Vallejo & Co. realiza un pequeño homenaje por el Centenario del movimiento Colónida (1916-2016) y la importancia de la fundación de este movimiento y de la revista Colónida, dirigida por Abraham Valdelomar, que con sólo 4 volúmenes remecieron y cambiaron el arte y la literatura peruana.
El presente artículo fue publicado por su autora, originalmente, en la revista Arrabal, N°5-6, 2007.
Por Eva Mª Valero Juan*
Crédito por Archivo BNP
Norka Rouskaya rodeada por los colónidos,
entre ellos, Valdelomar, Bustamante y Ballivián
y Mariátegui.
El grupo Colónida y
la «herejía antinovecentista»
Resultado precoz de una generación tan diversa y ecléctica como la que se congrega en torno a las revistas peruanas Contemporáneos, Colónida y Amauta durante las primeras décadas del siglo XX, es la sorprendente figura de Martín Adán. Y si comienzo por referirme a un escritor que traduce literariamente los resultados de la renovación impuesta por sus maestros, es con el afán de situar, como enfoque principal, el significado del grupo Colónida como centro aglutinador de propuestas literarias novedosas, pero también como movimiento impulsor de una determinante visión social, asumida desde diversos ángulos por la intelectualidad peruana del momento.
Ya durante los agitados años 20, el joven Martín Adán rondaba entre la tierra de los poetas ―el balneario de Barranco― y el escenario abrumador de la vertiginosa transformación social ―Lima― para asistir a las tertulias domingueras en la casa barranquina de su admirado José María Eguren ―a la que acudían, entre otros, Enrique Bustamante y Ballivián, Manuel Beingolea, Percy Gibson, el cubano Mariano Brull, el español Juan Larrea[1]― y las que organizaba José Carlos Mariátegui en la calle Washington de Lima. Y muy pronto sorprendió en la revista Amauta con su primer poema, «Natividad», pero sobre todo con un texto en prosa, «La casa de cartón»[2]. Un año después, en 1928, aparecía la primera edición de La casa de cartón, con un colofón de José Carlos Mariátegui en el que la reflexión sobre la novela abre la mirada hacia un contexto previo imprescindible:
Martín Adán no se preocupa sin duda de los factores políticos que, sin que él lo sepa, deciden su literatura. He aquí, sin embargo, una novela que no habría sido posible antes del experimento billinghurista, de la insurrección «colónida», de la decadencia del civilismo, de la revolución del 4 de julio y de las obras de la Foundation. No me refiero a la técnica, al estilo, sino al asunto, al contenido. Un joven de gran familia, mesurado, inteligente, cartesiano, razonable como Martín Adán, no se habría expresado jamás irrespetuosamente de tantas cosas antiguamente respetables; no habría denunciado en términos tan vivaces y plásticos a la tía de Ramón, veraneante y barranquina, ni la habría sacado al público en una bata de motitas, acezante, estival e íntima, con su gato y su negrita, no habría dejado de pedirle un prólogo a don José de la Riva Agüero o al doctor Luis Varela Orbegozo, ni habría dejado de mostrarse un poco doctoral y universitario, en una tesis llena de citas sobre don Felipe Pardo y don Clemente Althaus, o cualquier otro don Felipe o don Clemente a nuestras letras[3].
Comenzamos, pues, por esta «herejía de Martín Adán» ―como la tilda Mariátegui con el objetivo de registrarla como un signo del cambio― para situar los términos de un choque generacional que en la cita precedente ya tiene anotadas algunas de sus claves principales, incluso algún nombre protagonista del debate como el de José de la Riva Agüero, abanderado del movimiento hispanista de la generación peruana del novecientos. ¿Cómo era posible ―se pregunta Mariátegui― que el joven civilista y católico Martín Adán no le pidiera un prólogo al ilustre Riva Agüero y que La casa de cartón apareciera publicada con el prólogo y el colofón de dos de los principales paladines del antinovecentismo, Luis Alberto Sánchez y él mismo? La respuesta la da el propio Mariátegui y a ella dedico las páginas de este artículo: la insurrección «colónida» frente a la generación novecentista, y la decadencia del civilismo.
En Perú, la generación del fin de siglo, o generación del novecientos, enarboló la tendencia hispanófila extendida por América Latina al calor de la controversia entre latinos y anglosajones que, en la época de entre siglos, alimentó la reivindicación de los valores hispánicos frente a la creciente amenaza del coloso del norte[4]. Desde la fecha emblemática de 1898, ante la decadencia de España tras la derrota y la urgencia latinoamericana por definir una identidad propia, la recuperación del pasado tuvo, sin duda, una relevancia decisiva para la restauración de los valores hispánicos. Como ha visto Teodosio Fernández, «el papel de España fue objeto de apreciaciones dispares ―el propio [Rufino Blanco] Fombona ofreció un ejemplo notable en El conquistador español del siglo XVI (1921), donde, sin renunciar a una actitud crítica, supo integrar la conquista y la emancipación de Hispanoamérica en un mismo pasado―, que propendieron paulatinamente a resultar positivas, y con frecuencia se vieron respaldadas por el orgullo con que algunos escritores exhibieron su abolengo español»[5]. Esta tendencia hispanófila encontró en el Perú, como en otros países, un nutrido grupo de intelectuales que, desde diversas perspectivas ―literarias, históricas, políticas, etc.― trazaron sus propuestas sobre la defensa de las raíces hispánicas y su «indiscutible» preponderancia en los procesos de la cultura nacional.
Muy lejos parecían quedar estas propuestas de otras formuladas a finales del siglo XIX que pretendían precisamente lo contrario: romper el silencio impuesto por la tradición que convertía el pasado colonial en una especie de Arcadia, y oponerse a la retórica de las letras que la alimentaron. En esta ruptura, Manuel González Prada es la figura principal y en sus ensayos insistió en anular esa escisión social que en la tradición literaria limeña había supuesto la representación única y exclusiva de la cultura criolla, integrando en su pensamiento a las masas de desprotegidos[6]. En este sentido, Luis Alberto Sánchez vio el aspecto positivo del desastre que supuso la pérdida de la Guerra del Pacífico contra Chile (1879), dado que generó el nacimiento de una nueva conciencia que por fin rompía con la indiferencia y se asomaba a los extramuros de la ciudad para contemplar la sierra andina, cuya realidad había permanecido ajena, casi inexistente, en las adormecidas mentes capitalinas: «A partir de 1885, inevitable efecto de la guerra, el país cambia de paso. […] Como protagonista de la nueva etapa ingresan en la arena del debate público el indio y la provincia». Y una nueva generación, que reivindicará inevitablemente a González Prada como mentor, amanece tras la contienda con afanes renovadores, y protagoniza la «insurgencia provinciana, indigenista, agnóstica, heterodoxa, anticolonial y juvenilista»[7]. Esta es la generación que surge del grupo «Colónida», cuyo afán por romper la dependencia de la cultura peruana con respecto a la española, fructificó en la búsqueda de nuevos caminos para el hallazgo de lo propio y original.
Pero antes de producirse esta algarada juvenilista, la generación novecentista cobró un papel preponderante en la vida cultural del país, de modo que el primer pensamiento indigenista formulado por Manuel González Prada no consiguió minar la tradicional coyuntura de la Lima letrada con el rancio abolengo español; un vínculo que la generación del novecientos o arielista trataba de fortalecer en la extensa bibliografía de autores principales como Francisco García Calderón[8], José de la Riva Agüero[9] o Víctor Andrés Belaúnde[10], por citar los nombres más destacados. Se la denominó también generación «futurista»[11], y fue el historiador José de la Riva Agüero quien asumió el papel de guía, convirtiéndose en el representante del positivismo conservador y en uno de los responsables principales del colonialismo literario en el sentido de la restauración del hispanismo[12]; en suma, en el equivalente peruano del pensamiento de Menéndez Pelayo.
Rememorando la frivolidad de la galante Lima dieciochesca, protagonizada por los amores entre el virrey catalán Amat y Junient y la comedianta apodada la Perricholi, con un tono irónico no desprovisto de crítica, Luis Alberto Sánchez denominó este rebrote hispanista como «perricholismo»[13], combinación entre limeñismo y pasatismo que cultivaban algunos escritores de la generación del novecientos[14], ahondando, desde su punto de vista, la tradicional escisión entre Lima y las provincias:
Entre 1900 y 1905 la nueva hornada ―nacida entre 1880 y 1885, es decir, con posterioridad a la guerra― repite las enseñanzas aprendidas de Francia, en parte a través de Rodó. […] el indio, y la provincia, y la patria, y la rebelión, y el laicismo son olvidados entre nubes de incienso, entre vaharadas de confort. […] La universidad, al recuperar su preeminencia, ahonda la división entre limeños y provincianos, entre ricos y clase media. La cátedra vuelve, como en la colonia, al seno de algunas familias o clanes electorales. […]
Surge, sin embargo, una promoción brillante y constructiva. Francisco García Calderón […] pronto se destaca como el ensayista representativo de la nueva generación. […] Con él asoman Ventura García Calderón, esteta indudable […]; José Gálvez, el poeta del grupo; José de la Riva Agüero, el historiador de su promoción […][15].
Como lo definió José María Arguedas, «el hispanismo se caracteriza por la afirmación de la superioridad de la cultura hispánica, de cómo ella predomina en el Perú contemporáneo y da valor a lo indígena en las formas mestizas»[16]. Este rebrote del hispanismo, como propuesta teórica que olvidó los logros en torno al indígena alcanzados por la generación anterior, propugnó una dependencia ineludible y necesaria con respecto a la literatura española y, en otro orden, reivindicó los valores hispánicos en los controvertidos debates sobre la identidad nacional. En el origen de esta defensa, la guerra y el discurso de González Prada son, como ha señalado Francisco José López Alfonso en su introducción a una edición de textos de Belaúnde, Mariátegui y Basadre, los principales detonantes de la reacción de la generación novecentista:
El fermento de este despertar nacionalista fue el sentimiento herido por la derrota ante Chile en la guerra del Pacífico (1879) y por la fustigante prédica radical que la siguió: González Prada denunció los males que habían conducido a la derrota, pero en su indignación había recargado los defectos y oscurecido el porvenir. Al menos ésta es la versión que los novecentistas pretendieron fijar[17].
Pero la doctrina de González Prada no parecía propicia al olvido, a pesar de la poderosa influencia de la generación novecentista, en un país en el que los procesos históricos y sociales alimentaban incesantemente los fermentos necesarios para la renovación cultural y para una impostergable reivindicación social que habría de emerger con fuerza desde las provincias. La generación academicista y universitaria del novecientos vio muy pronto crecer a una nueva promoción de escritores que se congregó en el denominado grupo «Colónida» en 1916, en torno a la revista que así se titula y que dirigía Abraham Valdelomar. La aparición de este grupo supuso una defensa de las provincias, de donde varios escritores procedían ―Alberto Ureta, Abraham Valdelomar o Percy Gibson―, y representó una insurrección «contra el academicismo y sus oligarquías, su énfasis retórico, su gusto conservador, su galantería dieciochesca y su melancolía mediocre y ojerosa»[18]. Es el principio de la que Luis Alberto Sánchez denominó «herejía antinovecentista»[19], que traduce de nuevo la oposición congénita al Perú entre Lima y la provincia ―entre lo hispánico y lo indígena―, en este caso a través del pretendido antagonismo que enfrenta dos propuestas literarias: la academicista de los universitarios y la libre creación de los autodidactas[20].
Los escritores de este cenáculo se formaron literariamente en el momento de la belle époque: el tiempo de los modernistas latinoamericanos y de los simbolistas franceses, del impresionismo, el gusto decadente y el lirismo dannunziano. Contrariamente a lo que en principio cabría esperar de una insurgencia cultural provinciana, en este ambiente, los llamados «colónidas» «practicaban la devoción a los paraísos artificiales, al dandismo en el vestir, el wildeanismo en el decir y a la costumbre criolla ―especialmente de la costa― como tema de sus divagaciones»[21]. Pero el carácter heterogéneo de esta generación y sobre todo la evolución de algunos de sus integrantes resuelven, como veremos, esta aparente contradicción. Abraham Valdelomar y José María Eguren son los nombres más destacados en estas primeras décadas del siglo.
Y es que el antagonismo con los novecentistas es sólo relativo, pues los escritores de ambas generaciones mantienen lazos de unión: Ventura García Calderón y Abraham Valdelomar traducen en su prosa modernista el tiempo de la belle époque; José Gávez ―el poeta del grupo del novecientos― es un romántico, heterodoxo con respecto a la generación «futurista»[22]; a pesar del repetido antiacademicismo de esta generación, Valdelomar se matriculó varias veces en la Universidad y, en su refinamiento snobista, adoptó el seudónimo pasatista y colonial de «El conde de Lemos»; y, a pesar de la distancia ideológica, Valdelomar y José de la Riva Agüero mantuvieron una cordial relación, tal y como nos narra Luis Alberto Sánchez en su libro Valdelomar o la belle époque:
Entre Riva Agüero y Valdelomar había una diferencia cronológica de tres años: aquel nació en 1885, éste en 1888, pero la distancia espiritual era de casi dos siglos: Valdelomar pertenecía a plenitud al siglo XX, Riva Agüero anhelaba retornar o quedarse en el siglo XVIII. […] Aunque Valdelomar no creía tampoco en el futurismo de Marinetti, ni en el «arte mecánico» y la quema de iglesias y consiguientes monumentos mucho menos aceptaba ya ―insisto― la tendencia barroca y antienciclopedista de Riva Agüero. No obstante lo cual, se mantuvo siempre tendido entre ambos un puente de cordial entendimiento. Pronto tal vínculo le sería a Valdelomar imprescindible[23].
José Carlos Mariátegui considera que, debido a su carácter “demasiado heteróclito y anárquico”, el movimiento «Colónida» «no pudo condensarse en una tendencia ni concretarse en una fórmula», «constituía un sentimiento ególatra, individualista, vagamente iconoclasta, imprecisamente renovador»; «los colónidos no coincidían sino en la revuelta contra todo academicismo»[24]. Pero su relevancia en el proceso de la literatura no fue la de crear escuela, sino que más bien radicó en la renovación de un movimiento que significaba una actitud, libre y espontánea, así como también en la reivindicación de González Prada y el pensamiento anticentralista: la generación «colónida» ―elucida Mariátegui― «iconoclasta ante el pasado y sus valores, acata, como su maestro, a González Prada y saluda, como su precursor, a Eguren, esto es, a los dos literatos más liberados de españolismo»[25]. En este sentido, Federico More, mucho más que Valdelomar, supuso la radicalización del ideario anti-limeño y anti-academicista, la defensa del pensamiento de González Prada y la actitud rebelde frente a la generación novecentista.
De cualquier forma, la emergencia del grupo «Colónida» constituyó un momento decisivo en la politización de los escritores, al igual que ocurrió con la literatura de González Prada ―antagonista de Piérola― o de su coetáneo Chocano, quien defendió a este presidente que gobernó tras la contienda del Pacífico[26]. En definitiva, implantó el germen del inconformismo, que habría de desembocar en la reforma universitaria de 1919, llevada a cabo por la juventud disconforme con el anquilosamiento y la caducidad del sistema imperante y con la subsistencia de los viejos métodos perpetuados por la antigua casta docente. Como es bien sabido, esta reforma no es un hecho histórico particular del Perú sino que supuso una revuelta global en América Latina, cuando un nuevo espíritu latinoamericano se alzaba en diversos países del continente, después de haberse hecho efectivo en Córdoba (Argentina) en 1918[27]. Luis Alberto Sánchez recuerda la insurgencia de aquellos años:
En 1919 estalló el movimiento de la reforma universitaria. Casi todos los «colónidas» ―Mariátegui, Falcón― lo apoyaron; casi todos los arielistas ―Gálvez, Belaúnde―, lo alentaron sin intervenir, y toda la nueva hornada juvenil ―Haya de la Torre, Orrego, Spelucín― […] lo llevó a cabo.
La Reforma Universitaria adquirió al punto un sesgo político y social. Ya Valdelomar había realizado una gira por las provincias del Perú, pronunciando discursos nacionalistas y conferencias estéticas, acercándose a estudiantes y obreros. Pero, lo que en Valdelomar fue sólo intuición artística y algo de juglarismo danunciano [sic], se convirtió a través de la reforma, en afirmaciones concertadas y movimiento robusto[28].
El restablecimiento del civilismo impuesto por Riva Agüero, que había supuesto una reacción contra el pensamiento gonzález-pradista, sufría ahora este ataque que provenía principalmente de las provincias y que se concretó en la renovación de una literatura libre y espontánea, en la reforma universitaria y en la posterior creación de las denominadas «universidades populares González Prada»; centros que éste no llegó a conocer pues había fallecido en julio de 1918.
Ahora bien, en cuanto a la literatura se refiere ―la que efectivamente produjeron los «colónidos»―, el acatamiento de González Prada se materializó sobre todo en la alabanza a la figura que representó y no tanto en la traducción literaria de su ideario político y social. Es decir, como ha visto Mariátegui vquien militó en el grupo, junto con César Vallejo, cuando ambos comenzaban a producir sus primeros escritos[29]― los «colónidos» «amaron lo que en González Prada había de aristócrata, de parnasiano, de individualista»[30]. Eso sí, como explica Washington Delgado,
el papel social del poeta, en este momento, ha cambiado, porque la poesía tampoco se dedica ya a sustentar de alguna manera el orden establecido. […] Esta eclosión, este cambio de posición de la literatura que se acentúa después de Eguren, con los movimientos de Vanguardia, con Vallejo y los poetas que vienen después, hasta la época de Amauta, es un cambio que se produce en toda la cultura peruana y latinoamericana; hay una nueva manera de ver y examinar las cosas[31].
Las características inherentes a la literatura de «Colónida» y, en concreto, la evolución literaria que protagonizan Abraham Valdelomar y José María Eguren, arroja luz sobre los procesos culturales e ideológicos que en el Perú de principios de siglo presagian aires nuevos y articulan renovados modelos de interpretación de la experiencia peruana.
Los citados rasgos aprehendidos de González Prada, definen la personalidad del primero de ellos, Abraham Valdelomar (1888-1919), quien supo reunir al cenáculo de escritores en la efímera revista Colónida y en las tertulias del Palais Concert, lugar emblemático de la belle époque peruana, cuando Lima todavía era el escenario de lo más granado de la sociedad. Allí acudían artistas y escritores, pero también llegaban ―como recuerda Julio Ramón Ribeyro― «los ricachones para codearse con los bohemios o tirarse un lance con las vienesas»[32]. «El Palais, su Palais, ―apunta Luis Loayza― fue el centro de una inteligencia, de un estilo que marcó la ciudad y tendría lejanos efectos insospechados; a la mesa de Valdelomar se sentaron Mariátegui y Vallejo»[33].
Para penetrar en la figura de Valdelomar, es imprescindible el citado libro de Luis Alberto Sánchez Valdelomar o la belle époque[34], donde encontramos un extenso y detallado recorrido por la vida y la obra del escritor, en el entramado político y social del Perú durante los últimos años del siglo XIX y las primeras décadas del XX. A lo largo del libro son constantes las alusiones a la evolución del escritor que, de atildado cronista, se convirtió en «juvenil y ardoroso orador de plazuela»[35], lo que en su literatura se tradujo, sobre la fecha de 1913, en un abandono de sus «dannunzianas rutilancias. Adquirió precisión e ironía; ganó en sequedad y humor”[36]. Esta evolución marca un desarrollo literario en el que, tras despojarse del peso de la tradición limeña, evidente en obras como La ciudad de los tísicos y La ciudad muerta, ambas de 1911, emprende una literatura diferente en la que se incorpora con fuerza el ambiente de la provincia, y cuyos logros más relevantes se canalizan a través del cuento: El caballero Carmelo (su cuento más célebre, aparecido en 1913), Los ojos de Judas, Hebaristo, el sauce que murió de amor, etc. El paisaje costeño y su encanto nostálgico y melancólico es el ambiente de estos relatos en los que la mirada poética horada la realidad desnuda, el paisaje natural de la costa peruana, rodeado de un halo de misterio que se nos da a través de la idealización del recuerdo infantil y familiar.
José Carlos Mariátegui subraya la importancia de esa evolución de Valdelomar para la literatura peruana, tanto por la incorporación de nuevos aires cosmopolitas (por ejemplo, inició el cultivo de la greguería de Ramón Gómez de la Serna) como por la penetración en la cotidianidad provinciana:
Su personalidad no sólo influyó en la actitud espiritual de una generación de escritores. Inició en nuestra literatura una tendencia que luego se ha acentuado. Valdelomar, que trajo del extranjero influencias pluricolores e internacionales y que, por consiguiente, introdujo en nuestra literatura elementos de cosmopolitismo, se sintió, al mismo tiempo, atraído por el criollismo y el incaísmo. Buscó sus temas en lo cotidiano y lo humilde. Revivió su infancia en una aldea de pescadores. Descubrió, inexperto pero clarividente, la cantera de nuestro pasado autóctono[37].
Esta evolución de su breve trayectoria literaria le ha valido la consideración por parte de algunos críticos como el fundador del cuento peruano contemporáneo. Tal es la opinión, por ejemplo, de José Miguel Oviedo:
El cuento peruano contemporáneo nace, hacia la segunda década del siglo, con Abraham Valdelomar y como un esfuerzo hacia la incorporación de cierto perfil humilde de la realidad nacional: la aldea, la provincia triste y lejana. Hasta Valdelomar esos ámbitos prácticamente no habían sido captados de modo válido por nuestra literatura. […] Hacia 1915 la sensibilidad y las preocupaciones de los escritores peruanos estaban cambiando. Tras los fuegos fatuos y las desmayadas exquisiteces difundidas por los discípulos locales de Rubén, había un clima propicio para intentar una nueva literatura nacional: una literatura fiel a las esencias peruanas, a las sencillas realidades del contorno propio, a los acentos de una expresión americana. Estábamos ya al borde del regionalismo y de una concepción socio-estética del arte literario. […] Valdelomar […], curándose de sus veleidades dannunzianas, emprendía la vuelta espiritual a la pequeña provincia distante…[38]
En esta incorporación de la provincia y su ambiente como escenario de los relatos radica por tanto la importancia de Valdelomar, en la incipiencia de una nueva literatura peruana que pronto se concretaría en novedosas propuestas estéticas, lanzadas principalmente desde la revista Amauta dirigida por José Carlos Mariátegui.
Pero la renovación estética tuvo otra figura principal en el contexto literario que estamos trazando y, en concreto, en el ámbito de la poesía. José María Eguren (1882-1942) fue coetáneo a la generación del novecientos, pero no por ello afín a la estética que los novecentistas propugnaron. Partiendo del modernismo y del simbolismo, dirigió su trayectoria literaria por caminos novedosos que alimentaban la autarquía de su poesía en el panorama del modernismo epocal. En el intento de definir su obra y situarla en el ámbito literario del momento, la mayor parte de la crítica ha visto «la versión ascética del modernismo cortesano de José Santos Chocano, o silenciada por el triunfo universal de la poesía humana y desagarradora de César Vallejo»[39]. Ante la trompetería de Chocano, Eguren construye melodías de sordina; frente al desgarramiento profundamente humano de Vallejo, el dolor melancólico de Eguren determina la primacía del artista. Para una parte de la crítica, es el fundador de la poesía contemporánea, en el sentido de la subversión de los cánones estéticos perpetuados hasta el momento, la cancelación de la poesía modernista, la creación de una nueva sensibilidad y la apertura de caminos inéditos para la creación poética. Para otros, como Luis Alberto Sánchez, dicha consideración es errónea, precisamente porque en la poesía de Eguren percibe una ausencia de latido humano; en sus palabras, una «resonancia deshumanizada»[40]. Del mismo modo, Washington Delgado plantea que «si Eguren es, principalmente, el cancelador del modernismo, Vallejo, que participa también en esa tarea de cancelación, es el fundador efectivo de la nueva poesía peruana»[41].
En cualquier caso, la mayor parte de la crítica considera a Eguren como germen del que habría de nacer un nuevo derrotero para la poesía peruana moderna. Y su papel central para la «herejía antinovecentista» proviene, precisamente, de su disconformidad con la generación a la que por edad perteneció, que le valió la reivindicación como maestro por el grupo «Colónida», junto con Manuel González Prada ―quien, a su vez, fue su impulsor y precursor en los amagos de un incipiente simbolismo[42]―, así como por la joven vanguardia, con José Carlos Mariátegui y César Vallejo, que por aquellos años comenzaban su andadura literaria en el movimiento «Colónida». En esta insurgencia se encuentra el punto que establece la conformidad de la crítica, como podemos comprobar en la reflexión de Luis Alberto Sánchez:
Si de él [se refiere a Eguren] se prendieron los capitanes del nuevo tiempo literario del Perú, búsquese la razón en la necesidad de insurgir contra lo ritual, más no en el hallazgo de un rumbo inesperado. […] La insurgencia de 1915 fue, además, predominantemente estética. Faltaba un nexo unitivo, un nervio conductor. Había cansancio de lo consagrado y protesta contra la universidad y el limeñismo (léase «virreinalismo» o «perricholismo») en literatura. Y la informe intuición de que estaba amaneciendo un alba imprevista[43].
José Carlos Mariátegui, al analizar la importancia de la figura de Eguren en el devenir de la poesía peruana del siglo XX, subraya el cambio de rumbo que instaura su poesía, inductora de la clausura del modernismo retórico; en definitiva, lo clasifica entre los precursores del período cosmopolita de la literatura peruana[44]:
El arte de Eguren es la reacción contra este arte gárrulo y retórico, casi íntegramente compuesto de elementos temporales y contingentes. Eguren se comporta siempre como un poeta puro. No escribe un solo verso de ocasión, un solo canto sobre medida. No se preocupa del gusto del público ni de la crítica. […] Es un poeta que en sus versos dice a los hombres únicamente su mensaje divino[45].
Valdelomar, principal impulsor de esta renovación, mantuvo una estrecha amistad con José María Eguren, a quien consideraba su más fiel amigo. Ambos son los escritores principales de esta generación que se independiza del canon literario oficial, su academicismo y el criollismo histórico como única posibilidad literaria; en suma, como plantea Gema Areta, dan la espalda a un “modernismo patrio, reconocido como suyo por la oligarquía peruana»[46].
La revista Contemporáneos, donde Eguren publicó sus primeros escritos, fue el órgano principal de los primeros independientes del modernismo, que rechazaban la estética y el pensamiento propugnado por el cenáculo de los «futuristas». Por ello, Mariátegui considera que esta revista «marca incontestablemente una fecha en nuestra historia literaria»[47], dado que fue el germen del que surgiría años más tarde la revista Colónida, que, como ya hemos indicado, reivindicó y adoptó la figura de Eguren como poeta del grupo. Contemporáneos, Colónida y Amauta son, por tanto, tres eslabones principales de esta evolución, en cuyas páginas se concatenan los escritores que, partiendo del modernismo, dieron ese giro radical que permitió la aparición en 1928 de La casa de cartón o la efervescencia de aquel vanguardismo indigenista que tuvo como principal órgano difusor la revista Amauta. Podemos comprender ahora por qué la novela de aquel «joven de gran familia»[48], de pseudónimo Martín Adán, no aparece editada bajo el auspicio de un prólogo académico del insigne Riva Agüero, y sí con las agudas reflexiones sociales, culturales y literarias ―a modo de prólogo y colofón― de dos impulsores principales de la «herejía antinovecentista», Sánchez y Mariátegui. Parece evidente que los protagonistas de los nuevos derroteros de las letras peruanas habían cambiado y que los brillantes resultados de la literatura de vanguardia habían tenido una aurora indiscutible: la insurrección «colónida», provinciana, anticolonial y juvenilista.
Citas:
[1] Jorge Aguilar Mora, Introducción a Martín Adán, El más hermoso crepúsculo del mundo (antología), México, F.C.E., 1992, pág. 33.
[2] Martín Adán, «La casa de cartón» y «Natividad», en Amauta, Año II, nº 10, diciembre de 1927, Lima, págs. 16, 21-22 («La casa de cartón») y pág. 47 («Natividad»).
[3] José Carlos Mariátegui, «Colofón» a La casa de cartón de Martín Adán, Lima, Peisa, 1974, pág. 90.
[4] Véase el artículo de Lily Litvak titulado «Latinos y anglosajones: una polémica de la España de fin de siglo», en España 1900. Modernismo, anarquismo y fin de siglo, Barcelona, Anthropos, 1990, págs. 155-199. (Publicado por primera vez en la Revista Internacional de Sociología, Madrid, Segunda época, 15-16, julio-diciembre de 1975).
[5] Teodosio Fernández, «España y la cultura hispanoamericana tras el 98», en Lourdes Royano (ed.), Fuera del olvido: los escritores hispanoamericanos frente a 1898, Santander, Universidad de Cantabria, 2000, pág. 23.
[6] Según Sebastián Salazar Bondy, «el fracaso de sus proyectos revolucionarios ―que acogieron dos generaciones faltas de su integridad, la de sus discípulos inmediatos y la de Haya de la Torre― debe cargarse a la cuenta de la vasta capacidad corruptora del colonialismo, experto más en anemizar que en aplastar sus anticuerpos». Lima la horrible, Lima, Peisa, 1974, pág. 126.
[7] Luis Alberto Sánchez, «Panorama cultural del Perú», introducción a la 2ª ed. de su obra La Literatura Peruana, Lima, Ediventas, 1965-66. Publicado en Luis Alberto Sánchez, La vida del siglo, Hugo García Salvattecci (ed.), Venezuela, Ayacucho, 1988, pág. 47.
[8] Entre sus obras, destacan De litteris (1904) con carta prólogo de Rodó; Profesores de idealismo (1909); y Les démocraties latines de l’Amérique (1912). Como ha señalado José Carlos Rovira «las ideas centrales de García Calderón construyen un pensamiento racista en el que defiende una vaga latinidad, originada por el empuje hispánico y la cultura francesa, una latinidad opuesta al espíritu anglosajón…». Identidad cultural y literatura, Alicante, Instituto de Cultura Juan Gil-Albert y Comisión V Centenario, 1992, pág. 28.
[9] Ardiente defensor de la tradición hispánica, Riva Agüero veía en el aumento de la inmigración española e italiana el medio para fortalecer el predominio de la raza latina en el territorio nacional. Y en su recuperación del pasado consideró el tiempo de la colonia como «los tres siglos civilizadores por excelencia» (en Carácter de la literatura del Perú independiente, Obras Completas, Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú, 1962, tomo I, págs. 297-298).
[10] Asumió los planteamientos de los regeneracionistas españoles y de la generación del 98. […] Tomando como referente El problema nacional, de Ricardo Macías Picavea, Colectivismo agrario en España y otras obras de Joaquín Costa, realizó un autoanálisis de los defectos del alma nacional y profundizó en las causas del fracaso político y económico.
[11] El título «futurista» es el irónico apodo del Partido Nacional Democrático fundado por José de la Riva Agüero, en el que se encontraron los jóvenes del Partido Civil y el pierolismo.
[12] Entre los escritores de esta generación el continuador más fiel de las tesis de Riva Agüero fue Javier Pardo, principalmente en su obra El genio de la lengua y la literatura castellana y sus caracteres en la historia intelectual del Perú, Lima, Imprenta del Estado, 1918.
[13] Ventura García Calderón, integrante de esta generación, se queja ante tal denominación: «Las páginas más coherentes y recientes sobre Micaela [Villegas, la Perricholi] están en un libro primoroso de mi paisano Luis Alberto Sánchez que continúa la mala costumbre de novelar la historia, es decir de improvisarla, como se jactaba de hacerlo Palma, con tres paliques, dos mentiras y una exigua verdad. Lo pintoresco del caso es que su autor ha acusado de “perricholismo” a la generación anterior a la suya, entendiendo por esa palabra peyorativa una afición desmedida y pasadista a los prestigios del pasado colonial. Y cuando se ha burlado con suma gracia de nosotros… ». En Vale un Perú, París, Desclée, 1939, pág. 111.
[14] Véase José Carlos Mariátegui, Siete ensayos ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928), México, Era, 1979, págs. 247-253; Antonio Cornejo Polar , «El desvío hispanista», en La formación de la tradición literaria en el Perú, Lima, Centro de Estudios y Publicaciones, 1989, págs. 67-86; Luis Loayza, «Riva Agüero: Una teoría de la literatura peruana» [sobre el libro de Riva Agúero Carácter de la literatura del Perú independiente], Cuadernos Hispanoamericanos, nº 417 (marzo 1985), págs. 172-181.
[15] Luis Alberto Sánchez, Panorama de la literatura del Perú, (desde los orígenes hasta nuestros días), Lima, Milla Batres, 1974, págs. 117-118.
[16] José María Arguedas, «Razón de ser del indigenismo en el Perú», en Formación de una cultura nacional indomaericana, México, Siglo XXI, 1975, pág. 191. [Publicado en Visión del Perú, Lima, junio de 1970, nº 5].
[17] Francisco José López Alfonso (ed.), Indigenismo y propuestas culturales: Belaúnde, Mariátegui y Basadre, Alicante, Instituto de Cultura Juan Gil-Albert y Comisión V Centenario, 1995, pág. 11.
[18] José Carlos Mariátegui, Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, ed. cit., pág. 253.
[19] Luis Alberto Sánchez, Panorama de la literatura del Perú, ed. cit., pág. 125.
[20] «El libre examen reformista ―escribe Luis Alberto Sánchez― (suerte de heterodoxia o luteranismo docente) trataba de abolir el viejo magister dixit y todo absolutismo racionalista». Balance y liquidación del novecientos (1941), en Luis Alberto Sánchez, La vida del siglo, ed. cit., pág. 125.
[21] Ibidem, págs. 129-130.
[22] Disiente de algunas tesis de Riva Agüero, por ejemplo con la idea de este último respecto a la imposibilidad de recuperar para la historia de la literatura peruana el pasado prehispánico. Véase su tesis Posibilidad de una genuina literatura nacional.
[23] Luis Alberto Sánchez, Valdelomar o la belle époque, México, Fondo de Cultura Económica, 1969, pág. 137.
[24] José Carlos Mariátegui, op. cit., págs. 253 y 254.
[25] Ibidem, pág. 214.
[26] Véase A.A.V.V., Literatura y sociedad en el Perú, I, Lima, Mosca Azul, 1981, pág. 82.
[27] Véase José Carlos Mariátegui, «La reforma universitaria», en Siete ensayos…, ed. cit., págs. 109-136.
[28] Luis Alberto Sánchez, Panorama de la literatura del Perú, ed. cit., págs. 131-132. Sobre el movimiento de reforma universitaria de 1918, véase Claude Fell, «Vasconcelos-Mariátegui: Convergencias y divergencias 1924-1930», Cuadernos Americanos, año IX, vol. 3, México, Universidad Nacional Autónoma de México, mayo-junio 1995, págs. 11-36.
[29] Véase Siete ensayos…, ed. cit., pág. 254.
[30] Ibidem, pág. 255.
[31] En AA.VV., Literatura y sociedad en el Perú, I, ed. cit., pág. 24.
[32] Julio Ramón Ribeyro, «El vuelo del poeta», en Antología personal, México, Fondo de Cultura Económica, 1994, pág. 134.
[33] Luis Loayza, «El joven Valdelomar», en El sol de Lima, México, F.C.E., 1993, pág. 109.
[34] Luis Loayza comenta a propósito de este título: «Está bien llamar a esos años con el término un poco absurdo y burlón de belle époque, como lo ha hecho Luis Alberto Sánchez en su excelente biografía de Valdelomar, porque en ellos hubo mucho de afrancesamiento, de fervorosa imitación de modelos europeos en medio de una prosperidad efímera y sin duda ficticia […] aunque también es innegable que fueron años de felicidad fina y burguesa». Ibidem, págs. 108-109.
[35] Luis Alberto Sánchez, Valdelomar o la belle époque, ed. cit., pág. 87.
[36] Ibidem, pág. 100.
[37] José Carlos Mariátegui, Siete ensayos…, ed. cit., pág. 257.
[38] José Miguel Oviedo, «El cuento contemporáneo del Perú», en Narradores peruanos (antología), Caracas, Monte Ávila Editores, 1968, págs. 7-8. Recordemos también las palabras de Washington Delgado; «Abraham Valdelomar es quien inicia la tradición narrativa peruana en este siglo. […] funda una tradición, descubre y convierte en tema artístico una nueva faceta de la realidad peruana, una realidad tangible, dinámica y, hasta entonces, ignorada. […] Lo que Valdelomar nos ofrece y entrega pueden ser verdades mínimas y parciales, pero están colmadas de una evidencia artística nueva». En AA.VV., Literatura y sociedad en el Perú, II. Narración y poesía en el Perú, Lima, Mosca Azul, 1982, pág. 15.
[39] Gema Areta, «El Perú y la modernidad silenciosa», prólogo a José María Eguren, De simbólicas a rondinelas, Madrid, Visor, 1992, pág. 7.
[40] Luis Alberto Sánchez, Panorama de la literatura del Perú, ed. cit., págs. 128-129.
[41] Washington Delgado, en AA.VV., Literatura y sociedad en el Perú, II. Narración y poesía en el Perú, ed. cit., 1982, pág. 91.
[42] Véase Xavier Abril, «El simbolista Eguren y González Prada», en «José María Eguren, un poeta hermético», Fanal, vol. XIII, nº 53, 1957, págs. 24-25. «El simbolismo fue, cronológicamente, una conquista tardía de Eguren, si se tiene en cuenta el eclipse de la escuela, mas en el Perú tuvo el efecto de una conmoción revolucionaria. En el primer momento mereció la resistencia de las fuerzas coaligadas del colonialismo literariov, pág. 24.
[43] Luis Alberto Sánchez, Panorama de la literatura del Perú, ed. cit., pág. 128.
[44] José Carlos Mariátegui, Site ensayos…, ed. cit., pág. 268.
[45] Ibidem, pág. 265.
[46] Gema Areta, «El Perú y la modernidad silenciosa», cit., pág. 9.
[47] José Carlos Mariátegui, Siete ensayos…, ed. cit., pág. 263.
[48] José Carlos Mariátegui, «Colofón» a La casa de cartón, ed. cit., pág. 90.