desde muy joven, ¿puede darme esta visión? ¿Prefiere que lo llame más tarde?

«No, en cinco minutos resolvemos el problema. Sí, es cierto, lo conocí cuando aún vivía su padre, un médico notable, metido en política, con ideas muy curiosas, pero nada práctico. El hijo heredó todo eso, no sé si llamarle defectos o virtudes. La madre, una mujer muy bonita pero sin conocimientos necesarios como para guiar a su hijo, no sólo enfermó de tuberculosis, sino que se entregó al alcoholismo. Parece que ya lo practicaba en vida del marido aunque en menor escala. En cuanto al poeta, qué podía hacer el pobre muchacho. Estudió hasta donde pudo en el colegio Guadalupe, después se dedicó a vagabundear por Lima. No era nada afecto al trabajo. Yo no le estoy llamando vago, simplemente le estoy tratando de dar la imagen de cómo era. Creo que los familiares por parte paterna que vivían en Lima  le consiguieron algunos trabajos, pero él los rechazaba. O iba un par de días y luego los dejaba. Era discutidor, a veces hasta parecía pendenciero. Pero en general habría que calificarlo de buen muchacho. Cuando llevó su libro a la imprenta vino a venderme unos vales, porque el libro no saldría de la imprenta sino entregaba el dinero suficiente. Me ofreció un par, creo que le compré tres. Nunca más volvió, ni de visita ni con los libros. Comprendo, el hombre necesitaba alimentarse. Conmigo alguna vez habló de política, me contaba que no sé quién le prestaba libros de grandes políticos. Al poco tiempo desapareció de Lima. Supe por alguien que estaba en Puno. Luego en Arequipa. Hasta que lo trajeron preso. En los años que lo conocí siempre lo vi con el mismo terno, lo mantenía muy limpio, muy bien planchado. Tal vez tuvo dos o tres de la misma tela. Se preocupaba mucho de su aspecto personal. Me parece que alguien le regalaba corbatas usadas pero en buen estado. Tenía muchos amigos y uno mayor que lo protegía mucho. Le daba algunos centavos o le llevaba algo de comer. ¿Noctámbulo, dice? Debió haber sido. Pero no creo que consuetudinario. De vez en cuando y sólo cuando los amigos financiaban sus gastos, porque él de dónde iba a sacar para eso. Perdone, le tengo que colgar. Hasta pronto.» (Señor Oroya)

Es muy conocido que gustaba del cine, pero ¿cómo hacía para entrar en una sala si carecía de dinero? ¿Alguna vez desempeñó algún trabajo que le permitiera ganarse unos soles? ¿Conocía a alguien en un cine y ese amigo lo dejaba entrar gratis? Esto del cine, aunque tiene nivel menor parece no saberlo nadie, tal vez usted sí pueda decirme algo al respecto. Ya sea sobre las habilidades del poeta para ver las películas sin desembolsar nada, o de la estética que aplicaba para elegir los films.

«Sé poco de ese asunto, aunque debo confesarle que fui con él al cine en más de una oportunidad. Íbamos a cines de barrio que era más barato. Creo que él descubrió un truco para entrar sin pagar en un cine de La Victoria. No veía toda la película sino la mitad, pero le bastaba. Sabía que después de media hora o cuarenta minutos de iniciada la función, el personal del cine se reunía en la boletería y se dedicaba a la cháchara. El se quedaba en el hall mirando las fotos de los artistas y, en el momento en que los veía muy entusiasmados en la charla, se metía a la sala. Creo que un pariente suyo trabajaba en el cine Campoamor, pero mi amigo no solía llevarse bien con sus familiares, tal vez lo dejó entrar un par de veces pero nada más. En cuanto a elección de películas, creo que no estaba en condiciones de elegir.  A él le fascinaban las películas del Oeste. No por las historias en sí que por lo general eran algo pueriles, si no por la construcción de esa historia y la vitalidad de las escenas. Solía comentar las películas, era muy ácido con aquellas que contenían exaltación de la injusticia o cursilería sentimental. Le hubiese encantado asistir al rodaje de una película. No creo que ser actor le atrajera, tal vez director, pero tampoco, más bien guionista. Cuando aun no había llevado sus poemas a la imprenta, a mí y a varios de sus amigos que íbamos a la Universidad, nos hablaba de una historia que tenía en la cabeza y que estaba hecha como para Hollywood. Por supuesto nunca la escribió. Yo no culparía a la negligencia, ni a la vagancia, sino a la incomodidad en que vivía y a su extrema debilidad. Es cierto que no estaba hecho para el trabajo, pero pudo haber hecho un apunte. Algo de lo que nos contaba lo llevó a su poesía. Sería cuestión de un buen análisis de esos versos. Confío en que alguien lo haga algún día.» (Señor Sicuani).

Por favor, hábleme de la personalidad de su primo. Creo que usted lo trató mucho, sobre todo antes de que se fuera a la Sierra y derivara en político. No sé si lo vio en prisión y en los días previos a su viaje hacia su final o precisamente el día en que emprendió ese viaje. Me interesa saber si era un hombre triste, lo que entendemos por el típico andino.  Si mantenía algún optimismo con respecto al futuro. La escucho con el máximo de atención.

«Creo que por lo general se le presenta como un muchacho huidizo, huraño. Muy introvertido y sumamente triste. Yo lo recuerdo simpático. Hasta alegre en alguna oportunidad. Canturreaba un poco y no bailaba mal, recuerdo haberlo visto en una fiesta de pueblo y haber bailado con él algún huayno y alguna polka, bastante bien y muy contento. Eso sí, de pronto se alejaba de la fiesta y desaparecía. La familia no lo llegó a entender. La sensibilidad familiar no sincronizaba con la suya. Yo creo que ahora podría mantener no uno sino muchos diálogos con él y nos llevaríamos muy bien, pero en aquellos tiempos no sabía cómo  iniciar la conversación, lo dejaba que él hablara y yo seguía, como en el baile, él tomaba la iniciativa. Después de todo lo que pasó, después de su muerte y el tiempo transcurrido, podría señalar los grandes errores o las grandes injusticias que nosotros, su familia, cometimos con él, pero ya de qué vale. En descargo hay que decir que él tampoco era de los que se acercaba mucho a nosotros. Algo que le molestaba como el agua al gato era que se le hablara de trabajo. Hay que tener en cuenta que nuestra familia se había hundido económicamente, porque la fortuna amasada en la frontera entre el Perú y Bolivia, se quedó en París, y la generación anterior a mí volvió con carrera pero sin un centavo. Nuestras angustias eran enormes y no podíamos preocuparnos de una persona más, que a la mayoría de mi familia le parecía indolente y haragán. Era como ver la carátula de un libro y juzgar el contenido a través de esa carátula. Mi primo era mucho más valioso de lo que parecía. Le faltó estar rodeado de personas que lo entendieran muy bien y que estuvieran dispuestas a atenderlo. Algo que no se suele dar o que ocurre muy rara vez.» (Señorita Juliaca)

Se produce en ti un cambio radical entre el timorato jovenzuelo que se asusta del dinamismo de la capital y el muchacho que toma el tráfago citadino con un enorme buen humor. En cinco años Lima ha pasado de ser un monstruo de cinco cabezas a algo normal y hasta grato. No lo escribiste nunca, no te referiste a lo bien que te comenzaste a llevar con la capital a partir de, digamos, l925, pero se nota si leemos esos poemas que acusan tu miedo a convertirte en una rueda y que te hacen pensar que la ciudad es un verdadero manicomio, y los comparamos con tu elucubración sobre las grandes metrópolis que no conocías, que habías visto en el cine, en postales o leído sobre ellas. Cuando dices: «El tráfico / escribe / una carta de novia», parece que estás viendo esas enormes manadas de fieras de hierro que tanto te asustaron de adolescente convertidas en mansos rebaños de ovejas. Indudablemente, ya estabas preparado para dar el salto a Europa. Al París de tus sueños. Quién sabe si ése debió haber sido el momento en que emprendieras el viaje. Pero cómo imponerte a tu destino. Sé que quisiste hacerlo más de una vez, en Lima, en la Sierra, en Panamá, a lo largo de toda América Central. Y que tal vez lo hiciste al dejar la poesía  y por ello el destino se vengó de ti y te preparó la trampa de una Europa de días crueles como fueron los últimos que viviste.

 

Capítulo IV

Aunque durante años, en Lima, en Puno, en Arequipa, viviste interminables días de hambre, de incomunicación porque no tenías a quién contar tus ilusiones, tus sueños, los poemas que se te ocurrían y querías escribir. Aun cuando pasaste momentos incómodos porque muchas veces te echaban de una pensión por falta de pago y tenías que deambular por cientos de calles hasta encontrar otra que te acogiera. Tener una continuación de aquellos tiempos limeños en la ciudad europea que tanto ansiabas conocer te debió haber resultando una descomunal frustración. Cuando te disponías a salir del puerto del Callao alguien, supongo que muy allegado a ti por razones políticas, te puso unos billetes en las manos. Algunos amigos te entregaron una libra, media libra, dos libras, o monedas de sol, lo que podían. Y tú, desconocedor total de la economía, ausente absoluto del mundo comercial, te creíste dueño de un tesoro. Estuviste, seguramente, convencido de que ese dinero te duraría todo el tiempo que vivieras en Europa que ignorabas si tendrías que contabilizarlo en meses o en años. No hiciste el menor cálculo. En los bolsillos llevabas equivalentes a muchísimos almuerzos, a opíparos desayunos, a cafés con los poetas franceses, por supuesto entradas para el cine. Visitas a los museos. Todo, incluido aquel deseo tan perseguido por ti, un capricho de niño, dirían los muy pocos que lo conocían, porque  eso sólo se lo habías confiado a los muy íntimos. No pensaste en la Zona del Canal, en el viaje a lo largo del istmo centroamericano, en la compra de un nuevo pasaje hacia Francia saliendo de puerto mexicano. No era tu costumbre planificar, organizar, a pesar de la dura lección que habías recibido de la política clandestina, de los encierros a que te sometió la policía. Saliste de tu país un día de octubre de 1935 y no se te ocurrió pensar cuándo podrías volver.

 

Diciembre de 1935

Porque una cosa es no tener dinero para ir al cine, o poder dejar para mañana la invitación al amigo tal para tomar café. O postergar la fecha de la compra de un par de zapatos para otro día, pero con el convencimiento de que con una nueva remesa de billetes todo lo no realizado se puede llevar a cabo. Y otra es estar en ciudad desconocida. En ambiente frío y hasta hostil con quien no tiene dinero y ha venido de lejos a sabe Dios qué hacer. Y no tener ni la más mínima esperanza de volver a llenar los bolsillos. Y no saber a quién recurrir. Tener delante la enorme barrera de la lengua que se habla en ese país. Saber que esta noche se puede dormir en un hotel pequeño, muy modesto, pero hay un techo y una cama, ¿y mañana? Y caminar interminables calles y avenidas, atravesar plazas y jardines, llevando la merma física que produce la enfermedad.  Y por más fuerza de voluntad, por más refugiarse en el mundo particular,  todo el drama vivido en Centro América ha doblegado buena parte de tu fortaleza de ilusiones. Significa ver derruidos los magníficos castillos de nuevos colores y formas inventados por tu imaginación.

Nadie sabe el día que el barco al que subiste en Veracruz te dejó en La Rochelle. Tal vez te quedaste unas horas contemplando desde esos hermosos miradores del puerto un mar celeste que dejaba ver muy al fondo, si era día claro, luminoso, el conjunto de las pequeñas islas de Ré. O tenías tales ansias de llegar lo más pronto posible a París, que buscaste desesperado la estación del tren, y  con el poco dinero que aún te quedaba compraste un billete e hiciste un extenuante viaje de siete u ocho horas. Nunca nadie, ninguno de tus amigos, dijo haber recibido una postal tuya desde ese puerto francés. Tampoco nadie supo con exactitud  cuánto tiempo permaneciste en París. Sé que son datos menores, que hay otras cosas en las que fijar la atención. Sin embargo no puedo dejar de pensar en tus paseos en torno a la torre de Eiffel, deseando entrar en el ascensor que te subiese hasta la cumbre, pero  cómo derrochar las monedas que quedan para el frugal almuerzo de mañana, o a tu frustrada, no lo dudo, visita al museo del Louvre, sin saber que los jueves hay entrada gratuita.

Diciembre es un mes invernal. El frío se mete como una ardilla cubierta de alfileres por todas partes. Menos mal que llevabas el abrigo que te regaló tu primo Emilio. Él, como conocedor de Europa, sabía el clima que te esperaba así que optó por obsequiarte su abrigo al enterarse que en tu maleta no iba sino ropa interior, ningún terno de recambio. Ningún par de zapatos para alternarlo con el que llevabas puesto. Tu familia y muchos amigos, te habrían suspendido en previsión. Alguien habría dicho: pero este muchacho no ha sido capaz de tener algún amigo rico para que en vez de las miserias que le damos los pobres, le entregue un buen fajo de billetes. Qué peregrino pensamiento ese, de haberlo oído tú también hubieses dicho lo mismo, como si los que pueden dar fajos de billetes hicieran amistad con pobres poetas que  no tienen un pan, ni siquiera fuerzas para llevárselo a la boca en el caso de que ese pan estuviera a su alcance.

«Sí, estoy de acuerdo con todo lo que dice, pero hay mucho que añadir. Por ejemplo, quién guió los pasos del poeta entre ciudad David, en Panamá, frontera con Costa Rica y Veracruz, en el supuesto caso que reanudara el viaje desde ese puerto mexicano. A quién o a quiénes vio durante los días vividos en París. ¿Llevaba direcciones dadas por sus amigos poetas o por sus amigos políticos? ¿Es cierto que sólo pensaba en conocer París, que el resto de Europa no le interesaba? ¿Conocer la capital francesa como un turista o lo que pretendía, con su enorme ingenuidad de siempre, era establecerse en esa ciudad? Pero hay dos preguntas muy importantes que hacerse. No sé si usted ha reparado en ello. Por un lado, el poeta no podía haber  pasado por alto lo delicado que estaba de salud.  Otra cosa es que al descubrirse caminando hacia su final hubiese preferido contarse una historia dulzona. Echar a correr unas cortinas que impidan la visión de su mal. Pero algún médico, algunos amigos, los camaradas, en fin, hasta gente desconocida con sólo el gesto, le tienen que haber advertido de su situación física. En noviembre de l935 en Centro América, ya era un moribundo. Y al mes siguiente era hombre que caminaba hacia la tumba. De ahí el segundo punto que no se puede dejar de anotar, creció su desesperación por alcanzar el símbolo que venía persiguiendo, ¿entonces era consciente de que se le acercaba el final? Soñaba desde varios años antes y casi obsesivamente, con la armonía de los colores y los sonidos. No era un capricho, aunque seguramente los demás sí lo tomarían así. Esa también fue la razón por la que llegó sin titubeos a la política. El mundo, la vida, para él era una reunión de colores y sonidos, los había venenosos, reconfortantes, maravillosos, y muchos más, pero había que eliminar lo negativo. Limpiar la vida de todo, lo dañino. Ésa era la misión que se había propuesto. Y a ese extraño conjunto, extraño conjunto en el que se fusionaba el mundo lírico y el tan áspero de la clandestinidad política le había hallado una síntesis, un elemento terreno que lo representara sin desmedro para ninguna de las dos partes. Mi edad no me permite hacer tanto esfuerzo de memoria. Seré más explícito en una próxima oportunidad. Se lo prometo.»

Sabía muy bien lo del símbolo. Me lo contó uno de tus amigos más íntimos. Pero yo lo situaba más cerca del político que del poeta. Para ser más exacto, el símbolo elegido era rebeldía, provocación. Me parece perfecto, pero no lo encuentro en la actitud del poeta que fuiste. Diría  más llanamente que no estaba en tu repertorio cotidiano Estoy seguro de que  sí eras consciente del estado de salud en que te encontrabas, aunque todo parece indicar que soslayabas la gravedad. Posiblemente no llegabas a comprender que cada día que pasaba representaba el agostamiento de tu existencia. Las flores no saben que pueden marchitarse si les falta agua. Tal vez lo intuyan, pero cómo conseguir ese líquido en un arenal. Yo te veo, poeta, deambulando por París. Admirando la belleza de sus monumentos. Sorprendiéndote de la grandeza del Arco del Triunfo o del encanto de Montparnasse. Utilizando todas esas emociones como biombos para no reparar en tu verdadera situación. Biombos, cortinas, celosías, unas, más otras, más otras y la verdad agazapada detrás de tanto elemento disimulador.

—¿Y el hambre? ¿Y la fiebre? ¿La ropa que se le deshilacha? —dice alguien desde Lima.

—Así como posiblemente pudo haber alguien que lo condujera, aunque fuese mínimamente, por el barrio Latino o por Passy u otros lugares parisinos, ¿no hubo quien lo llevara al médico? ¿Quién le explicara que era necesario curarse antes que seguir  discurriendo por esa enorme ciudad que  estaba visitando? —consultan desde Trujillo.

—Yo sabía muy bien lo del símbolo y su porqué, primero un cofre, después, los colores y los sonidos; más adelante, el álbum de las crueldades, hasta llegar a la forma definitiva. Muchos no entendieron y aún no entienden cómo se pasa de ese cofre y ese álbum a una prenda de vestir. Pero todo está perfectamente razonado. Él me había pedido que no difundiera su secreto, pero creo que ya es vox populi —me dicen desde Arequipa.

El hambre era el imán que te traía todos los recuerdos de tu adolescencia, de tus veinte años, de tus amigos de Lima y de tu Maestro al que ibas a visitar a su casa de la calle Washington Izquierda 554. Pero ¿y la fiebre? O, tal vez, ese mal propiciaba unos sueños tórridos en los que trocabas tu figura escuálida por la de un vigoroso Robin Hood de ciudad y de siglo XX. Qué difícil entender tu pensamiento de aquellos tristes momentos y cuán sencillo poder leer tus poemas.

 

Enero de 1936

Yo creo que era un secreto a voces. Que muchos de tus amigos sabían tus intenciones de pasearte por Lima, por el barco que tomaste en el Callao o por París, con una camisa roja. Colorada, decías tú. El que te sirviera de mortaja debió haber sido un agregado posterior. Eso hace pensar que sí sabías, por lo menos intuías, tu realidad. En un principio eran ganas de provocar, después, cuando descifraste con mayor detenimiento su significado y tu intención, pensaste en mortaja. Primero debió haber querido hacer esa compra en Lima. Pero cómo distraer soles que servirían para el largo viaje. Luego, en tiendas panameñas, pero en qué momento si pasó las cuarenta y ocho horas vividas en ese país, entre el encierro y la veloz huída con la ayuda de tu amigo  panameño Diógenes. Después en México o en el propio París. Quién podía llevarte a una tienda, quién pedir por ti, que hablabas muy poco francés, esa prenda y de ese color. En Madrid, imposible, del tren que te trajo de Francia pasaste a una pensión o a la casa de alguien, y al día siguiente, es de suponer, al hospital San Carlos. Y en esa casa de salud sólo había tiempo y, sobre todo, fuerzas para clamores. El poeta de la ilusión transformado  en agrio descontento con el lugar que lo albergaba. En furioso adversario de su propio destino. Una flor, una paloma, un cordero hecho un basilisco, vuelto una llamarada de rabia. ¿Quién pensó que no tenías genio? ¿Quién creyó que eras todo dulzura? No fueron los años serranos, los años políticos los que te construyeron ese mal humor, nació contigo. Lo tuviste siempre. Nadie se inventa nuevas características personales a los treinta años. Pueden emerger tarde pero estuvieron ahí desde antes. ¿Enmascaradas? No. Simplemente no eran necesarias. Surgieron en el momento oportuno.

Puede ser que en algún rato de tranquilidad que sí debiste haber tenido, al paciente vecino, al hombre que estaba en la cama a dos metros de la tuya, le preguntaras sobre la situación política del país. Tuvieras un instante de calma  para dedicarlo a averiguar cómo era la política hispana de esos momentos. ¿Quién era el vecino, un minero, un albañil, un estudiante? Podría haberle informado, haberle dicho que mandaban los republicanos, o los comunistas o los socialistas, o los anarquistas. Dependería del signo político del vecino, de sus conocimientos, de su  interpretación de la realidad de su país. Y al instante siguiente ya no tendrías paciencia, ya no soportarías más la asfixia, gritarías, pedirías que vengan todos los peruanos que vivían en Madrid y entre todos te llevaran al campo, te aseguraran que te ibas a curar, que no te preocuparas de nada, ni de casa, ni de alimentos, ni de ropa, que volverías con tus pulmones como nuevos a París. Que era cuestión de tiempo. ¡Pero, dónde estaban esos paisanos que tardaban tanto en llegar! Venía la enfermera, la monja, el barchilón, hasta que se acercaba el médico y te pedía silencio. Te advertía que derrochando las pocas energías que te quedaban atentabas contra tu curación.

Y los amigos peruanos llegaron. Te oyeron. Aceptaron tus peticiones. Te prometieron llevarte al campo. Te aseguraron curación, vuelta a París, aunque sabían de la imposibilidad de que todo eso se realizara. Y en otro momento de serenidad, esos retazos de tiempo que era como el posarse de una mariposa sobre la flor, lo justo para sorber la miel, le preguntabas al paisano que había venido a visitarte trayéndote unas manzanas, qué películas se exhibían en los cines madrileños. Y te hablaba de actores que tú no conocías, de cantaores y bailarinas que nunca habías oído mencionar, y tú querías que te dijeran cuál era el cow boy de moda, alguien te había hablado de Tim  McCoy y de Buck Jones. Y qué chicas eran las que cautivaban desde la pantalla a los españoles, y te decían que Kay Francis, que Loretta Young o Marlene Dietrich, y tú quedabas descolocado. Los largos años de la clandestinidad política te habían impedido familiarizarte con las nuevas estrellas hollywoodenses. Y al instante el enfermo volvía a clamar un cambio de alojamiento. Una casa con muchas ventanas, desde las que se pudiera ver un cielo límpido. Una campiña hermosamente verde. Ovejas, cientos de ovejas pastando. La imagen de la serenidad delante de sus ojos mientras sus pulmones se iban recomponiendo aceleradamente.

«En algún momento debió pensar que aunque hubiera cambios de hospital, aunque se le sometiera a mejores tratamientos y el agregado cultural del Perú, que tuvo grandes atenciones con el poeta, consiguiera todo o casi todo lo que le pedía, su caso era grave y existía el peligro de que no volviera nunca más a París, y mucho menos a Lima. Que quedara prisionero en esa tierra para siempre. Que en cualquier momento podría convertirse nada más que en exclusiva soledad y olvido. Y eso debía causarle las depresiones, las desesperaciones que todos comprobaron. No creo que se interesara por el asunto político español como usted supone, menos por el cine de Hollywood o de donde fuera. Qué ánimo podía tener para volver sobre esos asuntos. Incluso, no debió haber leído ni un solo libro desde que lo ingresaron en el hospital. Dicen que a duras penas podía incorporarse en la cama para tomar los alimentos».

Quien lleva grabada en el alma la pasión por determinadas cosas no las olvida ni en los peores instantes de su vida. Es evidente, es lógico que lo tenían que dominar sus nervios, sus ansias de respirar mejor. Pero en alguna fracción de minuto rememoraba su pasado. Y en algún segundo perdido preguntaba sobre esa realidad que él desconocía. Esa realidad que intuía vibraba nada más salir de la inmensa nave donde se hallaban dos docenas de enfermos. Y alguno le hablaba de las elecciones municipales, y otro de errores del gobierno, y el de más allá de que triunfarían los suyos y la igualdad de clases sería un hecho. Pero eran frases entrecortadas, breves, titilantes. Posiblemente formulabas con interés las preguntas pero ya no tenías fuerzas para escuchar con detenimiento las respuestas.

—¿Ningún amigo, sea de la nacionalidad que sea, le leyó el diario, le llevó un libro, le comentó lo que él quería oír? —interrogan desde Juli.

—¿No cree que su rabia no era contra el médico ni contra el hospital sino contra su propio destino? —consultan desde Chiclayo.

Desde muy joven había estado cerca de la muerte. En Lima, en la Sierra, en Panamá, en París, podría pensarse que estaba familiarizado con ella. Pero la realidad es que nadie quiere morirse. Se resignan unos y se rebelan otros, pero aceptar el final sonriendo es difícil.  El poeta fue de los que se rebeló en todo momento. Le viste el perfil a la muerte y más que asustarte te dominó la cólera. Tenías razón, ¿por qué a edad tan pronta? Y, sobre todo, ¿por qué desde que murió tu padre, cuando eras un infante, se acabaron para ti las sonrisas de la vida? Todo fue dureza, todo fue lágrima de rabia o de pena, pero lágrima. ¿Por qué no hubo un lauro de auténtica victoria ciñendo tu frente alguna vez? Tú vestiste de colores tu mundo particular porque sabías que fuera de él todo era negrura para ti.

 

Febrero de 1936

Una dama bondadosa se ocupó del traslado del poeta enfermo desde el hospital San Carlos hasta el sanatorio de Guadarrama, en la localidad castellana de Navacerrada. El historiador y agregado cultural peruano había conseguido plaza en esa nueva casa de salud. Todo estaba dispuesto para el cambio. No debieron decírtelo, el médico que te atendía no tenía opinión favorable a ese traslado. Incluso temía que en el camino pudiera ocurrir una tragedia. Pero tú habías insistido tanto para que te sacaran del San Carlos, que se decidió el viaje de cuarenta o cincuenta kilómetros.  La bondadosa señora aludida cedió su automóvil para cumplir con ese complicado traslado, rodeó de mantas al enfermo, previó todos los elementos necesarios para afrontar cualquier desagradable sorpresa. El desplazamiento fue penoso.  A medida que el auto se alejaba de Madrid el enfermo empeoraba. La tos era incesante. La fiebre subía. Los esputos de sangre eran cada vez más continuos. Pero tenías fe en el cambio. Estabas convencido que era lo que necesitabas. Gracias a esa seguridad pudiste llegar a Navacerrada, un pueblo diminuto, rodeado de montañitas que comparadas con las de Los Andes que tú conocías eran verdaderos pigmeos. Cubiertas sus cumbres de  nieves sólo en invierno, un manto de armiño que a veces alcanzaba las estrechas calles del pueblo.

Nada más llegar al Sanatorio situado en un cerro de escasa altura, se empezó a operar en ti una extraña recuperación. Quién iba a imaginar que el enfermo, el moribundo que transportaban en un auto dos damas, la dueña del vehículo y una amiga, y que asustaba a ambas porque parecía que le llegaría el final en cualquier momento, iba a recuperarse como se recuperó. Dicen que reías feliz. Que cantabas. Que sólo te faltaba bailar para manifestar tu contento. El convencimiento de que el peligro había desaparecido era total. Fueron veinticuatro horas felices. Un día entero diciéndole a todo aquel que estaba dispuesto a escucharte que ya no eras un enfermo. Que París te estaba esperando. Que al salir de Navacerrada y llegar a Madrid lo primero que harías sería comprar una hermosa camisa colorada. Aunque esto último nadie te lo entendía. Qué podía importarles a los demás tu capricho, si no habían seguido sus evoluciones, sus transformaciones. Lo único que los demás veían asombrados, médicos, enfermeras, monjas, empleados varios, era la impresionante euforia te invadió totalmente.

Pasadas esas veinticuatro horas alegres. Superados esos momentos en los que parecía que se había realizado un milagro, la fiebre, la tos, la asfixia, todos los enemigos del poeta empezaron a volver. Se adueñaron de su cuerpo maltrecho. Ya no lo soltarían nunca más. Entonces volvieron tus gritos, tus exclamaciones rabiosas. La ira que se estrellaba contra los otros pacientes, contra los médicos, contra las monjas. Todos eran culpables. No distinguías caras. No hacías diferencias. Todos iguales, todos responsables por igual de tu situación. ¡Cómo era posible que tras estar bien todo retrocediera de un día para otro! No lo podías entender. No lo podías aceptar. El joven feliz de un día antes, se metamorfoseaba en un poseso. Si no golpeaba, si no corría por todo el Sanatorio maldiciendo a cuanto ser viviente encontraba y rompiendo todo lo que hallaba a su paso, era porque carecía de fuerzas. De lo contrario lo habrías hecho. Era injusto lo que te estaba pasando. Muy injusto lo que se te acercaba. Cómo un rebelde como tú iba a aceptar blandamente una sentencia como la que se disponía a firmar tu destino.

«Hay una carta, al menos me lo han dicho, que revela cómo fue el traslado del poeta de Madrid a Navacerrada. Una carta escrita por el agregado cultural, años después embajador del Perú en Madrid, y dirigida a su primo, uno de los poetas jóvenes amigos de nuestro poeta en los años veinte. ¿Tiene usted esa carta?  Si no la tiene  sería importante que la consiguiera. Podría despejar algunas oscuridades que siempre hay en todos estos casos. Y, también, sería conveniente su difusión. Muy poca gente conoce la carta y la historia de los últimos días del poeta. Por eso es necesario que todo eso salga a la luz.»

—¿Cuánto tiempo estuvo en el Sanatorio Guadarrama? —preguntan de Lima.

—¿La recuperación que duró un solo día debió ser estrictamente psicológica, no influyeron ni el aire no contaminado, ni el edificio del Sanatorio que se dice era muy nuevo? —consultan desde París.

—¿Entonces, murió en Navacerrada? ¿Y se le enterró en el cementerio de esa ciudad? ¿o se le volvió a llevar a Madrid? —inquiere alguien de Centro América.

Tengo la carta. Es una descripción muy ceñida a la realidad. Cuenta cómo fue el triste viaje del poeta entre Madrid y Navacerrada. También menciona el cambio que se operó en él nada más llegar a ese flamante Sanatorio y en el que se le asignó una habitación con vista al campo. Sí, murió en ese lugar y se le enterró en el cementerio de Navacerrada.  Sus últimos días fueron de gran sufrimiento y de indescriptible feroz resentimiento contra todo lo que componía el ambiente en que se hallaba.

 

Seis días de marzo de 1936

Vivió horrorosos días finales. Luchaba contra la muerte. Luchaba contra ella maldiciéndola. Se rebelaba contra la sentencia  de pena capital firmada por su destino. Desesperado porque el mal avanzaba, volvió a clamar por un nuevo cambio.  Pidió por teléfono, al Agregado Cultural, que lo llevaran a otro Sanatorio, a uno mejor, convencido de que sólo se trataba de eso, de cambio, y que realizado el nuevo traslado su salud se restablecería. Cómo no ibas a pensar así si habías escrito: «En tu sueño pastan elefantes con ojos de flor» o  «Las frutas se han vuelto pájaros / para cantar». Entre esos versos y la forma de interpretar la vida hay una perfecta coherencia.  Tanto llamó por teléfono al Agregado Cultural, que se inició una nueva gestión.  Incluso, en su desesperación prefería retornar al hospital San Carlos antes que seguir en Navacerrada. Cualquier cosa para eludir a la muerte. Con qué intensidad pensarías en ese momento en tu madre. Con qué desesperación clamarías sin voz por ella. Los versos que le dedicaste y que son de lo mejor que has escrito, se quebrarían en la hiel de tu amargura. «Un cielo muere en tus brazos y otro nace en tu ternura». Éste era precisamente el sentimiento que te faltaba en esos momentos. Cómo la necesitaste entonces. Su voz, su mano acariciando tu pelo para no sentirte tan extremadamente solo. La calidez de su presencia habría calmado tus nervios. Tal vez, hasta te habría ayudado a transigir con tu suerte.

De la Embajada peruana en Madrid enviaron hacia Navacerrada a un joven estudiante de medicina llamado Enrique Chanyek. Su misión consistiría en comprobar el estado de tu salud y ayudarte a un nuevo traslado. Tus llamadas al Agregado Cultural fueron tantas, y él  estaba tan dispuesto a ayudarte que había culminado con la consecución de una plaza en otro Sanatorio, siempre dentro de la sierra castellana. Fue este joven peruano  quien recibió la noticia de tu fallecimiento. Él, que venía a darte la buena noticia del nuevo traslado que podría significarte, por lo menos, un día de euforia,  se encontró con tu doloroso final. A él le mostraron el cadáver del poeta que había fallecido horas antes. A él le entregaron la maleta, único equipaje del occiso, que contenía escasa ropa interior y un solo libro, El Capital de Marx, tal vez obsequio de su Maestro a finales de los años veinte. Él comunicó lo ocurrido al Agregado y éste a todos los peruanos y no peruanos pero amigos del poeta. Él, también, mandó un cable a Lima para que se avisara a los familiares. Y en un diario limeño se publicó, aunque muy brevemente, la triste noticia.

Muchos años después el joven estudiante de medicina, médico desde tiempo atrás, situado ya en Lima, contó todo lo que vio ese día en el Sanatorio de Navacerrada. Dijo por ejemplo, que le habían entregado tu maleta, o sea el total de tus pertenencias. Que entre lo poco que encontró dentro de esa valija estaba el libro ya mencionado. Que él había creído que hallaría papeles con anotaciones de posibles nuevos poemas, pero no había nada de eso. En el momento en que abrió la valija no sabía nada de tu símbolo, pero cuando hizo las declaraciones en Lima, ya estaba advertido de que todo había  ido transformándose hasta derivar en una camisa roja, pero aseguraba no haber visto tal prenda. Y que al preguntar cuándo y dónde te enterrarían, le dijeron que en el cementerio que estaba nada más bajar la cuesta del Sanatorio. Que se haría en la madrugada para no poner nerviosos a los otros enfermos. Que se te amortajaría con tus ropa de diario, o sea con la única que tenías. Nadie pudo decirles que tú deseabas  la camisa colorada como una nueva piel. Que no era sólo cuestión de mortaja, se trataba de mantener tu pensamiento rebelde más allá del final. La camisa no estaba en tu maleta, estaba en tu imaginación. La camisa no te la pondría nadie del Sanatorio, pero tú te la viste puesta sobre tu torso en tus últimos instantes de vida. Con los mismos ojos con que veías «Música entretejida en los abrigos de invierno» y que creías comprobar  que «La cebra es un jabón vegetal». Los ojos de los niños no tienen dificultad para ver todo lo que los mayores nunca podrán ver.

Tu última semana, el postrer día de febrero y los primeros seis de marzo, qué infausta sucesión de amarguras. Qué ausencias tan dolorosas las que te estaban rodeando. Qué de voces que no te llegaban, de gestos ansiados y que no podías percibir. Qué soledad más cruel la que hacía de centinela junto a ti. Todas tus esperanzas  mutiladas. Todas las amistades lejanas. Todos tus años, tus pocos treinta años, grabados de frustración. Quién no va a comprender lo que significa una procesión de negaciones a todas tus ansias de una vida mejor. Quién no va a poder entender tu lucha. Tu valentía. Tu rabia porque llega el final cuando estás convencido de que tienes aun mucho que hacer. Quién puede dudar que en los instantes finales llevabas puesta la camisa con la que soñaste. La camisa roja que era tu sangre, la obsesión de tu lucha, la dimensión de tus ilusiones. Todos, todos, sin faltar ninguno, todos, decimos los que leyeron tus versos y supieron de tu epopéyica lucha en la sierra peruana, te han visto, te verán siempre, con la camisa colorada puesta. Tu Maestro también, y se sentirá orgulloso de ti. Todos entenderán que no has fracasado, que no has sido un enfermo de frustración, que si has alcanzado tus metas. Que eres un gran ejemplo para los demás. Que hasta eso que parecía insignificante, esa bandera roja para tu cuerpo deshecho, la habías conseguido. Y la llevarás siempre.

 

En las fauces del olvido

Sentías que empezaba a devorarte el olvido. Que dejabas de ser poeta. Que se disolvía tu condición de especial guerrillero. Te sentías solo y estabas convencido que aun te alcanzaría una soledad mayor de un momento a otro. Pensaste que nadie más en el mundo iba a volver a leer tus poemas. Que nadie más en la vida se enteraría de tus luchas políticas, de tus largos días de terror en las cárceles peruanas y en la mazmorra de la Zona del Canal. Te sentiste desconectado del mundo.  Qué impresionante frustración en la que iban a desembocar todas tus frustraciones anteriores. A la que iban a llegar, como arrastrados por un río, junto a tus diminutos momentos de felicidad tus doloras de todos los días. Aunque tus versos indiquen  otro estado de ánimo. Cuenten las delicias de tu imaginación con el estómago vacío, el drama nacía en tu carne diariamente y tú lo convertías en fantástica comedia cuando le tocaba penetrar en tu pensamiento.

Tú sabes perfectamente ahora que el mundo no ha cesado de recordarte. Hubo sí una etapa de vacío. Hubo un tiempo de olvido, de ti, no de tus versos. Tú eras una planta, tus versos sus flores (unas violetas, como tú quisiste ser) amaron lo más visible, lo más bello. Pero cómo querer la letra y despreciar la mano que la pinta. Cómo permitir que se siguiera pensando en una tumba que voló como consecuencia de  los bombardeos franquistas y no buscarla con ahínco hasta hallarla en ese cementerio al pie del Sanatorio de Navacerrrada. Cómo no persistir en la lectura de tus poemas, de los tétricos, como ese: «…Siempre nos damos de bruces. /…………./ Con los espejos de la muerte». O los deliciosos: «Y el doctor Leclerk / oficina cosmopolita del bien / obsequia pastillas de mar». Y tras cada verso  ver tu imagen, aquella en que delgado y sonriente, luces un sombrero de color claro y la ropa perfectamente moldeada a tu cuerpo, como un dandy,  aunque  los bolsillos manifestaran  situación diferente.

Hoy ya sabes que tu  destino  titubeó entre dejarte cruzar la frontera de los treinta años y permitir que tuvieras conocimiento de una de las peores conflagraciones que se han producido en Europa: la guerra civil, que duró tres años y tuvo una interminable y violenta posguerra. Y eliminarte esa dolorosa preocupación, y optó por esto último. ¿Qué hubieras hecho postrado en cama, con los pulmones deshechos y sabiendo lo que estaba ocurriendo a pocos kilómetros de donde te encontrabas? Qué desesperación, qué rabia la que se te  habría producido. Qué drama feroz el que habrías tenido que vivir. Sin poder participar, sin poder arengar, sin poder escribir una pancarta a favor de los tuyos. Has debido aprobar ya hace tiempo que acertó el destino, en eso, sólo en eso. Para qué pensar y reprocharle a esta altura todo lo demás. Sigue tu sueño mientras nosotros leemos tus poemas.

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*(Lima, 1930) Estudió Filosofía y Letras, especialidad Literatura, en la Universidad de San Marcos, de Lima, y Periodismo, en la Escuela de Periodismo, de Madrid. Ha publicado teatro, novela, cuento y ensayo, tanto en España como en el Perú y en México. Ha obtenido varios premios como el nacional de teatro del Perú en 1958; el Blasco Ibáñez, de Valencia, a su novela Edén Moderno (2002) o el Peñíscola de cuentos por Lo que puede un pianista. Ha sido periodista en Lima, Santiago de Chile, Buenos Aires, Montevideo, Río de Janeiro, Madrid y Palma de Mallorca, ciudad en la que reside desde l964. De sus biografías destacan las de Oquendo de Amat, Borges, J. Guillén, Miguel A. Asturias y Rafael Barrett. Ha sido crítico de libros entre los años 70 y 90.

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