Por José Gregorio Vásquez
Crédito de la foto www.cityondreams.blogspot.com
Olga Orozco.
Desde lejos hasta la tierra baldía
Lo demás aún se cumple en el olvido
Vengo de un territorio de fuego de donde el poeta quiere decir…
Olga Orozco
La poesía busca acomodo. Logra decir de otra forma. Dice de otras múltiples maneras. Anota para el tiempo una experiencia nueva o renovada, sonora, íntima, profundamente auténtica. Inquieta al lenguaje. Sacude al silencio y lo ilumina. Busca amparo en las rendijas donde lo esencial se esconde de la intemperie.
Olga Orozco* viene de ahí, de esa extraña y sorprendente forma de la memoria que hace palabras y que al dejarlas en el papel las llena de ese misterio protegido. La he escuchado recientemente. Su voz, el aliento que sostienen sus palabras, me sigue inquietando. “Mi historia está en mis manos y en las manos con que otros las tatuaron”, nos dice. Su poesía desentraña la noche, el enigma de la noche, la luz de la noche. También evoca la infancia, el aire puro de la vida, el recuerdo secreto que anima a la palabra. La sigo escuchando para saber cómo es esta palabra de ella hoy, entre nosotros, renovada; para saber qué aire vuelve a traer, qué aroma es su piel.
Su poesía es un encuentro donde palabra y sonido suceden. Suceden para desentrañar ese misterio de la creación poética. Su voz hoy sigue teniendo la fuerza que le dieron sus primeros libros. Olga Orozco se ha hundido como raíz en la poesía de América Latina. Lo hizo con la fuerza de un lenguaje poético que venía de la tierra, de adentro, de abajo, trayendo la sabia que nos habita, nos constituye. Esa esencia la dejó en el papel del tiempo para que pudiéramos llevarla, volverla a encontrar, volverla para cada instante. A través de la poesía nos permitió interrogar cuándo de verdad puede decir el poeta. Cuándo la palabra en él busca su propio aire, su solo recorrido sin límite, sin mesura, sin agonía. Quizás cuando el destino sea como el del sello irreversible que dejan no solo las penas, sino la unánime noche, el destierro, el sueño, la realidad, los adioses y la inmensidad del sonido en las palabras.
Desde lejos la poeta con sus pocas o muchas palabras clamó a la noche, al papel, a la tinta olvidada y ya reseca. Clamó a la oscura noche con sus voces lejanas, tumultuosas, metidas en el laberinto del lenguaje. Una poeta como Olga Orozco nos permite vislumbrar que estamos en otro momento, uno distinto, uno que nos aleja, y nos olvida a todos. Sus palabras, dotadas de modestia, lúcidas, como arrancadas de esa tierra, combaten con lo trivial, lo vacuo, lo engañoso, lo que anteponen quienes nos ofrecen brillos falsos, palabras vacías, sonidos ya muertos.
Hoy visitamos su poesía. Entramos en su mundo de palabras. En sus ojos ahora abiertos por la nostalgia. En sus manos aún no cerradas por la noche. En su silencio, para habitar con él el poema, el canto último de su eco aún guardado. Visitamos a Olga Orozco cuando la leemos en voz alta para resguardar con ella lo vivido.
Y después no hubo más
Nada más que las llamas, el polvo, el estruendo,
Iguales para siempre, cada vez.
(…)
esas sílabas rotas en la boca fueron por un instante la palabra.
Volvemos a encontrarnos en su casa. El tiempo es otro. Lo que ayer fue, sigue aquí, pero algo más oscurecido. Nunca lejos. Siempre presente. Como si fuera necesario romper la continuidad de un instante ahora quebrantable. La poeta hace casa y establece las raíces de la palabra para no permitir que sea arrancada, olvidada, suspendida. La casa que nos habita. La casa que llevamos a otras casas, donde nos protegemos. La casa de su poesía, de sus palabras, de su memoria, de sus sílabas rotas.
Olga Orozco nació en Toay, provincia de La Pampa, en 1920. El paisaje de su soledad viene de Toay. También el árbol seco en apariencia, áspero, milenario; el viento, ese frío viento que trae muchas veces el instante de la muerte y la nostalgia, vienen de Toay. Allí creció. La casa presagiaba su andar. De niña viajó en su casa a otros mundos. Esos mundos son ahora sus poemas. Sus silencios postergados. Sus calles. El pasado frágil y escurridizo que nos anima a seguir escribiendo. Comenzar a escribir fue para Olga Orozco una de las mayores posibilidades de saberse desnuda en la palabra y ante esa fragilidad de verse en la intemperie, de reconocer la lasitud del cuerpo, luchó con “los fantasmas temporales” que el destino había dejado como cáscara arrimada en los bordes del camino. Pugnó a la soledad. Encontró en la infancia un tesoro, una fortaleza, una verdadera máscara para la vida, así lo recuerda:
Mi infancia comenzó en Toay, en la Pampa, y digo que comenzó porque no ha terminado. Siguió creciendo conmigo y ha estado siempre latente, en todas mis edades, con su carga de terrores, de asombros y de misterios
Su obra es un constante mirarse desde lejos. Nos legó libros singulares de poesía, de narrativa y algunas piezas de teatro, reseñas, presentaciones, discursos sobre arte de la poesía. Murió en Buenos Aires en agosto de 1999. Su obra está hecha de pedazos de realidad que se desdibujan en la palabra y en la palabra vuelven a su lugar de origen.
Lejos van nuestros gestos,
las palabras recién desamparadas
la imagen de los cuerpos prisionera del aire,
e entretejer distantes otro tiempo con todo lo que acaso sobreviva
a nuestra vida misma
De nosotros emigran las tristezas con sus alas nocturnas,
las dichas inasibles como un cálido vaho que levanta la tierra
adormilada,
el triste resonar de las tardes cumplidas en odio o en amor,
las viejas alegrías cuyo adiós demoramos lo mismo que las voces
que los árboles huecos rememoran,
los cielos entreabiertos de las revelaciones,
el terror, las plegarias,
todo cuanto sostiene la ansiedad, la fatiga de no alcanzar jamás
un memorable olvido.
Las palabras recién desamparadas
En todas las memorias, lo heredado, lo protegido en la escritura, permanece atado a otro tiempo. La claridad y la noche de la casa, los recuerdos… son de otra luz y de otra oscuridad no olvidada que siempre regresa. Evocamos todos los nombres que ya no están. El aroma que aún desprende la imagen de la casa, la hace nuevamente. Sus lugares casi mágicos. El oscuro murmullo que aún resuena cuando se nombra la casa, vuelve del desamparo. Las muertes. La lluvia en la piel de las lápidas, sus inscripciones. Todo lo que comienza a encender algo de luz en la sombra hiriente, viene con la poesía, viene con la pisada de dolor que arrastra la memoria.
En su casa vivió con los entrañables afectos, las compañías del alma. En el tiempo fue quedando sola y los otros, no estuvieron más de alguna forma y, sin embargo, ellos son su silencio, su voz, sus ojos, sus interlocutores cotidianos. No son solo retratos, viejas cartas, aromas que atestiguan el sueño de otros años. Todos están en su arrugada frente, en las grietas de la piel, en el surco pronunciado que dejan las heridas en la vida. De pronto vienen todos con los recuerdos, con las dádivas salvajes que alimentan páginas extraviadas, a veces escondidas, que a fuerza de tropiezos o de olvidos, regresan, porque nunca se fueron, eran necesarios para vivir.
La poesía de Olga Orozco trata todos estos temas; los vuelve afrenta para reconocerlos nuevamente cada vez que se abre el libro. Nadie huye de su encuentro, son responsos de silencio ante el poema. En uno de sus libros titulado Los juegos peligrosos, 1962, hay una apuesta de búsqueda hacia lo desconocido y no diríamos lo absolutamente desconocido, sino lo aparentemente lejano. La poesía siempre ha recibido en su casa el lado oculto de la palabra, ese lado secreto, movedizo, soterrado en el compromiso de bajar hacia lo oscuro y silenciado, lo que se desconoce, se tiene al olvido o se ha exiliado por completo del alma. “Aquí está lo que es, lo que fue, lo que vendrá, lo que puede venir”, nos dice.
Otros de los muchos temas tratados por Olga Orozco son: la cartomancía, los juegos alquímicos, la coraza de un mundo de palabras que la poesía explora con el deseo de abrir y entrar en una dimensión que permite ir a un círculo otro del lenguaje. ¿Destino del poeta? ¿Búsqueda, interés desconocido, olvidado? El poeta tiene una misión no prevista, quizás él mismo nada sabe, pero la poesía entraña ese andar: uno de esos lados busca la comprensión, otro busca el hermetismo para seguir protegiendo los misterios que la avivan.
Luego vienen otros libros y se vuelven presencia, voz, figura, compañía. Así lo atestiguan títulos como: Desde lejos, 1946; Las muertes, 1952; Museo salvaje, 1974; Cantos a Berenice, 1977; Mutaciones de la realidad, 1979; La noche a la deriva, 1983; Con esta boca, este mundo, 1994, donde el recuerdo, la magia de ese recuerdo, la vida de ese recuerdo se hace con palabras. Me apresuro a referirme a sus Últimos poemas, titulado así, libro que dejara listo en manos de Ana Becciú, quien organizaría la edición de Poesía completa, publicada por la editorial Adriana Hidalgo, Argentina 2013. Me avoco prontamente para decir algo del misterio que ronda y entrelaza silenciosamente el lenguaje poético de Olga Orozco. Me avoco a este texto para saber hacia dónde puede ir la búsqueda de comprensión de su lenguaje poético. Desde qué posible lugar podemos apreciarlo. Para muchos, nada hay más allá del poema. Nada más allá del poeta que pueda iluminar la palabra ya tatuada, ya cincelada en la piedra, en el papel, en la memoria, sin embargo, para muchos otros, está la coincidencia de que sí hay otro tiempo donde el poema, la poesía, logran otro destino, otra herida, como la herida del poeta a la que refiere María Zambrano en alguno de sus textos, para ayudarnos a entender ese viaje hacia un lado de nuestro encuentro con el poeta, el poema y la poesía. Hacia dónde va la palabra del poeta. Qué busca. Desde dónde emprende ese recorrido. Poeta. Palabra. Pensamiento. Búsqueda, musicalidad, sonido de aire renovado cada vez, cada nuevo instante, en cada papel, a la llegada de la palabra. Todo hace una fuerte herida en el alma, en la entraña, en el cuerpo, en la palabra.
La poesía de Olga Orozco baja así hacia las horas crepusculares y se detienen ante el susurro de sonidos que vienen de la palabra. Esa es la tarea ardua y paciente de los poetas. Olga Orozco nos permite escuchar a la poeta que habita su aliento, la poeta que enciende una pequeña luz ante lo que queda aún de noche: ante lo que queda aún de esa llama final que recibe al día, aún naciendo, aún lleno de oscuro retrato, de apagado albor que todavía no escucha el canto del silencio suspendido, entrañable, profundo. Su poesía es un hilo que rompe la delicada carne de su mano. La sangre comienza a inundar el papel. Se hace tinta dolorosa, tinta que ahogan las palabras. La poeta nada ha podido hacer. El papel va quedando en el olvido. La tinta que humedecía se endurece, se hace piedra. Piedra en el muerto papel. La palabra, la queja que trae hoy esta palabra, trae también la muerte. Hundida en este mar infesto, desaparece.
Sin un solo fulgor que acompañe mi noche
-no hay nadie junto a mí; hace mil años que tu silencio es sombra-,
vuelvo a oír otra vez, como en esos insomnios de brujas y de lobos,
el oscuro, insistente llamado contra el vidrio.
Pero tampoco ahora, como entonces, cuando mi casa comunicaba con el cielo,
Veo pájaro herido ni rama desvelada que reclamen abrigo.
“Sólo un golpe de lluvia o de puñado de arena contra los malos sueños,
o algún ánima errante en busca de perdón y de plegarias”
-dijo la voz del viento en mis recuerdos.
Últimas señales en la casa
Unas cuantas señales vuelven desde el origen. Papeles ordenados para que los más cercanos pudieran continuar con el destino de las palabras. En la mesa queda todo en unos cuantos poemas. Todo lo final; esto que ahora sostienen nuestro frágil y último cuerpo.
El poema, las amargas derrotas, las felices y necesarias alegrías. Olga Orozco emprendió su viaje de regreso dejando organizado para su amiga más cercana unos poemas ya transcritos, otros revisados, otros en el olvido, todos para que fueran publicados póstumamente. Los Últimos poemas vienen a acompañarnos en estos días finales. El invierno, la casa ya en pequeñas ruinas. Los lugares de la sentida eternidad. Los ramos, las “migajas de pan como señales de luz para el regreso”, la aurora, el aire puro que nos visita, la voz de los cercanos: los recuerdos. Las palabras casi invisibles que le acompañaron en el trasiego de estos años. Su voz, su ronca voz y su aire que acaricia al poema por venir.
La noche toda. El silencio, la sombra, la casa enlutada. La palabra herida bajo la lluvia. Las manos cerradas por temor a la niebla que deposita en otros instantes la amargura. Aquí estamos, perdidos, añorados, borrosos. La poeta se va. Es ausencia pura para arrancar otro fuego, otra brisa que pueda devolver los pequeños instantes, esos únicos que llaman al viento y permiten volver a la vigilia y a la eternidad. Tal vez sean siempre las palabras; tal vez las manos vuelven a estas palabras, sin límite, sin victoria, sin espacios circulares, sin laberintos o a páginas con ecos en otras páginas ya lejanas que deslumbran la apagada nostalgia de la última o casi última soledad.
¿Quién no lleva en su lápiz una última palabra, guardada, protegida? La puerta se vuelve a abrir. Lo invisible permanece en el silencio de la palabra. El esplendor, el instante contagia la noche donde ya no hay nadie, solo los sonidos que duermen en las alas del tiempo, queriendo llegar a otros días lejos de la memoria. Intento huir y no puedo dice la poeta, mientras, al final, no todo es silencio. Su poesía viene con la lluvia: gotas de agua que caen en el papel para desvanecer la tinta. La palabra desaparece, queda solo su eco escondido en lo escondido de una mancha inasible que abre otra puerta lejana, otro abismo, otro sonido que seguirá susurrando en la memoria y en el olvido. Olga Orozco sigue en la poesía, en su misterio, en su silencio, en su casa de ahora, en el poema que seguimos leyendo.