Por Esther Peñas
Crédito de la foto (izq.) Ed. Vaso Roto /
(der.) www.elasombrario.publico.es
Nadie que pronuncie el verso que calme.
Sobre Esta ira (2023),
de María García Zambrano
Esta ira (2023), poemario de María García Zambrano*. Ira. Etimológicamente, del latín ira (cólera, enojo), a su vez de la raíz indoeuropea eis (mover rápidamente, pasión), emparentada con las palabras jerarquía y jeroglífico. La ira aparece desde el título jerarquizada: no se trata de una cólera cualquiera, sino de “esta”, de la que emana del yo poético que mastica en cada verso. Cobra tal protagonismo que titula el poemario. La ira. Transcurre entre los jeroglíficos, que son signos que representan seres. Hay una Mirla y un yo que continuamente se desdobla (“Invento a la otra que ama por encima del miedo. La que sueña.”; “la otra se quedó jugando/ a los diccionarios”). Hay algo de acertijo en esta ira, pues es una ira que pareciera desvestirse de amor. De amor hasta el extremo.
No es la ira hiperbólica, la ira por antonomasia. Dies irae. El día de la ira. La ira de Dios. Una ira mayúscula, superlativa, grandísima. Una ira que no cabe en la imaginación ni en el lenguaje, que excede la capacidad de entendimiento. Solo con nombrarla, el alma se encoge, por no estar a tiro. Uno nunca sabe de qué es capaz la ira de Dios. El mundo hecho trizas, partículas, migajas. El mundo reducido a pavesas, calcinado por la ira divina, tal y como predijeran David y la Sibila. Hasta las piedras se contraen, atemorizadas. Y eso que no entienden de termómetros ni conocen el mercurio.
No, María no empuña esa ira, sino otra que abrasa pero que, al tiempo, acaso sin saberlo, tiende puentes, pontifica, acude a la raíz (como le asiste Adrienne Rich desde el frontispicio). Leyendo el poemario, más que ira podría hablar de devociones para circunstancias inminentes. O resumirlo en una idea que circunda el pensamiento de unos de mis filósofos más queridos, Lévinas: “lo humano del hombre es desvivirse por el otro hombre”. Lo que sustenta esta ira es un amor fecundo, que ensancha la vida, que causa perplejidad, porque lo extraño, lo distinto, lo ajeno, lo que no es como esperábamos, o quisiéramos, es.
Cada uno de nosotros, María en este caso, es una red cuyos hilos pasan sin que se vea por el interior del mundo, y allí transcurren todas las pasiones, desde las más dulces hasta las más perversas. Las atravesamos, cada día, cada vez que es la vez en la que lo importante emerge. Pero no basta con hacer, es necesario saber salvar lo que se hace. Por eso María escribe y nos lo ofrece, sabiendo que también el “lenguaje es una farsa” porque se afina con el temblor interno, mas no lo entona exacto. Porque los nombres causan terror, y hay que “saber defender su delicadeza”.
Poner las cosas en común significa favorecer la amalgama necesaria para hacer que toda tesela se una a las demás para componer una sociedad humana sólida (capaz de resistir cualquier peso) y solidaria (capaz de cimentar las partes singulares de un todo orgánico). Se requiere de las hermanas, se necesita el grito, la rabia, el arrebato violento para dar cuenta del perímetro del amor que lo desata. No vive para sí quien no vive para nadie, hay que aprender a vivir para alguien, y esa entrega, si es auténtica, conoce el dolor. El dolor y el amor de lo que está en juego. Sin el otro, nuestra vida concebida en el restringido perímetro de una egoísta visión insular sería árida y miserable. Y el otro es eso mismo, otro. Por eso duele. Duele hasta la ira. Y no “hay nadie que pronuncie el verbo que calme”. La vida misma es un equilibrio tremendo entre el ángel y la bestia.
No es el opuesto al amor la ira, sino la indiferencia. La de las otras que se nos describen, forasteras de este dolor y de esta ira. Contra ellas la maldición de la no escucha. Contra ellas, el instante en el que la carne se abre al otro y comprende. Contra ellas, la maldición de la rabia bíblica.
Detrás de ella, la belleza. La belleza de lo íntimo, de lo insólito, la de haberla encontrado allí donde no parecía posible hallarla. La belleza del nombre, Mirla, al que acompaña todo un campo semántico de animales: elefante, paloma, topo, garzas, petirroja, ruiseñora, ave acuática, luciérnaga, libélula. La belleza como antídoto, que no deja de ser otro modo de nombrarse al amor.
Hay que conocer la soledad del desierto para que nos cale el gozo verdadero que embarga el alma de gratitud y nos predispone al amor. El amor no es coraza, tampoco miedo. El miedo aparece con la ira, para devolvernos el eje que mueve cada verso de Esta ira: “no confundir el no latido con la ausencia de métrica”.
Y así se resuelve este poemario de dolor larvado desde el centro mismo de la vida.
*(Alicante-España, 1973). Poeta y crítica literaria. Periodista con estudios de doctorado en Literatura por la Universidad de Sevilla (España), postgrado en Letras Modernas por la Universidad Paris-Saint Dennis (Francia), estudios de semiótica en la Universidad de Lima (Perú) y seminarios de Literatura argentina en Buenos Aires (Argentina). Ha obtenido el Premio Carmen Conde. En la actualidad, se desempeña como profesora de Literatura en Madrid (España), crítica literaria e impartiendo seminarios de poesía en distintas instituciones. Forma, además, parte de la Asociación Genialogías, que trabaja para la visibilización de las poetas. Ha publicado en poesía El sentido de este viaje (2007), Menos miedo (2012), La hija (2015), Diarios de la alegría y Esta ira (2023).