El presente texto fue escrito por su autor especialmente como prólogo a la primera edición del poemario Ese puerto existe (1959), de Blanca Varela.
Por: Octavio Paz
Crédito de la foto: Izq./ Ed. Univ. Veracruzana
Der. Ed. facimilar de Puerto Supe
Más allá del dolor y del placer
No eran tiempos felices aquéllos. Habíamos salido de los años de guerra, pero ninguna puerta se abrió ante nosotros: sólo un túnel largo (el mismo de ahora, aunque más pobre y desnudo, el mismo túnel sin salida). Paredes blancas, grises, rosas, bañadas por una luz igual, ni demasiado brillante, ni demasiado opaca. Esos años no fueron ni un lujoso incendio, como los de 1920, ni el fuego graneado de 1930 a 1939. Era, al fin, el mundo nuevo, comenzaban de verdad los «tiempos modernos». Luz abstracta, luz que no parpadea, conciencia que no puede ya asirse a ningún objeto exterior. La mirada resbalaba interminablemente sobre los muros lisos, hasta fundirse a su blancura idéntica, hasta no ser ―ella también― sino muro uniforme y sin fisura. Túnel hecho de una mirada vacía, que ni acusa ni absuelve, separa o abraza. Transparencia, reflejo, mirada que no mira. ¿Cómo huir, cómo romper los barrotes invisibles, contra quién levantar la mano? Amos sin rostro, multitudes sin rostro, horizonte sin rostro. Perdimos el alma y luego el cuerpo y la cara. Somos una mirada ávida pero ya no hay nada que mirar. Alguien nos mira. ¡Adelante! El mundo se ha puesto de nuevo en marcha. Vamos de ningún lado a ninguna parte.
Algunos no se resignaron. Los más tercos, los más valientes. Quizá los más inocentes. Unos se entregaron a la filosofía. Otros a la política. Unos cuantos cerraron los ojos y recordaron: allá, del otro lado, en el «otro tiempo», nacía el sol cada mañana, había árboles y agua, noches y montañas, insectos, pájaros, fieras. Pero los muros eran impenetrables. Rechazados, buscábamos otra salida ―no hacia fuera, sino hacia adentro―. Tampoco adentro había nadie: sólo el desierto de la mirada. Nos íbamos a las calles, a los cafés, a los bares, al gas neón y las conversaciones ruidosas. Guiados por el azar ―y también por un instinto que no hay más remedio que llamar electivo― a veces reconocíamos en un desconocido a uno de los nuestros. Se formaban así, lentamente, pequeños grupos abiertos. Nada nos unía, excepto la búsqueda, el tedio, la desesperación, el deseo. En el hotel del Etats-Unis oíamos jaz, bebíamos vino blanco y ron, bailábamos. «El Alquimista» leía poemas de Artaud o de Michaux. Caminábamos mucho. Un muro nos detenía: sus manchas nos entregaban revelaciones más ricas que los cuadros de los museos. (Fue entonces cuando, en verdad, descubrimos la pintura.) «En este hotel vivió César Vallejo», me decía Szyszlo. (La poesía de Vallejo también era un muro, tatuado por el hambre, el deseo y la cólera.) En una casa de la Avenida Víctor Hugo los hispanoamericanos soñaban en voz alta con sus volcanes y sus pueblos de adobe y cal y el gran sol, inmóvil sobre un muladar inmenso como un inmenso toro destripado. En invierno Kostas se sacaba del pecho todas las islas griegas, inventaba falansterios sobre rocas y colinas y a Nausica saliendo a nuestro encuentro. En esos días llegó Carlos Martínez Rivas con una guitarra y muchos poemas en los bolsillos. Más tarde llegó Rufino, con otra guitarra y con Olga como un planeta de jade. Elena, Sergio, Jacques, Gabrielle y Ricardo, André, Lena, Monique, Georges y Brigitte, Arturo, Jean y ustedes, vistas, entrevistas, sueño o realidad, verdades corpóreas, sombras,
Gertrude, Dorothy, Mary, Claire, Alberta,
Charlotte, Dorothy, Ruth, Catherine, Emma,
Louise, Margaret, Ferral, Harriet, Sara,
Florence toute nue, Margaret, Toots, Thelma,
Belles-de-nuit, belles-de-feu, belles-de-pluie,
Le coeur tremblant, les mains cachées, les yeux au vent,
Vous me montrez les mouvements de la lumière.
Vous échangez un regard clair pour le printemps,
Le tour de votre taille pour un tour de fleur,
L’audace et le danger pour votre chair sans ombre,
Vous échangez l’amour pour des frissons d’épées,
Des rires inconscients pour des promesses d’aube,
Vos danses sont le gouffre effrayant de mes songes
Et je tombe et ma chute éternise ma vie,
L’éspace sous vos pieds est de plus en plus vaste,
Merveilles, vous dansez sur les sources du ciel.
(Paul Eluard, Capitale de la Douleur)
No creíamos en el arte. Pero creíamos en la eficacia de la palabra, en el poder del signo. El poema o el cuadro eran exorcismos, conjuros contra el desierto, conjuros contra el ruido, la nada, el bostezo, el claxon, la bomba. Escribir era defenderse, defender a la vida. La poesía era un acto de legítima defensa. Escribir: arrancar chispas a la piedra, provocar la lluvia, ahuyentar a los fantasmas del miedo, el poder y la mentira. Había trampas en todas las esquinas. La trampa del éxito, la del «arte comprometido», la de la falsa pureza. El grito, la prédica, el silencio: tres deserciones. Contra las tres, el canto. En aquellos días todos cantamos. Y entre esos cantos, el canto solitario de una muchacha peruana: Blanca Varela. El más secreto y tímido, el más natural. Jardines de fuego, chorros de plumas negras.
Diez años después, un poco contra su voluntad, casi empujada por sus amigos, Blanca Varela se decide a publicar un pequeño libro. Esta colección reúne poemas de aquella época y otros más recientes, todos ellos unidos por el mismo admirable rigor. Blanca Varela es un poeta que no se complace en sus hallazgos ni se embriaga con su canto. Con el instinto del verdadero poeta, sabe callarse a tiempo. Su poesía no explica ni razona. Tampoco es una confidencia. Es un signo, un conjuro frente, contra y hacia el mundo, una piedra negra tatuada por el fuego y la sal, el amor, el tiempo y la soledad. Y, también, una exploración de la propia conciencia. En sus primeros poemas, demasiado orgullosa (demasiado tímida) para hablar en nombre propio, el yo del poeta es un yo masculino, abstracto. A medida que se interna en sí misma ―pero, asimismo, a medida que penetra en el mundo exterior―: la mujer se revela y se apodera de su ser. Cierto, nada menos «femenino» que la poesía de Blanca Varela; al mismo tiempo, nada más valeroso y mujeril: «Hay algo que nos obliga a llamar ‘mi casa’ al cubil y ‘mis hijos’ a los piojos». Poesía contenida pero explosiva, poesía de rebelión: «Los números arden. Cada cifra tiene un penacho de humo, cada número chilla como una rata envenenada…». Y en otro pasaje: «El pueblo está contento porque se le ha prometido que el día durará 25 horas. Esta es la inmortalidad». La pasión brilla, arde, se concentra y afila en una frase que es, a un tiempo, un cuchillo y una herida: «Amo esa flor roja sin inocencia».
En un número reciente de la Nouvelle Revue Française se compara la anemia de la actual poesía italiana con la vitalidad de los jóvenes poetas hispanoamericanos (fenómeno en el que, como siempre, aún no han reparado nuestros críticos). Y agrega el escritor francés: «los jóvenes poetas de lengua española, originarios de América Latina, son los hijos pródigos del surrealismo y de la escuela andaluza». La fórmula, acaso demasiado general, no carece de verdad. No sé si Blanca Varela se reconoce en Lorca, Alberti o Aleixandre, aunque tengo la certeza de que Cernuda es una de sus lecturas favoritas. En cuanto al surrealismo (palabra que no dejará de irritar y desconcertar a más de un crítico): en efecto, Blanca Varela es un poeta surrealista, si por ello se entiende no una escuela, una «manera» o una academia, sino una estirpe espiritual. Pero, en este sentido, también son ―o fueron― surrealistas muchos de los poetas andaluces y precisamente (Lorca, Cernuda y Aleixandre) en sus momentos más altos. Otro tanto ocurre con los hispanoamericanos de la misma generación. ¿Por qué no decir, entonces, que Blanca Varela es, nada más y nada menos, un poeta, un verdadero poeta?
En Blanca Varela hay una nota, común a casi todos los poetas de su tiempo, que no aparece en los grupos anteriores, trátese de españoles, hispanoamericanos o franceses. Los poetas de la generación anterior se sentían, por decirlo así, antes de la Historia: los nuevos, después. La Víspera y el Día Siguiente. Antes de la Historia: en espera del Acontecimiento, el Salto, la Revolución o como quiera llamarse al profetizado cambio final. No hubo cambio o, si lo hubo, tuvo otro carácter, otras consecuencias y otra tonalidad. Después de la guerra no salimos al Paraíso o al Infierno: estamos en el Túnel. La poesía anterior a la guerra se propuso perforarlo o hacerlo estallar; la nueva pretende explorarlo, como se explora un continente desierto, una enfermedad, una prisión. La rebelión, el humor y otros ingredientes son menos explosivos pero más lúcidos. Explorar: reconocer. La nueva poesía quiere ser un re-conocimiento. El mundo exterior, ayer negado en provecho de mundos imaginarios o de sueños utópicos, comienza a existir ―aunque no a la manera ingenua de los «realistas»―. Para algunos nuevos poetas la realidad no es algo que hay que negar o transfigurar, sino nombrar, afrontar y, así, redimir. Operación delicada entre todas, ya que implica una reconciliación con esa realidad, es decir, una búsqueda de su sentido y, al mismo tiempo, una transformación de la actitud del poeta. (Esa transformación, me apresuro a señalarlo, no puede ser exterior; no significa un cambio ante el mundo sino un cambio del ser mismo del poeta). En el nuevo poema, de una manera que apenas empezamos a sospechar y que sólo comienza a hacerse visible en unas cuantas obras aisladas, al fin han de conciliarse las tendencias que desgarran ahora al hombre. ¿Asumir la realidad? Más bien: Asunción de la realidad.
Blanca Varela es un poeta de su tiempo. Y, por eso mismo, un poeta que busca trascenderlo, ir más allá. Apenas escrita la última frase, siento su inexactitud: en poesía no hay más allá ni más acá. Vanidad de las clasificaciones literarias: a nada se parecen más estas líneas de un poeta del siglo XIV (el Almirante Hurtado de Mendoza): A aquel árbol que mueve la hoja, / Algo se le antoja…, que a estos versos de Blanca Varela (que también recuerdan a Busson y a Basho): Despierto. / Primera isla de la conciencia: / Un árbol.
La poesía no tiene ni nombre ni fecha ni escuela. Ella también es un árbol y una isla. Una conciencia que despierta.
París, 10 de agosto de 1959