La presente entrevista, que ahora reproduce Vallejo & Co., fue publicada por su autor para la revista impresa Canibaal (Valencia), el 21 de mayo de 2015. Hasta hoy, permaneció inédita en el medio virtual.
Entrevista y traducción de Enrique Winter
Crédito de la foto del autor
Lydia Lunch* o la sofisticación de la rabia
La cantante, ícono del Spoken Word y fundadora de movimientos míticos como No Wave y Cinema of Transgression, es también poeta, cronista y guionista, actriz y fotógrafa. Aunque reside intermitentemente en Barcelona, conversamos en Manhattan.
Lydia Lunch da una charla en el centro de la galería donde expone algunas fotos y discos, además de una instalación de gran formato. Viste enteramente de negro como la mayoría de los espectadores, “porque es fácil, viajo sólo con una maleta”; bebe vino, fuma, grita y luego sonríe. ¿Punk todavía? “Qué va, el punk fue una mierda”, dice, “esos ridículos tres acordes no tienen nada que ver con el No Wave” que se burlaba, en un juego de palabras entre lo nuevo y su negación, de las bandas punk que para fines de los años setenta ya se denominaban New Wave. “El No Wave, en cambio, es el único género musical cuyas composiciones no se parecen a sí mismas”, aclara, “continuó a Fluxus y vino a deconstruir el rock, el cine”. Lydia cuenta anécdotas de la Nueva York pobre y drogadicta después de Patti Smith (“alucinante con ‘Piss Factory’, pero acabada ya en Horses”) y antes de Sonic Youth, aplaudidas anécdotas sobre el basural que era la isla por entonces. “Pero yo llegué corrompida de antes, no le echo la culpa a la ciudad”.
Cuatro días más tarde la entrevisto en la misma galería del Lower East Side. Lydia conversa y mastica un burrito servido directamente en una bandeja plástica para llevar. Preferimos continuar el diálogo dentro de la instalación que representa una de las habitaciones que destruyó hace años, antes de partir a España en los noventa, cuando Nueva York ya no le ofrecía nada fresco y Estados Unidos construía con Bush “un Estado fascista”. Antes vivió en Los Ángeles, en Londres de gira, Nueva Orleans, San Francisco, Pittsburgh y Los Ángeles, de nuevo. “Dibujé un pentagrama con mis traslados. Después elegí España, porque llevaba suficiente tiempo sin Franco, pero a la vez sus habitantes sabían lo que era este fascismo del que yo escapé. La primera vez que fui, en 1984, supe que ahí viviría. Es un lugar fascinante desde sus contradicciones: la Inquisición, Dalí, Gaudí, la comida y el espíritu de la gente que no decae, la amnesia de la Guerra Civil. Ves a abuelas marchando contra la venida del Papa y a niñas vírgenes protestando en Sevilla contra el aborto, las procesiones de Pascua. Los españoles tienen las corridas de toros y el flamenco, entienden de pasión y de sangre, de los temas duros que constituyen mi poética y por eso no me tienen miedo. Le dedico al país una de las performances que me grabó Eduard Escoffet, pero me rehúso a hablar en castellano. Primero, porque no sé suficiente catalán y segundo, porque soy una forastera primitiva dondequiera que esté y eso me acomoda. Además, escuchar un idioma sin entenderlo es como escuchar música”. Lydia Lunch ha ido a la misma tabaquería por siete años y recién el vendedor le habló en inglés. “Más te vale”, le respondió, “porque yo no iba a hablarte en catalán e igualmente sabes lo que necesito”. Según ella, el público no terminó de acostumbrarse a las traducciones que acompañaban sus performances, que ahora incluyen videos abstractos. “No me entienden en Estados Unidos y me va a importar que no me entiendan allá”.
Lunch tiene ojos grandes y mira fijamente, no detiene su voz gastada mientras mueve los brazos. Uno asiste en su presencia al “cine de la trasgresión” que ha protagonizado tantas veces, ese cine contestatario y de bajo presupuesto de los ochenta. Ella advierte que grababa su propia vida, que conoce bien la química de los amores y prefiere “terminar sus relaciones cuando están maravillosas antes de que se parezcan a esta habitación”. En efecto, estamos rodeados de declaraciones como “me hiciste odiarte”, fotos sangrientas y vasos quebrados. La cama en que nos apoyamos está deshecha. Su nomadismo sentimental es también físico y los ocho años que cumplió en España fueron su récord de estabilidad. Pero ya le picaban los pies por moverse y ha vuelto a la carretera con su retrospectiva y banda homónimas, “Retrovirus”, juntando sus archivos repartidos en cada una de las ciudades donde vivió. “Era urgente que lo hiciera, para contrarrestar la música de mierda que se hace hoy”.
“Siempre fui una esquizofrénica musical, desde el comienzo tuve de a dos o tres bandas a la vez. Con Teenage Jesus and The Jerks no tocábamos más de media hora seguida. La banda siguiente era una mezcla de pop, surf, punk y jazz de la costa oeste. Siempre cambiaba y eso continúa con Big Sexy Noise hoy, brutal y bello. En los conciertos el público canta temas que escribí antes de que nacieran. Mucha de esta música, por cierto, nunca la toqué en vivo. He grabado más de lo que me he ido de gira. Soy una artista conceptual: pienso primero cuál es el concepto y luego quiénes calzan mejor con él para que me acompañen en la composición. Me siento conectada al dada, al surrealismo, a Duchamp, a los situacionistas. Soy más literaria que musical, uso la música para que la poesía cruce”.
Sus últimos discos son más rockeros que los góticos de comienzos de los noventa. Lydia giró con The Birthday Party, la primera banda de Nick Cave (“nunca tuvimos nada en común ni me entendió”) y Henry Rollins (“una experiencia deprimente”), pero prefiere las que hizo con Thurston Moore y Rowland S. Howard. Con el miembro de Sonic Youth grabó un álbum incluso, In Limbo, y sigue improvisando en vivo por estos días, dando clases con él en Naropa, la escuela de poéticas fundada por Allen Ginsberg. “Death Valley ‘69”, su famosa colaboración para el disco Bad Moon Rising, la escribieron en un bus a Harlem. El video los muestra de paseo, disparando, muertos en una cabaña, tocando en vivo, encandilados, con cuchillos entre las piernas, policías y caras girando perturbadas.
Para Lydia Lunch es importante distinguir que el odio no lo tenía entonces ni ahora contra los movimientos de los sesenta sino contra el fracaso de los mismos. “Empezaron con paz y amor y terminaron con Charles Manson. Después tuvimos Vietnam y Richard Nixon: pura oscuridad”. En los conciertos de las primeras bandas de Lunch era común que la diferencia entre los artistas y el público se diluyera. “Todos hacíamos algo” dijo en la charla del domingo, pero hoy me desmiente que eso fuera a propósito. Por el contrario, ella quería mantener la distancia tradicional del arte. Distingue entre la actitud punk propicia a mezclarse con el público y la No Wave, en que ella y otros directamente lo confrontaban. Pero los conciertos eran un refugio de freaks, formaban una comunidad aunque no lo quisieran. “No me toques, sólo mira y cierra el hocico”, esa era su actitud y la sigue siendo, con la bota adelante para patear si es necesario. “No me gusta esa falsa adoración, ¿a quién adoran si no me conocen?”. Lunch compartía con su público el desagrado respecto del mundo, pero la relación entre ellos era igualmente desagradable. Violenta, incluso.
Promueve que las mujeres porten armas, algo cada vez más conflictivo en Estados Unidos dadas las continuas matanzas de civiles a cargo de desadaptados con acceso a ellas. Hace la diferencia de nuevo con España: a los adolescentes los ve abrazándose, besándose en la calle. En Estados Unidos ve las pandillas y le dan ganas de cambiarse de acera. A juicio de Lunch, el machismo y el racismo están en su peor momento. “No tenemos un presidente negro, tenemos una mascota beige”, afirma. “Hace poco Bush dijo que Clinton era como su cuñado, ¡mira cómo nos joden! Todos los políticos son corruptos y yo vengo diciéndolo desde la época de Reagan”.
Entre sus colaboraciones actuales cuenta a músicos chilenos como Nicolás Jaar y poetas rumanos. Lydia Lunch está más activa que nunca con la exposición, con varios discos y libros nuevos, dando clases y yéndose de gira con Retrovirus por Europa del este y Nueva Zelanda. Extrañamente, no se ha considerado nunca una artista de escenarios, sino del spoken word o poesía hablada. Convencida del poder de confrontación que tiene la palabra, devora literatura. No cualquiera, subraya, sino la de Selby, Miller, Genet, Foucault o Sade, por ejemplo. En el diario Paradoxia narra con crudeza sus radicales aventuras como depredadora de hombres. La poesía tradicional le parece, en cambio, demasiado blanda, demasiado suave, como el rocanrol, con pocas excepciones. “Lorca, sin duda, pero la poesía estadounidense es romántica de la forma equivocada, especialmente los beats. Ginsberg hizo un solo poema bueno: ‘Aullido’. Mi poesía está en el ritmo no en la rima, sobre todo en la pausa, porque en la pausa es cuando la gente se incomoda”. En este momento entran dos estudiantes afroamericanas, preguntan si interrumpieron algo y dicen que la habitación les asusta. “Espérense a leer los poemas”, las desafía Lunch, apuntando a los muros. “Nos encanta”, responden y cierra la artista: “todo esto trata de relaciones quebradas, la violencia doméstica convertida en poesía”.
“El Spoken Word y el Illustrated Word (la palabra ilustrada) siguen siendo lo más importante para mí. Pongo arte visual, pero las palabras son el centro, lo íntimo. Uso la música para que sea más fácil entrar en ellas, nada más. Tengo mi lengua en tu oreja, la música en tu cabeza y en tu culo”. Vuelven a hablar las estudiantes: “¿el señor de la foto es una persona real?”. “Mi papá”, responde Lydia y por primera vez se queda en silencio, luego apunta al ex que provocó la obra: “un genio de escritor, un autoflagelante que no podía controlar las ganas de sabotearlo todo”. Me explica que el problema con los maniacos es que tienen que ser persuasivos para sobrevivir, que muchas veces son talentosos. Aprovecha de contarme que Sade nació el mismo 2 de junio que ella cuando le indico que yo nací el 3, como Ginsberg. Casi toda su banda es géminis también. Y como si nada, responde a mi pregunta acerca de lo que siempre vuelve a ella, recordando una escena dentro de un coche, bajo la lluvia con un viejo amigo, ambos saliendo de relaciones traumáticas: “a veces, cuando necesitas algo realmente pequeño y tierno y no lo recibes, buscas algo realmente grande, feo y feroz”.
Lydia Lunch nació luego de un hermano muerto, junto a otro y antes de un tercero. “La muerte me rondó siempre, de los once hermanos de mi madre, sólo tres llegaron a adultos”, agrega. Nació como Lydia Anne Koch, pero ganó su apodo por robar almuerzos (“lunch” en inglés) para ella y sus amigos. “Tenían hambre”, dice. Hace poco, dos décadas después, publicó libros de cocina. “Tiene sentido, ¿no? Siempre he hecho lo mismo: tratar de alimentar a la gente que está hambrienta de algo”. Los libros se refieren, entre otros temas, a las drogas y las fiestas desde la Antigua Grecia, al exceso y la magia. “Sólo he sofisticado mi rabia. Tengo tantas maneras de canalizarla, que no es que me haya ablandado, sólo soy más compasiva que antes. Soy una utopista, pero no una escritora utópica. La poesía no viene del placer sino del dolor. Lo importante de las relaciones autodestructivas que tuve es que sufrí por la genialidad, pero el problema es que no estaba segura ni en mi propia casa. Recuerdo a otro hombre que fue mi pareja del 77 al 79. Cuando recién volví a Nueva York, para el huracán Sandy, discutió con su mujer porque venía a verme; le disparó, la mató y él mismo murió al día siguiente. Me alivió que no fuera yo. Estoy viva, ves, no puedo decir lo mismo de todos mis ex amantes”.