¿Por qué se escribe?, por Primo Levi

Por: Primo Levi

Traducción: Tania Favela Bustillo

Crédito de la foto: www.blogs.elpais.com

(Tomado de L’altrui mestiere de Primo Levi)

 

 

¿Por qué se escribe?

 

A menudo sucede que un lector, casi siempre joven, le pregunte a un escritor, con toda franqueza, por qué escribió cierto libro o por qué lo escribió de esa forma, o también, por qué escribe o por qué los escritores escriben. A esta última pregunta, que contiene a las otras, no es fácil responder: no siempre un escritor es consciente de los motivos que lo inducen a escribir, no siempre es impulsado por un solo motivo, no siempre los mismos motivos están detrás del inicio y del final de la misma obra. Me parece que se pueden establecer por lo menos nueve motivos que intentaré describir; pero el lector, pertenezca o no al oficio, no tendrá dificultad en descubrir otros. ¿Por qué se escribe?

 

1)      Porque se siente el impulso o la necesidad. Este es el motivo más desinteresado. El autor que escribe porque algo o alguien  le dicta desde el interior, no lo hace persiguiendo ningún fin; por su trabajo le podrán llegar la fama y la gloria, pero será algo adicional, un beneficio añadido, no conscientemente deseado: en suma, un subproducto. En realidad, el caso presentado es extremo, teórico, poco probable: es dudoso que haya existido un escritor o un artista tan puro de corazón. Así se veían a sí mismos los románticos. No es una casualidad que  nosotros creamos reconocer algunos ejemplos ahí, entre los más grandes, lejanos ya en el tiempo, de quienes sabemos poco y  por lo tanto idealizamos con facilidad. Por el mismo motivo las montañas lejanas nos parecen todas de un mismo color, que a menudo se confunde con el color del cielo.

2)      Para divertir o divertirse. Afortunadamente las dos variantes coinciden casi siempre: es raro que el que escribe para divertir a su público no se divierta escribiendo, y es raro que el que siente placer al escribir no transmita al lector, al menos, una parte de su placer. A diferencia del caso anterior, existen los humoristas puros que a menudo no son escritores de profesión: alejados de las ambiciones literarias, carentes de certezas estorbosas y de rigidez dogmática, ligeros y puros como niños, lúcidos y sabios como quien ha vivido mucho, y no en vano. El primer nombre que me viene a la cabeza es el de Lewis Carroll, el tímido matemático que ha fascinado a seis generaciones con las aventuras de su Alicia, primero en el país de las maravillas y después detrás del espejo. La confirmación de su genio se encuentra en la acogida de la que gozan sus libros después de más de un siglo de vida, ya que no sólo han conquistado a los niños, a los que idealmente estaban dedicados, sino también a los lógicos y a los psicoanalistas que no cesan de encontrar en sus páginas significados siempre nuevos. Es probable que el éxito ininterrumpido de sus libros se deba precisamente al hecho de que no esconden nada: ni lecciones de moral, ni esfuerzos propagandísticos.

3)      Por enseñar algo a alguien. Hacerlo y, hacerlo bien, puede ser valioso para el lector, pero es necesario que los acuerdos sean claros. Salvo raras excepciones, como en el caso de Las Geórgicas de Virgilio, el intento didáctico corroe la tela narrativa desde la base, la degrada y la contamina: el lector que busca una historia debe encontrar una historia y no una lección que no desea; pero las excepciones siempre existen, y el que tiene sangre de poeta sabrá encontrar y expresar poesía incluso hablando de estrellas, de átomos, de la cría del ganado o de apicultura. No quisiera escandalizar a nadie recordando aquí La ciencia en la cocina y el arte de comer bien de Pellegrino Artusi, otro hombre de corazón puro, que dice lo que tiene que decir: no asume la postura de un literato, ama con pasión el arte de la cocina, despreciada por los hipócritas y los dispépticos, pretende enseñarla, lo declara, y lo hace con la simplicidad y la claridad de quien conoce a fondo su tema, y llega espontáneamente al arte.

4)      Para mejorar el mundo. Como se ve, nos estamos alejando cada vez más del arte que es fin en sí mismo. Es importante señalar que la motivación, que estamos discutiendo aquí, tiene poca incidencia en el valor de la obra a la cual dará origen; un libro puede ser bello, serio, perdurable y agradable por razones muy diversas de aquellas por las que fue escrito. Se pueden escribir libros infames por razones nobilísimas y también, aunque con menor frecuencia, libros nobles por razones infames. Aún hoy siento cierta desconfianza por el que “sabe” cómo mejorar el mundo: no siempre, pero muchas veces es un individuo tan enamorado de su sistema, que se vuelve impermeable a la crítica. Es de desear que no posea una voluntad muy fuerte, de lo contrario estará tentado a mejorar el mundo en los hechos y no sólo en las palabras. Así lo hizo Hitler después de haber escrito Mein Kampf, y muchas veces he pensado que muchos otros utopistas, si hubieran tenido la energía suficiente, hubieran desatado guerras y masacres.

5)      Para dar a conocer las propias ideas. Los que escriben por este motivo representan una variante muy reducida, y desde luego menos peligrosa que la anterior. La categoría coincide con la de los filósofos, sean estos geniales, mediocres, presuntuosos, amantes del género humano, diletantes o locos.

6)      Para liberarse de una angustia. Muchas veces la escritura representa un equivalente de la confesión o del diván de Freud. No tengo nada que objetar a quien escribe incitado por la ansiedad. Le deseo más bien que logre liberarse, como me sucedió a mí hace mucho tiempo. Le pido, sin embargo, que se esfuerce por filtrar su angustia, que no la arroje, áspera y en bruto, a la cara del lector, de lo contrario se arriesga a contagiarla a los otros sin apartarla de sí.

7)      Para volverse famoso. Creo que sólo un loco puede ponerse a escribir únicamente para volverse famoso; pero creo también que ningún escritor, ni siquiera el más modesto, ni siquiera el menos presuntuoso, ni siquiera el angelical Carroll, antes recordado, está a salvo de este motivo. Tener fama, leer sobre uno en los periódicos, escuchar hablar de uno, es dulce, no hay duda; pero pocas, entre las alegrías que la vida nos ofrece, cuestan tantas fatigas, y pocas fatigas resultan tan inciertas.

8)      Para volverse rico. No entiendo por qué algunos se irritan o se asombran cuando se enteran que Collodi, Balzac y Dostoievski escribieron para ganar dinero, pagar las deudas de juego o por salvar empresas comerciales en quiebra. Me parece justo que la escritura, como cualquier otra actividad útil, sea remunerada. Pero creo que escribir sólo por dinero es peligroso porque conduce casi siempre a una forma fácil, demasiado respetuosa del gusto de la mayoría y de la moda del momento.

9)      Por costumbre. He dejado hasta el final este último motivo, que es la más triste. No es grato, pero sucede: sucede que el escritor agota sus estímulos, su impulso narrativo, su deseo de dar vida y forma a las imágenes que ha concebido, que no conciba más imágenes, que no tenga más deseos, ni de gloria ni de dinero, pero que escriba de todos modos, por inercia, por hábito, por “mantener la firma viva”. Que tenga cuidado con lo que hace: por ese camino no llegará lejos, terminará fatalmente copiándose a sí mismo. Es más digno el silencio temporal o definitivo.

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