Por Roger Santiváñez
(Temple University)
Crédito de la foto www.erasmusu.com
Lima bajo el cerro San Cristóbal
Migración interna y poesía en el Perú (1960-2000)
Antonio Cisneros –quizá el poeta más importante de la generación surgida en el Perú hacia 1960– escribió en el poema “Crónica de Lima”, de su galardonado libro Canto ceremonial contra un oso hormiguero (Premio Casa de las Américas 1968), estos ilustrativos versos: “Sobre las colinas de arena / los Bárbaros del Sur y del Oriente han construido / un campamento más grande que toda la ciudad, y tienen otros dioses. / (Concierta alguna alianza conveniente.)” (15). Conscientemente o no, desde la perspectiva del orden establecido, el poeta advierte la existencia y el posible problema que podría significar –o estaría ya significando– la aparición masiva de lo que entonces, antes del gobierno militar reformista de Velasco Alvarado, se denominarían las barriadas cercando la capital en sus conos.
En efecto, después de 1940 había empezado la poderosa migración del campo a las ciudades, principalmente a Lima. Una avalancha migratoria cambió para siempre el rostro de la antigua y aristocrática ciudad de los Virreyes, convirtiéndola en una megalópolis de población mayoritariamente de origen provinciano y campesino –básicamente andino– mestizos e indios (cholos en la voz popular) que pronto irían a reclamar un lugar preponderante en la geografía social de aquella nación en formación, como la llamó José Carlos Mariátegui en la década de 1920. En 1946, la toma del cerro San Cosme fue “la primera que causó gran impacto en la opinión pública” y “constituyó el primer caso de invasión de la propiedad privada por un organizado movimiento masivo” (Matos Mar 68). De acuerdo al censo nacional de 1940, la población urbana del país era de 2.1 millones, mientras que la población rural ascendía a 4.8 millones de personas. Pero en 1972, treinta años después, teníamos 7.9 millones viviendo en las ciudades frente a 6.1 en las zonas rurales. En este marco de acelerado crecimiento urbano Lima había pasado de tener medio millón de habitantes en 1940 a 3.5 millones en 1972, y 6 millones en 1984.
Las causas de la masiva migración podemos encontrarlas, primeramente, en el aumento de una pobreza miserable en el campo debida a la feroz y antihumana explotación a la que era sometido el campesinado en las haciendas y latifundios por parte de la clase terrateniente que políticamente controlaba –desde el Estado– no sólo la economía sino casi todos los aspectos de la vida social y cultural. Esta fue la así llamada oligarquía –bautizada como Los dueños del Perú por Carlos Malpica en su decisivo libro de 1968–, dominación semifeudal que se prolongó desde los días de la Independencia hasta 1969, cuando el gobierno de Velasco Alvarado decretó su desaparición mediante la Ley de Reforma Agraria, cuyo saldo histórico más importante es, sin duda, haber liberado al campesino de una virtual esclavitud y haberlo elevado a la categoría de persona humana.
Otra de las causas de la migración sería la industrialización de la costa que, aunque débil, significaba un atractivo señuelo para la empobrecida masa provinciana campesina, quien veía allí una nueva oferta de trabajo y su consiguiente mejora en cuanto a los niveles de vida. Sin embargo, la mayoría pronto tomó conciencia de lo iluso de sus anhelos, al enfrentarse con la dura realidad urbana (explotación económica, discriminación social y desprecio racial). Fueron arrojados, literalmente, a los baldíos de las afueras de la ciudad. En esos terrenos levantaron su precaria habitación constituyendo la proliferación de las barriadas, eufemísticamente denominadas Pueblos Jóvenes durante la Revolución de Velasco, aunque también con el sincero deseo de elevar su dignidad. Por otro lado, la incipiente industrialización no alcanzaba a satisfacer la demanda de trabajo de la masa, de modo que fueron forzados a desarrollar lo que se ha llamado una economía informal.[1] Lo concreto es que las clases dominantes y el Estado se mostraron incapaces de asumir aquella marginalidad popular e integrarla a un proyecto nacional, del cual carecían; no lograron “concertar ninguna alianza conveniente”, tal como advirtió la lúcida propuesta poética de Antonio Cisneros.
El fenómeno de la migración a las ciudades y la consecuente formación de las barriadas o pueblos jóvenes tuvo una clara expresión en la poesía de dos sensibilidades similares en varios aspectos: José María Arguedas y Leoncio Bueno. En primer término, tomemos el caso de Arguedas. No vamos a reiterar aquí la trayectoria vital de nuestro gran Apu cultural andino –en la que fue decisiva la estación compartida de su infancia con los indios y pongos de la casa-hacienda de su madrastra en Andahuaylas–, ni tampoco su férrea e indesmayable posición en defensa y representación de la explotada masa campesina, sino que entraremos a observar directamente su emblemático poema A nuestro padre creador Túpac Amaru (Tupac Amaru kamaq taytanchisman) de su libro Katatay (1972), escrito en quechua y traducido al castellano por él mismo. Este poema fue publicado por vez primera, en forma de plaquette (1962), en pleno auge de la invasión de tierras y edificación de las barriadas alrededor de Lima.[2]
Según José Antonio Mazzotti, uno de los “significados novedosos” de la poesía de Arguedas es el substrato mítico que anima los textos (42). En A nuestro padre creador Túpac Amaru estaría funcionando una construcción textual que hunde sus raíces en la cosmogonía quechua: “Tupac Amaru Kamaq taytanchsiman” es pronunciado ceremonialmente, “igual que en las plegarias tradicionales a las divinidades andinas, Arguedas reasume la invocación de una figura altamente prestigiosa como Túpac Amaru” (Mazzotti 43). Sabemos que el concepto Amaru apunta al Dios Serpiente usualmente representado con dos cabezas, ícono que también simboliza a Tunupa, Dios del rayo, el que a su vez ha sido identificado con la figura que aparece en la Puerta del Sol de Tiawanaku y encontrada en el oráculo de Pachakamaq. De allí que el poeta asuma la voz kamaq junto a Túpac Amaru como el ente primordial dador de vida y existencia al universo.
Esta perspectiva mítica es fundamental. El poema está estructurado sobre la base de dos discursos simultáneos: a) la invocación a Túpac Amaru y sus rasgos principales, escrito en un lenguaje corrido, semejante al versículo o a la prosa, y b) un segundo tono compuesto en verso cuyo tema es la opresión del pueblo quechua y un apasionado alegato por su liberación. Mazzotti señala que “en ambos ritmos hay numerosas referencias a un movimiento de descenso desde la cordillera hacia la costa” (44). Es decir, un indubitable símil de la migración andina a las ciudades costeras. El poema recoge, al mismo tiempo, la visión mítica del legendario viaje del Dios Wiracocha, nacido en el lago Titikaka –cultura Tiawanaku– desde donde partió para civilizar al mundo enrumbando hacia la costa, espacio en el que Pachakamaq significaría su momento de mayor plenitud: el tiempo de los Incas. Este es el enganche ancestral que realiza Arguedas para asumir la expresión del espíritu andino primordial y de cómo dicho espíritu estaría vivo y actuante en la masa india que –a la sazón– invadía las ciudades y sus arenales: “Soy tu pueblo; tú hiciste de nuevo mi alma; mis lágrimas las hiciste de nuevo; mi herida ordenaste que no se cerrara, que doliera cada vez más” (11). Y luego añade: “Serpiente Dios, ¡estamos vivos, todavía somos!” (kachkajnirajmi),[3] “¡Nos estamos levantando, por tu causa, recordando tu nombre y tu muerte!” (13, énfasis mío).
Seguidamente el poeta testimonia el descenso –la migración– desde la sierra hasta la costa: “¡Y sin embargo, hay una gran luz en nuestras vidas! ¡Estamos brillando! Hemos bajado a las ciudades de los señores. Desde allí te hablo.” (15-16). Ya está la masa india en la urbe, multitudinario traslado popular que en la década de 1960 llegará a su punto de eclosión para cambiar la fisonomía oligárquica de Lima –aún con rezagos coloniales– por una nueva de contornos indios o cholos, y que en los años ochenta desembocaría en el fenómeno que se ha dado en llamar chicha –sobre el que incidiremos más adelante–, señalando la cultura popular andina mudada a la capital y las principales ciudades de la costa.
Todo este destino histórico de los migrantes está trazado en el poema: “Estoy en Lima, en el inmenso pueblo, cabeza de los falsos wiraqochas. En la pampa de Comas, sobre la arena, con mis lágrimas, con mi fuerza, con mi sangre, cantando, edifiqué una casa” (19). Y más adelante: “Al inmenso pueblo de los señores hemos llegado y lo estamos removiendo (…) Estamos juntos; nos hemos congregado pueblo por pueblo, nombre por nombre, y estamos apretando a esta inmensa ciudad que nos odiaba …” (19). La reivindicación de la raza continúa hasta el nivel en que comprendemos la apropiación cultural que hace el ser andino: “Canto; / bailo la misma danza que danzabas / el mismo canto entono. / Aprendo ya la lengua de Castilla, / entiendo la rueda y la máquina …” (21), imágenes que pueden leerse como una alusión al notable desarrollo de la industria metal-mecánica realizada por la clase obrera de origen andino, en la Lima de los años sesenta y setenta, y que posibilitó la consolidación de una burguesía nacional chola que hoy es una de las clases dominantes en el Perú. El poema finaliza –como no podía ser de otro modo en un poeta de aliento clásico como Arguedas– con la aurora que ya se aproxima: “Odiaremos más que cuanto tú odiaste / amaremos más de lo que tú amaste, con amor de paloma encantada, de calandria. / Tranquilo espera, con ese odio y con ese amor sin sosiego y sin límites, lo que tú no pudiste lo haremos nosotros.” (21). Con toda claridad se alude a aquel proyecto nacional que aún hoy está a la orden del día en el Perú.
Será Leoncio Bueno (1920), poeta de neta extracción campesina y que formó parte de la gran masa que invadió las tierras alrededor de Lima, quien se convertirá en el cantor de las invasiones; en concreto, Comas, la misma área mencionada en el poema de Arguedas y una de las primeras y más grandes movilizaciones populares (1958) que dieron origen a dichos asentamientos humanos. Milagros Carazas, en su artículo incluido en este mismo libro, realiza un análisis detallado de toda la producción de Leoncio Bueno. Aquí resaltaré solamente algunos puntos que me permitan integrarlo en la serie de escritura poética peruana que estoy analizando.
Leamos en su libro Al pie del yunque (1966) el poema “Canto del poblador de la barriada” (cuyo epígrafe reza “Pampa de Comas, diciembre de 1959”): “Aquí estamos / los desterrados / aquí estamos / en medio del paraíso” (Falla y Carrillo 233). Se alude irónicamente a un Edén falso o por construir, ya que en realidad: “Somos los desahuciados de la urbe” para luego expresar, señalando la dureza climática de la zona, y a pesar de ello ser sarcástico y esperanzado con el propio destino: “Aquí estamos / junto a los temporales, / refritos bajo la inclemente canícula, / de pie, en la última trinchera de la inopia” (233). El poema se cierra –en una actitud de reivindicación étnico histórica en cierto modo similar a la de Arguedas– con estos versos: “Éramos los herederos de Huayna Cápac, / hoy somos los despojados de la tierra; / aquí estamos, comiéndonos los rústicos peñascos / abriendo las entrañas al cerro con las uñas (…) Hemos venido en éxodo hasta los cerros áridos” (233-34).
Posteriormente nuestro poeta vuelve sobre el tema de Comas en su libro Rebuzno propio (1976): “Hablo aquí, donde antes no había nada, / siento cada día aumentar mi jaleo” (75). Cabe señalar el aspecto alegre y esperanzador del segundo verso citado, ese entusiasmo popular que, aun en las peores condiciones, no se arredra ni un minuto. Y tan es así que este poema se llama ‘Wayno de Comas’ aludiendo al canto y baile andinos, jolgorio que Bueno define con lúdica estética y política: “Somos 700 mil artistas preñados de violencia moderna” (75). Pronto llega el elogio de la épica decisión: “Un día la masa dijo ¿Somos o no somos? / Tomamos estos cerros, he aquí, se alza una obra grande” (75). Lo interesante es comprobar cómo siguiendo al Arguedas del poema “Llamado a algunos doctores” podemos leer estos risueños versos buenianos: “Mañana vendrán historiadores gringos: sociólogos, / psicólogos, antropólogos / dirán: ‘Qué interesante… ¿Koumas ega un paisaje lunag’” (75). Y remata: “Exacto. Vinieron hombres de la masa, / no tenían agua para beber / pero sembraron árboles” (76), en referencia directa al desprendimiento popular que, aun en la inopia más dura, es capaz de darse a la súper natural bondad del alma a favor de la vida. En su poemario La guerra de los runas (1980) igualmente encontramos este verso cuyo propósito es resumir todo el proceso migratorio: “Y Lima será india / y ponga un huevo” (153).[4] Está clara la indianización o cholificación de la ciudad, pero el resultado, es decir ese incógnito huevo, nos propone la incertidumbre de un futuro en el que la “identidad se enraíza en la incesante (e inevitable) transformación”, según afirma Antonio Cornejo Polar en un artículo sobre el tema que nos ocupa (841). En efecto, para el crítico peruano “la conciencia del migrante está más atenta a la fijación de sus experiencias distintas y encontradas que a la formulación de una síntesis globalizadora” (841). Esto se notará claramente en los poetas del Movimiento Hora Zero –aparecido en 1970– que estudiaremos en los próximos párrafos.
En un temprano trabajo de 1966 Aníbal Quijano sostuvo que la sociedad urbana moderna que surgiría en América Latina se orientaría “hacia una modernidad que no será, probablemente, una mera trasposición de la actual cultura de los países altamente industrializados” (“Dependencia” 83). Es decir, anunciaba lo que –en cierto sentido– verificaría Cornejo Polar treinta años después en cuanto a aquellas experiencias distintas y encontradas en el sujeto migrante: una modernidad o una nueva identidad que atendiera más a sus procesos íntimos y autónomos –nacionales diríamos– y no una especie de fusión ideal mestiza ni tampoco una imitación o asimilación acrítica de los modelos de identidad o influencia occidentales. En esta suerte de independencia vital juega un decisivo rol la autonomía económica que, como se ha indicado ya, fue descrita como informal en los años 80, porque había crecido aparte de los marcos del orden establecido, y se expandía debido al masivo comercio ambulante ejercido por los sujetos migrantes como forma de vida en la ciudad. Este proceso está enraizado también en lo que en los mismos años empezaría a denominarse lo chicha en cuanto categoría cultural.
Este mundo urbano y de comercio ambulante alcanza relevancia en Un par de vueltas por la Realidad (1971) de Juan Ramírez Ruíz, uno de los cofundadores del Movimiento Hora Zero. En el poema “2 (Flexiones)” encontramos el siguiente verso: “He puesto mi cuerpo en camisas, y chompas de lana ‘Dima’ o ‘Camayo’” (33), el cual alude directamente a productos manufacturados de origen nacional y muy posiblemente adquiridos en los llamados bazar-suelo (puestos ambulantes situados en las calles y avenidas de Lima). La poesía de un joven migrante, como lo era Ramírez Ruiz –procedente de la costera ciudad norteña de Chiclayo, pero perteneciente a una familia de origen campesino–, testimonia el agraz de lo que tiempo después conformaría una burguesía comerciante de raíz migrante-chola, resultado de la intensa movilidad social generada por la migración. Este libro, Un par de vueltas por la Realidad, así como Kenacort y valium 10 (1970) de Jorge Pimentel –el otro cofundador de Hora Zero–, presentan imágenes contundentes del ya avanzado estado de la migración interna entre fines de la década del 60 y comienzos de la del 70.[5]
En efecto, la poesía de ambos refleja nítidamente el cambio ocurrido en la ciudad. En 1970 era imposible negar que la avalancha migratoria había consumado la transformación de Lima. El centro de la ciudad –antes espacio privilegiado de la oligarquía– es tomado y tugurizado por sus nuevos habitantes provincianos, y bajo un nuevo gobierno reformista y nacionalista –el del general Juan Velasco Alvarado– que favorecía dicha situación. Es por esto importante la referencia a esto último en su manifiesto fundador “Palabras Urgentes”: “Estamos atentos a lo que se está haciendo en el país” (Ramírez Ruíz, Un par 15). Su poesía “quiere transmitir los efectos que esa ciudad produce en vastos sectores de la población” (Sánchez León 106). Focalizados en el centro de Lima –espacio emblemático del gran cambio– estos autores “tienen una aproximación cotidiana, a flor de piel, tropezando a diario con sus molestias y desganos” (106), lo que se corresponde en el plano del estilo con un “lenguaje hosco, duro, incluso en algunos poetas desprovisto de rigor formal en su afán de querer capturar ‘toda la realidad’” (106). Esta última frase es una alusión directa a la teoría de la Poesía Integral concepto, o Ars poética, difundido por Hora Zero como su inédito aporte a la lírica latinoamericana en el concierto hispánico de esa época. Como escribe Ramírez Ruiz en el extenso poema que cierra su libro, se trataba de configurar un poema “con todos los ritmos de la ciudad” (93).
La mayoría de jóvenes poetas de Hora Zero provenía ya sea de las capas medias bajas, principalmente provincianas (Ramírez Ruiz) o de la clase media limeña golpeada por la crisis (Jorge Pimentel).[6] Paralelamente a la migración se había producido una democratización de la educación y la cultura. Así es como los novísimos de Hora Zero no tenían vínculos con los intelectuales que poseían la hegemonía en el campo letrado, los detentadores del poder literario-cultural ejercido principalmente desde Lima, cuyos miembros, tradicionalmente, pertenecían a las clases dominantes del país. Hora Zero no quiso acomodarse –como sí lo hicieron otros intelectuales emergentes– a la hegemonía de dichos grupos; por el contrario, se enfrentó al sistema con una posición militante y cuestionó de raíz no solo la estructura social sino también su expresión literaria, a la que llamaron “formas poéticas incipientes” (Ramírez Ruíz 17) aludiendo a su estrechez de horizontes sociales y creativos. Aquellos otros poetas, por su férreo sello de clase o acomodo a los intereses hegemónicos, estaban incapacitados para comprender lo que venía sucediendo en el Perú circa 1970 y emprender la creación de una poesía que fuera testimonio y expresión de la nueva Lima –y el nuevo país– surgido sobre los efectos de la migración masiva y andina. Entonces los poetas de Hora Zero no sólo “se proyectaron a sí mismos como la vanguardia de un proceso de cambio social” [they projected themselves as the vanguard of a process of social change], sino que también “buscaron desarrollar una nueva forma poética para capturar el espíritu de la nueva sociedad” [sought to develop a new poetic manner to capture the spirit of the new society] (Higgins 8). Claro que la caótica dinámica de la sociedad perfilaba un futuro impredecible que, como hemos venido señalando, desembocará en la década de 1980 en la aparición de lo chicha, fenómeno cultural de mezcla entre lo rural y lo urbano –lenguajes, imaginarios, tecnologías, valores, prácticas culturales y económicas– descrito por Carlos Iván Degregori como el pánico fantasmal que aterra a la burguesía por todo ese conjunto de “migraciones, indios, cholos, irracionalidad, ignorancia, informalidad, anomia, huachafería, arcaísmo, barbarie, africanización” (289). Lo chicha, añade Degregori, “sería más bien, el ambiguo camino a la modernidad de muchos peruanos. Su aspecto principal es la democratización social, pues ellos rompen con un sistema excluyente, señorial” (294).
En medio de este contexto podemos entender los siguientes versos de Enrique Verástegui, quizá el poeta más relevante de Hora Zero: “En mi país la poesía ladra / suda orina tiene sucias las axilas / La poesía frecuenta los burdeles” (21). Es decir, la poesía está inmersa en la dura realidad. En el emblemático “Salmo” de En los extramuros del mundo, más allá de su aliento ginsbergiano, escribe Verástegui: “Yo vi caminar por calles de Lima a hombre y mujeres / carcomidos por la neurosis / hombres y mujeres de cemento pegados al cemento aletargados / confundidos y riéndose de todo. / Yo vi sufrir a esta gente con el ruido de los cláxons / sapos girasoles sarna asma avisos de neón / noticias de muerte por millares una visión en La Colmena” (13). Ese es el espíritu de la nueva dimensión urbana captado por la fulgurante inspiración del poeta en pleno centro de Lima. En dirección similar, en “La ciudad de noche y de día” de Kenacort y valium 10, Jorge Pimentel escribe reproduciendo las voces de los vendedores ambulantes –oficio preclaro de la migración– situados en Colmena Izquierda entre el Parque Universitario y la Plaza San Martín, centro de Lima: “(Pepsi-Cola Coca-Cola / Pepsi-Cola Coca-Cola / Pan con huevo Pan con huevo / Cigarrillos fósforos / Jebe-Jebe Jebe-Jebe / Lander Americano para caballeros / La negra historia de los Prado / Oiga, vea, Oiga, vea / Casimires baratos, Perfumes / Llaveros, zapatos americanos / Cortes de tela / Jebe-Jebe Jebe-Jebe / Pan con huevo, OIGA, OIGA” (106). El poema consigna, como nos lo explica Carlos López Degregori, “lo que el yo poético mira y escucha: fragmentos, rostros desencajados, escenas urbanas desarticuladas, voces, objetos, seres, anuncios comerciales, se van acumulando en una larga enumeración caótica y violenta que es la contraparte textual de una ciudad infernal e injusta” (123). En este mismo sentido apunta el verso de Ramírez Ruíz: “Y mi cuerpo es otra vez aullante canto ambulatorio” (43); o estos otros que parecen una radiografía psíquica del sujeto migrante desolado por los vericuetos de la gran ciudad: “Y qué de noches, qué de días caminando / con largas conversaciones o con el llanto en toda la cara, como perros / en la calle, temerosos, llenos de miedo y el fantasma del fracaso, el vacío / la soledad de bestias” (59). Sobre el tema del traslado migratorio, el yo poético de Un par de vueltas por la Realidad viaja en un ómnibus atravesado de nostálgicas memorias familiares: “Fita, es casi media noche, el Tepsa me lleva y te recuerdo: / y aquí se tratará también de tu llanto lleno de uvas en el comedor / tu llanto interrumpido 7 años antes en la sala llena de gente extraña / cuando el viejo sorprendió a todo el mundo con su coronaria” (98).
Tiempo después –ya en la década de 1980– cuando la avalancha migratoria no es sólo un hecho consumado sino profundamente enraizado en la ciudad de Lima, el poeta Cesáreo Martínez (1945-2002) publica en la revista Hueso Húmero 12/13 el representativo poema “Entre el Wamani y la carretilla”. Significativamente, está dedicado al autor de El zorro de arriba y el zorro de abajo, con lo que busca hacer suyo “el legado de los poemas quechuas de José María Arguedas, a fin de recrear la experiencia del pueblo andino en el proceso de migración hacia las urbes costeñas” (González Vigil 268). Posteriormente Martínez usa el título del poema para designar una sección de su libro El sordo cantar de Lima (1993) conformada por 10 textos numerados en romanos, los mismos que aparecieron en Hueso Húmero como partes del poema. La composición se abre con una invocación al Gran Wamani –arguediano siempre– que reza: “Y otra vez bajaremos a besar los sentidos de la mar / y la oscura mar de arenas. / Porque amanecí en una tierra desgastada por el abismo / de dioses extraños.” (El sordo 84). Aquí tenemos la contestación a los versos de Cisneros con que iniciáramos este artículo. Es decir, desde la orilla opuesta Martínez cuestiona esos “Dioses de la mirada oblicua, devoradores de indios en los / terribles días de la malaria.” (84). Y la reivindicación étnica suena muy hermosa: “Porque nací del rocío y la piel mojada de la piedra” (84). En poema o sección III –situado en Villa El Salvador, inequívoco Pueblo Joven de Lima característico desde los iniciales años 70– hay una compenetración con el mito –en este caso la Madre Luna y el Cóndor–, unida a una imprecación que denuncia el sufrimiento y la miseria del pueblo: “Perfecto como que soy de tu raza, escucho los latidos / de tu eternidad, / pero mis niños nuevamente se quedaron dormidos / sin comida, / deteriorados por la arena, carcomidos por las abluciones / del hambre” (87).
Prosigue una parte impresa en cursivas para señalar su condición hasta cierto punto onírica: la nostalgia –similar a Ramírez Ruiz, aunque en otro tono– del terruño: “añoranzas de hierbas tibias fustigadas por los moscardones a la media tarde / cuando el lomo sagrado de las bestias brilla en ese horizonte encantado de alfalfa y retamas / recuerdo / Lima era una palabra labrada en cristal donde la mañana muy niñita / corría por las calles repartiendo alfeñiques / ¿quién no deseaba conocer el mar?” (89). Ya está la capital como el objetivo central de la migración. Centrémonos entonces en el poema VI, “En la Plaza Unión el dios Amaru cohabita con la locura”. Allí el sujeto poético se pregunta en medio de “la pesadilla colectiva” (90) acerca de su identidad rota, fragmentada o en todo caso proyecto inacabado cuyo dolor se hace terrible hasta los límites de la propia existencia: “Me contemplo en mi ensayo humano. ¿Con qué sentidos / viviré? ¿Quién soy aquí? / ¿Quiénes son mis vecinos de ese modo atraídos por la muerte?” (93). La alienación y el desquiciamiento son tan grandes en la ciudad que el yo poético se enfrenta contra sí mismo: “Mis brazos muertos mi piel es tosquísima a las cuatro de la/ tarde en la Plaza Unión / ‘serrano concha to madre vuelve a to tierra’ mi propia voz / arrojándome. / Oh Babilima, aleja el infierno de mis visiones.” (El sordo 94). La desesperación llega a un punto de disolución que se expresa reproduciendo la interferencia del quechua en el castellano popular para fijar la insultante voz del sistema contra el migrante andino llegado a Lima; esa Babilonia peruana de la modernidad periférica, en la que asistimos a “una atmósfera opresiva, viscosa, donde los seres y el paisaje urbano aparecen dibujados con perfiles de una verdadera pesadilla” (Güich 142). La hecatombe se aproxima y es un hecho inexorable: “Setiembre dijo confusión. Doy vuelta a mi carretilla y estallo / entre vehículos relucientes como el sol” (Martínez El sordo 94).
Pero falta “El esplendor”, como se titula el poema IX. Después de la reivindicación étnica, arguediana, con sendos intertextos que rememoran a la andina y dulce muchacha de Warma Kuyay y al danzak de La agonía de Rasu Niti (ver poemas VII y VIII), aparece la deidad ancestral enseñoreándose sobre la ciudad: “Amaru vive ondulando serpiente alada / Ronda los mundos tumefactos de tecnología y miserias concéntricas” (Martínez, El sordo 97); y más adelante: “¡Oh, fosforescencias! Ya siento tus alas vibrando entre las / lunas de estos edificios” (97). Es decir, “El wamani continúa acompañando a los hombres trasplantados a regiones como Lima” afirma Güich (140). Pero hay algo aún más interesante: “Las viejas deidades de las alturas –representadas por el wamani– descienden a las tierras bajas para ser amadas incluso por los dioses extraños” (Güich 141). Entonces, los Apus redivivos en la ciudad no sólo redimen al sufrido migrante sino, como sugiere Güich, además abren “una puerta hacia la disolución de los opuestos, hacia una edad de renovación y coexistencia armónica entre los hombres” (141). Esto es lo que sintetiza el penúltimo verso del poema final (número X): “Y el tiempo construye la morada de la justicia” (Martínez El sordo 98), claro que tras una suerte de retribución equitativa que recrea el vindicativo relato “El sueño del pongo” de José María Arguedas.
Prosiguiendo con esta secuencia cabe entrar a la poesía de Domingo de Ramos, miembro del Movimiento Kloaka (1982-1984). Si aceptamos, según el párrafo anterior, que el Wamani ya está en Lima, podremos comprender mejor el planteamiento poético de Ramos. En efecto, su obra es –concreta e históricamente– el resultado de la migración andina a las ciudades. El poeta llega a Lima en la infancia y se instala con su familia “en Pamplona Baja (Ciudad de Dios), en una zona de casas prefabricadas”; posteriormente su familia consigue “un terreno en la zona D de San Juan de Miraflores” (Berg 91). En su juventud Domingo de Ramos integró Kloaka colectivo que, en palabras de Ulla D. Berg, “no era solo un movimiento juvenil contestatario, desencantado con la clase política dominante y la cultura de la pequeña burguesía ilustrada. El grupo representaba también una propuesta estética, crítica, política y vital que llamaba a convertir la circunstancia del deterioro generalizado en el país en energía creativa” (92). Una forma del caos, entrevisto por el Movimiento Kloaka, era sin duda el cambio producido en Lima por la avalancha migratoria, como se plasma en el primer libro de Domingo de Ramos, Arquitectura del espanto (1988): “y una sórdida imagen se diluía a trancos por entre densas humaredas / por entre carretillas y hervideros de yerbas” (102).[7] En realidad, podría decirse que la totalidad de la obra de este poeta, reunida en In-sufrido fuego, echa sus raíces en la experiencia migratoria. Todos sus libros “constituyen una reflexión poética sostenida sobre el lugar de la migración, la errancia y la pertenencia (o falta de la misma) en la sociedad peruana” (Berg 94).
Ahora bien, pasemos a estudiar en detalle la significación y aporte de esta poesía. Como sabemos, históricamente el Perú se fue formando con elementos de distinta procedencia cultural; en el origen, a partir de la matriz indígena-incaica y el coloniaje español, articuladas en una relación de dominación. Básicamente, esta situación perduró después de la Independencia (circa 1821) y durante todo el republicano siglo XIX. Durante el siglo XX –después de la primera guerra mundial y coincidiendo con el Oncenio de Leguía– ingentes capitales norteamericanos pasaron a dominar la economía peruana, tomando la posta de la modernización industrial que se había iniciado bajo la égida de Inglaterra al alborear el 1900. A partir de los treinta y cuarenta, y con toda claridad en los años cincuenta, el Perú vive un proceso de cambio social y cultural. Es en este contexto que se produce la aluvional migración indígena a las ciudades. Una de cuyas manifestaciones más evidentes –según afirma Aníbal Quijano– será “la emergencia del sector ‘cholo’ en la población peruana” (Dominación 56). Está claro que, desde Leoncio Bueno hasta Cesáreo Martínez pasando por los poetas de Hora Zero, los poetas estudiados aquí pertenecen a dicho sector. Pero lo característico y distinto de Domingo de Ramos sería su perfil cultural chicha, es decir, el resultado de la fusión y combinación de elementos de la cultura occidental y de la indígena; un resultado inestable, móvil, situado en el meollo del conflicto cultural del país. En mi opinión, el rasgo chicha del fenómeno de la “cholificación (Quijano) estará cristalizado en uno de los modos de comportamiento más “cholos”, por así decirlo: la insolencia, el cinismo y la falta de respeto por los valores sociales establecidos, en su extrema modalidad; es decir, el achoramiento –actitud desafiante, insolente– generalizado de la población urbana de origen indígena y cholo en la Lima de los años ochenta.
Es sintomático que el uso popular del vocablo chicha, en cuanto categoría cultural, aluda a la nueva música nacional la surgida en la década de 1960, que dará lugar a la cumbia peruana o tropical andina en los años setenta y, en los años ochenta, simple y claramente a la música chicha. Sabido es que la palabra y su connotación musical nacen cuando los intérpretes –que del huayno estaban pasando al novísimo ritmo– decían a su orquesta o acompañamiento: “Tócame chicha”, significando una energía de nuevo tipo. Sin duda, está presente la reminiscencia emocional andina, pero ya totalmente situada en una moderna dimensión urbana. Baste recordar el uso de la primera guitarra eléctrica –líder de la melodía– en las bandas de chicha de la primera hora. El poeta Domingo de Ramos lo expresa con realismo: “Marejadas campesinas en los chichódromos” (41). Incide en el contradictorio aprovechamiento de la modernidad occidental para reivindicar lo indígena: “tropical tropicalizado amor / corre / fueguino el potro helado no es más / que un huayco arrasando a su hembra potenciado / por la Shell Company en su almanaque puesto en la pared” (220). Lo interesante es comprobar que en la poesía de De Ramos se configura aquel distinto universo, proveniente de las dos culturas, pero ya con sus propias características diferenciales, sin que esto suponga dejar de mantener –modificados– “un conjunto de elementos de procedencia indígena” (Quijano, Dominación 65). Por ejemplo, el espíritu de lo quechua: si bien ya está pronunciada la expresión en castellano –y este es el primer acto de la cholificación–, ella permanece atravesada por la memoria del idioma ancestral, como se ve en estos versos dedicados a la madre, campesina ayacuchana que bajó a Ica y luego marchó a Lima: “Ya no te hallaré con tus manos blancas / tratando de dibujar algún pájaro / que imitabas en tu canto / como los cantos en quechua que acompañabas con tu / mágica guitarra / violín o arpa que desconocía mis oídos y mi lengua” (De Ramos 121). O en un sentido similar: “Y se esfumó en un caminar tranquilo y se ha vuelto con toda su noche / con todas sus sombras a sentirse solo con su ir ahuaynado / que levanta polvo por debajo de sus pies trizando el cascajo” (145). Incluso reproduciendo, como lo hizo Cesáreo Martínez (‘serrano concha to madre vuelve a to tierra’) la articulación y fonética de influencia quechua en el sintagma castellano: “Enclenque viro el rostro hacia el último semáforo / como si fuera abigarrados astros pasmados en los ojos de los perros / olvidándome de lo que soy Consumación Expiación Homeldemente” (152).
Para entender mejor la poesía de Domingo de Ramos podemos tomar en cuenta la afirmación de Aníbal Quijano que, en 1964, prefigura lo que sería una verdad inobjetable en los ochenta: “En este momento, no es probable que se pueda hablar todavía con toda convicción, de que este ‘mundo cultural’ forma una cultura enteramente estructurada en su conjunto. Pero, debe admitirse la existencia de un conjunto de elementos e instituciones culturales que están en proceso de formación y desarrollo” (Dominación 71). Tal es la poesía de De Ramos, la cual –haciendo una comparación que no nos parece exagerada– sería lo que el ritmo chicha para la música peruana; es decir, un estadio de transición, germen –quizá– de una experiencia cultural, vamos a decir así, más cuajada. Como escribe Quijano, se trataría del “embrión de la futura personalidad cultural del Perú” (83). Pero no debe olvidarse que aun perteneciendo a un estadio de formación, y justamente por eso, la apropiación –en primera generación de origen materno andino– que hace el poeta del castellano consigue pasajes de espléndida belleza en su prístina dicción: “y las antenas que nos deslizan con sus ondas nuestras sombras / que se contornean entre paredes blancas de adobe alargándonos / en los patios en senderos intransitables que se cristalizan / con el frío donde florece el fresco blancor de las manos” (140).
La personalidad fluctuante, ambigua e inestable del cholo-chicha, marcada por la frustración e inseguridad, aunque por otro lado desafiantemente orgullosa de su raíz indígena se manifiesta a cada tranco en la poesía de Domingo de Ramos en toda su cruda contradicción: “Y ya no soy de ninguna extirpe / Y es por eso que todos me respetan / los negros me temen los blancos también / los cholos me odian los chinos me adulan / estas son mis fronteras mis intuiciones mis desvelos” (147). En esta dimensión cuyos “elementos son el núcleo mismo de su cultura cotidiana” (Quijano Dominación 110) está la experiencia religiosa, central en la vida popular en el Perú. El culto a Sarita Colonia –no reconocido por la Iglesia Católica oficial– aparece aquí vinculado a la fragmentación psíquico-social de una terrible marginalidad: “o cuando me mira Sarita / desde su cuadro sin vela pareciera que el pasado le hedía / al verme y yo ya no sé llegar a mi casa minuciosamente / fragmentado como un robachancho pustulento” (129). O el reconocimiento y solidaridad del pueblo cholo-chicha para consigo mismo –anhelo de identidad– exteriorizado en la fiesta y en la religiosidad: “hay algo bajo el efecto de la bebida que los emparentan / zamboshijos chinocholos noteconozco santos y beatas pintadas de coloretes / cuarterones quinterones grifos sacatrás sebosos íncubos desnudos / el Patrón del infinito vírgenes del acasito octavotes y melchoritas” (137). Sin duda, a través de este imaginario “está en proceso de emergencia una cultura incipiente, mestiza, embrión de la futura nación peruana” (Quijano 61). Una cita de T. S. Eliot nos servirá para aclarar esto: “El impulso hacia el empleo literario de la lengua propia de cada pueblo se manifestó primeramente en la poesía” (11). Lo que queremos decir es que la poesía de Domingo de Ramos representa y encarna la nueva nación peruana a través de su lenguaje ya que “no hay arte más obstinadamente nacional que la poesía” (Eliot 11).
Finalmente quisiéramos mencionar a tres poetas de impronta netamente culta: Emilio Adolfo Westphalen, Rodolfo Hinostroza y Rodrigo Quijano, cuya poesía se ha visto, en su particular modo, tocada por ese desborde popular tipificado por José Matos Mar a mediados de los años ochenta, quien lo explica de este modo: “El desborde en marcha altera la sociedad, la cultura y la política del país creando incesante y sutilmente nuevas pautas de conducta, valores, actitudes, normas, creencias y estilos de vida” (citado por Chueca 74). A propósito de esas nuevas creencias, Rodrigo Quijano –compañero de ruta del Movimiento Kloaka– escribe en su poema “Un acercamiento a S. Colonia”: “Para conocer debo acercarme más. / Se ha partido el cielo y ha cesado la lluvia / que enrejaba el paisaje” (en De los Dolores 379) Se trata del interés y fascinación causada en una sensibilidad juvenil de origen pequeño burguesa por el nuevo ícono de aquella creciente y chicha religiosidad popular masiva durante los años ochenta, y que intuye la nación escindida de la que dicho ícono es una prueba fehaciente: “La coloreada imagen de la niña virgen es / la denuncia del crimen consumado a medias, la isla / que eleva el único cirio que gotea luces, como esas cruces / al borde de la carretera, (…) esas cruces pueden ser casi el cierre relámpago de un país / que muestra sus intimidades, lo percudido y lo perdido” (379).
Por su parte Hinostroza expresa en Contra Natura (1971), quizá el libro de poesía más influyente en el ámbito hispánico después de 1970: “Rica Huamán mendiga en la ciudad” (37) aludiendo a un personaje de procedencia andina, ‘recién bajado’ (como reza la voz coloquial) formando parte del aluvión migratorio. Lo irónico es que el poeta la bautiza con el nombre de ‘Rica’ –siendo una mujer de paupérrima condición–, aunque la raíz étnica está clara en el apellido Huamán, uno de los más emblemáticos de origen quechua. En similar dirección, Westphalen contempla –en una poema en prosa de su libro Ha vuelto la diosa ambarina de 1989– a una muchacha campesino-andina caminando por Lima, visión que le inspira estos versos:: “UNA jovencita recién venida –tal la apariencia– directamente de lejana serranía” (33), cuyo conflicto socio-cultural es puesto en evidencia, como observa Paolo de Lima: “sorprendía por el cuidado extremo que tomaba en no mostrar en su español rezago o tonalidad –aun tenues– que traslucieran su quechua materno” (31). Está claro, que el poeta “focaliza a la migrante andina desde la exterioridad y el exotismo” (De Lima 32), aunque el yo poético es seducido por el atractivo sensual de su belleza: “(Hermoso dibujo nos hubiera dado Renoir de su enhiesto cuerpecillo –más que núbil aunque con teticas minúsculas- ocultado en parte por la espesa la abundante catarata de pelo negro exuberante)” (Westphalen 33). La mención a Renoir sitúa la referencia en el plano del arte occidental, en una suerte de flagrante descolocación cultural muy propia del pensamiento de un poeta como Westphalen. Sin embargo, hay una especie de reconocimiento –por lo menos a la hermosura de la mujer andina– y también de aceptación literaria: “Westphalen incorpora al Otro en la espacialidad del poema” (de Lima 34). Sin embargo, justo es decir que para nuestro poeta era harto nefasto el fenómeno de la masiva migración a la ciudad, como queda de manifiesto en estas frases de su artículo “Nacido en una aldea grande” de 1984: “El peso agobiante de estas Limas acabará por hundir a todo el país. No nos queda por tanto sino imaginar la especie de ruinas que restarán de ellas” (en de Lima 33).
Distinta posición es la de la joven poeta Victoria Guerrero, quien en su reciente novelita sentimental pequeño-burguesa –como subtitula su relato Un golpe de dados (2015)– acepta, por así decirlo, como un hecho consumado e incontrastable esa realidad híbrida y popular “con que los sectores migrantes radicalizaron, en la década de los ochenta, la modificación del rostro de las ciudades y de todo el país en los procesos en marcha en esos años, lo que se agudizó además con el agravamiento de la crisis y la guerra interna” (Chueca 74). La constatación actual de Guerrero reza: “Caminábamos entre vendedores ambulantes y un olor rancio de ciudad virreynal sorprendida por fritanga, polleras y pollerías. Quizá estábamos hechos para gozar entre viejas casonas oligárquicas y limeños de segunda generación” (62). Aquí la clave está en la conseguida aliteración “polleras y pollerías”; es decir, la vestimenta andina junto a los restaurantes de pollo a la brasa: el migrante transformándose en la nueva “burguesía chola o informal, asentada en el comercio, el transporte y otros servicios” (Degregori 192). Y, por supuesto, los “limeños de segunda generación”, o lo que es lo mismo: los nuevos limeños de las jóvenes generaciones actuales –hijos o nietos de los primeros migrantes– cuya apuesta por el futuro entraña la esperanza de una vida plena y una sociedad mejor.
La migración, la complejidad de su dimensión social, cultural y política, ha sido un fenómeno que no sólo ha impactado en los temas e imaginarios de la poesía peruana de la segunda mitad del siglo XX, sino que además ha sacudido su expresión, atravesada por nuevas formas de plasmación verbal, culturas urbanas, industrialización, violencia, achoramiento y nostalgia. El recorrido de este artículo señala sólo unas líneas del desenvolvimiento de este proceso literario.
Obras citadas
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————————-. Memorias de mi desnudez. Lima: Nido de Cuervos, 2014.
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[1] Para la economía informal ver el libro de Hernando de Soto, El otro sendero. Sobre este se ha dicho: “La idea de De Soto se concentra en la existencia y la vitalidad de la ‘economía informal’, un área de actividad fuera de los límites legales de la autoridad de gobierno [De Soto’s idea focused on the existence and vitality of the ‘informal economy’ an area of activity outside the legal limits of governmental authority] (Skidmore y Smith 215). Ver además Carlos Franco para un análisis de los cambios socioculturales y la economía informal.
[2] Aquí utilizaré la edición de 1969. El título está indicado en quechua y castellano: Tupac Amaru kamaq taytanchisman / A nuestro padre creador Túpac Amaru (Himno – Canción).
[3] Esta voz quechua, ‘Kachkajnirajmi’ será usada con profusión después de Arguedas para expresar la resistencia de la cultura nativa a pesar de la sistemática expoliación e intentos por destruirla de que ha sido objeto secularmente en el Perú.
[4] No es casual que Bueno use la voz quechua runa que designa al ser humano, como tampoco la referencia a la violencia en el título de este poemario. La cita de este verso de La guerra de los runas corresponde a la edición de su poesía reunida, Memorias de mi desnudez.
[5] “Para finales de la década de 1960 se estimó que 750,000 migrantes recién llegados vivían en el entorno de Lima solamente” [By the late 1960’s it was estimated that about 750,000 recently arrived migrants lived in the environs of Lima alone] ( Skidmore y Smith 210).
[6] Claramente ilustrado en el poema de Pimentel “Material para ser tomado en cuenta años 50-52 y ciertas cosas de sumo interés” de su libro Kenacort y valium 10 (90).
[7] Todas las referencias a la poesía de Domingo de Ramos provienen de su obra reunida publicada en 2014 bajo el título In-sufrido fuego, Poesía reunida (1988-2011).