Poesía, territorio y razón afectiva en el Perú. Prólogo a «Voces de Limo» (2020)

 

Vallejo & Co. presenta el texto que escribió el poeta Pedro Favaron a manera de prólogo para el volumen Voces de Limo: muestra de poesía peruana en diálogo con el territorio y con la vida, publicada el 2020.

 

 

Por Pedro Favaron*

Crédito de la foto (izq.) www.youtube.com/watch?v=VKAPNo8gKis /

(der.) Ed. Cactus del viento

 

 

Poesía, territorio y razón afectiva

en el Perú. Prólogo a Voces de Limo (2020)

 

 

Sólo un poeta puede explicar a otro poeta.

Gaston Bachelard

 

 

La idea de hacer diversas muestras de poéticas regionales que mantengan un diálogo hondo con los territorios del continente americano, surgió luego de prolongadas conversaciones con el poeta e investigador académico Yaxkin Melchy, interesado en lo que él, junto a otros autores, llama la ecopoesía. Hemos pasado días y semanas en mi casa en San José de Yarinacocha y en la clínica de medicina tradicional, Nishi Nete, en la comunidad nativa Santa Clara, entre árboles y lejos del bullicio agitado de las urbes; él vino en busca de mi ayuda y de la medicina indígena que he heredado de la familia de mi esposa, Chonon Bensho, la cual le brindé con generosidad. Así recibo siempre a quienes lo solicitan y me brindo de todo corazón, tratando que los pacientes, con la ayuda de las plantas y de una buena palabra, puedan superar la confusión que los embarga y los hunde en rutas oscuras y de sufrimiento. Enseñándole la función del canto en la medicina amazónica y compartiendo otras búsquedas poéticas que he transitado en mi vida, Yaxkin sintió un hondo interés acerca de lo que yo entiendo como una poesía genuina y sobre mis reflexiones en torno a lo auténticamente poético, aquello que trasciende (al menos en cierta medida) a las modas del momento y a los giros hegemónicos de la poesía actual. En un primer momento, pensamos en hacer antologías poéticas, pero luego el término “muestras” (gracias a un intercambio que tuve con Fredy Roncalla) se me ha presentado como más propicio, ya que antología tiene una pretensión totalizante que no estoy en capacidad de asumir para esta compilación, hecha con criterios muchas veces subjetivos y guiado por simpatías, rutas biográficas y afinidades. He convocado a un grupo de amigos y poetas que, por esos azares de la vida, me son cercanos, para que se sumen a este proyecto; entonces, si bien estoy a cargo de centralizar y dar un orden y dirección a la muestra, la recopilación y los comentarios acerca de los poetas seleccionados han sido hechos colaborativamente. Creo que poco tiene que ver la poesía con supuestos criterios objetivos de validación, que nos devolverían a los imperativos categóricos del pensamiento ilustrado; más conveniente resulta el dejarnos guiar por la empatía y por una apertura de espíritu capaz de valorar la diferencia, sobre todo cuando penetramos amorosamente a un contexto cultural, literario y espiritual tan heterogéneo como el de los mundos andinos.

Resulta necesario, a continuación, expresar algunas ideas sobre lo que entiendo por poesía genuina, vinculada a los territorios, al resto de seres vivos y consciente de lo sagrado de la vida, para así delimitar mejor el cauce por el que se desplaza esta muestra. El término ecopoesía, que conocí gracias a Yaxkin, es un categoría útil para dar cuenta de las preocupaciones ecologistas que agitan a nuestra época; pero si bien pienso que tiene conveniencia el utilizarlo, también intuyo que es mejor no afincarse en él, para evitar que se convierta en uno de esos slogans académicos que nacen desde el afán de clasificación, que cristalizan las dinámicas sociales y que son más acordes a una reflexión técnica y no tanto a un lenguaje poético, siempre abierto, siempre flexible, siempre en creación y apertura a lo incierto. Es más adecuado señalar que esta muestra quiere transitar una experiencia poética más antigua y fundamental (que linda con lo atemporal); una raíz a la que conviene en todo momento tener presente, para no perdernos en lo que puede terminar siendo meras modas. En el exquisito e inspirado libro La Diosa Blanca, Robert Graves afirma que la función de la poesía antigua era “una advertencia al hombre de que debía mantenerse en armonía con la familia de las criaturas vivientes entre las que había nacido”; por lo tanto, la poesía moderna tendría que ser, siempre siguiendo a Graves, “un recordatorio de que [la humanidad] no ha tenido en cuenta la advertencia, ha trastornado la casa con sus caprichosos experimentos en la filosofía, la ciencia y la industria, y se ha arruinado a sí mismo y a su familia”. Es tarea elevada del pensamiento poético lanzar este recordatorio que muchas veces olvidamos por la euforia consumista y las fantasías del progreso. El recuerdo de la unidad fundamental del ser humano con el aro sagrado de la existencia resurge cuando los poetas no abandonan los sustratos profundos del alma, esos anhelos del corazón noble de los que da cuenta la auténtica poesía. Y hablamos acá de poesía auténtica tal como la expresara el propio Robert Graves: “verdadera en el moderno sentido nostálgico del original inmejorable y no un sustituto sintético”. La experiencia poética que me interesa incluir en esta muestra apela a cierta poesía primordial, por decirlo de algún modo, que surge desde el diálogo vivo que el poeta experimenta con los elementos fundantes que posibilitan la existencia. Cantos humanos por los que brota la voz de la tierra y de todos los seres vivos; voces imbricadas con la totalidad consciente de la existencia.

 

Los poetas Pedro Favron y Yaxkin Melchy conversando

 

Buena parte de la humanidad moderna vive sin reconocer en la tierra a su propia casa y madre. Este desterramiento, como afirma Heiddeger, “es señal del olvido del ser a consecuencia del cual queda impensada la verdad”. El paria que ha dejado de sentir la naturaleza como su hogar, y se aliena en la técnica y el utilitarismo, tiene la posibilidad de regresar del exilio mediante la visión del ser genuino que ofrece la poesía ligada a los territorios y a la vida. Según Octavio Paz, “el poema nos hace recordar lo que hemos olvidado: lo que somos realmente”. Los poetas que se encausan dentro de esta ecopoética que se vincula con lo más profundo de la vida, recuerdan a la modernidad que hay una sutil pero constante comunicación entre la totalidad de la existencia; no solo los habitantes de la tierra compartimos un origen y un destino, sino que hay vínculos secretos e irrompibles incluso entre nuestras células y las más lejanas estrellas. En sus afortunadas cimas, que lindan con lo indecible, la conciencia iluminada del poeta participa de una unidad existencial que va del propio corazón hasta el sol, y más allá. El cosmos tiene alma e inteligencia. Podemos dialogar y comulgar con la tierra, con el océano, con el maíz y con la lluvia, con la luna y con el águila, y aún con la Vía Láctea. Y sabernos parte del Gran Espíritu, irrepresentable e innombrable, que todo sustenta y vincula. Esta clarividencia no se alcanza con el mero uso del intelecto, sino que es preciso usar los ojos del corazón, los sentidos del alma visionaria y poética.

Para el pensamiento afectivo no hay distancia insalvable entre la cultura y la naturaleza, ya que el ser que piensa es también naturaleza; y nada hay en la naturaleza que no participe, a su vez, del afecto, de la conciencia, de la inteligencia primordial y, por sobre todo, de la vida y conciencia del Gran Espíritu. El ser humano es solidario con los territorios que habita, ya que él mismo es territorio pensándose, cantando y soñando. En el sueño, en la visión poética y en la ensoñación, escuchamos la música callada que emerge de las plantas, las palabras que brotan del agua, la voz de la tierra y el verbo vivificante del Gran Espíritu. Es desde la completa imbricación y solidaridad poética con el paisaje, que podemos hablar con los árboles y escuchar la voz del agua. Las narraciones ancestrales de diversos pueblos indígenas del continente americano relatan sobre un tiempo primordial en el que los diversos seres vivos compartían la condición de gente y un mismo lenguaje; el ser humano podía hablar con el sol, con las nubes, con las montañas. El poeta recupera, al menos por un instante, ese verbo primordial; supera así las distancias lingüísticas y ontológicas hasta alcanzar una vibración fluida que permite el diálogo de los seres, de corazón a corazón. Eso no se puede lograr desde el encierro académico, ya que terminaría por ser una impostura que tarde o temprano los demás notarán. Es necesario poetizar desde un vínculo verdadero con la tierra, desde el seno mismo de la chacra y del océano. Y reconocer a quienes nos han antecedido en esta tarea y han sido nuestros maestros, ya que la poesía no debe pretender la novedad fetichista de la mercancía, sino la originalidad de cantar con voz propia aquello que es raíz y persistencia de nuestra condición primordial. 

El ser humano aprende a cantar junto a los arroyos y quebradas. La palabra poética se absuelve de la pretendida solidez de la prosa, para ser palabra líquida que fluye y se renueva de forma constante. Como el agua, el lenguaje poético se adapta, se alarga, se estira, se evapora, se condensa, se desploma como tormenta o se posa como fino rocío, y desborda los estancos separados. No tiene una forma fija, sino que permanece abierto. La poesía generosa, como la tierra, da de sí misma sin mirar a quien. Se prodiga sin temor ni mezquindad. Vive para darse, para servir. Como el agua, la poesía es femenina, contiene y envuelve; también es masculina, y fecunda la tierra. El verbo poético se eleva como las aves, pero a diferencia de ellas no necesita alas, sino que su propia fuerza interior y elástica le permite ascender. Algunos sabios de los pueblos indígenas aseguran que el agua puede escuchar y entender el sentido de nuestras plegarias y de nuestros cantos. La poesía habla al corazón de la existencia; y todos los seres responden al canto genuino. Para alcanzar a conmover a los seres de la naturaleza con nuestros cantos, hay que ser un iniciado en las sabias tradiciones del pasado; podemos tratar de engañar a los seres humanos, pero nunca podrá falsearse un canto frente al Dueño espiritual de la montaña o ante los arboles medicinales.  De tal manera, la propuesta de una poética en diálogo con la tierra y la vida, se alía a las voces de los sabios indígenas, ya que ambos (los poetas y los sabios) reconocen la unidad entre el ser humano y los territorios que habita; y que los seres vivos no son meros recursos que el ser humano puede explotar a su antojo, ya que con ellos estamos emparentados. Las resonancias entre esta comprensión de lo poético y los pensamientos de los pueblos indígenas, abren la posibilidad de un diálogo entre distintas herencias espirituales que, si bien alejadas en el espacio y en el tiempo cultural, comparten una sensibilidad que diverge del productivismo moderno tanto como de la separación entre cultura y naturaleza.

Quienes practicamos estas corrientes poéticas que cantan la unidad fundamental, que expresan la vida del territorio y de los seres, en el continente americano, tenemos el privilegio fundamental de poder beber y aprender de las fuentes originales de los pueblos indígenas que aún persisten, en el seno de la modernidad, enraizados a estos saberes fundamentales. Desde la humedad amazónica hasta las alturas andinas, de Patagonia a Canadá, los sabios herederos de las poéticas indígenas afirman que el ser humano legítimo piensa con el corazón. Podría incluso decirse que es posible pensar la indigeneidad como un estado del espíritu. No se puede olvidar que antiguas naciones de Europa, como los celtas, pueden también ser definidas como pueblos indígenas. La indigeneidad, en tanto expresión vital del ser genuino, implica la capacidad de experimentar de manera consciente el vínculo afectivo entre el ser humano y los territorios que habita. El ser indígena no se concibe en abstracto, sino en relación con la totalidad de la existencia. Pensar con el corazón es respetar la vida del resto de seres y no lanzarnos a conquistar la naturaleza bajo la guía de la codicia egoísta e inmoderada. Hay una poética del afecto que nos recomienda que cada decisión sea tomada de manera responsable, procurando el equilibrio vital, la continuidad de la vida y el beneficio de los seres sensibles. La indigeniedad percibe un parentesco cósmico, un vínculo sagrado que nos plantea, como exigencia ineludible, el buen convivir. El recuerdo de la unidad nos impone, por sí mismo, una ética. El ser humano no tiene derecho de dar rienda suelta a una depredación excesiva ni a adueñarse del planeta. Por el contrario, ha de escuchar la voz de los otros seres, desde las plantas hasta los ancestros, desde las piedras hasta el Gran Espíritu, para habitar la tierra poéticamente, con sabiduría. Lo poético traspasa los límites de la poesía, en tanto género literario, para ser respiración ética y estética; lo verdaderamente poético encarna en nuestros respiros, en nuestros pasos y en nuestros pensamientos. Lo esencial del poeta, incluso antes del canto, es el vivir poéticamente.

 

 

El sabio indígena es esencialmente un poeta (o un poeta esencial) que sabe curar con las palabras sagradas, y que habla con el corazón de la existencia. Y al que todos los seres le hablan. Al poeta un solo pétalo le revela la totalidad del cosmos. Como afirma el filósofo francés Gastón Bachelard, “los lirios tienen voces tan persuasivas que enseñan el amor a todo el universo”. Hay un amor divino que sostiene, nutre y relaciona, y que es el origen de la auténtica poética del ser. Dejar de lado lo poético es desvincularse del corazón y del alma universal; olvidarse del desenvolvimiento rítmico que nos armoniza con los elementos primigenios de la vida y con sus raíces espirituales. Tal escisión solo puede traer ruina, desequilibrio y enfermedad, a nivel individual y colectivo. No cabe duda de que la modernidad positivista, al fomentar la marginación de lo poético, motivó una concepción empobrecida de la naturaleza, del lenguaje y del propio ser humano. En cambio, para el pensamiento indígena, que desconoce las separaciones disciplinares, el lenguaje participa de la creación de la existencia fenoménica. Según ha escrito Gregory Cajete, académico de la nación indígena tawa, de Nuevo México, el pensamiento metafórico se percibe a sí mismo como parte de la conciencia de la tierra y de la vida. Por eso, asegura, las lenguas indígenas expresan la comunión del ser con la naturaleza. 

Cuando se reconoce que hay un vínculo afectivo y un origen común, comprendemos que nuestro destino no es independiente de los ríos, del aire, del fuego. Al enfermar a la tierra nos enfermamos; para curarnos, entonces, es necesario cuidar de la tierra. La poética del territorio, que reconoce la presencia de lo sagrado entre todos los seres, propone habitar la tierra de una forma digna, con una actitud contemplativa y agradecida que desconfía del compulsivo ánimo edificante e intervencionista del positivismo y sus desvaríos utópicos. Es un canto celebratorio a la vida y una reflexión inseparable de los elementos que posibilitan nuestra existencia. La persistencia de lo poético, en un siglo atribulado e hipnotizado por las pantallas, da testimonio de que la conciencia moderna añora un retorno a lo primordial. La conciencia ecológica interpela a una época atravesada por la necesidad de imaginar formas más saludables y armónicas de habitar la tierra y de relacionarnos con el resto de seres. La respuesta ecológica no pude partir, de forma exclusiva, desde argumentos técnicos y estadísticos, sino que debe implicar la emergencia de una ética de la convivencia y de una nueva conciencia.

Los evidentes estragos ecológicos causados por el paradigma moderno y sus modos abusivos de relación con los territorios, tal vez empiezan a permitir que se abra un espacio para escuchar las voces poéticas que han cantado la unidad del ser con los territorios y con el resto de seres vivos, muchas veces relegadas por las pretensiones ilustradas del canon literario y consideradas como poesía poco sofisticada. Encuentro que en la poesía del territorio, sin necesidad de pasar por la consigna política, la pancarta activista y la denuncia frontal, hay un potente mensaje que crítica los rumbos de la modernidad, al mismo tiempo que nos convoca a volver a una temporalidad saludable, más próxima a la vida vegetal y al remanso. La experiencia poética de la unidad cósmica demanda detenernos, salir de la vorágine de la producción y aquietar el corazón. Como afirma Heidegger, en su ensayo ¿Y para qué poetas?, “el ámbito esencial del diálogo entre el poetizar y el pensar sólo puede ser descubierto, alcanzado y meditado lentamente”. Por eso, la crítica poética a la vorágine moderna se realiza desde el propio ritmo poético, reposado y extático; el poeta revela el sin sentido de la aceleración urbana y la herida que provoca la separación de la naturaleza, desde la quietud, y en dialogo con las voces inaudibles que el vértigo civilizador descarta y ahoga bajo su incesante ruido. Y desde su contemplación, el poeta halla belleza en lo que la razón dominante descarta. Para el pensamiento afectivo nada, por más ínfimo que parezca, es prescindible, pues todo participa de la unidad y tiene un sentido. Cuando nuestro cuerpo se aquieta y purifica, y nuestra mente se libera de la inquietud de los deseos egoístas, podemos abrirnos a escuchar el corazón del universo.

Se hace evidente que las poéticas de los mundos andinos, debido a las herencias y enseñanzas de las variadas culturas indígenas que habitaron y habitan estos territorios, pueden brindar aportes fundamentales a la humanidad. Y lo harán si corren sin complejos por estos fértiles cauces de la vinculación con nuestros múltiples territorios. Daríamos así, sin duda, una singular contribución a un mundo en crisis y necesitado de alternativas vitales, de una renovación de la sensibilidad y del entendimiento, que precisa encontrar formas más armónicas y poéticas de habitar la tierra. Y sin bien buena parte de la poesía en el Perú se escribe en castellano (aunque es creciente el número de autores en lenguas indígenas), las diferentes variedades del castellano andino están impregnadas de la dulzura y la ternura de las antiguas lenguas de estos territorios. Resulta, por lo tanto, un poco paradójico, luego de todo lo expuesto, que el canon literario en el Perú no haya dado más importancia a las voces poéticas que cantan en unidad con el territorio; y que incluso en ciertos poetas consagrados, como Eguren o Heraud, este aspecto de sus propuestas poéticas permanezca poco atendido. Es más, se podría decir que, desde la ciudad letrada, estas inclinaciones suelen ser consideradas negativamente, calificándolas de bucólicas y de poco interés, a favor de literaturas más intelectuales o dadas a la depresión, la autodestrucción y la crisis nerviosa y ontológica de las urbes modernas. Las culturas en el Perú, como en el resto de los mundos andinos, están irremediablemente signadas por los influjos de nuestra implacable geografía; y a pesar de la violencia de una conquista que nunca acaba y de los múltiples flujos migratorios, el substrato más profundo de las culturas andinas persiste siendo indígena, ligado a los territorios y en diálogo con las fuerzas vivas y elementales. Lo que esta muestra pretende es evidenciar que al interior de la poesía moderna, que va desde el principio de siglo veinte hasta la fecha, han existido múltiples poetas andinos (costeños, serranos y amazónicos) que, desde sus propios bagajes culturales, han cantado con hondura el paisaje y sus querencias. Y que los autores que en este momento escriben desde una poesía del territorio, tienen una diversa y prolífica tradición literaria en la cual pueden apoyarse y de la que pueden nutrirse.

 

El poeta Pedro Favaron junto a su esposa, la artista plástica y poeta Chonon Bensho

 

El imaginario de buena parte de las élites letradas de los mundos andinos ha sido, en buena medida, deudor de los ejes paradigmáticos eurocéntricos. La importancia de la escritura como factor de superioridad europea estuvo presente desde el primer momento en la conquista. Y el prejuicio conquistador sobrevive entre los grupos ilustrados del continente americano. Los Estados nacionales, signados por el autoritarismo moderno, buscaron imponer una sola cultura, un solo modo de entender el conocimiento y la condición humana, sin dejar espacio a otras formas de sentir, de expresarse, de pensar y de recordar. También lo literario, en buena medida, se construyó desconociendo lo indígena; y buena parte del indigenismo, que surgió en las primeras décadas del siglo XX y que llegó a consolidarse, con el correr del siglo, como una nueva tendencia canónica en el Perú (así como en Bolivia y en Ecuador), fue una producción intelectual y artística hecha por una élite mestiza y letrada que, la más de las veces (salvo honrosas excepciones), se acercó a los pueblos indígenas con un evidente paternalismo. Lo indígena fue visto como subalterno y utilizado como un tropo para distintas maniobras políticas y partidarias. Sin embargo, lo que nos interesa rastrear, para esta muestra de poesía peruana, son los momentos en los que entre distintos poetas, pertenecientes a diversos sectores (incluyendo aquellos considerados canónicos o en camino de serle), se absuelven del discurso ilustrado y la crisis psíquica de la modernidad, para cantar desde esa corriente más antigua y primordial que privilegia la unidad del ser. La poesía tiene la habilidad de quebrar con los discursos hegemónicos; y no puede haber poesía genuina que participe de un proyecto autoritario. Y no es ni siquiera necesario que los poetas sean del todo conscientes de que esta “poética del espacio” los vincula con la raíz indígena, muchas veces reprimida de la conciencia de las transculturaciones y mestizajes. Se trata de una poética que emerge desde las entrañas del ser, desde la intimidad de quien se recuerda hijo de la tierra y del sol.

Por lo general, las élites letradas de los mundos andinos (e incluyo en esta categoría a todos los que hemos atravesado un proceso de formación universitaria o de formación autodidacta que nos permita escribir reflexivamente), vivimos desvinculadas de nosotros mismos. Si bien aceptamos, un poco a regañadientes, el no ser europeos, nos cuesta asumir que el influjo de los territorios andinos y de los modos indígenas de sentir la existencia, viven en nosotros y nos signan. Las clases dirigentes y medias de los mundos andinos anhelan barnizarse con el halo de la modernidad, pero no quieren prescindir de los beneficios virreinales que les brindan estas sociedades desiguales y poco inclusivas. Si bien es cierto que hay fuertes tradiciones intelectuales andinas que buscan otros derroteros, más cercanos al pálpito de la tierra y a la ancestralidad, resulta innegable la existencia de una élite que acapara los medios de comunicación y buena parte de los espacios institucionales (incluyendo las editoriales), que miran lo indígena con desprecio y para las cuales todo lo rural es signo del más espantoso atraso. Son pocos los pensadores, los investigadores y artistas libres de estos prejuicios ilustrados. Esta necesidad de legitimarnos y de pensarnos a partir de un andamiaje intelectual eurocéntrico, impide que ahondemos en lo que Fredy Roncalla llama “fuentes profundas y primordiales”. Lejos de las pakarinas, no podemos encontrar un lenguaje y unas formas de pensamiento que nos permitan ser nosotros mismos, decirnos a nosotros mismos y realizar un verdadero aporte reflexivo, estético y espiritual para la humanidad. Mi íntima convicción es que no pueden haber poéticas andinas que se pretendan saludables y esclarecidas si no somos capaces de asimilar la herencia de tierra cardiaca que nos legaron los sabios indígenas, aquellas voces que la modernidad ilustrada negó y que se sigue desconociendo, pero que una y otra vez resurgen en las experiencias de los hijos más sensibles de estas geografías andinas.

Lo indígena es, en última instancia, un vínculo profundo con la tierra, la raíz del ser genuino, del ser vinculado con lo existente: lo que nos hace humanos. Lo indígena en nosotros es la profunda necesidad de sentirnos ligados a los elementos fundantes de la vida. Más allá de una categoría étnica o política, la indigeneidad es la voz del ser desnudo de todo tecnicismo e infundada pretensión, que se sabe a sí mismo indesligable de la naturaleza. El ser, pensado desde lo indígena, no es una categoría abstracta, sino que siempre se es en relación, desde el vínculo, animado por un aliento común a todo lo vivo. La humanidad no puede concebirse solo desde lo técnico ni desde la metafísica moderna. Por el contrario, pienso que el ser humano no se realiza en salud lejos de la tierra. A mi entender, conviene realizar una resignificación del término indígena, para pensarlo como un estado genuino del ser. Lo indígena es lo genuino, ser humano indesligable de los territorios, próximo a los elementos primordiales que posibilitan la vida. Lo moderno, en cambio, en tanto separa al humano de la naturaleza y lo enreda en la técnica y el artificio, resulta la negación de la voz primordial del corazón. El humano legítimo, ya sea el hatun runa que habita en el ayllu o el poeta que se armoniza con la totalidad de la existencia, conoce el origen común de la vida. La necesidad de realizar esta comunión poética con la naturaleza persiste en el fondo de nuestro inconsciente colectivo como algo ineludible que, de no ser atendido, genera toda suerte de patologías. En ese sentido, la poética del espacio vivo es también una terapéutica, un camino de retorno a lo simple, a lo elemental, al asombro de la existencia, a la apertura del ser a la intemperie, desnudo de imposturas y artificios; y también de todo dogmatismo y de toda voluntad de poder.

Las poéticas más saludables de nosotros los andinos germinan cuando nos armonizamos con los influjos de nuestros territorios. La raíz indígena de nuestra constitución nos devuelve siempre hacia la tierra, a la necesidad de responder a su ascendente, a reconocernos como sus hijos y parte de ella. El pensamiento del afecto, del corazón, postula que no es necesario preservar una distancia frente a la naturaleza para poder conocerla; por el contrario, hay que experimentar la intimidad de la vida, ser parte de esa red de relaciones vitales que a todos incluye y no deja nada deshilvanado y huérfano. El conocimiento no es algo separado de nuestro afecto y pertenencia. Los seres humanos somos guardianes de los territorios que nos han legado nuestros padres. Y no solo somos cuidadores, sino que somos parte misma de esas tierras; ellas viven en nuestro corazón y son nuestra riqueza. El territorio no puede ser pensado como un adversario que hay que vencer. Ejerciendo un dominio autoritario sobre él, se pone riesgo la fina red de relaciones que garantizan nuestra propia salud y subsistencia. Se tiene que respetar la vida de los otros y los ritmos orgánicos de nacimiento, crecimiento, reproducción y descanso. La modernidad, siendo compleja y múltiple, tiende a priorizar modos de producción que están enfrentados a la salud del planeta. Todos aquellos que nos reconocemos ligados a las geografías andinas, estamos llamados a dar testimonio de nuestra íntima vinculación con la vida. El vigor de nuestras poéticas proviene de este enraizamiento espiritual en la geografía. Se hace necesario que encontremos una voz propia, que responda al magnetismo de la madre tierra. Leyendo las expresiones poéticas del Perú, podemos reconocernos, al mismo tiempo y sin contradicción alguna, como gozosos deudores tanto de la herencia occidental, mediterránea, y de las demás migraciones a los territorios andinos, así como de las voces vivas, vigentes y vigorosas de los pueblos indígenas que son vida genuina en nosotros.

 

San José de Yarinacocha, julio 2020

 

 

 

 

 

*(Lima-Perú, 1979). Poeta, escritor, investigador académico, comunicador social y audiovisual. Especializado en filosofía, saberes ancestrales y medicina indígena. Magíster en Comunicación y Cultura por la Universidad de Buenos Aires (Argentina) y doctor en Literatura por la Universidad de Montreal (Canadá). Ha publicado en ensayo Caminando sobre el abismo: vida y poesía en César Moro (2003), Puka Allpa (2015), Las visiones y los mundos. Sendas visionarias de la Amazonía occidental (2017); y en poesía Oeste oriental (2008), Ikaro (2019) y Manantial transparente (2020).

 

 

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