Por: Alethia Alfonso
Crédito de la foto: Janet Echelman/
www.echelman.com
Por una ciudad más habitable:
la escultura 1.26 de Echelman
Hace menos de un mes encontré los vestigios de una exposición subacuática en las costas de Quintana Roo, México. Era un grupo de piezas de metal, sostenido por cuerdas y pesas que les permitían ir con el vaivén de las corrientes sin hundirse del todo ni flotar hacia la superficie. Esta exposición había terminado para cuando realicé la inmersión, sin embargo los vestigios continuaban. Recordé en ese momento otras instalaciones y exhibiciones realizadas en sitios de paso —muchas de las cuales tienen nombres variopintos, desde eco-arte, arte natural o arte público y dejan a su paso material que no es propio del lugar donde se exhiben. El caso más mercantilizado son los festivales de esculturas de hielo o de arena. Evidentemente los ejemplos anteriores sirven más como atracción turística que como arte. No obstante cuestiones como el impacto ambiental están presentes en festivales con materiales naturales, y en instalaciones y exhibiciones realizadas en ambientes igualmente naturales —como la exhibición subacuática. Preguntar siempre qué pasa con la exhibición una vez que concluye el periodo de muestra al público resulta pertinente en tiempos de cambio climático —más por conciencia que por eco-fiscalización.
La pregunta anterior me condujo hasta las esculturas de redes realizadas por Janet Echelman y su estudio. En particular 1.26, realizada después del terremoto en Chile de 2010, cuyo impacto en la rotación terrestre y en la duración del día es conocido como la reducción del día en 1.26 microsegundos. De acuerdo con el sitio de Echelman, se realizó un modelo de la escultura a partir de una gráfica del terremoto y el tsunami chilenos. 1.26 marca para Echelman la primera vez que utiliza Spectra—material-marca registrada resistente y por lo tanto más durable que las otras instalaciones realizadas con redes de pesca artesanales e industriales.
1.26 observa las mismas dimensiones en la red 80x60X30 pies —cerca de 24x18x9 metros— en todas las exhibiciones. Es decir, Echelman y su equipo emplean la misma red en Denver 2010, Sydney 2011, Amsterdam 2012-2013, Singapore 2014 y Montréal 2015. Las diferencias estriban en el entorno donde se exhibe la escultura —los edificios, los parques o la marina y las luces que proyectan ciertos colores— y las dimensiones de la instalación —es decir, altura, anchura y largo de los tensores que permiten a la red ser (ex)tendida en el espacio vacío.
Si bien es tentador que la escultura de redes de pesca sea estéticamente atractiva y por esa única razón amerite mención, me atraen tres cuestiones adyacentes al placer estético: la reutilización del material para evitar contaminación por obra artística, la manera en que la ciencia ayuda a crear arte público y cómo el arte con redes de Echelman posibilita la visibilidad de las corrientes de aire, las alturas libres entre edificios, en parques, en las marinas y en las calles, es decir de elementos que son parte de la cotidianeidad y que afectan todos los días—aunque pocos afectados sean conscientes.
Como bien cuenta Echelman en su sitio, el arte en redes comenzó en 1997, cuando al observar a un grupo de pescadores en India pensó en emplear las redes pesca —posteriormente usaría encaje, redes de pesca industriales y luego Spectra— como creadores de volumen escultórico liviano. Dada la liviandad y el material que componen sus esculturas, 1.26 semeja el arte efímero. Pero el empleo de materiales de última tecnología permite crear exhibiciones itinerantes de esto efímero, de ahí la importancia del Spectra. Así lo efímero se torna temporal sin volverse completamente residuo contaminante —siempre y cuando la escultura continúe su exhibición por el globo. Y sí, no se me escapa el hecho de que un mismo fenómeno, el terremoto y su escultura, sea explotado en diferentes lados, con un resultado más cercano a la mercantilización de la escultura que a la exhibición de una obra de arte efímera —como un happening o como los objetos de arte liberados por artistas anónimamente.
La colaboración del NOAA (National Oceanic Atmospheric Administration) para el uso de ciertos datos científicos como la imagen del tsunami y el terremoto para la volumetría inicial demuestra una relación si bien superficial, al menos existente entre ciencia y arte. Llama la atención que no es una colaboración en donde la ciencia provea la alegoría o la metáfora usada por el arte. Lo destaco porque desde la literatura —mi primer campo de estudio— la costumbre es rehacer términos, explicaciones y teorías científicas y/o sistemas de pensamiento filosóficos y adaptar para las letras. Las más de las veces los resultados se ofrecen a la audiencia en forma de alegoría o metáfora o analogía para referirse a algo más. Piensen en poemas —y canciones— con corazones de enamorados como cohetes espaciales, en personajes abandonados en medio del clímax narrativo con vidas hechas caos —cuando en realidad es problema de causa y efecto—, piensen en narradores y poetas que emplean términos como partículas elementales, polvo de estrellas y átomos; piensen en los descubrimientos científicos y tecnológicos que crean la base de las narraciones de ciencia ficción y sirven alegóricamente para tratar problemáticas propias del momento en que fueron escritas: la guerra fría o la derrota de Japón tras la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo.
La ciencia permite crear un modelo cuya materialidad traduce en redes y tensión un modelo volumétrico del terremoto y del tsunami. Paradójicamente la evanescencia de la red y la volatilidad propia de las corrientes de aire hacen de este modelo —fijo en ordenadores— una escultura medianamente cambiante. Trato entonces lo más interesante en las esculturas de Echelman: la visibilidad de aquello que nos afecta todos los días y no vemos. En Denver, Sydney, Amsterdam, Singapore y Montréal hay visibilidad por partida doble. Los movimientos de las placas tectónicas ocurren todo el tiempo —de ahí que geólogos y ambientalistas coincidan en la metáfora de la Tierra como un ente vivo —pocas veces logramos percibir tales movimientos. Aún más escasas son las oportunidades para fijar en modelos los efectos de los terremotos y trasladarlos a una escultura diseñada específicamente para convertirse en arte público. Sin embargo, la visibilidad que más me interesa es la de las corrientes de aire, los volúmenes y los espacios vacíos entre edificios, parques, marinas, calles. Aunque Echelman muestra un forma volumétrica excluyente —porque no abarca todo el espacio entre edificios—, basta observar algún video de cómo lo colocaron para entender que su escultura es la punta del iceberg. El hilo conductor de toda la escultura es la capacidad relacional de los tensores —anclados a veces en los edificios aledaños, a veces en postes puestos sólo para la escultura— y del espacio antes vacío —aunque lleno siempre de aire y presión dirían los físicos— en el que se levanta la escultura. La forma sostenida o deformada de la red que compone la escultura es apenas una consecuencia de esta relación. Ahí yace la importancia de 1.26. Hugh Kenner decía, a propósito de Ezra Pound, que el vórtice en sí no era lo relevante sino los patrones de energía que se vuelven visibles gracias al y en el vórtice.
1.26 importa menos por la innovación en el uso del material, que por la capacidad de establecer una relación con los volúmenes que nos rodean y afectan, consiguiendo que los patrones del aire, de los volúmenes en donde se inscribe la escultura y de las distancias elevadas entre una edificación, un árbol, un poste o una calle y los otros sean visibles a través del movimiento de las redes de pesca. El dictado del urbanismo contemporáneo —véase Urbanized de Huswit (2011)— postula que mientras las alturas y las distancias sean amigables para el peatón, las ciudades en cuestión ofrecen mejor calidad de vida. Una ciudad con edificios monumentales, excesivamente altos y distancias largas entre una cuadra y otra —Brasilia, Los Ángeles, el barrio de Santa Fe en Ciudad de México— resulta difícil de vivir para un peatón, de ahí que quienes las habiten se refugien en el automóvil o el transporte público. Mientras que ciudades como Brujas, Copenhague y Londres resultan amables y caminables, porque la escala de los edificios, las calles y los servicios respeta al peatón y no lo hace sentir como una hormiga frente a una ballena. La escala entre unas y otras marca la diferencia.
En algunas ciudades con problemas de escala, 1.26 irrumpe espacios, hasta microclimas y los modifica temporalmente para observadores y peatones. El resultado permite hacer conciencia de cuánto afecta aquello que no vemos sino en su consecuencia—el patrón de energía de las corrientes de aire, el cambio de luces y sombras, la temperatura, la notoriedad de la escala una vez que el espacio vacío entre edificios es parcialmente ocupado por una escultura de apariencia liviana, diferente a los volúmenes cerrados y pesados de los edificios. Al patrón de energía y la conciencia de lo que nos afecta como habitantes de la ciudad se suma el uso de color en las redes y en las luces cambiantes que 1.26 ofrece de acuerdo con la característica lumínica de las ciudades donde se exhibe.
Al parecer la respuesta de los habitantes en Denver, Sydney, Ámsterdam, Singapore y Montreal ha sido favorable, porque les permite —en palabras Echelman— notar el movimiento de las redes hecho por el viento. Hacer conciencia de lo que nos afecta, no necesariamente afección en sentido negativo, posibilita verbalizar propuestas de cambio o argumentos para que la afección permanezca. Caminar o conducir todos los días en ciudades hechas para autos con edificios monumentales amenaza la cualidad de ciudadanía porque no le permite a los usuarios sentirse corresponsables del lugar que habitan —los responsables son cosas tan grandes como sus calles y edificaciones: el gobierno, las corporaciones, la muchedumbre, el parque vehicular, la corrupción. Reducir la escala, aunque sea temporalmente con esculturas como 1.26 permite —en términos de futbol de barrio— hacer que todos bajemos a nivel de cancha, porque todos los usuarios sienten cómo la escala afecta a su propia visibilidad como usuarios y corresponsables de los lugares que habitan.
Personalmente imaginé que hacer un sitio más habitable era educar a las masas con mano de hierro para cumplieran la ley de tránsito, prohibir el uso de vehículos automotores y cortarle la mano al primero que rompiera con la paz deseada. No lo es, o lo es pero con las consecuencias de terror, desconfianza y corrupción que nosotros en Latinoamérica conocemos de sobra. 1.26 muestra otra posibilidad: hacer habitable un lugar va de la mano con hacer visible tanto lo que nos rodea y afecta, cuanto nuestra corresponsabilidad con lo que nos rodea. Si he de sostener la creencia de que el arte modifica en algo nuestra percepción de lo real, me gustaría pensar que 1.26 contribuiría a una habitabilidad digna en algunas ciudades de Latinoamérica. Veamos cuánto tarda en llegar esta u otras esculturas del Echelman a la región.