Pocos escritores suelen revelar algunas de sus intimidades en torno al como escribieron alguna de sus novelas, qué gatilló ese deseo, a veces urgencia, de escribir hasta que el papel se rompa –o la portátil se queme, en concordancia con la modernidad–, pues en el secreto que la gran mayoría de escritores no develan está justo el prurito de su esencia, el ingrediente de su éxito y la facilidad con la que logran expresar lo que muchos sólo sienten. Y, en la otra orilla del río, están los menos, los autores que se atreven a ser aún más cómplices del lector en su afán por descubrir hilo a hilo el cómo fue tejida su novela. A estos últimos se les agradece, porque nos permiten ingresar en la mayor intimidad de su obra, conocer más de cerca el proceso creativo y sus pulsiones, y saber que no todo es ansia por expresar, por contar, sino que hay existe un trabajo intelectual finamente articulado y quizás por años hilvanado y que, en un segundo o hasta primer plano, es guía, mapa o geografía que nos permite entender la construcción desde varias aristas de una novela como obra no sólo artística.
A este segundo rubro de narradores, que aceptan hacernos partícipes a los lectores del ensamble de una novela, pertenece la joven novelista Montserrat Martorell, quien hoy expone a los lectores de Vallejo & Co., el tuétano pero también el músculo con el que delineó su primera novela, La última ceniza (2016).
Por Montserrat Martorell*
Texto de intro por Mario Pera
Crédito de la foto (izq.) / Ed. Oxímoron
(der.) foto de la autora
Mi última ceniza
Primero fueron los tacos en el suelo de un edificio de la calle de Tremps, la sonrisa quebrada de una mujer sin nombre y los gritos en silencio de un psicólogo acorralado por las dudas y las histerias contemporáneas. Yo quería ser escritora. Lo supe siempre. En dos mil trece partí a hacer un Máster en Escritura Creativa en la Universidad Complutense de Madrid y un día de invierno, en una de mis clases, nació la historia de dos perdedores, de dos seres rotos, de dos almas que conviven y se arrastran y vuelven a nacer en un edificio del centro de la capital chilena. Estaba en España y miraba a Santiago. Era la nostalgia. ¿Qué quería hablar? ¿Qué quería decir? Probablemente contar una historia, la de Alfonsina y Conrado, la historia de su infancia, de sus pasiones absurdas, de sus madureces precoces, de sus desgastes cotidianos. La historia de Laura, una ginecóloga, colapsada por la relación con su marido, desarmada por la tragedia y la locura y el silencio que puede ser tan violento/tan violento. La historia de un joven que quiere morir y no puede. La historia de una muchacha que miente, que calla, que es prisionera de omisiones que le sirven de escudo, que le sirven para evitar preguntas, que le sirven para seguir metida en el fondo del agua sin saber qué hay frente al espejo. La búsqueda perpetua por descubrir la propia identidad, una interrogación respecto a quiénes somos, una herida de libertad. Otras veces, muchas veces, es la historia de un hombre con demonios dormidos y un niño que nunca supo lo que era la vida y la vida eran sus padres y la muerte era a veces el agua. La historia de Beatriz y del padre muerto y de un incesto que no tiene nombre ni tiempo. La historia de una familia, de hombres y mujeres anónimos que tienen sobre sus espaldas, sobre sus ojos, a veces detrás de la piel, el peso de lo abstracto, la herida de lo que callamos, el secreto que trae siempre un día de agosto.
Porque La última ceniza no es la historia de un mal amor, del aborto, la violencia de género o la guerra que a veces enfrentamos cuando nos queremos sacar los dientes. Porque La última ceniza no es la historia de relaciones, de seres humanos que no alcanzan a configurarse porque se desvanecen. Porque La última ceniza no es solo, pensando en Simone de Beauvoir, el retrato de una mujer rota que tiene el alma triste. ¿O sí? Quizás sea eso y el grito de una resistencia y el baile de dos labios descarnados y la locura de un psicólogo y la violencia que parece que no existe en un abogado y la bondad de una madrastra y el suplicio de dos padres que perdieron a su hijo y con ese hijo perdieron su alma y su amor y su matrimonio. La historia de muchas historias que no se vuelcan, aunque a veces lo intenten, a la luz y al espejo y al silencio de dormirse en una misma cama sin hablar. La historia de eso que nos pasa cuando pensamos que la vida es a veces otra cosa. La historia de un martirio y la soledad y las bestias y las sombras demasiado grandes/demasiado grandes y lo que callamos y no callamos y los puntos suspensivos que no son tan suspensivos.
La última ceniza son los tacos en el suelo de mi vecina de arriba a la que le inventé una historia, un nombre, una lucha. La historia de seres anónimos que habitan horizontes anónimos, universos definitivos, reales, nuestros. Historias que conocemos de cerca, de lejos, desde más atrás. Fuimos esos personajes, pudimos haberlos sido, pero nos escapamos (ojalá sea así) y nos rompimos con el dolor de saber que estábamos rompiendo la lluvia y el otoño y la serpiente que crecía muy adentro de nuestra boca, una boca que intentaba comprender por qué la vida fue siempre un punto ciego, un laberinto a medio hacer, un intento siempre inútil/siempre inútil, lleno de tierra y promesas extrañas y máscaras sucias que quiebran las posibilidades, que quiebran el tiempo, el espacio, lo eterno, lo cotidiano, la sonrisa fija, pegada, la sonrisa fingida.
La última ceniza son los sueños de papel. Son los sueños de la infancia. Son los sueños de esa transición que es a veces la adolescencia y la adultez y las dudas. Esas que tenemos todos. Esas que nos sobran a todos. No hay una manera de entender La última ceniza, no hay una manera de entender este cuento sin contestador precisamente porque no es una historia que entregue respuestas. Es un mundo quebrado. Es un mundo subjetivo. Todo o casi todo le pertenece al lector y a su universo desmembrenado que busca y busca encontrar algo en su propio cuerpo, detrás de los gestos, debajo de la ropa. Fragmentos apartes.
Escribir mi primera novela es un ejercicio de ilusión, de vida, de esperanza. Escribir y tener la posibilidad de viajar con ella por tantos y tantos lugares que me devuelven un grito, un golpe, un corazón helado. Es la historias de cosas que viví, de cosas que inventé, de cosas que soñé, de cosas que me contaron, de cosas que me imaginé, mientras estaba muy lejos de Chile, casi tocando la Cordillera de los Andes, mientras mis manos se hundían y se hundían en el río Manzanares, detrás de la Almudena, en el movimiento ondulante de las calles de Sol y Tirso de Molina y Tribunal y Chueca y la Gran Vía y Lavapiés. Mientras quería saber quién era, mientras quería olvidar un nombre, mientras quería romper una historia, mientras quería inventar, mientras quería soñar, mientras quería deshacer las palabras en voz alta.