Por Carmen Ollé*
Crédito de la foto (izq.) Kimochi Soluciones Eds. /
(der.) archivo del autor
Prólogo a Parvas (2023),
de Erika Rodríguez
Si la noche, la muerte, el deseo predominan en versos escritos con estricto cuidado, crípticos y enigmáticos en Ophelia (2013), primer poemario de Erika Rodríguez; en Parvas es la luminosidad del primer poema “Claridad”, la que contrasta con la atmósfera de “Nosotros” ―el texto siguiente― donde hallamos ecos baudelerianos cuando se refiere al hastío, el famoso spleen, sentimiento melancólico sin motivo, que va unido en Parvas a la imagen del suicida de épocas románticas. Esta tristeza donde ―dice la poeta― se “aferran las risueñas bestias”, nos aproxima al absurdo de un oxímoron que a la ironía o a la máscara que enturbia lo salvaje, anidadas en el corazón del suicida. Aunque la luz del día en “Gris”, otro poema del libro, luce como una amenaza.
El mar es un símbolo que ya se registraba en Ophelia, pero este es nuevo en Parvas, pues es un mar agrio, aunque benéfico. Reiteradamente, los contrastes dejan su filo sangriento como en los “sueños que se cierran”.
El tema de la muerte y de una muerte buscada y por lo tanto nunca entendida en nuestras sociedades confesionales, no es un obstáculo para celebrar el amor como Erika Rodríguez lo hace con destreza en “Ceremonia interior”, excelente poema erótico: “Mis pies blancos se han entrelazado con el agua/ abrazo el veronal y disipo el miedo./”
El erotismo en lo mórbido, así como el miedo en el amor, van de la mano, y otra vez la noche, el reflejo o reflujo de la soledad: Lima es el mar, la arena, “el soplo mortecino del tedio”. Este es el tono que los lectores contemporáneos persiguen en algunas obras que trascienden lo convencional de nuestra época inclinada al entretenimiento, y siendo como es efímero, igual que en los haikus japoneses, alcanza el instante permanente, valga la contradicción para describir el intenso poemario titulado Parvas. El significado del título es múltiple, de ahí su ambigüedad; parva puede ser cantidad pequeña de la mies en la era para ser trillada, también se usa como horca, instrumento para dar muerte a los condenados. Precisamente, en el penetrante poema “Los griegos hablaron de la tristeza”, Erika Rodríguez define lo que podría significar la horca en los ojos del amado que ha partido para siempre: esa tristeza que se refugia en sus ojos, que “flotan con sensualidad geométrica·” Para ello nos remite a una pintura del austriaco Gustav Klimt Le Baiser (El beso).
El texto final del libro se llama “Parvas” y se inicia con nuevos símbolos: “Naceré de la parva/ azul y melancólica: Entonces, el segundo libro de Erika Rodríguez no solo se inserta en el universo parnasiano del autor de Las flores del mal, sino que nos transporta al mundo de otros poetas magníficos para quienes el azul es el color de lo atemporal, como “La niña de la lámpara azul” de Eguren; Azul, poemas y cuentos de Darío o la flor azul de Novalis, para quien ―según la lectura de los críticos del romanticismo― el azul representa lo inalcanzable. Para Erika Rodríguez, la niebla también es azul, la bruma que abraza el cielo de Lima y acaricia al suicida en este estupendo poemario.
*(Lima-Perú, 1947). Poeta, narradora y crítica literaria. Fue miembro del Movimiento Poético Hora Zero. En la actualidad, se desempeña como conductora de talleres de Escritura Creativa en el Centro de Estudios Literarios Antonio Cornejo Polar. Obtuvo el Premio Casa de la Literatura Peruana (2015). Ha publicado Noches de Adrenalina (1981), Aproximación a la Generación del 50 (1983), Todo orgullo humea la noche (1988), ¿Por qué hacen tanto ruido? (1992), Las dos caras del deseo (1994), entre otros.