Por Héctor Francisco Rodríguez*
Crédito de la foto www.jotdown.es
Malamadre
La luz del atardecer se refleja en el pequeño ventanal que alumbra la oficina formando espigas tornasoladas a su alrededor. Un olor a humedad y sudor compacta el sofocante aire de febrero.
Afuera, el ruido del tumulto resuena en toda la comandancia: policías formando una barricada; vecinas aglomeradas gritando en ritmo intermitente, hombres con modernas cámaras de grabación persiguiendo a reporteras que se abren camino con micrófono en mano para obtener alguna exclusiva, mujeres con niños pequeños en sus espaldas vendiendo botellas de agua, caramelos confitados y vasitos de gelatina de colores…
Páucar entorna los ojos inyectados y sus bigotes se trenzan en una cadena de plomo. El cansancio se cierne sobre su frente como el dosel del bosque envuelve la enorme selva. En su trabajo, la crueldad no dejar lugar a ninguna esperanza.
Esto es una mierda, piensa.
Frente a él, sentada en una silla tiznada por el óxido, una mujer de unos sesenta y tantos años, cabellos grises, desgreñados, gime y solloza con la cabeza agazapada entre sus hombros. Desde su pecho se cuela un tembloroso resuello mientras eleva su rostro contrahecho para mirar al comandante.
–A ver señora, cálmese un poco, por favor. Le voy a dar agua, ¿ya?
El comandante realiza algunos ademanes moviendo las manos al suboficial que está parado junto a la puerta de la oficina. El suboficial no se inmuta.
–¡Pomatay, dame un vaso´e agua, carajo!
–Sí, comandante.
El suboficial regresa rápidamente con un vaso de agua que deja sobre la mesa. En la estación se han encendido algunos fluorescentes y la reverberación de su luz tintineante, clínica, produce una sensación de mareo en la mujer.
–Tómese el agua por favor, señora. Necesito que esté tranquila para que termine con su declaración. ¿Estamos?
–Sí… –la mujer moja sus labios en la superficie del agua sin tomar un trago. Luego bebe la mitad de un solo tirón, dejando atrás un ruido gutural–. Ya estoy…
–Eso. Bien señora Ramírez, quisiera que continuemos con el interrogatorio –el comandante hace una pausa mientras manipula el ratón de la computadora–. Dígame, ¿En qué circunstancias encontró usted a la fallecida? Quiero decir…
–Mi hija… –suelta un resoplido estentóreo–. Leslie.
–Exactamente señora. Su hija Leslie Maritza Huaracca Ramírez. Ahora necesito que termine de contarme lo sucedido…
Ella recuerda haberse dormido poco después de la cena. Realmente no supo, señor comandante, en qué momento su hija regresó a casa, pero estuvo varias horas fuera debido a que salió de la casa alrededor de las ocho de la noche acompañada por uno de los policías que había hallado el cuerpo de su nieta unos días antes y que custodiaba a ambas desde la tragedia. También iba con ellos esa famosa periodista rubia de Canal 12, que seguía tratando de hacerle una entrevista. Desde el día que encontraron el cadáver de la niña, señor comandante, todo el mundo quería saber algo más de la desgracia: personas de la televisión y la radio, vecinos del barrio y extraños de otros lados, feministas y hasta políticos del Congreso habían llegado hasta su casa buscando hablar con su hija y con ella misma. No se podía aguantar más, señor…
Escucha unos gritos que vienen del otro lado del pasadizo. Páucar se levanta y se dirige al suboficial que vigila la oficina. Le susurra unas palabras al oído y mantienen una conversación en voz muy baja, casi imperceptible. Pomatay sale de la oficina raudamente y el comandante mira fijamente a la mujer quien, de espaldas a él, se seca las lágrimas con un pliego de papel higiénico.
El comandante regresa a su escritorio, pero no se sienta. Su rostro adquiere una expresión de acritud e intranquilidad que trata de ocultar clavando su mirada en el ventilador de techo el cual revuelve sus aspas como alas de gallinazos ansiosos de carroña.
–Señora Ramírez, comprendo que esta situación es muy difícil para usted. Hace casi dos semanas descubrimos el cadáver de su nieta de seis años después de haber sido secuestrada, violada y asesinada sin ninguna compasión. Ya estamos cerca de capturar a este maldito criminal. Sé que los medios han publicado muchas historias de su tragedia y que gente extraña ha intentado colgarse de su caso para sus beneficios personales y políticos. Pero esta vez yo no la he traído por eso. Hoy usted está aquí para que nos ayude a saber qué llevó a su hija a cometer este acto…
La mujer ha dejado de llorar, pero sus ojos, escocidos, revelan un profundo abatimiento. Páucar intuye que algo se había gatillado en su mente en aquel momento y deja que sea ella quien desvele cualquier perversión escondida.
Alrededor de las cinco de la mañana, se levantó para ir al baño. Aún estaba todo oscuro, pero al volver a su cuarto se dio cuenta que la luz de la habitación de su hija estaba encendida, razón por la cual fue a revisar si había regresado. Al abrir la puerta, lo primero que notó fue el rastro de una sustancia viscosa y pardusca en medio de la habitación. A un metro y medio del suelo, por encima de ese reguero de vómitos, saliva y sangre se encontraba colgando de una cuerda atada al ventilador del techo, flotando en la nada, el cuerpo de su hija Leslie. La lividez de su piel se acentuaba contra la luz de la habitación y parecía una silueta dibujada en el aire. Se acercó para tocar los talones de sus pies, cargar con su peso, pero sintió un mareo y la cabeza le daba vueltas. Luego no recuerda mucho más. Sí, la halló muerta, señor comandante, estaba muerta su hija…
A través del ventanal de la oficina, Páucar observa el contorno de una incipiente luna encaramada sobre el fondo rojizo y purpura del crepúsculo. Desde su frente sobresale una vena que palpita incesantemente. Sabe que tiene poco tiempo para desentrañar todo el asunto. Se sienta en el escritorio y empieza a revisar algunos papeles. La mujer, luego de su testimonio, se ha quedado en silencio, con las manos entrecruzadas y la cabeza encogida.
–Señora Ramírez, no voy a demorar más. Necesito que me ayude y que se ayude a usted misma. Dígame, ¿por qué cree que su hija decidió terminar con su vida?
–No lo sé comandante –habla muy despacio mientras continúa con la cabeza encogida–. Mi hija no hablaba conmigo…
–¿Desde cuándo no hablaba con usted?
–Yo… –se detiene y alza un poco el mentón para mirar de reojo–. No sé…
–Dígame. Usted lo sabe.
Ella calla. Sus labios se mueven sutilmente sin emitir ruido alguno. El suboficial ha logrado deslizarse e ingresar a la oficina sin ser percibido. Permanece inmóvil cargando unos expedientes saturados de papeles y un sobre color amarillo.
–Pomatay, deja esas cosas encima del escritorio y espera afuera.
–Sí, señor –coloca los expedientes sobre el escritorio y se acerca a Páucar hablando en voz baja–. Perdón mi comandante, cuando fui a buscar estos papeles el general García Rocha me ha reconocido y ha preguntado por usted.
–Entiendo, ¿qué le dijiste?
–Le dije que estaba ocupado en un caso importante, tomando declaración a la abuela de la…
–¿Sabes qué quiere? –interrumpió Páucar.
–No comandante. Está en la oficina principal con un oficial y unas mujeres que parece que agredieron a la madre de la niña, la que se suicidó… bueno, no sé bien…
–Ya –Páucar frunce el ceño–. Párate unos minutos afuera y no dejes entrar a nadie. Ya termino aquí.
Ahora revuelve los papeles con visible irritación. Respira hondo y concentra su mirada en el sobre amarillo del cual extrae un disco con una lámina de plástico que dice “CASO HUARACCA”. Coloca el CD en una ranura de la computadora, sin percatarse que la mujer aprieta el vaso de plástico entre sus manos. Sube el volumen del parlante de la computadora y un sonido agudo se esparce por toda la oficina.
“… Durante la semana hemos estado siguiendo un caso que realmente ha conmocionado a todo el país. Se trata de la desaparición de la pequeña niña “K” que fue aparentemente secuestrada hace cinco días y cuyo paradero es todavía un misterio. Como saben, hace un par de días se difundió un video captado por las cámaras de la Municipalidad de Nuevo Progreso donde se ve a un hombre joven cargar en brazos a la pequeña “K” y llevársela con rumbo desconocido. La policía y las autoridades están haciendo las investigaciones del caso para hallar a la niña y dar con el paradero del criminal. Hoy, para darnos un testimonio más cercano, tenemos en la línea telefónica a la abuela de la pequeña “K” para que nos hable de este trágico hecho. Buenas tardes, señora Magda.
Buenas tardes, señorita.
Gracias por comunicarse con nosotros, señora Magda. Sabemos que es un momento muy complicado para usted y toda su familia. Es una verdadera desgracia, pero cuéntenos por favor, ¿Cómo se siente usted como abuela de la niña?
Muy dolida. Señorita. Tengo miedo por mi nieta que está desaparecida…ya no sé qué va a pasar.
Lo entendemos señora Magda. Pero dígame, por favor, ¿Cómo es posible que la niña haya estado sola en la calle la noche del secuestro sin nadie que la cuidara, la vigilara? ¿Quién vive con ella?
Mi nieta vive con su mamá, mi hija Leslie, pero no estaba ahí en ese momento…parece que esa noche ella salió a una fiesta y mi nieta estuvo con su prima de once años…pero no sabemos en qué momento salió. Su mamá no estaba con ella…
Señora Magda, el día de ayer en este programa pudimos conversar, a través de un enlace telefónico, con el padre de la pequeña “K” que vive en Estados Unidos, el señor Julio Flores. Él ha acusado directamente a su hija Leslie, la madre de la niña, de ser culpable de que la hayan raptado por permitir que salga a la calle en altas horas de la noche, expuesta a cualquier crimen. Nos dijo que su hija Leslie es una madre irresponsable por abandonar a la pequeña “K” y que tiene una pareja con la que suele acudir a fiestas y polladas, que se emborracha todos los fines de semana, ¿Usted qué piensa de esto?
Julio es un buen hombre señorita. Él siempre llama y nos envía dinero desde el extranjero para que a sus dos hijas no les falte nada. Lamentablemente mi hija…, ella sale mucho en las noches y descuida a sus hijas. Por eso no me sorprende que mi nieta “K” haya salido a la calle en la noche sin compañía de algún adulto…
¿Entonces es cierto lo que dice el señor Julio Flores? ¿Usted también cree que su hija es culpable de haberla descuidado y permitido que raptaran a su hija?
Honestamente señorita, si algo malo le pasa a mi nieta, si un criminal le hace daño, será culpa de mi hija por nunca haberla protegido. Me duele decirlo, pero ella es una mala madre…”.
Los dedos de Páucar aplastan un par de teclas y el audio se corta. Se levanta de su asiento y camina junto al ventanal, recibiendo el viento de la noche que trepa sobre los árboles. Camina unos pasos y se inclina hacia la mujer para mostrarle un expediente lleno de papeles.
–Señora Ramírez, aquí tengo la transcripción del audio que acabamos de escuchar. Son los comentarios que usted hizo para un programa de televisión, ¿Se acuerda de esa entrevista?
–No lo sé –la mujer no mira el rostro del comandante–. No recuerdo.
–Yo se lo voy a decir. Usted dio estas declaraciones antes de que se descubriera el cuerpo de su nieta. En esa entrevista llamó Mala madre a su propia hija.
El rostro de la mujer, demudado, adquiere una expresión retorcida, mientras algunas lágrimas caen por sus mejillas hundidas. El comandante se aproxima hacia ella y le enseña unas fotos que ha sacado del expediente.
–Señora Ramírez, hace un momento le hicieron una autopsia al cuerpo de su fallecida hija. Aquí tengo el informe médico y unas fotos que comprueban la existencia de hematomas, laceraciones y cortes en diversas partes de su cuerpo. ¿Sabe qué significa eso?
–No.
–Significa que su hija fue golpeada brutalmente antes que cometiera un suicidio, señora Ramírez
Páucar acerca las fotos al rostro de la mujer, quien ahora lo mira fijamente de manera siniestra, mientras susurra algunas palabras incomprensibles. Se da cuenta que en su muñeca derecha tiene enroscado un rosario.
–¿Qué dice usted? –pregunta Páucar.
–Nada.
–Además, se encontraron huellas y muestras de sangre y cabellos de otras personas que estuvieran con ella en su casa. Esto se va a enviar al laboratorio, pero es posible que pertenezcan a algunas de las mujeres que han sido detenidas. O de usted misma.
–Creo en Dios padre… –la mujer repetía una plegaria entre dientes.
–¿Quiénes golpearon a su hija, señora Ramírez? ¿Fueron sus vecinas que están detenidas? ¿Fue usted quien planeó esta golpiza?
–Señor comandante mi hija era una mujer sin moral. Una mala madre. Ella fue la culpable de la muerte de mi nieta “K”. Yo criaba bien a mi nieta. Nunca debió llevársela de mi lado a su mundo de perdición…
–Entiendo. Usted vivió con la niña y luego su hija se la llevó junto con el dinero que enviaba su padre. Por eso culpa a su hija y quería que muriera.
–Dios ha castigado a mi hija por ser mala madre y por sus pecados…
–No señora Ramírez –los ojos de Páucar se desorbitan–. Fue usted quien golpeó o dejó que golpearan a su hija en su propia casa y luego ella decidió quitarse la vida después de esa humillación.
–Comandante, piense usted como quiera. Esas mujeres llegaron a mi casa y sólo querían hacer justicia por mi nieta tanto como yo. Teníamos que castigar a mi hija por ser culpable de su muerte. Así lo quería Dios.
–¿Es Dios o usted quien quería castigar y hacer justicia por lo de su nieta?
–Yo no soy nadie. Solo Dios castiga…
El comandante se lleva las manos a la cabeza, mientras regresa a su asiento, sin dejar de observar a la mujer, quien no rehuye la mirada.
–Usted me ha mentido todo el tiempo señora Ramírez. Ha cometido un delito grave y haré lo que se necesite para llevarla a….
Intempestivamente alguien irrumpe en la oficina. La engolada voz y robusta apariencia del general García Rocha interrumpe la conversación del comandante y la mujer. Detrás de él, el suboficial Pomatay contempla la escena hasta que el general cierra la puerta en su cara. Sus grandes ojos verdes y su expresión adusta se posan sobre Páucar quien inmediatamente se levanta intimidado por la presencia de su superior.
–Comandante Páucar, buenas noches –el general repara en la mujer–. Señora, buenas noches.
–Buenas noches mi general. Estaba tomando declaración a la madre de la mujer que hoy falleció. Ella es la abuela de la pequeña a la que…
–Claro que sé todo comandante –el general García Rocha se acerca a Páucar y le sonríe–. Quiero que deje ir en este momento a la señora Ramírez y me entregue todos los expedientes del caso. Inmediatamente.
–Pero mi general, la señora no puede irse…
El general voltea el rostro y desatiende completamente a Páucar. Luego se acerca a la mujer quien se ha mantenido inmóvil todo el tiempo y se dirige a ella:
–Señora, lamento mucho la situación que está pasando. La muerte de su nieta y luego de su hija es algo realmente trágico. Pero quiero comentarle oficialmente que hoy a las diecinueve horas con catorce minutos hemos capturado al criminal que asesinó a su nieta. Vamos a tener una conferencia de prensa en unos minutos y será el propio Ministro del Interior quien hará el anuncio ante los medios. Queremos que nos acompañe.
–Gracias señor –la mujer, lacónica, hunde su mirada en el piso–. Sólo quiero justicia.
–Y así será. Se va a hacer justicia por esta atrocidad. Afuera están sus vecinas que estuvieron hoy en su casa –el general mira de reojo a Páucar–. Ellas ya están libres y se han reunido con sus familiares quienes estaban protestando afuera de esta comandancia. Necesitamos estar unidos en estos momentos. Ahora, por favor acompañe para dar la noticia a la prensa.
En pocos segundos, la mujer se levanta y sale de la oficina escoltada por el general García Rocha quien se lleva los papeles y expedientes del escritorio. La mirada de desconcierto de Páucar se funde con el silencio en el que ha quedado la comandancia. Antes de cerrar la puerta, el general se dirige al comandante:
–Quédese en su oficina, Páucar. En unos minutos lo vendrán a buscar para entregarle su medalla de honor.
*(Lima-Perú). Narrador. Abogado e investigador por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Trabajó tres años en la ONG Centro Amazónico de Antropología y Aplicación Práctica (CAAAP). Se desempeña como consultor de la Defensoría del Pueblo.