Por Ethel Barja
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El relojero de la Modernidad:
infancia y escritura en Abraham Valdelomar
Valdelomar escribe una nota autobiográfica a sus veintinueve años titulada donde se define en retrospectiva: “Yo soy aldeano. Nací y me crié en la aldea, a orillas del mar, viendo mis infantiles ojos de cerca y perennemente, la Naturaleza. No me eduqué con libros sino con crepúsculos. Mi profesor de religión fue mi madre y lo fue después del firmamento. Mis maestros de Estética fueron el paisaje y el mar” (“De natura rerum Confesiones íntimas” 364). ¿Qué hace el niño en sus reflexiones solitarias? Conspira silenciosamente, mira la pupila de la realidad y entrena su propia mirada. En la obra del Conde de Lemos, la infancia se presenta como un momento primario donde se forja una disposición anímica marcada por la tristeza. Este sentimiento genera una trayectoria ondulante, que obliga a los narradores a explorar sus recuerdos y volver la vista a paisajes recorridos por sus pies infantes. En la imagen de los niños, el autor coloca los rasgos fundamentales de su concepción del artista moderno, pues les otorga una actitud estética de corte metafísico, que considera una diferencia fundamental con los proyectos artísticos precedentes.
En el cuento “Los ojos de Judas”, el personaje niño, que rememora el narrador, nos conduce al umbral donde se forja una singular sensibilidad artística: “Tenía nueve años, empezaba el camino sinuoso de la vida, y estas primeras visiones de las cosas, que no se borran nunca, marcaron de manera tan dulcemente dolorosa y fantástica el recuerdo de mis primeros años que así formose el fondo de mi vida triste”. (“Los ojos de Judas” 236). Aquel niño verá a una mujer de apariencia espectral que impacta sus sentidos y cuya presencia la asocia con Judas, quien será quemado al final de la Semana Santa en el pueblo junto a un castillo pirotécnico. Las intuiciones primarias que agitan al pequeño personaje le dan acceso a asociaciones que escapan a la lógica racional, que nos orillan a construir puentes entre elementos aparentemente aleatorios. Estos lazos se construyen alrededor de las ideas de traición y perdón. Sabemos que posiblemente esta mujer haya acusado a su marido de algo ilícito y que fue separada violentamente de su hijo. Su aproximación al niño del relato encapsula cierto peligro que luego se resuelve en la interpelación al perdón. Este se proyecta hacia la figura de Judas, a quien el pequeño perdona al final, como si del perdón dependiera la defensa del pueblo de una voracidad acechante que se identifica con los peligros del mar: “-¡Un naufragio! Era el eterno enemigo de la gente del mar; de los pescadores, que se lanzaban en los frágiles botes, de las mujeres que los esperaban temerosas, a la caída de la tarde; el eterno enemigo de todos los que viven a la orilla…” (247). La imagen del niño condensa el despertar de los sentidos a una experiencia que requiere una unificación móvil de las sensaciones. Esta se sostiene en la intuición infantil que surge de una interpelación de la Naturaleza.
El litoral obliga al niño a ampliar su mirada, pues lo confronta con una extensión que lo sobrepasa. Se trata del sentimiento de lo sublime que Kant concebía como lo que se representa con motivo de lo ilimitado, que produce admiración y respeto (82). Esta experiencia se grafica con tonos análogos en el maravilloso espectáculo El vuelo de los cóndores ejecutado por la pequeñísima artista Miss Orquídea, quien atraviesa el espacio entre trapecios y va por encima de su fragilidad de golondrina. El niño-narrador la observa con gran apremio y asombro. Sin embargo, la belleza de su arte aéreo se ensombrece por la coerción a la que la pequeña es sometida en perjuicio de su salud. La degradación del hecho artístico se explica en función de la postura de Valdelomar respecto a su concepción de la belleza asociada al bien, por ello señala en su ensayo “Los ideales de la estética moderna” que: “La función humana del genio artístico; consiste en luchar perpetuamente por restar de la naturaleza los valores negativos que impiden su perfección absoluta” (435). En este sentido, no sorprende que el diseño del personaje, Orquidea, muestre a un ser liminar que alcanza un instante bello en su vuelo y que al mismo tiempo convive con uno de los rostros del mal materializado en sus condiciones de trabajo en el circo. Esa tensión retrata figuradamente, lo que en lo teórico Valdelomar plantea como la posición intermedia del artista entre el bien y el mal desde donde contribuye con el re-encuentro de la Naturaleza con su perfección perdida. Valdelomar cita a Leibniz y asume que existe una armonía quebrada hacia la cual la Naturaleza se dirige a través de los siglos. Señala, por ello, que el ser humano como hijo suyo la ayuda a despojarse de la negatividad que contiene tras la ruptura de su perfección.
No es casual tampoco que el nombre de la niña sea el de una flor. La identificación entre artista y Naturaleza aparece también en el cuento “Hebaristo el sauce que murió de amor”, donde un poeta-farmacéutico comparte con un sauce “el ripio sentimental de la espera”: “El sauce era joven, de unos treinta años y se llamaba Hebaristo, porque como el farmacéutico tenía el aire taciturno y enlutado, y como él aunque durante el día parecía alegrarse con la luz del sol, en llegando la tarde y sonando la oración, caía sobre ambos una tan manifiesta melancolía y un tan hondo dolor silencioso…eran dos cuerdas de una misma arpa; dos ojos de una misma misteriosa y teórica cabeza” (260). Sabemos que Evaristo el poeta- farmacéutico estaba enamorado de Blanca Luz que era para él “la realización de un viejo sueño poético. Era el ideal hecho carne” (262), mientras que el sauce esperaba “el beso del dorado polen” (263). Esa resonancia entre Naturaleza y artista tiene una dimensión sonora, que sumerge el imaginario de Valdelomar en la noción de la música pitagórica de las esferas, de la cual se re-apropia en una noción de percepción artística: “El universo tiene dos ritmos, el externo y el interno, y una armonía total. Para percibir estos tres valores el hombre tiene, así mismo, otros tres: los sentidos, que perciben el ritmo inmediato y formal, la conciencia que percibe el ritmo interno y abstracto, y un tercer valor…substractum metafísico del individuo…que llamaremos ignotus, [que] es el que lleva al artista a compenetrarse con el alma misma de la Naturaleza, el que crea la obra genial, el que produce las grandes ideas” (431). Además, Valdelomar señala que ignotus es un valor que preside la vida moral, defiende la vida física, es más sutil y autónomo que la conciencia misma y se manifiesta en los actos más insignificantes. Podemos entender, entonces, que lo ignoto apunta a la flexibilidad instalada en el umbral del proceso cognitivo, donde la Naturaleza busca su perfección perdida. Sólo quien se instala en la pérdida de la plenitud, como lo hace quien rememora su niñez y quien se remonta al despertar de los sentidos, que corresponde a esa etapa, es empático con el ser del artista. La deuda con una visión romántica del arte se ilumina si consideramos el tratado sobre lo naive en la literatura de Schiller, quien dice que la niñez es la única pieza no mutilada de la naturaleza, que aún puede encontrarse en nuestra humanidad y por ello no sorprende que cada huella de la naturaleza fuera de nosotros nos conduzca a nuestra niñez (34).
Asimismo, la disposición melancólica de la infancia se refleja en algunos versos de “La casa familiar”: “Ya la casa está muerta. Ya no es la misma casa. / El jardín florecido se extinguió” (57) y en “A mis hermanos José, Roberto y Anfiloquio”: “Éramos siete hermanos, ¿recordáis?// Un día yo me volví triste para siempre,/ ¿recordáis?” (69). Esa tristeza profunda es una disposición del espíritu que toma dimensiones cósmicas y estéticas y se presenta como motivo en el cuento “El alma de la quena”, donde un músico de la época del incario crea una melodía extremadamente bella y quejumbrosa. El Inca le pide que toque solo para él pero este le responde que el encierro mataría su arte: “El dolor no se hace. El dolor es… está en el viento frío, que sopla en la tempestad, en el retumbar del trueno, en la lluvia incesante y torrencial, en la blanca nieve sagrada, en el río que rompe el lecho y enrojece el agua con la arcilla…Nada de eso hay en tus jardines, Pachacamac. El dolor es inmenso como el mar, orgulloso como el cóndor, multicolor como el bosque” (“El alma de la quena” 269). La imagen del jardín contrapuesta a la de la naturaleza en campo abierto, nos coloca frente a la posición estética de Valdelomar, quien reconoce la superioridad del arte que se enraíza en la naturaleza. De ahí que en el relato “El alfarero”, este artista resuma sus propósitos al decir: “Yo quiero hacer lo que hace el Sol, lo que hace el día, lo que hace la Naturaleza” (274).
El ímpetu de sincronizar con los gestos creativos de ella, significa internarse en la fibra que late tanto en el ser humano como en lo natural; en palabras de Valdelomar: “Hay ritmo en la luz y en la sombra, en la acción y en la idea, en lo animado y en lo exánime, en la vigilia y en el sueño, en la verdad revelada y en el misterio innato; hay ritmo en el dolor y en el placer, en la sensación y en el paisaje, en la conciencia y en el instinto…El ritmo, base de la Estética del mundo… espíritus rítmicos son todos los héroes y todos los artistas” ( “Los ideales de la estética moderna” 427). Ese es el ritmo que se forja en los ojos tiernos de la temprana edad de los personajes de Valdelomar, niño gótico, esas son las vibraciones que nutren de jugos vegetales e ideales de un proyecto estético, cuya frondosidad queda aún por explorar.
Bibliografía
Kant, Inmanuel. Critique of Judgment. Trad. Paul Guyer y Eric Matthews. Cambridge Press, 2000.
Schiller, Friedrich. On the Naive and Sentimental in Literature. Trad. Hellen Watanabe-O’Kelly. Carcanet New Press, 1981.
Valdelomar, Abraham. Obras esenciales. Ed. Ricardo Silva Santisteban, Academia Peruana de la Lengua, 2015.