Esta nota fue publicada originalmente por su autor en la Revista de la Universidad de México, n° 12, en agosto de 1963. La misma ha sido compartida y rescatada por la web Lee por gusto (www.leeporgusto.com), a quienes le agradecemos su difusión.
Por Sebastián Salazar Bondy*
Traducción y rescate Lee por gusto
Crédito de la foto www.revistasudestada.com.ar
Primera y última noticia de Javier Heraud,
por Sebastián Salazar Bondy
Las informaciones acerca de choques armados, revueltas campesinas y guerrillas ya no son primicias en las páginas sombrías de la prensa peruana. Nos estamos habituando a la violencia, al horror. Oímos decir o leemos que un subversivo ha sido abatido, o que a sangre y fuego se persigue a un agitador, y nos quedamos quietos. Sin embargo, de pronto, la lisa superficie de la costumbre se agita como si por primera vez un rebelde (se podría escribir: un romántico) cayera ante las balas de la fuerza pública.
Ayer no más una noticia así nos sacó de nuestro resignado acatamiento de la muerte anónima, la de la víctima sin rostro, comunero indio, minero mestizo o estudiante revolucionario. Una ráfaga de odio había acabado con un poeta, Javier Heraud. Y no lo quisimos creer. Hasta hace apenas un año estaba ente nosotros, era un joven compañero, todavía un adolescente, y su talento nos sorprendía, nos enorgullecía.
No quiero -no puedo- escribir una elegía. La historia de Heraud es brevísima. Cinco años atrás ingresó a la Facultad de Letras de la Universidad Católica de Lima. Sus profesores Luis Jaime Cisneros, Washington Delgado, Luis Albero Ratto y José Miguel Oviedo descubrieron inmediatamente en él la rara calidad del artista de raza. Conforme se acendró en Heraud la vocación creadora su inconformísmo se hizo más premioso, exigente y, en cierto modo, mortal. Mas no era un fanático. Estaba cada vez más en sí, y también más dado a los demás. La editorial de poesía que Javier Sologuren con tanto sacrificio mantiene publicó, en 1960, un excelente poema de Heraud: El río (Cuadernos del Hontanar, Lima). Un epígrafe de Antonio Machado -la vida baja como un ancho río- desataba ahí un cántico en el que la existencia, como una caudalosa corriente brotada de un insignificante manantial, se confundía al fin con las aguas turbias, oceánicas, de una más plena vida. Entre El Río y su segundo libro, El viaje (Ediciones Cuadernos Trimestrales de Poesía, Lima, 1961), medió apenas un año, pero la intensidad con que el poeta vivió aquel tiempo, entregado ya a la lucha desigual en la que sucumbiría, estaba dulce y patéticamente inscrita en los nuevos versos.
El viaje se cumplía hacia la propia intimidad: en ella Heraud no se recreaba porque, de vuelta de un largo recorrido por la realidad y la fantasía, su palabra ya no cantaba jubilosa. Confesión desgarradora, limpia de todo ornamento, desnuda como una luz substancial, los poemas de esta serie aludían reiteradamente a la muerte, llamándola y conjurándola, atraído por ella a pesar de sí como la falena que gira alrededor de la llama que la ha de quemar. Ahora se habla de la premonición mortal contenida en los versos de Heraud, pero es preferible y más justo atribuir dicho culto de la muerte a la elección libre de un destino, no suicida sino mártir, distante por igual del éxito o del fracaso. El último poema, Epílogo, de su segundo libro, anunciaba su decisión: Sólo soy / un hombre triste / que agota sus palabras.
Agotadas sus palabras le quedaba la vida. A mediados de mayo, tras abandonar Cuba, adonde se había dirigido para estudiar cinematografía, penetró en unión de siete estudiantes más la frontera selvática del Perú y el Brasil e ingresó en su tierra patria para luchar como guerrillero. Los ocho jóvenes combatientes atravesaron la enmarañada selva del departamento de Madre de Dios y arribaron tras larga jornada a pie a Puerto Maldonado, una población fronteriza de no más de seiscientos habitantes. Aquí las informaciones periodísticas y oficiales se contradicen. Es probable que el grupo, agotado por el esfuerzo, fuera sorprendido por la policía. En la huida resultaron apresados tres de sus miembros, mientras uno, aún prófugo, conseguía escapar. Los otros dos, Heraud uno de ellos, fueron acorralados por la fuerza pública y la población armada, cuando, cruzando a nado el río, lograron ser recogidos por un generoso balsero. Varias lanchas los acosaron. Hubo un tiroteo. Cayeron un policía y el balsero, y luego Heraud y su camarada, después que ambos habían enarbolado bandera blanca de rendición. En el cuerpo del poeta -de acuerdo a la declaración de su padre, quien viajó a Puerto Maldonado a identificar el cadáver- había una treintena de balazos, varios de un proyectil explosivo habitualmente empleado en la zona para la cacería de fieras. Eso es todo.
Claro que inmediatamente buena parte de la prensa segregó sus vastas infamias mezcladas con las grandes palabras de la peculiar moralina burguesa. Otra, menos farisea, se preguntó -como si fuera posible preguntarse semejante cosa- por qué razones jóvenes “con un porvenir brillante por delante” se daban a matar y morir. Por supuesto que tanta malevolencia o vacuidad no fueron compensadas por el homenaje público que a Heraud tributaron escritores y estudiantes, y todavía nadie sabe qué hacer para devolver el nombre y la obra del joven poeta al lugar que le corresponden. Es mi situación ahora.
Javier Heraud era un hombre parco, pesado de andar de constante sonrisa en los labios, de mirada de asombro profundo. Estuve incontables veces con él, pero no conversamos mucho. Fui tal vez el primero que publicó un comentario de El río. Me lo agradeció palmeándome con sus toscas manos la espalda, como si yo fuera el chico, pero esto con tal aire de no saber decir una frase convencional que era claro síntoma de su inocencia, de su candor. Inocencia y candor -no ingenuidad, fácil credulidad, no- que lo llevaron a empuñar un precario fusil para destruir el mundo que consideraba podrido, pero que no venían acompañados de la astucia del combatiente subrepticio, que suele ser fuerte y ágil, que sabe golpear y rehuir el contragolpe del enemigo. Me imagino cómo fue derribado -el mismo describió el escenario y supuse que / al final moriría / alguna tarde / entre pájaros / árboles (en El viaje)- ofreciendo el gran blanco de su cuerpo sin malicia, esperando encender con su fuego de ira y justicia el río, el bosque, el cielo, los hombres. Es todo lo que puedo escribir ahora como introducción a algunos de sus poemas porque sé que, aun acribillado, su cadáver, ay, siguió muriendo, como el cadáver del miliciano español en el himno de César Vallejo, y sé que seguirá muriendo por siempre en sus versos.