Por José Aníbal Campos
Crédito de la foto (izq.) Paul Celan en una lectura
Fráncfort del Meno, 1964 /
(der.) Portada de la edición príncipe
de Sinfonía inconclusa
Memoriosa encrucijada de amapolas (VIII Parte).
Los meses vieneses de Paul Celan
(diciembre de 1947-junio de 1948)
El tercer hombre: un personaje en los bajos fondos (Cap. 2 y Coda)
A partir de ese primer encuentro con su compatriota Georgi Maniu, se suceden en la novela las apariciones de Petre Margul, quien, en contra de su voluntad, se va viendo cada vez más involucrado en los turbios negocios de su amigo de juventud. El terrorífico fantasma de la Guerra Fría impregna aquí también, como en El tercer hombre, el ambiente criminal del estraperlo. Los autores de Zona internacional, Milo Dor y Reinhard Federmann, dan cuenta en un diálogo posterior —un diálogo entre Petre y Georgi que se nutre sin duda de los reportajes periodísticos proporcionados por Franz Kreuzer— del modo en que el mercado negro constituía la fuente de financiamiento para el secuestro de aquellas personas que eran de interés político para el Alto Mando soviético. Petre quiere saber con exactitud con qué trafica su amigo, y Georgi Maniu le responde que su mercancía son los cigarrillos. Veamos partes de ese diálogo:
—Pero ¿cómo es que colaboras entonces con los rusos? —preguntó Petre, sin comprender—. Los cigarrillos con americanos.
[…]
—Sí. Esa es la historia que quería contarte. Eres un tipo inteligente, lo comprenderás de inmediato. Todos los cigarrillos de ese tipo que hay en Europa vienen de Tánger. Puerto libre. Zona internacional. Allí los americanos venden a gran escala a 10 céntimos el paquete a cualquiera que quiera comprárselos. Y ahora, presta atención: uno de los mayores compradores es el Partido Comunista de Hungría.
Y a continuación, tras explicarle en detalle la complicada operación encubierta gracias a la cual los cigarrillos llegan a Budapest y son introducidos luego en Austria en transportes rusos, Georgi acaba su relato con estas palabras que debieron sonar aterradoras, en la vida real, al poeta rumano fugitivo de los rusos (y no tengo ninguna duda de que, en los meses en que Celan frecuentó en Viena a autores como Milo Dor[1] —que ya escribía por entonces para los medios de las fuerzas de ocupación francesa—, oyó hablar de esos manejos):
—¿Sabes por qué aquí, en Viena, las cosas están tan tranquilas? Porque es donde ganan bien esos rojos aventureros. Tienen en la ciudad centenares de empresas encubiertas. Algún tal Herr Maier […] funge como propietario, comerciantes cristianos, burgueses cabales, defensores de la cultura occidental. […] Pero en realidad no son sino testaferros de la USIA, la agencia comercial soviética. Cuando te compras una corbata o un cepillo de dientes […], un cigarrillo o una botella de aguardiente, ellos ganan una bala. O una docena. Toda una división. Tú pagas las balas con las que luego te fusilan.
Con la trama ya avanzada, el lector asiste al momento en que el personaje de Georgi Maniu se ve atrapado en la macabra red que él mismo ha ayudado a tejer. Porque el precio para la tolerancia a su «enriquecimiento ilícito» es servir a las autoridades soviéticas, también, en el secuestro de personas de interés político para ellas. Es también el momento en que el personaje de Petre Margul se despide de Viena y emprende el camino de París. La imagen de la capital austriaca que queda en el personaje de ficción debió de coincidir, a juzgar por cartas enviadas más tarde desde París, con la del propio Celan:
Era un agradable atardecer de junio, y una leve ráfaga de aire rodeó a Petre Margul cuando subía por la Mariahilfer Straße con una pequeña maleta[2]. […] No le gustaban las escenas de despedida, por eso le había dicho a Kyra [su amante en la novela, en la que, a pesar de notables diferencias biográficas, pueden descubrirse rasgos de la amante de Celan en la vida real: la poeta Ingeborg Bachmann] que no partiría hasta mañana. […] Si ella lo hubiese abrazado para despedirlo y contemplado con sus ojos oscuros y cálidos, habría perdido las fuerzas y se habría quedado, entregado a una relación que paralizaba su firme voluntad, al igual que la agridulce atmósfera de podredumbre que se cernía sobre toda aquella urbe apáticamente adormecida. Media hora antes, al pasar delante de la huera suntuosidad de los edificios del Ring, había comprendido por primera vez, en lo más íntimo, el carácter de aquella ciudad. […] Delante del edificio del Parlamento, la ancha avenida del Ring había sido levantada en un tramo de 50 metros. En sus bordes yacían montones de adoquines y de una tierra grasienta y amarilla, como la de unas tumbas recién abiertas. Unas anchas fosas dejaban al desnudo las entrañas de la ciudad. Los obreros se habían marchado a casa, y la calle parecía un paciente que ha fallecido durante una operación y al que los cirujanos han dejado allí con las heridas abiertas. […] Su partida era una huida. La huida de la trampa mortal en la que su amigo —y también, antes, muchos como él, caídos en esa trampa por su causa— se había metido.
Celan: un personaje de ficción
Aunque Zona internacional es la obra literaria que tal vez nos ha legado la imagen más entrañable y cercana de Celan el ser humano, no es esa novela la única, ni siquiera la primera que vio en él una personalidad digna de ser novelada. Ya el crítico y escritor rumano Ovid S. Crohmălniceanu ha dicho que Celan, en su juventud, hizo su aparición en la escena literaria de su época, en Rumanía, como un beau ténébreux[3].
El primer retrato literario del que tenemos constancia se publicó en 1950 y lo escribió Marie Luise Kaschnitz. En su relato La partida, Kaschnitz resume la impresión que dejó Celan en ella cuando lo conoció en el encuentro internacional de escritores celebrado en la abadía cisterciense de Royaumont (al norte de París) en octubre de 1948, cuatro meses después de que el rumano hubiera abandonado Viena. En ese cuento, Kaschnitz —que años más tarde sería la encargada de leer la Laudatio a Celan cuando, en 1960, le fue otorgado el Premio Büchner— hablaba de un forastero, un «apátrida de mirada serena y melancólica» que le ruega que no se marche todavía: «¡Espere a que le haya leído en voz alta mi Fuga de muerte!»
Existe otra novela, anterior a Zona internacional (1953), que deja constancia del paso de Paul Celan por Viena. Sin embargo, en este caso, el investigador ha de andarse con cuidado al estudiarla en busca de un retrato fidedigno del poeta rumano. Se titula Sinfonía inconclusa, se publicó en 1951 y su autor es el judío austriaco Hans Weigel. Cuando el 16 de marzo de 1948 Paul Celan e Ingeborg Bachmann se encuentran (al parecer por primera vez) en la vivienda del surrealista Edgar Jené, la joven Bachmann, que es estudiante de Filosofía y aspirante a escritora, es la amante del ya entonces cuarentón Weigel. Poco después de ese primer encuentro, aprovechando que Weigel ha de partir a un viaje a EE. UU., Ingeborg Bachmann escribe a sus padres, eufórica, para —en una entretanto famosa carta— contarles que «el poeta surrealista Paul Celan» se ha enamorado de ella, que ha convertido su piso en la Beatrixgasse en un «campo de amapolas» y que suele «cubrirla» vertiendo sobre ella ingentes cantidades de esa flor[4].
El asunto, como bien deja entrever la novela Sinfonía inconclusa, no debió hacerle mucha gracia a Weigel. En ella, el autor (seguramente para cubrirse legalmente las espaldas), decide dejar hablar a una narradora en primera persona que es artista, no escritora, pero que guarda asombrosos parecidos con Ingeborg Bachmann:
Llegó entonces el invierno, y con él, una nueva experiencia. Un nuevo hombre. ¿Es necesario que ponga aquí su nombre? Tú bien sabes de quién hablo […] Un tipo un poco loco, una oveja negra, un hombre que causa rechazo por su comportamiento poco convencional, extremista en su manera de impugnar todo lo existente y reconocido, fautor de una poesía y una prosa muy personal y caprichosa que escribe con descuido, que lee en voz alta en uno u otro sitio y va repartiendo por ahí en folios sueltos.
Valdría tal vez hacer alguna vez (si es que no se ha hecho ya) una antología con las estrategias literarias seguidas por escritores y escritoras de todas las épocas y lenguas que se han visto engañados por sus parejas. Lo cierto es que Weigel, en la suya, opta por no dejar bien parada la figura de Paul Celan: «Un […] rebelde ruidoso, despreocupado, sin consideración», dice en la página 175. Un tipo «fascinante e inquietante también cuando se le conoce de cerca», añade dos páginas más delante.
En otro pasaje, lanza un rumor que ha sido puesto en duda por otros estudiosos de la vida de Celan y que más bien deja entrever su resquemor por verse abandonado por la amante. Una vez más, se acuclilla tras su narradora en primera persona (alter ego de Bachmann) y la hace quejarse: «Ese otro hombre [Celan] apareció un buen día en mi estudio, examinó mis obras y las hizo trizas con sus críticas. […] No tenía lugar donde quedarse, lo acosaban unos acreedores, y se instaló en mi casa como la cosa más natural del mundo».
El retrato que hace Weigel de Celan ha de ser leído y estudiado «con pinzas». En todos los sentidos. Requiere de un estudio desapasionado que no se vea pervertido ni por la admiración que despierte la poesía de Celan ni por el eventual rechazo que causen las —al parecer vengativas— indiscreciones de Weigel. Todo habría de contrastarse con los testimonios de otros testigos. Una cosa, sin embargo, no necesita verificación: el mayor monumento literario levantado a Celan lo erigió la propia Ingeborg Bachmann a lo largo de toda su obra. No hay apenas texto suyo en los que no haya una referencia velada al hombre al que, según ella misma, «amó más que a su propia vida» (sus palabras al saber la noticia de que Celan se había arrojado a las aguas del Sena, e inmortalizadas al final de su novela Malina).
Con los años, Celan se convirtió en personaje de otras muchas obras literarias. Autores como Rolf Schroers, Heinz Piontek o Hermann Lenz retomaron su figura o sus textos (o ambas cosas) y los incorporaron a sus propias obras. Hacia 1948, cuando todavía Celan está en Viena, camina ya por las calles de la ciudad destruida, de la mano de su tiránica madre, una niña de apenas dos años que, con el tiempo, llegaría a conseguir el Premio Nobel de Literatura. Sí, también Elfriede Jelinek le cede un papel a Paul Celan en una de sus piezas teatrales, En los Alpes, donde el personaje que encarna al poeta declama fragmentos de Conversación en la montaña.
También en nuestro entorno de habla española hay un ejemplo notable de esa apropiación. En 2016, recibí por correo un libro que, por su condición de pionero, ha hecho ya historia de la literatura. El joven ilustrador y autor sevillano Fidel Martínez Nadal ha traído a Celan al ámbito de la novela gráfica, con lo cual ha dado un paso importante en la humanización de una figura que sigue corriendo el riesgo de ser beatificado por ciertos pontífices del a veces tan turbio negocio literario. Vale la pena recorrer las páginas de esta Fuga de la muerte, de Martínez Nadal. Curiosamente, como un doble homenaje, muchas de sus viñetas —inspiradas de algún modo en la escuela expresionista alemana—, evocan también fotogramas de El tercer hombre.
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[1] De Milo Dor (Budapest, 1923-Viena, 2005) y de su relación estrecha con Celan hablaremos con más detalle en la entrega siguiente. También él proviene de un entorno familiar multicultural (sus padres eran serbios) bastante común en tiempos de la monarquía austrohúngara. Con la entrada de los nazis en Belgrado (ciudad en la que creció), Dor se une a un grupo de la resistencia y pasa a la clandestinidad. Casi al final de la guerra es capturado y torturado salvajemente. Se salvó por los pelos de acabar con sus huesos en el campo de Mauthausen. Había sido trasladado a Viena con ese fin. El modo en que se salvó podría ser argumento para una película: durante los bombardeos soviéticos, la pared de la mazmorra en la que se hallaba se vino abajo y pudo escapar. A pesar de todo, su actitud ante la vida era diametralmente opuesta a la de Paul Celan, con quien mantuvo la amistad aun en los momentos en que muchos otros se habían distanciado del poeta.
[2] La Mariahilfer Straße (la calle comercial y peatonal de mi actual barrio en Viena, en el 7º distrito) conduce directamente a la Westbahnhof. Por una carta de Ingeborg Bachmann a sus padres, en la que les cuenta cómo pasó su 22 cumpleaños el 25 de junio y les anuncia que Celan «parte mañana hacia París», sabemos que esa despedida tuvo lugar el 26 o el 27 de junio de 1948. Pero un viaje en esa época era complicado. El propio Milo Dor recuerda, en una evocación de su amigo, que nunca le preguntó cómo consiguió pasar todas aquellas fronteras. Sabemos que Celan hizo una escala en Innsbruck, y que en los primeros días de julio visita a Ludwig von Ficker y deposita unas flores en la tumba de Georg Trakl en Mühlau. No es hasta casi mediados de julio que se empadrona oficialmente en París. De ahí que varias biografías fijen su partida de Viena en julio de 1948, pero no es correcto.
[3] Debo esta referencia —y muchas otras que aparecerán en el libro y que han sido excluidas de esta serie por razones de espacio— a mis amigos germanistas de Iasi, Rumanía, donde se viene haciendo, desde hace varios años, una labor de importancia pionera en la recuperación para la propia Germanística alemana de escritores de esa lengua nacidos en territorios y regiones de aquel país. Eso pude comprobarlo de primera mano en la primavera de 2012, cuando participé en un congreso multidisciplinar en torno a la obra de Gregor von Rezzori.
[4] En una reciente y magnífica biografía de Ingeborg Bachmann, su autora, Ina Hartwig, dedica a este asunto un pasaje importante que citaremos in extenso en el capítulo de esta serie dedicado a la relación entre la poeta austriaca y Celan. La biógrafa supone (de manera muy plausible) que Celan recogía esas amapolas en los muchos terrenos baldíos de la ciudad bombardeada. Pero el mundo está lleno de académicos listillos y sabihondos. Y los hay también en Londres. En una crítica publicada en esa ciudad, el reseñista intentaba minar la credibilidad del minucioso y bien escrito trabajo investigativo de Hartwig afirmando que en Viena las amapolas no crecen hasta julio y que, por lo tanto, Celan tenía que haber comprado esas flores que le regalaba a Bachmann. Lo primero es que las amapolas no suelen venderse en las floristerías, porque los pétalos se sostienen muy poco tiempo después de recogidas las flores, incluso puestas en agua. Pero aun suponer que en la Viena de la postguerra abundaran floristerías que vendieran amapolas —¡hacia el mes de mayo, cuando Bachmann escribe su carta!— es dar por sentado que había abundancia de ellas por los alrededores y que éstas no sólo crecen en julio. Por otro lado, pensar que un hombre con la situación económica de Celan pudiera comprar unas flores que no suelen venderse en floristerías, raya casi en el género fantástico. Ese mes de mayo, además, fue bastante caluroso, como me han confirmado los partes meteorológicos de los periódicos de la época. Yo mismo recuerdo hace que dos o tres años, durante un mes de abril bastante cálido, los alcorques de las aceras cercanas a donde vivía entonces, en el tercer distrito y muy cerca del canal del Danubio, estaban repletos de amapolas silvestres y yo mismo recogí algunas. Así que nada: también los académicos deberían viajar y enamorarse más.
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Memoriosa encrucijada de amapolas (VII Parte). Los meses vieneses de Paul Celan