Con esta quinta entrega el poeta Nilton Santiago nos cuenta sobre sus viajes por la ciudad de Marrakesh, París y algunos recuerdos del Perú. Aunque esta también es la excusa perfecta para hacernos siempre dar una vuelta por su mundo interior, sus temas recurrentes, sus pasiones y sus grandes habilidades de poeta.
Por: Nilton Santiago*
Crédito de las fotos: Ainhoa Molina y el autor
MARRAKESH MON AMOUR
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Son casi las 6 de la mañana y un rayo de sol se abre paso entre las nubes dando botecitos, como si fuese una pelota de ping pong, hasta llegar a la ventana del Riad donde estamos hospedados. Es tan temprano que ni siquiera los gallos han terminado de hacer sus gárgaras para aclarar la voz y cantarnos los buenos días. Entonces de repente se escucha un canto por toda la Medina de Marrakech: “Allahu akbar”, “Allahu akbar”… se repite una y otra vez desde la mezquita Kutubía como un mantra. Han puesto altavoces por todo el casco antiguo así que el canto se escucha por todos los rincones de la Medina. Yo, que soy tan creyente como una mantis religiosa, tengo que confesar que lo más cerca que he estado de Dios es con la llamada al rezo o a?an musulmán. Al poco rato, nos levantamos y subimos a la terraza y vemos, mientras desayunamos, que hay ya una multitud en nuestra calle: un hombre sobre un burro pasa a toda carrera y casi arrolla a un perro que conversaba tranquilamente con una libélula, otro hombre yace sentado dentro de un minúsculo puesto de verduras mientras fuma y se sirve té con menta despreocupadamente, una mujer, a su lado, habla sola mientras corta un trozo de carne descomunal que se cuela entre los montículos multicolores (en forma de triángulos) de curry, comino, pimienta y otras especias que se venden en el puesto de al lado. Finalmente, otros dos tipos en chilaba discuten sobre el precio final de una gallina en el mismo momento en que ésta se escapa y dos turistas la fotografían mientras salta sobre un charco de agua. Mientras tanto tú hablabas en francés con el dueño del Riad y, mientras me sonrías, le pedías que esa noche nos prepare una cena romántica que me pensabas cobrar a besos.
Dicen que del caos surgió la vida y sin duda es el caos lo que mantiene en orden los zocos de Marrakech, una suerte de laberinto de callejuelas llenas de tenderetes donde los marroquíes hacen su agosto con los turistas y que, no me cabe ninguna duda, no se le hubiese ocurrido diseñar ni al mismísimo Dédalo, básicamente es imposible salir de estas laberínticas calles sin la ayuda de algún poblador local, que, por cierto, te venderá algo que no necesitas. Ese primer día nosotros, por arte y magia de tu buen rollo, terminamos en una encerrona en la tienda de un bereber que nos quería vender unas alfombras a la fuerza, mientras aguantábamos estoicamente la pestilencia de los pozos de curtido de cuero, todo por seguir a un tío al que le preguntamos dónde demonios estaba el zoco de las especias y que nos llevó hasta los pozos aquellos con engaños y previa propina.
La tercera llamada al rezo del día nos pilló en la Madraza de Ben Youssef, una bellísima escuela musulmana fundada por el sultán Abdallah al-Ghalib en el siglo XIV y donde más de 800 estudiantes estudiaban el Corán. Poco después de salir y después de que charlaras un rato con una mujer que esperaba a su marido en la puerta de una pequeña mezquita, nos sorprendimos fotografiando a una enorme cigüeña que había hecho un nido inmenso sobre una de las altas paredes del Palacio El Badi, que, después de ver cómo flirteaba con su compañero de nido, nos terminó de convencer de que los niños no vienen de París.
“Allahuuuuu akbaaaaaaaar”, la llamada al rezo de las 6 de la tarde, la última del día, asustó al mono que nos leía la suerte en la Plaza de Jamaa el Fna, aquella plaza donde igual te encuentras encantadores de serpientes que improvisados dentistas exponiendo sus últimas piezas extraídas. De un momento a otro, cuando llega la noche, esta plaza parece cobrar vida propia y cientos de pobladores y turistas se sorprenden rodeados de tenderetes que aparecen de repente y en pocos minutos, proponiendo comidas típicas: los puestos de cous cous, caracoles o de cabezas de cordero asadas conviven amablemente con los tenderetes de zumo de naranja, mientras que el humo de las barbacoas que envuelve a los músicos ambulantes convierten esta maravillosa plaza en el gran teatro que puede ser la vida. Es cierto que algunos de los vendedores hacen de todo para atraer comensales y muchos están tan locos como aquellas cabras que vimos trepadas a un árbol mientras comían argán, camino a Essaouira, y que luego recodaríamos entre risas cuando caminábamos de la mano por el Cimetière du Père-Lachaise, en París, mientras buscábamos la tumba de Apollinaire.
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Ese día nos moríamos de frío y hasta la felicidad era una gran bola de nieve que crecía a la medida que jugábamos a las distancias: Lima a 10,253 Kilómetros, Rio de Janeiro a 9,168 Kilómetros y mi labios a 4 milímetros de los tuyos mientras tu mirada convertía al sol en una gran bola de helado de almendra que daba botes sobre París, desde allí, desde lo alto de la Tour Eiffel, la ciudad abría sus alas como un polluelo de pingüino que sabe que jamás podrá volar. El amor era para nosotros una estación de metro entre las sábanas y tus lunares llenos de constelaciones mientras trazaba con mis dedos mapas estelares sobre tu espalda o simplemente dibujaba flores como las que vimos en el Jardin du Luxembourg después de pasar una mañana infinita en Shakespeare and Company y entre los tenderetes de libros al lado del Sena en Saint Germain des Prés; en ese entonces el amor también era un caniche olfateando el infinito que discurría por nuestro hotel de 4 falsas estrellas en la Place Pigalle donde cometimos varios delitos de lesa fragilidad sobre tu almohada. Ese primer día subimos a Montmartre cogidos de la mano por la Rue Lepic, arrojando palomitas de maíz sobre el Moulin Rouge porque nos parecía un monumento demasiado kitsch. A los pocos minutos nos dio nuevamente hambre y entramos en el Cafe des Deux Moulins, tenías unas ganas tremendas de comer allí porque era donde Amélie trabajaba en la película y porque pensabas que te encontrarías a Yann Tiersen comiéndose unos espaguetis al pesto como a ti te gustaban. Al llegar le pediste a la camarera (que no era Amélie) una ensalada que parecía un trozo de césped del Jardin des Tuileries y yo, como el troglodita que entonces era, pedí un bistec de ternera que, cuando me lo sirvieron, parecía que lo habían cocinado con petardos o a balazos. La Rue Lepic era como una escalera eléctrica que nos llevó también hasta el Moulin de la Galette después de desviarnos por la avenue Junot para visitar la casa de mi adorado Tristan Tzara, el poeta dadaísta que cambió el origen del universo. ¿Por qué te sorprendió tanto ver que un pintor retrataba a un picaflor en la Place du Tertre mientras que yo fumaba, alejado, sacándote fotos como si así quisiera congelar el tiempo? Perdimos horas pidiéndole prestado a un pájaro su buen humor para presentarnos frente al 42 de la Rue Fontaine, pero luego descartamos esa idea porque luego el pájaro nos convenció de que Breton no estaría en casa sino en el Marché aux Puces buscando -quizás- alguna estatuilla africana, además estoy seguro de que lo que tu querías en realidad era perderte entre el Jardin des Plantes o merendar una ensalada en las escalinatas del Théâtre de l’Odéon para ver si veíamos por casualidad a Cioran estrangulando algún pensamiento optimista y no perder el tiempo visitando la casa de un poeta surrealista. Luego, por la noche, nos comimos con soja y palitos chinos unos cuantos besos en aquel restaurante japonés de la Place de la Contrescarpe, la plaza de los poetas sin libro, porque nos cerraron la puerta del restaurante donde querías ir ya que para los franceses es muy tarde cenar a las 20h. Me sacaste una foto frente a la casa de Verlaine pero lo que quería era realmente que ese día no acabe hasta que tú lo decidieses, es cierto, me dolían las costillas con el codazo que me habían dado a la entrada del Louvre, donde llegamos temprano para evitar la muchedumbre, pero en cambio lo que encontramos fue precisamente la muchedumbre aguardando en las puertas, como si fuese la salida de una maratón: apenas las abrieron corrieron todos para ver la Gioconda y a mí un turista japonés me clavó el codo para adueñarse de mi posición en el mundo que no es ninguna ahora que te recuerdo sin ti.
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Las mañanas en París se parecían mucho a aquella mañana en Auschwitz en la que Vanesa y yo terminamos empapados hasta el tuétano después de convencerla de no llevar paraguas, una especie de puesta en escena en la que el Dios de las metidas de pata cogía su gran escoba y empezaba a barrer las más estúpidas ocurrencias hasta hacer que caigan sobre la cabeza de los tontos como yo. Las metidas de pata, ¡vaya! a veces soy tan hábil en la vida como un jabalí intentando liar un cigarrillo o enhebrando una aguja. Ahora lo recuerdas entre risas pero en ese entonces lo que querías era guillotinarme con una galleta de soda en la Place de la Bastille: en la Sainte-Chapelle, el templo gótico que albergó la corona de espinas, parte de la cruz, el hierro de la lanza y otras reliquias del martirio de Jesucristo, se me cayó un bocadillo de aguacate que luego pisé sin querer y esparcí por todos lados; desde lo alto de Notre Dame se me cayó una botella de agua que golpeó la cabeza de una gárgola que volteó a mirarme con cara de pocos amigos. Soy tan gafe que, el día que fui a verlo, el gallo del reloj astronómico de Praga amaneció con anginas y tuvieron que detener todos los calendarios hasta esperar que el reloj vuelva a funcionar. Y eso que no os cuento que por mi culpa nos multaron en Budapest con varios cientos de florines porque se me ocurrió la brillante idea de viajar gratis haciéndome pasar por chófer de metro.
¿Qué por qué os cuento todo esto? Porque dicen que después de que las cosas hayan ido de mal en peor, el ciclo se repetirá, pero no es cierto, porque nunca más volví a asustar el amanecer aquel que recogiste entre tus manos cuando lo viste herido aquella mañana, en Aguas Calientes, para luego liberarlo en el Machu Picchu. Porque nunca más volví a espantar a esas 333 vicuñas en Pampas Galeras, en Ayacucho, mientras mi padre se acercaba lentamente a fotografiar a una después de esperar una hora de pie. Porque nunca más volví a perder los caballos del ajedrez de mi abuelo por jugar a los vaqueros con ellos mientras que perdía una nueva partida frente a él. Porque nunca más volví a arrojar una taza de té sin querer sobre los espaguetis de mi madre. Porque nunca más volví a romper los cristales de una casa con un pelotazo jugando al futbol en las calles de mi barrio de Lima. Porque nunca más volví a secuestrar el coche del director del colegio donde mi madre trabajaba para esconderlo en una panadería. ¿Pero a que echáis mucho de menos mis metidas de pata? Pero así es el amor, una lágrima a la que se le ven las costuras y sí en Marrakesh volvimos a caer en la trampa: nos volvieron a llevar con engaños a la tienda del mismo bereber pero como nosotros ya teníamos aprendida la lección, esta vez terminó él comprándonos algo a nosotros: tu sonrisa entre la niebla con las monedas de mi corazón.
(Continuará…)
*(Lima, Perú), es licenciado en Derecho y Ciencias Políticas y autor de El libro de los espejos (2do Premio Copé de Poesía 2003 en su XI Bienal) y de La oscuridad de los gatos era nuestra oscuridad (II Premio Internacional de la Fundación Centro de Poesía José Hierro). Recientemente ha publicado El equipaje del ángel (XXVII Premio TIFLOS de poesía, Visor Libros, Madrid, 2014) y ha quedado finalista de la última edición del Premio ADONÁIS de Poesía 2014. En la actualidad reside en Barcelona.