Por José Aníbal Campos
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Los proscritos:
breve historia de una antología y su vigencia
Prólogo a una antología
En esta era de aparente futilidad de cualquier certeza, cuando el uso masivo (pero engañosamente individualizado) de ese desmadrado zoco de opiniones llamado «redes sociales» atrae hacia la morbidez azulosa de unas pantallas el apetito de todo tipo de roedores y moscas que van dejando en el éter los puntitos negros de sus diarias a impúdicas deposiciones, la palabra «vigencia» cobra un cariz anticuado, demodé.
Pero entonces cae en nuestras manos un libro que, aunque no tan viejo, parece, por sus propósitos y planteamiento, salido de una era muy remota pero que aún tiene mucho que decirnos hoy. La antología Los proscritos [en alemán: Die Verbannten] (1962) apareció en la editorial austriaca Stiasny (Graz) en una cuidada selección prologada por Milo Dor y se concibe como un cuadro generacional que reúne en 248 páginas a 40 narradores, poetas y artistas plásticos con un destino común ya aludido en el título: el destierro, la proscripción, el exilio.
La antología se inicia con un prólogo que vale la pena reproducir in extenso:
«Este libro es una declaración de guerra:
al mal gusto de un público que muestra todavía un apego patéticamente amoroso por los autores de ese “Reich milenario” que se hundió de manera tan poco gloriosa o que, cuando duda, opta por el kitsch con seguridad de un sonámbulo;
a la ignorancia de los empresarios del milagro económico, cuya única lectura es la guía telefónica, que confunden arte con oficios artesanos y toman el papel pintado por pintura;
a los pupilos de las cliques dominantes, que prefieren invertir su dinero mal ganado en una taberna en lugar de en una biblioteca;
a los profesores de literatura de nuestra provincia, cuyo horizonte se ve del todo cubierto por su prenda de vestir favorita: el pantalón corto de cuero:
a los hosteleros, tenderos, políticos, sindicalistas, vendedores de radios, directores de teatro y medios, dramaturgos, redactores, maestros, policías, libreros, hosteleros, deportistas, granjeros, industriales, compradores de quinielas y ganadores de la Lotería, arrendadores de cuartos, pequeñoburgueses, aburguesados, portadores de la Cruz de Caballero, medallistas, dueños de cines, guardias de prisiones y todos los demás oficios que he olvidado mencionar;
a todas las prostitutas y prostitutos, a los proxenetas y enchufados, a chupamedias, lameculos, a muñecones de feria, difamadores, soplones, traidores, espías, sabihondos e imbéciles;
a todos los que ven en una visita a la Ópera el summum del disfrute estético;
a todos los que prefieren el programa de televisión con el novel más bajo a un libro;
a todos los que día a día, hora tras hora, venden su alma para adquirir algún objeto ridículo y de vida muy corta en nuestra civilización de bienes de consumo;
a todos ellos, este libro es una declaración de guerra».
El comienzo no puede ser más beligerante. Pero un hombre como Milo Dor, heredero de la mordacidad demoledora de los pueblos balcánicos, no necesita ya, a sus casi cuarenta años, desenfundar todo el tiempo la espada para justificar su selección, de modo que, un párrafo después, matiza sus palabras con un delicioso ardid irónico aun más demoledor:
«Así habría iniciado el prólogo a este libro si todavía tuviera veinte años. Pero como tengo ya cuarenta y entretanto sé que no es posible lanzar una declaración de guerra a un enemigo imaginario, retiro mi batería de insultos con una profunda reverencia. Una declaración de guerra presupone que exista algún tipo de relación entre el que la hace y aquel al que va dirigida. Entre la literatura austriaca y su supuesto público no existe relación alguna. Sobre Hermann Broch, Robert Musil y Joseph Roth se conoce hoy más en Belgrado, Ámsterdam o Nueva York que en Viena. ¿Cómo entonces va a conocerse aquí algo de unos autores austriacos que ni siquiera están muertos?
Este libro podría titularse también Los sobrevivientes, ya que reúne los trabajos de esa generación que ha sobrevivido a la última guerra […], los que experimentaron la brutalidad de los otros y la propia impotencia y luego, al regresar de la guerra, se pusieron a construir un nuevo hogar a partir de los escombros, los trozos de vidrio y de un sueño».
Y a continuación, con una franqueza pocas veces expresada de forma tan explícita por un antologador —tan dados a disfrazar de sacrosantos propósitos lo que tantas veces no es más que dudoso cálculo de ventajas y cabildeos—, Milo Dor añade:
«Esta antología podría titularse también Los amigos. Cuando usted la abra, verá en ella versos y líneas en prosa, letras e imágenes: pero yo veo rostros. Los rostros de buenos amigos que conocí en los primeros años de la postguerra, cuando yo mismo llegaba de otro exilio. Todos ellos estuvieron alguna vez en Viena en busca de una realidad que se correspondiese con su sueño, todos ellos estuvieron alguna vez allí y luego, decepcionados, siguieron su camino. Pero en todo lo que escriben se encuentran rastros de un amor no correspondido por una ciudad que los expulsó.
Hoy viven en el exilio en París, Roma, Hamburgo o Lenggries, viven en el destierro de la provincia o en medio de Viena, en una suerte de «emigración interior». Muchos de ellos son conocidos en Alemania y en otros países, pero no en su patria, por lo menos no por sus obras más importantes. Que se trata de toda una generación, es algo que ha llamado la atención a muy pocos. […] Esta antología no estará en condiciones de transformar su destierro en una acogida fraternal, en un eco. Ella sólo es una prueba de que estuvimos allí en calidad de testigos de un mundo al que se le ha negado la existencia»[1].
Paul Celan en Los proscritos
La antología compilada por Milo Dor tiene, además de su relevancia intrínseca, una importancia adicional. Y no sólo porque recoja en ella la cifra nada despreciable de 13 poemas de Paul Celan[2]. Para esa fecha, Celan es ya una figura bien conocida en Alemania. Ha publicado ya tres de sus principales libros (Amapola y memoria, De umbral en umbral y Rejas de lengua) y todos han sido comentados con mayor o menor fortuna en la prensa cultural. Dos años antes ha obtenido el máximo galardón literario de las letras alemanas, el Premio «Georg Büchner».
Sin embargo, lo que hace de esta edición un documento tan significativo para los estudios celanianos es, en primer lugar, el hecho de que probablemente sea la primera antología que categoriza la figura de Celan, con independencia de sus éxitos, como un «autor proscrito» o «desterrado», con lo cual el antologador se distancia claramente de una crítica literaria alemana que se empeñó en ver a Celan como un «esteticista» anclado en la vieja escuela alemana. Con su decisión de recoger 14 poemas de Celan en una muestra de la llamada «literatura de las ruinas», Milo Dor parece estar cuestionando incluso a varios de sus amigos del Grupo 47, que se creían los únicos legitimados en Alemania como abanderados de una escritura de la «hora cero».
En segundo lugar, aquí también la fecha cobra una significación especial. En 1962 —año de aparición de Los proscritos— se halla en pleno desafuero la campaña difamatoria orquestada por Claire Goll en contra del poeta de Czernovitz. Por aquella época nadie se atrevió a decirlo abiertamente —salvo quizá Hans Magnus Enzensberger, que en una declaración pública sobre el tema sugirió que el caso de Claire Goll era preciso juzgarlo no desde «puntos de vista literarios, sino médicos»—; sin embargo, en la actualidad casi ningún historiador serio de la literatura de la República Federal de Alemania tiene dudas acerca del origen mezquino de esa campaña.
Claire Goll, aparte de una figura muy notable de las vanguardias, fue también, al parecer, una compulsiva coleccionista de amantes, un tic que de repite en muchas notables mujeres nacidas por la misma época y que a mí se me antoja denominar «síndrome Gala». Un tic que se manifiesta de manera recurrente en muchas de aquellas musas de célebres artistas y escritores, muy especialmente en las que no podrían hoy quejarse de haber sido condenadas al olvido. Una excentricidad que, si bien pudo ser muy encomiable en su momento como explícita expresión de una voluntad de emancipación, adoptó luego a veces, con la fama, rasgos realmente deleznables o, en todo caso, ridículos y grotescos (como la conocida historia de una Gala Dalí anciana y su relación con un cantante de rock 56 años menor llamado Jeff Fenholt).
En una entrevista de 1973 que Claire Goll concedió a una joven Elfriede Jelinek[3], el tono y la proclividad al chismorreo egocéntrico de la entrevistada no tendría demasiado que envidiarle, por su nivel, a cualquier programilla de horario estelar en Tele5 —donde las invitadas especialísimas son las despechadas viudas o amantes de esos «héroes culturales» de cierta idea de España: los toreros o los hijos de toreros—, si no fuera porque en aquella charla se habla, de pasada, de la flor y nata artística y literaria de la primera mitad del siglo XX.
Allí Claire Goll cuenta cómo en los diez años posteriores a la muerte de su marido hubo de esforzarse mucho para resistirse a la tentación de hombres que la deseaban todavía a sus 70 años, cuenta incluso que uno de sus admiradores intentó «matarla por amor». Luego se extiende en detalles sobre su más reciente conquista amorosa, la de un jovencito parecido a Alain Delon al que supera en edad en 50 años y que recita a Hölderlin de memoria.
La entrevista da muestras, sin duda, de la enorme vitalidad de la anciana albacea de la obra de Yvan Goll. Nos resultaría hasta simpática si no supiéramos las energías que desde finales de los 50 —primero a través de rumores malintencionados, pero con una saña malsana en una bien orquestada campaña difamatoria en la prensa a partir de principios de los 60—, esta «viuda alegre» invirtió por vengarse de uno de sus fallidos caprichos amorosos con mancebos más jóvenes. Porque de lo que no cabe duda ya a casi nadie es que Claire Goll actuó por despecho al escaso interés que mostró Paul Celan a sus insinuaciones en una primera fase de amistad y de eufórica acogida por parte de la propia Claire Goll. Una campaña difamatoria que, en buena medida, contribuyó al deterioro mental de Celan y a su suicidio en 1970, tres años antes de que esta ancianita jovial haga su despliegue de egocentrismo ante el futuro Premio Nobel de Literatura.
En ese sentido, la inclusión que hace Dor de 13 poemas de Celan es no es una simple declaración de amistad personal, sino una clara toma de partido público por un escritor acosado desde varios frentes. En una carta que Celan envió a Milo Dor por Semana Santa desde Les Fourgères en marzo de 1961, el poeta de Czernovitz le escribía a su amigo:
«Y algo más, Milo, algo, si me lo permites, de lamento de Semana Santa: lo orquestado en mi contra es mucho más insondable de lo que tú crees. Por cierto, la papelería póstuma de G[oll, Yvan]. es una estafa demostrable, eso se sabe muy bien, pero como a mí me está negada la licencia para existir […], se hace, lo mismo desde la extrema izquierda que de la extrema derecha, “todo lo posible” por ocultarlo. Cuando vengas por París, te mostraré cómo lo hacen. Te asombrarás cuando veas quiénes están participando de todo esto. Dixie el salvavi animas nostras»[4].
Como bien sugiere Milo Dor al final de su prólogo a Los proscritos[5], la antología no consiguió salvar a Paul Celan. El abrazo fraterno no bastó. Pero en una época de profundo y creciente desaliento del poeta, su inclusión con pleno derecho entre más de una treintena de autores y artistas pertenecientes a una misma generación marcada por la guerra y el olvido o el abierto desprecio de sus propios compatriotas, cobra hoy una connotación emotiva y documental muy singular: la que mezcla justicia poética y una justicia meramente humana.
Viena, julio de 2020
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[1] ©de los fragmentos del prólogo a Die Verbannten: Herederos de Milo Dor. ©de la traducción: José Aníbal Campos.
[2] Los poemas de Celan publicados en Los proscritos son: «Una canción en el desierto» (Ein Lied in der Wüste), «ÁLAMO TEMBLÓN…» (ESPENBAUM…), «Tardío y profundo» (Spät und tief), «Fuga de la muerte» (Todesfuge), «QUIEN SU CORAZÓN…» (WER SEIN HERZ…), «DUERME PUES…» (SO SCHLAFE…), «CUENTA LAS ALMENDRAS…» (ZÄHLE DIE MANDELN…), «Asís» (Assisi), «Hacia la isla» (Inselhin), «Retorno al hogar» (Heimkehr), «Tenebrae», «Terraplenes, bordes de caminos, soledumbres, escombros» (Bahndämme, Wegränder, Ödplätze, Schutt), «VOCES…» (STIMMEN…) [Para no desorientar al lector de habla castellana, ofrecemos aquí los títulos en la traducción de mayor circulación de la Obra completa de Reina Palazón, publicada por la editorial Trotta.]
[3] La entrevista de E. Jelinek a Claire Goll puede leerse en alemán en este enlace: http://elfriedejelinek.com/andremuller/claire%20goll%20(dichterin).html
[4] Véase: »etwas ganz und gar Persönliches«. Paul Celan. Briefe 1934-1970 (selección, edición y comentarios de Barbara Wiedemann), Berlin, Suhrkamp 2019, p. 499.
[5] Los autores recogidos en la antología compilada por Milo Dor son, por orden de aparición: Ingeborg Bachmann, Kurt Skalnik, Michael Guttenbrunner, Alfred Schmeller, Karl Wawra, Jeannie Ebner, Bertrand Alfred Egger, Christine Lavant, Wolfgang Kraus, Fritz Habeck, Oskar Jan Tauschinski, Franz Hiesel, Reinhard Federmann, Erich Fried, Christine Busta, Helmut Schwarz, Richard Hlatky, Walter Toman, Ilse Aichinger, Hans Heinz Hahnl, Marlen Haushofer, Franz Kießling, Hans Lebert, Herbert Eisenreich, Herbert Wadsack, Karl Bednarik, Hermann Friedl, Herbert Zand, Gerhard Fritsch y Paul Celan. Los artistas representados allí con fotos, dibujos o grabados son: Kurt Absolon, Paul Flora, Ernst Fuchs, Rudolf Hausner, Wolfgang Hollegha, Wolfgang Hutter, Anton Lehmden, Josef Mikl, Kurt Moldovan, Hans Robert Pippal.