«Los reyes negros», cuento de «Los tejidos detrás» (2012), de Alberto Valdivia

 

Por Alberto Valdivia*

Crédito de la foto (izq.) Facebook del autor) /

(der.) Ed. Transhumantes

 

 

«Los reyes negros»,

cuento de Los tejidos detrás (2012), de Alberto Valdivia

 

 

Trepa por el borde húmedo y caliente de mi nuca, la noche. Yo me agito y no pretendo contener la palpitación ni la desaforada cabalgata de mi sien al imaginar lo que sucederá en el cuarto contiguo cuando amanezca. Enfocando los ojos en la ventana, no en la tenue oscuridad que transluce su vidrio, sino en el deformado, casi fantasmal reflejo de mí mismo enmarcado en la ventana, gracias a la brillosa luna. Viéndome, espectral y translúcido, acudo al fenómeno del tiempo, minucioso, con los sentidos manchados de espera. Y me complace la gotera lenta de ese avance.  La noche muere, y yo me regocijo.

 

En el cuarto contiguo la mujer sueña. El catéter permite que la sonda gotee con suavidad, inyectándole el cansino y dudoso placer de una vida en suspensión, de una muerte a plazos. El latido de la mujer es débil y terso; una madre mantiene esa ternura incluso en estados semejantes a la ausencia. Ella ignora el paso de los años, los meses en retroceso, el conteo de los días y la fecha final, al amanecer. Ella ignora que morirá, del todo, con la noche y con la luna llena: irán juntos a un sepulcro colectivo; sin embargo ella, la madre, no regresará cumplido este día.

La madre se acostó en la cama un día de febrero para olvidarse de su esposo muerto, de sus hijos grandes, de su antigua vida de quehaceres, o de aquellos quehaceres en los que ella incluía a su vida. En el lecho, en el que se encuentra ahora, se dejó caer como una sombra, cerró los ojos y dejó de respirar, con la misma letanía de su canario que, después de años de encierro, se negó a salir de su jaula luego de abrírsele la portezuela. El trino de su corazón se hizo tenue, luego, morbosamente distante. El hijo, que aún vivía con ella, había alquilado la habitación de esparcimiento del padre y visitaba la casa de vez en cuando, más que a visitar a la madre, a colectar la renta del alquiler. Por esos días se vencía el mes de renta y el hijo se imaginó que la llamada de los Valladares tendría que ver con algún retraso en el próximo pago, disculpe usted. Todo lo contrario, pagaron ese día, y el hijo pudo utilizar ese dinero como pago a cuenta por los servicios de emergencia que atendieron a la madre, luego de enterados del incidente.

La madre tenía un seguro humilde, pero igual era útil en estos casos. Algo le había servido el trabajar duro como docente por largos treinta años en la escuela fiscal a la cual el hijo también acudió. El padre no quería que el hijo se sintiera superior a sus padres. Él también había sido maestro en esa misma escuela.

El hijo nunca fue, sin embargo, pupilo de ninguno de los dos; ni en la escuela, ni en la casa: nunca le habían enseñado nada. Salvo a comer, lavarse y dormir a las horas, el hijo había heredado de los padres únicamente la mirada: entristecida y corriente.

La madre había dejado este mundo en regla; es decir, habíase dejado caer en el lecho, en el cual se le mantendría enchufada a una máquina, a tubos y catéteres, durante el tiempo reglamentario. Tres años como máximo figuraba en el testamento, de puño y letra del padre. La cláusula servía para las dos muertes, pero sólo había alargado una.

El hijo había tenido que esperar el tiempo de la orden con profundo desagrado. Visitaba cada atardecer a la madre y la escuchaba existir inmóvil, quedamente. Sabiéndose solo en el eterno cuarto de los padres, ocupaba la silla dispuesta para él, y, al lado del cuerpo, oía detenidamente. Acercaba la oreja al pecho, al rostro, a las muñecas buscando el fino hilo de la vida que mantenía en vilo la existencia de la madre, la terca existencia del último de los padres.

A diferencia de la mayoría de atardeceres de visita, una que otra vez, el hijo descubría una sutil arritmia o un extraño retorcijón en el vientre materno (largamente vacío) que, sorprendido, comunicaba a las enfermeras que cuidaban a la madre en coma. Tanto el personal médico como el asistente habían aprendido a ignorar al hijo con diplomacia, como si los padres, uno muerto y el otro yacente, les hubieran dictado también esa cátedra.

El hijo se retiraba a la medianoche de cada día, rumbo a su casa, al hogar donde nunca se preguntaba por la madre sobreviviente.

El padre había tenido la extraña cualidad de la facundia y, en clase, le habían contado al hijo, solía ser muy informativo, dar amplias explicaciones sobre los temas tratados e, inclusive, divertir. Para el hijo esto se incluía en la imaginación de sus compañeros de escuela, a quienes el padre enseñaba, puesto que en casa, tanto la madre como el padre, conversaban o gestualmente o a través de frases cortas y repetidas.

El hijo había aprendido fácilmente a callar y a responder lo menos posible usando palabras. Las palabras, más aún las frases, parecían haber sido vetadas del sistema de comunicación de la casa o, por lo menos, menoscabadas. Los sonidos articulados parecían poner de mal humor a la madre e indigestar al padre. Ambos eran maestros de lengua y comunicación verbal en la escuela.

Sospechaba el hijo del asunto del testamento, al morir el padre. El dinero nunca había escaseado, a causa de la férrea austeridad de la madre en la cocina y el hogar y la sobriedad del padre en la bebida y en otros negocios que el hijo nunca pudo desentrañar. Pero el hijo tenía bases sólidas para imaginar una suma si no fuerte, algo nutrida para el tiempo en que murió el padre, resguardada por aquel lacrado testamento.

Al hijo le importaban poco los dineros de los padres, hundidos bajo un testamento malicioso; el hijo esperaba simplemente su cumplimiento. Hasta el primer año de espera.

Después de las apáticas festividades de ese año nuevo, el hijo, su mujer y sus hijos, acostaron una leve resaca de globos amarillos y fatuos cotillones en medio de empachos de año nuevo y de bebidas burbujeantes, como cada una de las inhalaciones de la madre en la máquina. El hijo no pudo dormir. Sentía fastidiado los miembros, la cabeza honda, los ojos entumecidos. El hijo casi no había bebido. El cuerpo le pesaba el triple, como si se acostara debajo de otras dos personas y una de ellas aún respirara.

Al día siguiente, luego de una noche de imposible sueño, el hijo comenzó a sentir los primeros temblores, las palpitaciones, la creciente angustia: el primer ataque de pánico. El hijo no necesitó escuchar del médico de la madre que ahora padecía de una neurastenia mayúscula para comprender lo que le comenzaba a suceder. No volvió a conocer la calma.

Tres frascos medicinales comenzaron a decorar su mesa de noche desde ese día. Benzodiazepinas y otros tranquilizantes hacían un cóctel diario de poco efecto. Las palpitaciones habían menguado y los temblores ansiosos disminuían de acuerdo a la severidad del tráfico matutino, pero los ataques de pánico no se podían evitar en presencia de la madre semi-muerta.

En contra de los consejos médicos, el hijo no dejó de visitar diariamente a la madre, pero sin ingresar a la habitación. Percibir el olor piorreico del recinto, la terriblemente sola cruz de madera tallada sobre el respaldar, el closet paterno aún con sus trajes enteros de lino y, sobre todo, el asiento vacío esperándolo al lado de la mano difunta de la madre viva, lo sumían inmediatamente en un giroscopio que revolvía su mente y carcomía de sangre el corazón del hijo que, hasta ese entonces, había descubierto la verdadera espera.

En la habitación de al lado, que había sido la suya cuando adolescente, jaló una silla polvorienta y clavó los ojos en la ventana, atendiendo a la noche. El reloj con ojos de payaso y largas carcajadas por manecillas avanzaba goteando segundos, demorando lapsos; pero el hijo había descubierto su nueva ceremonia diaria, desde el atardecer hasta la media noche: contemplar y escuchar morir a su madre a través de la oscura ventana de su antiguo cuarto y el perezoso sonido del reloj de su infancia.

Diariamente el hijo acudía a la madre, siempre con peores síntomas neuróticos. Luego de algunas semanas cambió el reloj de payaso por un seco y silencioso reloj digital de pared. A veces descubría algún libro que había dejado por la mitad en su juventud y lo retomaba. Su neurosis mejoraba con la distracción, pero la mudez del nuevo reloj de pared no lo eximía de recordar a la madre postrada e, inclusive, a veces tenía sueños en los que su rostro ajado semejaba las figuras del reloj en delirantes analogías. Despertaba sudoroso, y luego de algunos minutos y un par de hipnóticos, volvía a dormir.

Ese año y el siguiente fueron de una creciente agonía. El hijo, sin embargo, ojeroso y flaco, acudía a la cita diaria con la muerta y al pasar por la habitación cerrada hacia el suyo podía oír, levemente y por segundos, la aparatosa respiración de la máquina que vivificaba a la madre. Ese sólo momento le agriaba la noche entera. En lo sucesivo, cada vez que tuviera que pasar junto a la habitación de la madre y de su bulla horrísona, el hijo intentaría silbar.

Algunas semanas antes, algún día de la víspera de hoy que se cumplen los tres exactos años que el testamento estipula, se le ocurrió impugnar el documento, mover abogados, hacer una que otra cosa turbia para acabar con la torturadora espera. Pero se contuvo; el hijo había apreciado la paciencia de sus padres, sobre todo, su tan metódica indiferencia durante los largos años de infancia y juventud. No era justo el impacientarse ahora; el padre se hubiera sentido defraudado, la madre se hubiera sorprendido, aunque ninguno de los dos, de estar vivos, hubiera pronunciado palabra alguna.

 

Los tejidos-chico

 

El hijo había comenzado a repetir una manía largamente olvidada durante su temprana juventud, en la última semana de espera. Había encontrado, de entre sus empolvados módulos, la baraja con la que él solía armar torres en sus largas tardes de invierno. El padre sabía cientos de juegos con naipes –le habían contado sus compañeros de escuela- pero el hijo nunca le había oído hablar de ello; nunca había visto al padre, siquiera, junto a un mazo de cartas. Cierta noche en que el padre lo sorprendió armando una torre de naipes, simplemente miró al hijo y a las cartas como si nunca hubiera conocido un as o una sota, y expulsó su vaho rancio y seco, como un ataúd sin cuerpo, dirigido hacia el vacío.

-Te han servido la comida.

Cerró la puerta, despacio y con educación, como si la hubiera cerrado un viento sutil.

Desde entonces comenzó a crear nuevas torres de naipes para evitar a la madre muerta y viva en el cuarto contiguo, todas las noches. Y, por supuesto, para permutar la espera en distracción. Pero también en recuerdo.

Durante cada sesión de torres el hijo recordó fases de su niñez que él creía perdidas. Cada recuerdo era un naipe que él necesitaba desechar y se prometía que, al día siguiente, no volvería a usarlo en sus torres. Pero cincuentidós naipes son pocos para los recuerdos de toda una vida bajo tutela paterna, aun cuando eran demasiados para los seis días que faltaban en el cumplimiento del testamento.

Curiosamente, desde el momento en que comenzó el armado diario de sus torres de naipes, el hijo había aprendido a distraerse demasiado, porque el tiempo le parecía cada vez más aparte, casi como una forma aparente que no importara: al final de la torre y desechados los naipes de cada noche, el reloj enmudecido de la pared solía siempre dar las doce.

Se sintió algo entusiasmado por este hecho. Había aprendido a controlar su neurastenia y, más aún, había aprendido a controlar la tortura del tiempo, pensaba. Lo que el hijo dejaba pasar desapercibido es que cada día que su madre moría, su torre se acortaba. Y sin embargo, el reloj seguía dando las doce puesta la última carta de la noche sobre la torre.

En el penúltimo día de espera, el hijo se percató de los últimos dos naipes que le quedaban: el rey negro de tréboles y la reina de espadas. Esa noche recordó, como en un sueño vívido, dos imágenes infantiles de lo más cotidianas. En la primera, el hijo se levantaba un domingo, muy temprano y lentamente abría la puerta del cuarto de sus padres para observarlos dormir un par de minutos. Luego retornaba a su cuarto a jugar, con esa sensación de omnipotencia que le provee al niño una casa sin supervisión adulta. Sin embargo, algo en el ambiente resta un poco de esa omnipotencia que, si el niño no es lo suficientemente perceptivo, obviará. Luego de un par de horas, el hijo fue otra vez a observar a sus padres, y se percató de la misma escena. Repitió la operación cada dos horas, luego cada una, con el mismo resultado: dormidos. La fastidiosa sensación en el ambiente ya no perturbaba la omnipotencia en cierto grado, la deshacía. La presencia de los padres en sueño profundo era mayor que cuando estaban despiertos. Esta sensación lo torturó hasta que despertaron cerca de la hora del almuerzo, apremiados, maldiciendo –el padre con suaves gruñidos, la madre con cortos aspavientos- lo fuerte que eran las nuevas pastillas para dormir que el padre había comprado la noche anterior.

El segundo recuerdo fue más perturbador aún: el hijo estaba, como esa noche, armando sus torres, cuando escuchó que la madre fregaba los platos con una vehemencia tal que parecía fuera a romperlos. El hijo se acercó al vano de la puerta y escuchó la parca conversación entre los padres. El padre le sugería a la madre que dejara remojar los platos que habían quedado pegoteados con la nueva salsa de queso que la madre había utilizado para acompañar a los tallarines esa noche. Pero la madre no se permitía concesión alguna: debía fregar hasta despojar a la vajilla del último resquicio del malquerido y pegajoso lácteo que, además, no había estado muy bueno. Lo último que el hijo atinó a escuchar emergió de los mínimos labios del padre, concluyendo la discusión con ella:

-Ay, mujer: no te morirás hasta que dejes de ser madre.

El escalofrío que le subió desde las tripas hacia la espina al hijo no lo había podido descifrar hasta ese día en que el recuerdo infantil abordó a un hombre adulto que descartaba sus últimos dos naipes, los reyes de espadas, una noche antes de lo previsto.

A la noche siguiente el hijo dejó de silbar al pasar por la habitación de la madre y oyó con un escalofrío diferente, controlado, la respiración maquinal. Avanzó hasta su cuarto infantil con cierta suficiencia y, sentándose en la silla frente a la ventana, se concentró en esperar ambas muertes con placer: la noche y la madre morirían al unísono.

Curiosamente, pensando en que había utilizado todo su mazo, había olvidado el último de todos, el que no se suele contar en la baraja: el joker. Comenzó a jugar con él entre manos, puesto que no se podía construir nada con un solo naipe. Clavó la mirada en la noche y sintió la espera y el tiempo de su lado.

A los minutos dieron las doce. En sus manos ya no estaba el joker. Buscó y lo encontró sobre la mesa, como lo había encontrado cuando llegó. Poco importaba, se dijo, las emociones que sentía le tenían la cabeza ensimismada. Solo quedaba esperar al amanecer para llamar al médico, al abogado y al notario y los tres años y las tres décadas del hijo, habrían culminado.

Entre extrañas sensaciones y vahídos, como desmayos, transcurrió la madrugada. Estaba preparado para ver a su madre sin ataques neuróticos ese día, que ya comenzaba a amanecer. Miraba su reflejo como un fantasma en la luna de la ventana; por momentos sentía que el que moría era él. Se levantó. Verificó las 6 y 3 de la mañana en el reloj mudo, en el tenue claror en la ventana. Resopló fuertemente y se dirigió hacia la puerta; mientras se acercaba sintió que algo en el ambiente cambiaba, como si alrededor suyo se torcieran en el aire los contornos. El cuarto se oscureció en ese torcimiento, dejando alumbrar únicamente a la lámpara de noche. Volteó y verificó la oscuridad de la ventana: en el reloj dieron las doce.

Pensó en sus delirios, en su neurastenia: tres años de espera eran demasiados. Se acercó al asiento y sentó su cuerpo a descansar. Dio un resoplido y se acarició las sienes con los dedos. Otro resoplido; volteó. Pero en pocos minutos daban otra vez las 12. Y en otros más, las doce. Y en los siguientes: las doce. El hijo saltó de su asiento para apoyarse, presa del pánico, en el muro que miraba hacia al reloj y que, al mismo tiempo, separaba esa habitación de la de la madre. Ella, que flotaba sobre su muerte, viva, eternamente muerta, sobre la vida del hijo. El hijo veía los números avanzar algunos pasos y, luego, otra vez las doce. Las doce, una y otra vez, eternas. El joker lo miraba desde el escritorio, donde lo encontró al inicio de la noche, disuelto en carcajadas. El hijo pensó que era extraño; nunca, en toda su vida, había visto a su madre ni a su padre sonreír.

 

 

 

 

*(Lima-Perú, 1977). Poeta, narrador, editor y ensayista. Candidato a doctor en Literaturas y Lenguas Hispánicas y Luso-Brasileñas en el Graduate Center de CUNY, Nueva York (EE. UU.) y a doctor en Filosofía por la UNED (España). Ha publicado en poesía Patología (2000; 2004), La región humana (2000), Entre líneas púdicas (2008), Neomenia (2013), Wuañuypacha/Partothötröl (2017) y la plaqueta bilingüe Quartier ascendant (Nouvelle lune) (2007); en narrativa Los tejidos detrás (2013); y en ensayo Sombras de vidrio: estudio y antología de la poesía escrita por mujeres 1989-2004 (2004) y Utopía y poder en América y España (2016); y en narrativa Los tejidos detrás (2012).

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