Recuerdos de una hormiga, relato de Orlando Mazeyra

 

Por Orlando Mazeyra Guillén*

Crédito de la foto www.caracteristicas.co/hormigas

 

 

Recuerdos de una hormiga*

(inédito)

 

 

A Karen, sin desmayos

 

UNO

Me acuerdo de la tarde en que mi hermano menor llegó a casa por primera vez. Era Año Nuevo y él había nacido la noche anterior, el 31 de diciembre de 1984, en el Hospital del Obrero. Mi hermana Karen, ilusionada, se colgó de la cuna para poder verlo bien y lo hizo caer al suelo. Mi madre, luego de revisar a la criatura y ponerla a buen recaudo, le dio una cuera tremenda a la pobre Karen. «Lo pudiste haber matado, ¿no te das cuenta de lo que haces, tonta?», le decía enfurecida. Yo estoy seguro de que mi hermana, en ese trance atroz, deseaba morir. O al menos desaparecer. Me acuerdo de que, a esa edad, yo no sabía —todavía— que morir era también desaparecer.

 

 

DOS

Me acuerdo de la profunda tristeza de mi madre la noche que, por teléfono fijo —pues en los años ochenta nadie tenía teléfonos celulares—, le avisaron que mi tío Elías había muerto. Un borrachín lo había atropellado por el grifo que quedaba a pocos pasos del Puente del Diablo. «Ha fallecido tu padrino», me dijo acongojada —supongo que para ella era más importante que él fuera mi padrino de bautismo, antes que su propio hermano— y yo no supe qué hacer o decir. Apenas tenía cuatro años y ni siquiera entendía lo que era la muerte (tardé bastante tiempo en comprender que, como decía Elías Canetti, «cada uno debería, por el hecho de haber muerto, ser único como Dios»).

Me acuerdo de que, embargada por el desasosiego, la vi bajar a la cocina para buscar en los reposteros un tinte negro barato y, luego de encontrarlo, pintar con parsimonia su único calzado: los zapatos de taco bajo con los que iba a trabajar al colegio de lunes a viernes, que eran de color rojo. Lloraba y echaba tinte en simultáneo. Balbuceaba lamentos y me pedía que me pusiera a rezar con mis hermanos porque a la abuela le habían mentido para no impresionarla: le dijeron que mi tío estaba grave en el hospital y la pobre Mamá María se pasó toda la noche en vela rogándole a la Virgen de Chapi que salvara a su hijo.

Mamá nunca más volvió a utilizar algún calzado de color rojo. Y la abuela clavó un cuchillo de cocina en el parqué de su sala para espantar a la muerte. El conjuro duró poco tiempo y ella nunca más volvió a sonreír.

Recuerdo que, durante el velorio, un señor apellidado Díaz prometió que el estadio de Cerro Colorado llevaría el nombre de mi tío. A las pocas semanas a ese tipo le dio un infarto y ahora el estadio lleva su nombre y no el de mi tío.

Me acuerdo de que, al año siguiente, Karol Wojtyla llegó a la ciudad generando una expectativa descomunal. Quizá por eso la comunidad católica, sin dudarlo, decidió cambiarle de nombre al puente luciferino para ponerle Juan Pablo II. Para mí siguió siendo el Puente del Diablo —el puente que me recordaba y me sigue recordando la muerte de mi padrino— y para todos los demás, familiares o extraños, también.

Ilustración: Marcos Mamani Quispe (Marquiño)

TRES

Me acuerdo de Sukhoi, el peligroso dóberman del coronel Ampuero. Una noche no reconoció a su amo y se fue contra él. Ya había pasado en otras ocasiones y el coronel, furioso, lo agarraba a correazos para darle un severo escarmiento. Aquella vez ocurrió algo peor: sentimos un disparo. Después, un par de avioneros lanzaron al can al río Chili. Ni siquiera lo enterraron. Los avioneros decían que Sukhoi penaba por las noches. Por eso, cuando me acercaba a la ribera del río, me tapaba los oídos para no sentirlo.

 

 

CUATRO

Me acuerdo de que en febrero jugábamos a los carnavales en todo mi barrio: colocábamos con prontitud y satisfacción globos multicolores a punto de explotar en baldes viejos de pintura y salíamos de «cacería» durante toda la mañana (hasta que se nos agotaran los globos).

Todos teníamos miedo de mojar a Diana, la espigada hija del Chino Orué que poseía los ojos más tiernos del mundo. Su padre era un tipo intimidante y poseedor de un carácter difícil. Yo lo conocía del colegio —él era exalumno—, pues los viernes por la tarde, después de clases, dirigía la academia de taekwondo en el coliseo de La Salle. No puedo olvidar la primera sesión de artes marciales (que fue debut y despedida, jamás volví a ir luego del espectáculo que presencié): era tal el pavor que le teníamos al Chino Orué que mi compañero Eduardo, al parecer no quiso interrumpirlo cuando este explicaba que el origen de esa lucha no era chino (razón por la que le jodía mucho su apodo), sino coreano; y mi condiscípulo se empezó a orinar en el uniforme de Educación Física. Se puso rojísimo, con una vergüenza que no cabía en su pequeño cuerpo (ni en todo el coliseo). El Chino Orué se le acercó contrariado y le preguntó, tratando de ser lo más amable posible: «¿Por qué no me pediste permiso para ir al baño?». Eduardo no abrió la boca: estaba mojado y quietísimo como una estatua. «Di algo al menos o discúlpate conmigo y con tus compañeros», lo conminó, disgustado y alzando la voz.  Eduardo simplemente se siguió orinando. La clase se interrumpió y mi compañero por fin abrió la boca: llorando, pidió que llamaran a sus padres. No se movió hasta que llegó su padre. Él nunca quiso hablar al respecto. Y nadie se burló de él. Fue todo muy extraño. Apenas pudo hacerlo, Eduardo se cambió a uno de esos colegios que todos considerábamos de «refugiados». Quedaba por la plaza de Yanahuara.

El narrador Orlando Mazeyra Guillén

CINCO

Me acuerdo de que mi padre coleccionaba cajitas de fósforos que guardaba en los cajones de los escritorios de su estudio. En uno de receptáculos encontré aquel libro (prohibido para mi edad): Los cojudos de Sofocleto. Me desternillé de risa cuando descubrí que la consabida afición paterna era considerada «cojuda» por el autor. Yo, de puro candelejón, le dije a mi hermano que mi papá era un cojudo, explicándole que así lo afirmaba Sofocleto (hasta le mostré la página del libro para que me lo creyera); y él, sin pensárselo mucho, se lo contó a mamá. Enseguida mi madre le dijo a papá que yo andaba leyendo libros inapropiados para mi edad. Recuerdo que me castigaron y me quitaron el libro. Lo terminé de leer a escondidas y fui feliz en mi infinito aislamiento (la bienamada soledad del lector).

 

 

SEIS

Me acuerdo de que la mañana en que nos enteramos de que el abuelo Augusto había muerto mi papá no fue al trabajo. Sin embargo, mamá nos obligó a ir al colegio. Mi temido profesor de Matemática, el Perro Mansilla, pidió un minuto de silencio por el descanso eterno de mi abuelo. Todos mis compañeros de salón me miraron con lástima y yo me puse a llorar (no por mi abuelo, sino por sus semblantes y por las palabras que le dedicó a mi abuelo el inefable Perro Mansilla). ¿Quién le habría avisado tan rápido a mi profesor que mi abuelo había muerto? No tenía la menor idea de que la noche anterior, al finalizar el noticiero 24 horas de Panamericana, Martínez Morosini —mientras yo y mi familia dormíamos— le había informado a todo el Perú que uno de sus mejores maestros del colegio militar Francisco Bolognesi acababa de morir.

 

 

SIETE

Me acuerdo de que cuando yo todavía estaba en la primaria —tenía doce años— guardaba una secreta admiración por el hijo del coronel Eladio Tapia, que vivía al frente de mi casa. Él no era una piltrafa como su padre, al que todos apodaban con desdén «Garabato», sino todo lo contrario. Estaba en la Universidad Católica y cambiaba de enamoradas como de ropa. Además, salía a pasear con ellas en el espléndido automóvil de su padre. En suma, el tipo era mayor de edad y hacía lo que le daba la gana (¿quién no querría llevar una vida así?). Sin embargo, una vez se la pegó, no se midió y llegó totalmente ebrio a su casa. Nadie le abría la puerta. Perdió los papeles y empezó a pedir a grito pelado que lo dejaran entrar, despertando al vecindario. Era muy de noche y todos los vecinos, a hurtadillas y detrás de las cortinas, nos ganamos con el espectáculo. Su padre, el Garabato, salió con su pijama de color rosa y de inmediato le hizo una seña terminante para que pasara a la casa. Luego le dio una patada potente en el trasero que lanzó a su hijo por los suelos. Después lo agarró a golpes, sin misericordia, hasta dejarlo sangrando. «Nunca más», le dijo a su hijo antes de volver a la calma. Y fue así: nunca más aquel infeliz volvió a llegar borracho. Y nunca más le volvimos a decir Garabato al coronel Eladio Tapia. Recuerdo que desde ese infausto evento ya no quise ser como su hijo, ni tampoco llegar a la universidad.

Ilustración: Marcos Mamani Quispe (Marquiño)

OCHO

Me acuerdo de que cuando estábamos en la secundaria pude ver por primera vez a la selección nacional en vivo. Fue un partido amistoso contra Costa Rica. Asistí al estadio con Hernán. Perú goleó tres a cero y todos salimos contentos del Monumental Arequipa, comentando cada uno de los goles. «Hay que celebrar», me propuso Hernán, jubiloso: «acá cerca hay un punto donde venden». «¿Qué piensas comprar?», le pregunté creyendo que quería conseguir unas cervezas o una chata de ron. «Droga», me respondió, «¿quieres probar?». Le dije que no, que de ninguna manera y él no insistió. Apenas musitó que yo era un cojudo (de inmediato, me acordé de papá y del libro de Sofocleto). Luego cada quien tomó su propio rumbo (yo me fui directo a casa).

Al día siguiente, Hernán no asistió a clases en La Salle y yo, preocupado por su situación, le conté al Prefecto de Disciplina que el día anterior mi compañero me había ofrecido droga. Quizá algo malo le había pasado. No fue así: solo se había resfriado. Hernán nunca me volvió a hablar de drogas… tampoco de fútbol. Me hizo la cruz para siempre.

Ilustración: Marcos Mamani Quispe (Marquiño)

NUEVE

     

Recuerdo que durante todo febrero yo podía asistir a la academia de fútbol del club. Le rogué a mi padre que me comprara unos machuchos y él, después de incontables negativas, aceptó a regañadientes. Compramos los botines más baratos que conseguimos luego de varias horas de búsqueda. Eran realmente horribles. En los primeros entrenamientos, Milenko Sofovich, que tenía unos botines Adidas espectaculares, me quiso agarrar de punto: «Los chimpunes del Mazeyra son marca chancho, creo que su viejo se los ha hecho después de sacrificar a un cuche». Yo lo ignoraba (o intentaba hacerlo). Solo quería aprender a jugar a la pelota y, de grande, salir campeón con el Melgar. Sofovich era de la U como la mayoría de mis compañeros del colegio. Otros eran de Alianza Lima y de Cristal (el equipo de moda en los años noventa). En esa jungla de cemento que era La Salle, si eras hincha de un equipo provinciano no existías. «¡Equipo chico, la puta que te parió! ¡Equipo chico, nunca vas a ser campeón!», coreaban en el salón de clases, golpeando las carpetas y burlándose de los que éramos hinchas del Melgar.

En un momento me convencí de que ellos tenían razón. Entonces mi padre, que sí había visto campeonar a Melgar, tuvo que explicarme que no se trataba de títulos, sino de un genuino sentimiento, de fidelidad a unos colores. «Ser hincha es para siempre, para toda la vida», me dijo. No obstante, sus argumentos no me convencían. Yo quería salir campeón nacional y enrostrarles la hazaña a todos mis compañeros.

Pasó el colegio y pasó la universidad. Pasó la juventud. Pasaron los mejores amores, mis primeros tres libros de relatos… Y pasaron las experiencias más intensas. Pasó más de la mitad de mi vida. Superé la edad de Cristo y tuve que llegar a mis treintaicinco años de existencia para ver, con el estadio repleto, a mi equipo salir campeón. Aquella tarde fulgurante no pensé en ninguno de mis compañeros del colegio. Solo me acordé de papá, de los machuchos baratos que me compró con mucho cariño —porque no alcanzaba para más, lo sé, ni siquiera para los Volcán o Febo—; me acordé de la fidelidad a los mismos colores. Y me sentí único, como Dios: aquel 16 de diciembre de 2015 hubiera sido un magnífico día para morir. O para convertirme en hormiga. Pues las hormigas, dice Elías Canetti, no saben nada de epidemias ni de todas nuestras enfermedades (del cuerpo y del alma).

 

 

 

 

 

*(Arequipa-Perú, 1980). Narrador. Ha publicado en narrativa La prosperidad reclusa (2009), Mi familia y otras miserias (2013) y Bitácora del último de los veleros (2016), entre otros. Narraciones suyas han aparecido en El Malpensante (Colombia), La Revista de la Universidad (Universidad Nacional Autónoma de México) y el diario Hildebrandt en sus trece. Correo electrónico: mazeyra@gmail.com

 

 

 

 

**Fragmento de un libro inédito del autor.

 

 

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