Reseña del poemario No somos más sabios después del diluvio del peruano Diego Molina, publicado por Paracaídas editores este 2014.
Una no-lectura del poemario de Diego Molina:
No somos más sabios después del diluvio
Por: Víctor Ruiz
Crédito de la foto: © Diego Molina
[Tú eres la cantera]
Describe tu aldea y serás universal. Esa sentencia, atribuida a Tolstoi por unos, a W. B. Yeats por otros vino a mi mente mientras leía el primer poema de No somos más sabios después del diluvio, el nuevo libro de Diego Molina. Este poema es el primer paso de una iniciación en que el lector atento se verá inmerso para poder decodificar, como si de un texto sagrado se tratase, el collage intertextual e intercultural que el poeta nos presentará en las siguientes páginas. La palabra que me hizo pensar en la sentencia con que empecé este texto no podía ser otra sino «sillar», ese pedazo de piedra blanca volcánica luminosa que abrirá, desde lo íntimo, el camino de un viaje a través de las culturas, afectando, claro, pero no de un modo violento: no hay negación solo intercambio armónico, ahí el poemario reclama su estirpe musical como en otros libros de Molina, al sujeto de la enunciación.
Si tuviera que dictar una clase y utilizara este libro de Diego diría que se encuentra en el punto medio entre el expresionismo alemán (el maravilloso homenaje a Georg Trakl no es gratuito) y el surrealismo francés más bien decantado, menos trasnochado, y con toques de simbolismo. ¿Cómo no pensar en esto al ver el uso de los colores por parte de Diego? Un claro ejemplo se encuentra en el poema «Distimia» en que en vez de la hora violeta de la que hablaba Eliot en La tierra baldía, Diego da cuenta de la «hora turquesa», un color oponible y sin embargo complementario, la otra cara de la escala cromática. Así, mientras la hora violeta es para Eliot: la hora en que un taxi palpitante espera por el pasajero que quiere emprender el camino de regreso a casa, la hora turquesa (el color verde era significaba muerte para los egipcios) es para Diego símbolo de la quietud, mas no calma, del no-movimiento, del tedio: «Este es el animal caído / este es el animal que no descansa», dice. Y se repite en otros poemas como «Tentación»: «Solo quedan verdes trazos de su letargo / Pues su obstinación pesa como un rayo».
En este libro Diego pasa de escuelas literarias con la misma facilidad con que pasa del inglés al italiano y vuelve al castellano para nutrirlo de su propia habla, de su propia lengua ¿y qué símbolo más grande que Babel para dar cuenta de esto? ¿Cuántas palabras nos bastará para nombrar a Dios?, pregunto y en mi pregunta asoman Santo Tomás de Aquino y San Agustín. El poema «Babel» es la apostilla, el reverso del libro, la nota al pie puesta en primer plano, en bold y versales para decirnos: NO SOMOS MÁS SABIOS DESPUÉS DEL DILUVIO. Se fija entonces el hecho, la incomunicación campea y habremos de necesitar 72 lenguas para decir el mundo, pero el mundo no ha cambiado, hemos cambiado nosotros. «¿Por qué las grandes historias existen siempre en el pasado?», pregunta Charles Wright en su maravilloso Zodiaco negro. Como toda gran historia esta tiene una segunda parte, una en que se ha de volver al orden inicial de las cosas mediante la instauración de un nuevo mito (recordemos a Jesús y sus lenguas de fuego que le dieron el don del entendimiento a sus discípulos), uno que se suma para formar un relato mayor y no para liquidar al anterior: presenciamos el nacimiento del cristianismo. El hecho queda fijado y es irrepetible pero se actualiza en, con y para, la nueva historia, para el nuevo orden como en este poema y su duración (Bergson dixit) es infinita: pasado y futuro están unidos en el tiempo presente; vuelve Eliot, que nació de Bergson.
NO SOMOS MÁS SABIOS DESPUÉS DEL DILUVIO y sin embargo en «Nosotros y ellos», el poeta esboza, antes que una respuesta, otra pregunta: ¿Serán, acaso, pedazos de columnas que mantienen en equilibro a esta ambiciosa torre?, los niños de Huancavelica, Isla Amabad, Casablanca, Laredo… Bajo la constelación del serpentario, otro nombre para hablar del dios solar, del ouroboros que se devora a sí mismo para mantenerse con vida, el eclipse, el dios sol que muere para volver a la vida: Jesús, Elías, Asclepio, Adonis… Al final: «contamos siempre la misma historia de “una nave cóncava heroica y extraviada / que retorna a su reino y la del hijo de un dios que muere y resucita / para volver a ser uno con su padre». Diego Molina, como siempre intuimos, deja constancia de su estirpe monárquica con este poema.
Vuelvo a decir «sillar» y entonces la palabra se asemeja a un conjuro y la «Tempestad» no es tal, la tempestad es también quieto-movimiento, como el de las estrellas que es casi imperceptible para nosotros. Vuelvo a lanzar mi conjuro, «sillar», y pienso en lo íntimo, y retorno a Eliot: «La historia del hombre es la historia del abuelo que ve jugar a su nieto con la arena desde el porche mientras otros viejos hacen lo mismo», y se me hace imposible no volver a decir SILLAR y pensar que ese polvo con que juegan los niños está hecho de la misma sustancia de que están formadas las estrellas y entonces el «Fluido blanco de éter» que menciona Diego se opone a la niebla amarilla que menciona Eliot, sí, Eliot una vez más, en «La canción de amor de Alfred. J. Prufrock». Metempsicosis o psicosis sola, el salto de un alma a otro cuerpo es la secreta patología de «Diógenes» en la que Diego sentencia: «innecesario todo esto / necesario nada que no brote del cuerpo».
NO SOMOS MÁS SABIOS DESPUÉS DEL DILUVIO, pero si el mundo se acabó tantas veces, cómo es que acabará la próxima vez, quizá volviendo a su forma de gran huevo cósmico. Si nos quedamos con esa imagen esta se proyecta en el último libro de Diego Molina, libro que da cuenta del viaje a la semilla que nuestro autor ha emprendido con este trabajo. Y desde este punto, a pesar de lo que Diego mismo piense o diga, dándose una licencia poética, parafraseando a Eliot en «Los hombres huecos», desde este punto, decía, el mundo no puede acabar con un gemido sordo. Y es que Diego nos ha remitido al comienzo, al instante (sabemos que el tiempo no existía entonces, pero no tenemos una mejor palabra) previo al Big-Bang y sin embargo ha situado al hombre en un punto preferencial para que pueda ver el nacimiento de las estrellas y eso debemos agradecérselo.