Por Ángel Cerviño*
Crédito de la foto www.coca-colacompany.com
Poesía y Product Placement
(un proyecto de lírica sponsorizada)
La voz es la carne del alma
Mladen Dolar
En la actual situación de crisis económica y cultural quizá no resulte descabellado plantear la opción de abrir los libros de poesía a los espacios publicitarios, esto supondría consentir y dar por bueno un corte de tensión, una ruptura momentánea del código de escritura, pero tendría la contrapartida de implicar a la iniciativa privada y la actividad comercial en el sostenimiento de la creación poética, ayudar a sufragar los costos de edición y distribución, e incluso, por qué no, aportar unos ingresos extras a la precaria economía de los autores.
Lo más fácil, la consecuencia evidente, sería la inserción de reclames publicitarios en alguna de las páginas del libro, convención ya establecida como práctica habitual en infinidad de revistas y publicaciones periódicas: cada tantas páginas de contenidos culturales, una de publicidad. Procedimiento que, sin que nuestra voracidad lectora se percatara de ello, se ha asentado ya en el universo de las páginas web y la edición digital, donde no nos resulta extraña la convivencia de textos poéticos con banners y muchos otros dispositivos de comunicación comercial nacidos en el entorno de internet.
Sin embargo, para no violentar en exceso el pacto de lectura que todo texto poético establece, quizá lo adecuado sería optar por una vía más discreta y menos invasiva, en línea con las técnicas publicitarias que en la terminología anglosajona del marketing se conocen como Produc placement y Branded content, términos que quizá requieran una somera aclaración. Se denomina Produc placement (emplazamiento de producto) a la presencia de un producto en un contenido de ficción con fines publicitarios; se puede decir que el producto (la marca) forma parte, en este caso pasivamente, del escenario en el que se mueven los actores de la ficción, como un elemento más del decorado; obviamente esa integración debe aparentar naturalidad y fluir sin estridencias en el ritmo de la narración, de lo contrario despertará un sentimiento de incredulidad y rechazo.
Un ejemplo clásico es el de la escena en que los personajes de una ficción televisiva desayunan en su hogar mientras alguna marca concreta de leche o de Corn Flakes muestran con claridad sus envases. Se han establecido varios momentos fundacionales de esta práctica ahora tan extendida, entre ellos una toma, rodada en 1945, en la que Joan Crawford apura un vaso de Jack Danniel’s ante la cámara, en la película Mildred pierce (‘Alma en suplicio’, se tituló en español) de Michael Curtiz, está considerada como la primera ocasión en que se ha certificado un acuerdo comercial, una relación remunerada, entre la marca y el productor del film. En la actualidad rara es la película que no hace una exhibición, a menudo evidente y excesiva, de marcas y productos, todos recordaremos las zapatillas Nike en Forrest Gump, los PowerBook de Misión imposible, o las gafas Ray Ban de Tom Cruise en Risky Business, desde entonces incontables marcas de coches, ordenadores o teléfonos móviles se han apuntado en las últimas décadas a esa modalidad publicitaria, llegando a difuminar las fronteras entre diferentes códigos de comunicación, propiciando la aparición de nuevas prácticas híbridas en las que se confunden información, narración, entretenimiento y publicidad. En la actualidad la técnica ya ha adquirido dimensiones de negocio global, gestionado por agencias y managers especializados en contactar con los productos adecuados para cada proyecto. Los precios y tarifas también se han disparado, y ya están contempladas esas cifras en los presupuestos de cualquier producción audiovisual que pueda aportar como contrapartida una elevada audiencia.
Branded content (contenido de marca) es una técnica similar y probablemente derivada del Product placement, del que a menudo no es fácil diferenciarla, su principal característica es que, frente a la pasividad del emplazamiento de marca, ubicada en el escenario como un elemento más de la tramoya cinematográfica, en este otro caso el producto forma parte de la trama, se integra en la acción y la utiliza para expresar y fortalecer sus contenidos de marca. No hace falta más que pensar en el balón Wilson, o las cajas de mensajería FedEx en la película Náufrago (Robert Zemekis, 2000), o en los caramelos Reese’s Pieces de E.T. (Steven Spielberg, 1982) para entender la envergadura y las implicaciones de toda índole del fenómeno de que estamos hablando. Sobre este último caso quizá resulte de interés añadir que, en un principio, Spielberg se había propuesto utilizar la conocida marca de caramelos M&M para tentar a su extraterrestre, pero la compañía declinó el ofrecimiento, el director decidió entonces proponérselo a Reese’s Pieces que aceptó la oferta y en apenas un año había aumentado sus ventas en un 63%.
En el universo de la escritura se pueden encontrar también ejemplos de acuerdos entre creadores y marcas comerciales, uno de los más significativos, por la claridad de lo pactado y la pulcritud del desarrollo, podría ser la novela La conexión Bulgari de la conocida escritora de best-sellers Fay Weldon, presentada en 2001 como la primera obra de ficción encargada a un escritor profesional por una marca comercial (la joyería Bulgari); el vínculo comercial establecía la exigencia de que la marca y sus productos ocuparan un lugar central en el desarrollo de la acción, y comprometía a la autora, a cambio de una tarifa no divulgada, a mencionar la marca en su texto al menos 12 veces, cifra que la autora superó con creces llegando hasta las 34 menciones en la obra finalmente impresa, con frases como: «se encontró con él en Bulgari para el almuerzo». Obviamente se trata, en este caso, de un autor menor desde el punto de vista de la alta cultura, y de un resultado seguramente poco relevante para el avance de la narrativa contemporánea, pero nos encontramos solo en los inicios de un proceso, estamos entrando en un territorio totalmente inexplorado que sin duda nos podrá deparar muchas sorpresas y más de un sobresalto.
Si regresamos al territorio de la poesía —ya era hora, comentará algún lector impaciente—, nos encontramos con que en ese ámbito no se han siquiera planteado las cuestiones que aquí han sido expuestas, y los patrocinadores o sponsors de un libro de poesía, cuando aparecen, suele ocupar un discreto lugar en la contracubierta, explícitamente extramuros, manteniéndose temerosos en las afueras del texto. Creo, sin embargo, que en nada se desmerecería un poemario que incluyera entre sus versos alguna mención explícita a la marca de café que despierta el estro del rapsoda, o la del cuadernillo negro en que pernoctan sus temblorosas anotaciones, la del ordenador en que teclea sus cuitas, o la de la cajetilla de tabaco que nunca se aleja del teclado de la poeta, o la etiqueta del whisky que liba el ser amado…, las posibilidades son inagotables y llegarán hasta donde alcance la imaginación de nuestros vates, que sabrán ajustar este recurso económico a las querencias estilísticas y los procedimientos retórico que mejor se adapten a sus modos de trabajo.