Por José de María Romero Barea*
Crédito de la foto Ed. Wunderkammer
Píos sarcasmos,
angelicales ocurrencias de Charles Baudelaire
Tiende el aparato crítico a infravalorar la influencia de los progenitores en la obra del autor objeto de estudio. Sostiene Mauclair: “Cuando Charles, abrazado por su madre, se dormía soñando con ella en su pequeña cama, tenía obsesiones que ignoraba en su gran lecho de joven madre viuda. Ni la religión, ni el pudor, ni las conveniencias, nada podían contra esto”. De hacer caso al erudito francés, el poeta, ensayista, crítico de arte y traductor Charles Baudelaire (París, 1821 – 1867) nunca eludió el influjo de su figura materna, y su trabajo parece surgir de ese antagonismo. En otras palabras, la inconsciente creadora bien pudo haber despertado y alimentado la incipiente imaginación de su vástago.
O eso parece sugerir el ensayo Vida amorosa de Charles Baudelaire (1927; Wunderkammer, 2018. Traducción: José Lorenzo), donde el poeta, novelista y escritor de viajes Camille Mauclair (Paris 1872 – 1945), analiza la relación del traductor de Edgar Allan Poe con sus amantes (Louchette, Jeanne Duval, “la carne, el demonio, el vampiro, la bestia de las tinieblas”, Madame Sabatier, “demasiado perspicaz para dejarse engañar por los discursos sobre la decepción idealista”), todas ellas pálidos reflejos de Madame Baudelaire. Al igual que un arqueólogo, el crítico desentierra la verdad mientras despoja al poeta de “sarcasmos impíos, diabólicas ocurrencias (…) el depósito de accesorios literarios marca “Monsieur Charles Baudelaire””.
Delinea así la existencia del poeta aventurero que conocemos, el lector perspicaz, el crítico implacable con los que abusan del poder, el intelectual concienzudo para quien el arte de las palabras no está limitado por los márgenes de la página. Encapsula el autor de Las flores del mal (1857), en opinión de su biógrafo, un irónico conjunto de preceptos e insinuaciones de opresión, cambios anhelados, sensibilidades y sensualidades esclavas de fuerzas maternales más allá de su control, de las que, “como en las intoxicaciones de morfina o de cocaína, habrá que doblar la dosis”. Los capítulos de esta Vida suponen excavaciones arqueológicas que exploran capas y capas de tiempo hasta llegar al pasado: “Como su triste albatros, sus alas de gigante le impiden caminar (…) juzga al público despreciable e incapaz de aceptar sino estupideces y obscenidades”. Dichas investigaciones nos devuelven al vate, recuperado en recuerdos de una narración directa o a través del brillo reflexivo de la retórica.
La condición que madre e hijo compartieron, y al parecer nunca superaron, fue la soledad. Todo contar, parece concluir el autor de Le Soleil des morts (1898), está condenado al fracaso porque el arte se deshace: tiene, por naturaleza, una relación comprometida con la verdad. Entonces, ¿debe el artista ser fiel a la experiencia o al sentido interno de su obra? La respuesta al dilema implica un austero rechazo de lo superficial: “Toda su jactancia de libertino casuístico no es sino un disimulo de desesperación extravasada por el orgullo herido de su corazón, que seguramente no había nacido para el mal”.
Esa es, tal vez, la paradoja de la poesía del autor de Los paraísos artificiales (1860). Por un lado, una abigarrada sensación de domesticidad, traducida en elegías para sus amantes, anhelo de hogar, rutinas incómodas. Por el otro, un impulso constante de explorar lo exótico, combinado con el incapacitante sentido de la inutilidad de la acción. La tendencia, no sólo de Baudelaire, sino de casi todos los poetas decimonónicos (franceses o no) hacia el parroquialismo estrecho de miras se compensa en la obra del parisino con una amplia imaginación y el agudo sentido de un mundo más allá. Todo, apostilla Mauclair, debido a la influencia, para bien o para mal, de su juvenil progenitora. “Sus encuentros eran dulces y dolorosos”, concluye, “se despedían melancólicamente, pueril la madre, sombrío el hijo (…) Y al volver, Jeanne le parecía odiosa”. El legado de las bendiciones familiares se desempaqueta aquí de forma hábil y prolija, ya sea de primera mano, a través de la memoria personal, o de segunda, mediante el retrato biográfico. La clave es la ironía final de que todo escritor ha de elegir entre alimentar su ascendencia o cultivar su talento, episodios ambos definitorios de una vida o su misterio.
Talsi, Letonia, 2018