Por Ashle Ozuljevic Subaique*
Crédito de la foto (izq.) Ed. Liliputienses /
(der.) la autora
Naturaleza viva. Sobre Jardín interior (2019),
de Claudia Campos**
No habría que dejarse engañar por las portadas, ni por los títulos. No habría que permitirse atraer por la intimidad por la oscuridad por el magnetismo y el susurro. La literatura no debiese ser ese espacio de comunicación asincrónica que interactúa en el momento menos preciso, más vulnerable. No debería haber mensajes encriptados, señales en los libros, dispuestas para una, dirigidos por la voz que emite, interceptados por los ojos, señales que recibimos y nos vuelven irresistible el acercamiento, la flauta de Hamelin. No. Porque te metes en el espacio del otro, que te lo permite y te lo ofrece, entras en esa intimidad, de su casa de su habitación de su cama de su almohada de los sueños y de las pesadillas, entras en la boca, en el recuerdo, en el grito. Pueden pasar cosas conmovedoras y no siempre estamos preparadas.
La primera vez que vi Jardín interior fue por redes sociales. Un physalis aún enfundado en las venosas hojas, rojo sobre fondo negro, la invitación a un jardín nocturno, secreto, parecía brillante de intimidad. A mí lo que me pasa es que la conmoción me produce picor en las manos. La segunda vez ya lo tuve entre manos, meses después, en la fiesta literaria de Soria, lugar al que fui a leer poemas. Generalmente es difícil elegir el libro que te acompañará a casa, hay tantos y el equipaje ya pesa en demasía: en esos casos, una de las opciones es abrir alguna página al azar, como vitrineando mundos ajenos. Para el delgado libro que contiene este jardín interior bastó solo una mirada. Una lectura —quiero decir por encima, pero los textos que contiene el breve poemario de Claudia Campos me impiden usar esta expresión— para decidirme:
Infancia, el violador que llegaba a la hora de la siesta y entraba al galpón del fondo cuando Daniela y yo jugábamos a ver vidrieras (…)
Cierro el libro para aplacar el sonido que me zumba ahora en los oídos, para apartar el escalofrío que me recorre los brazos en pleno mediodía de esta ciudad castellana con 30 grados a la sombra. Cierro el libro, lo pago, lo guardo. Eso fue en agosto de 2021; recién pude volver a abrirlo ocho meses después.
La literatura no debiese ser siempre ese espacio de comunicación asincrónica que interactúa en el momento menos preciso, más vulnerable; pero ¿cuándo se puede estar lista para un libro que comienza así? ¿Cómo se puede estar lista para un libro que continúa así?
Infancia, mostrar mi ano fisurado al doctor Artagaveytia y tener que vestirme para la ocasión. Bombacha y camiseta blancas marca “Petit Bateau”. Pura tela piqué y la soledad de la educación francesa (…)
Jardín interior te golpea a quemarropa, como debiese según Cortázar, golpearte un cuento. Son 36 páginas que construyen un cuadro incompleto sobre la infancia de quien habla, sus recuerdos, una memoria fragmentaria con clara tendencia a los detalles en primer plano, tanto, que el resto de la imagen queda desenfocada, desencuadrada, espacio borroso en el que entra la lectora, a tientas y con cuidado, envuelta en un silencio que no siempre es de cómplice pero que se siente cargado de culpa: el secreto doloroso ahora compartido, la fugacidad de una escena que ahora, capturada, es eterna, inmóvil, imagen borrosa que sugiere un mutismo incómodo, a la que puedo volver lectura tras lectura y a la que, [est]éticamente, elijo volver. No quiero decir que este es un libro de atrocidades; quiero decir que cada una lee como puede, y que las directrices que entrega Claudia Campos a mí me llevaron a un “rectángulo de terciopelo negro con pagodas dibujadas en brillantina” que no está solo junto a la infante que espera a sus padres conduciendo desde Montevideo a Las Toscas, sino también junto a otra, en una casa de adobe en Santiago de Chile.
El libro está formado por doce textos en prosa, fotografías intervenidas, imágenes que no logro etiquetar, como los textos, como casi todo lo que conmueve, la complejidad, la hibridez. Son textos anafóricos, todos comienzan con la palabra “infancia”, y recrean los locos años ochenta de una niña uruguaya con una sensibilidad prodigiosa. Si bien es cierto que Jardín interior no es un libro de atrocidades, también lo es que me hace sentir una tragedia cerniéndose sobre todos los recuerdos. A ratos, con picor en las manos, me dan ganas de pensar que estoy exagerando, que estoy proyectando sobre sus recuerdos los míos; sin embargo, el libro no cesa, a pesar del oasis de luz y juegos infantiles, de dibujar un cuadro que se parece demasiado a una imagen a la que vengo dando vueltas hace tiempo:
Una foto familiar antigua. Madre, padre, abuelxs y nietxs. Una pequeña con su vestido almidonado, cintas en el cabello y zapatos de charol. En una de sus manos, lánguidamente, una navaja abierta. Todos los rostros cargan con forzadas sonrisas menos el de ella. Ella no sonríe.
Quizá es solo mi manera de leer las cosas, aun cuando me preparo durante meses y cojo el Jardín interior un domingo por la mañana cuando el sol aun no castiga, pero me resulta difícil no pensar que la infancia es el infierno de cada uno, el lugar en el que se formaron nuestros monstruos, el espacio en el que fuimos tan vulnerables que hasta ahora nos estremecemos no más por el recuerdo. No puedo pensar mucho más ante estos textos de agua turbia y casas clausuradas por dentro.
Infancia, el camión de hormigón llegando a nuestro jardín. Con una enorme lengua gris que no para de meterse, tapa las casas de los sapos y las ranas. Obstruye cuevas y túneles con algo llamado material. La tierra deja de respirar, como Pompeya después del Vesubio, pero sin la decencia de una tragedia natural.
Infancia cuando escuché la palabra formol por primera vez (…)
Infancia, mi abuela devorada por una anaconda cuando lavaba ropa en el campamento, a orillas del rio Queguay (…)
Infancia, una vibración fantasma de sirenas (…)
Infancia, odiando el club Juventus (…), dice Claudia.
Infancia mearse en los pantalones de mezclilla, ásperos y calientes, pero más caliente y más dura la vergüenza. Infancia estar obligada a visitar a la bisabuela y la oscuridad de su casa de crucifijos. Infancia tomarse una leche densa y tibia, espesa como el castigo. Infancia huir de los ojos de un individuo cuyo nombre no quiero enunciar, decimos otras.
Infancia el momento de la vulnerabilidad máxima, —no quiero decir, pero lo digo— en que los adultos nunca estuvieron a la altura de las circunstancias. Infancia la lengua en la que debe escribirse, según Czeslaw Milosz. Infancia, “pays retrouvée en larmes”, según otro Milosz, Oskar Władysław de Lubicz Miłosz, poeta lituano que manifestaba un amor tierno por su casa de niñez, a pesar de estar plagada de recuerdos de un padre despótico. Infancia que también es, ahora, los días en que nos sentimos vulneradas, avasalladas. Jardines interiores que crecen repletos de zarzas, y nunca ninguna mano que pueda desbrozar.
Quiero creer que un libro puede ser eso: la propia mano que poda las espinas o que hace de ellas un hogar, mano que se tiende para invitarte a caminar el patio del caos, un amigo que escribe sobre su padre borracho y que al hacerlo, te lo presenta y se siente en paz: una amiga que escribe sobre sus heridas físicas y emocionales, y se permite mirarlas a la distancia en ese gesto, contigo en la lectura: desconocidxs revisitando las sombras de las casas en que han sufrido pesadillas sin haber dormido, compartiéndolas, abrazándolas, sabiendo que las llevaran consigo como una mochila imposible de compartir pero que puede alivianarse al inventariarla. La conmoción la intimidad podría o quiero creer que es la literatura y libros como este me llevan a mantener esperanza en ello.
Es cierto que nunca estamos preparadas para leer ciertos textos, es difícil plantear un momento adecuado para interactuar con la oscuridad ajena, es difícil plantear un momento adecuado para interactuar con la oscuridad propia que reaccionara a esa intimidad ajena hecha palabras. Confío en una sincronía inesperada, meta-consciente, en que algo de mí se resuelve al leer un relato que me incomoda, en que algo de la otra se alivia cuando lo hago.
Jardín interior me reencontró con esa idea, un libro que no querría necesariamente leer, pero necesitaría escribir.
*(Chile). Poeta, ensayista y narradora. Estudió literatura en Santiago de Chile y yoga en Buenos Aires (Argentina). En la actualidad, trasplanta hiedras. Ha publicado en narrativa Vidas robadas (2011) y la novela experimental Anteojos de sal (2013); en ensayo El silencio final: representación y gesto en diario de muerte (2015); y en poesía Tres (2016) y Botánica (2020). Este año se publicarán Cartografía (narrativa) y una reedición ampliada de Tres con ilustraciones de la autora.
**(Montevideo-Uruguay, 1971). Poeta y actriz. Estudió en la Escuela Multidisciplinaria de Arte Dramático Margarita Xirgu y en el Taller independiente de teatro-danza Katakymbée. Se desempeña como profesora de francés. Ha publicado en poesía La carne es Devil (2013) y Jardín interior (2017 y 2019).