Con esta tercera entrega el poeta Nilton Santiago vuelve a Lima y nos narra 24 horas de aventuras sicodélicas por diversas cevicherías de la ciudad, pasando la noche por las calles de Barranco hasta aterrizar en un terraza del distrito de Lince.
Por: Nilton Santiago*
Crédito de las fotos: Guillermo Morote y el autor
LIMA, LA NOVIA DEL MAR
[LOS MILAGROS COMO CUARTO ESTADO DE LA MATERIA]
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Es una mañana de un día de abril que se niega a terminar o más bien que se niega a ser abril del año 2004 entre los sueños de los gatos que aún duermen a sus anchas sobre el césped del Parque Kennedy. Hace un buen rato que voy por las calles de este barrio, Miraflores, buscando una cafetería abierta para tomarme un café que me devuelva a la vida, pero es inútil, es tan temprano que ni siquiera los pájaros han vuelto de sus clases de vuelo. He dejado a mis espaldas el océano Pacífico, a un surfer y a un par de pelícanos que discuten con un pescador sobre cual es la mejor manera de cocinar un lenguado. Lima, desde este lado de la luna, se parece a una ballena que ha sacado el lomo para respirar y que de pronto saca su paraguas después de ver el cielo gris “panza de burro” de esta pobre ciudad. A estas horas, parece que la niebla recogiese toda la luz del sol para ponerla bajo su alfombra, como si no quisiese compartir con los limeños el buen humor del sol por las mañanas. Siempre que pienso en Lima, pienso en que es cierto aquello de que Dios ha desmentido que esté en todas partes o que, si viniese por aquí, se sentiría más perdido que un payaso en un funeral.
Bueno, vayamos al grano, como todos sabemos en los monólogos interiores el que habla son “los otros” que somos o los que creemos ser cuando llueve. Creo que tengo veintipocos años y, como de costumbre, vengo de haber quedado con unos amigos para tomarnos algo y compartir algunas risas. Ayer por la mañana, es decir hace más de 11 años, puse un mensaje en una página web solidaria sobre “voluntariado” y “trabajos en ONGs” llamada hacesfalta.org. Hoy, es decir hace 10 años y 364 días, estoy aquí, en Lima, tratando de volver a casa después de una noche infinita y la verdad es que me cuesta hasta llegar a la parada del bus. De camino, paso por una librería de la Calle Larco y es entonces cuando sucede éste, el primer milagro del día: veo en el escaparate de la librería un libro llamado “Ainhoa, la estrella que viene del norte”. A-i-n-h-o-a, vaya nombre, pienso, vaya soledad la de las palabras dentro de los libros, estoy seguro de que a muchas palabras les gustaría pasarse al otro lado y explicar, en lugar de una historia de amor por correspondencia, un ejercicio de álgebra o de aritmética, pero da igual, así es la soledad, lo único que nos hace parecidos a las estrellas, la materia de los relojes de arena cuando ya hemos dejado de ser “nosotros” para ser parte de “otros”.
Milagrosamente, después de casi una hora, llego a casa en una sola pieza después de cambiar tres veces de bus, salvarme de dos atropellos y del atraco de una bandada de palomas, y es entonces cuando sucede el segundo milagro del día: entro en mi email y, entre decenas de correos que contestaban a mi anuncio en la página web veo tu mensaje: “espero que todo te vaya bien y tengas mucha suerte en tu proyecto” y tu firma, como si fuese la correspondencia de un ángel. Y es cuando sucede el tercer milagro: leo tu nombre, leo tu nombre letra a letra A-i-n-h-o-a, seis milagros encerrados en una sola palabra, Ainhoa la estrella. Y es cuando pienso que tienes toda la razón, el infinito son sus historias y no su soledad. Cinco meses después, el 25 de septiembre del 2004, estabas allí junto a mí, trayéndome a la cama un puñado del amanecer con cada sonrisa. Once años después, eres lo único que realmente me ha sucedido y, sin lugar a dudas, lo único que me sucederá realmente.
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Lima en enero es como una olla llena de grillos, especialmente en el casco antiguo; las calles se suceden como suceden los accidentes celestes, los buses y las mototaxis parecen feroces hienas que hacen huir despavoridos a los pasos de cebra, los vendedores callejeros se acercan a las ventanillas de los coches cuando el semáforo se pone en rojo y te ofrecen lágrimas embotelladas, refrescos de distintos sabores o paquetes de plátano frito o de kleenex, todo esto mientras los oficinistas y los perros vagabundos leen el periódico en las esquinas, cerca de donde unas mujeres venidas desde el otro lado de las nubes venden choclos con queso fresco, listo para comer. Ayer fue el 25 de junio del 2005 cuando abandoné esta ciudad rumbo a Mallorca y hoy es otro día de enero del año 2014, creo que hace tanto calor que se pueden freír un par de huevos sobre el asfalto. He quedado con Guillermo, mi querido y loquísimo amigo, que me vendrá a recoger a casa. Me ha propuesto hacer una “ruta del ceviche”, el estupendo plato peruano hecho con pescado fresco y cebolla en trozos marinados en limón y acompañados de ají, ajo, cilantro y camote. Empezamos, cómo no, comprando sobre la marcha varias cervezas “Pilsen Callao” que parecen evaporarse rápidamente cada vez que abrimos una. Primera estación, “El Limón” del barrio limeño de Lince. El ceviche es simple y limpio, parece que los cocineros de este restaurante no quieren hacer experimentos raros así que te presentan un plato con sabores primarios y profundos; quizás, para mi gusto, el pescado está muy hecho, pero el resultado final es más que aceptable, igual que el precio. Después de coger nuevamente el coche, nos pasamos al barrio de Magdalena, más “Pilsen Callao”, más ceviche; esta vez, en el restaurante “La Paisana”. Hemos pedido esta vez uno de “Conchas Negras”, una especie de molusco proveniente de los manglares de Tumbes al norte del Perú, con un sabor muy intenso y al que le atribuyen poderes afrodisíacos. Tardan tanto en traernos el ceviche que, para compensarnos, nos han servido un plato de “Seco de cordero a la norteña” (un refinado estofado de cordero con culantro y frejoles). La cuenta, cuando la vemos, es exageradamente cara, pero lo valen las risas que le sacamos a la camarera, sin duda. Siguiente estación: el restaurante “Maguila” de la Punta, en el Puerto del Callao. Pedimos un nuevo ceviche y es sencillamente espectacular, el pescado es transparente y aun huele a mar, diría que está en ese estado de la materia que sólo puede ser sublime, como las quince “Pilsen Callao” que nos tomamos después con el cocinero, el legendario Maguila, mientras nos cuenta sobre lo fácil que era antes pescar artesanalmente “lenguados” en el puerto. Nunca había visto a un cocinero de esa categoría sentarse a la mesa de unos clientes (nosotros) y soplarse un paquete de tabaco (el nuestro) con cantidades industriales de café, mientras dejaba a una de sus hijas terminando de preparar los platos. Al poco rato escuchamos aquella sentencia de uno de los clientes que entraba y que nos hizo reír como descosidos “Hey Maguila, he oído hablar tan bien de ti, que creía que estabas muerto”. No sé de dónde lo saqué, pero tuve el valor suficiente para subirme de nuevo al coche con Guillermo, que, cuando bebe (y no es broma) se convierte en una especie de kamikaze con problemas de visión doble, como si fuese un topo con calidoscopios.
Mientras Guillermo conduce, el coche se mueve como si fuese un pingüino en smoking -con astigmatismo- corriendo por el desierto: pasos titubeantes, velocidades oscilantes, tanto que hasta los vendedores ambulantes parecen querer huir despavoridos cuando nos ven venir, hasta que por fin llegamos nuevamente al barrio de Lince, donde nos esperan un grupo de amigos suecos muy queridos que hace años que no veía. Ciertamente íbamos como dos ciempiés en patines después de nadar en una copa de whisky, pero, de pronto y de sopetón, se nos quitó toda la borrachera cuando vimos a Fanny. Quizás no la veía hace más de 10 años, cuando apenas era una cría. Después de varios efusivos saludos que no queríamos terminar, subimos todos a la terraza, donde nos esperaba una mesa repleta de botellas de vino y Lucky Strike. De pronto Fanny empieza a sacar quesos ahumados, embutidos peruanos, maría y más maría, como si hubiese deforestado medio Amazonas. Guillermo, cuyo corazón bombea la luz de la luna, empieza a contar en un Spainenglish bizarro y absurdo que él es el único abogado del mundo que, a su vez, es “cetrero”. Le cuenta que “Basadre” (que es como se llama su halcón) es capaz de coger a las estrellas del cogote y llevarlas a dar un paseo por el cielo para luego traerlas a su cama, le dice todo esto mientras se acerca cada vez más al oído de Fanny y le dice en español cosas subidas de tono mientras ella me mira y se ríe consternada sin entender ninguna palabra de lo que él le dice y, cómo no, mientras me sirve más y más “pisco sour” que ella misma no cesa de preparar: pisco sour de piña, pisco sour de maracuyá, pisco sour con su sonrisa llena de miel. Mi hígado se quiere ir de paseo y ellos también, para nuestra mala suerte, Fanny ha escogido los lugares más caros y pitucos de su Lonely Planet a los que no quiere dejar de ir, así que seguro que nos dejaremos los ahorros de todo el año. Bajamos todos entonces y, al ver el estado etílico de Guillermo, uno de los suecos se reúsa a subir al coche, Jonathan. A Fanny no le cuesta nada sentarse a mi lado y está dentro hace unos minutos así que trato de convencer a Jonathan de que suba al coche mientras Guillermo ríe sarcásticamente y le da largos tragos a su cerveza. A los pocos minutos Jonathan sube después de pedirle –en inglés- que se relaje y que piense en que la pasaremos bien. Guillermo sube también al coche después de terminar de fumar, lo enciende y empieza a torturarnos poniendo a todo volumen una canción estruendosa e infumable de Faith No More mientras que cada cinco minutos detiene el coche en medio de la autopista para voltear y gritarle al sueco “¡relax, Jonathan!; !relax!” con una vozarrón inquietante y escabroso. Entonces, por uno de esos milagros que no tienen explicación, llegamos al barrio de Barranco. Mientras baja del coche, miro a Fanny y pienso que, cuando sonríe, mi corazón no es más que una rosa pixeleada.
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El barrio limeño de Barranco es siempre Barranco pero a la vez deja de serlo cada vez que voy a visitarlo. Ya no hay más Martin Adán, ni Blanca Varela, ya no hay más pájaros bohemios que sacan a pasear la soledad de los pobres muchachos que llegan para dormir en los acantilados; no obstante, aún resulta ineludible venir aquí a tomarse unas copas para conocer la vida nocturna de Lima y, ya que se viene, pasarse por el “Bar Juanito” y comerse un sánguche de jamón del país o de asado como Dios manda, es decir, acompañado de una cerveza fría y transparente, como la luna llena. Casi desaparecidos los tenderetes de comida callejera, lo que queda son algunos interesantes restaurantes con comida tradicional criolla muy cerca del “Puente de los suspiros” (¿no es patético este nombre?). No lo recuerdo bien pero creo que fuimos esa misma noche con los suecos a un restaurante bastante pijo de la “Bajada de baños” llamado “Pipas”; nos sirvieron unas más que aceptables “alitas chiferas” (con salsa agridulce y soja), una “causa limeña” con langostinos y aguacate y, para beber, unos “chilcanos”, que no es otra cosa que el gin tónic peruano, pero hecho con pisco. A nadie le sorprendió que este restaurante fuese igual de caro que cualquier bar del Mayfair de Londres.
Al poco rato, y después de fumarnos unas cuantas sonrisas y otras cosas ilegales, nos pasamos por un bar inmenso llamado “Ayahuasca”; Fanny nos pidió unos Makis “acevichados” y más pisco sour, esta vez de frutos selváticos. Todo esto mientras que ella y yo hablábamos de las diferencias que nos hacían parecidos y Guillermo arrojaba su tercera cerveza sin querer por el suelo mientras le sonreía sin parar. Terminamos la noche en un antro como pocos, una especie de club donde la música y las copas son tan paupérrimas como el precio de la entrada: “El Dragón”. Lo mismo te ponen una canción de Bowie que «Atrévete-te-te» de Calle 13. Y es entonces cuando ocurre el último milagro del día mientras charlábamos en la barra con Fanny, ella, claro, se había pasado la noche disparando a diestra y siniestra, haciéndome beber los shoots más imposibles (como unos cuantos chupitos de pisco con hojas de coca) y más Pilsen, a cantidades ya dramáticas, así que en algún momento tenía que suceder. Mientras que ella y yo nos comemos unos cuantos besos con palitos chinos, veo a Guillermo, que es un misógino al revés, bailar a duras penas con una tía que difícilmente pasaría por la puerta del club y, a lo lejos, a Jonathan sentado cerca de la barra, mirándolo todo como si mirase a través de la mirilla de una puerta de una casa de citas. Al final acabamos todos de nuevo en la casa de los suecos después de que nos cerraran el garito y, mientras subimos las escaleras, escucho que alguien cae cuesta abajo de muy mala manera, como un saco de patatas. Al voltear, veo a Guillermo que yace tumbado sobre las escaleras en una posición imposible, boca abajo y con las piernas hacia arriba, como si fuese un alacrán. Los supervivientes fuimos de nuevo a la terraza, pisco a palo seco (Fanny ya no quiere preparar más pisco sour o no puede). Me quiero marchar pero no me deja, me dice en sueco que la espere y, de pronto, cuando el medio día siguiente llega con su equipaje de rayos de sol, aprovecho para escaparme hacia una de las habitaciones libres. Y es entonces cuando ella entra, trayéndome un plato lleno de besos, con si ese fuese el desayuno del sol aquella mañana.
Horas después, al bajar para irme a casa, vuelvo a ver a Guillermo tumbado en la escalera, doblado como un chihuahua entre las sábanas revueltas, lo que me hace pensar en que si el mundo es un pañuelo, nosotros somos –al menos ese día de enero- los mocos.
(Continuará…)
*(Lima, Perú), es licenciado en Derecho y Ciencias Políticas y autor de El libro de los espejos (2do Premio Copé de Poesía 2003 en su XI Bienal) y de La oscuridad de los gatos era nuestra oscuridad (II Premio Internacional de la Fundación Centro de Poesía José Hierro). Recientemente ha publicado El equipaje del ángel (XXVII Premio TIFLOS de poesía, Visor Libros, Madrid, 2014) y ha quedado finalista de la última edición del Premio ADONÁIS de Poesía 2014. En la actualidad reside en Barcelona.