Los caminos infinitos, 12 poemas de Jorge Teillier

 

Jorge Teillier fue un poeta, cronista y ensayista nacido en el sur de Chile el 24 de junio de 1935 (en Colombia, ese mismo día, moría Carlos Gardel) en Lautaro, en la zona que se conoce como La Frontera, territorio agreste en el que vio cómo los mapuche habían sido relegados tras la Ocupación de la Araucanía, que se conoce eufemísticamente como “Pacificación” a fines del siglo XIX.

Viajó a Santiago donde estudió Historia y Geografía en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile. Conoció ahí a su primera mujer, Sybila Arredondo, con la que tuvo sus dos únicos hijos: Sebastián y Carolina.

Comenzó una promisoria carrera literaria a los 21 años al publicar su primer libro, poemario muy bien recibido por la crítica y considerado “prematuramente maduro”. El año 1965, Teillier publica su famoso ensayo “Los poetas de los lares”, en el cual postula que cabe la posibilidad de que exista una relación entre el origen provinciano de la mayoría de los poetas ahí citados y su tendencia lárica, por la cual, atacados por “el mal poético por excelencia”, la nostalgia, se volcarían a la provincia y a la infancia, atreviéndose a aceptar su calidad de hermanos de los seres y las cosas, visión poética a la que él también adscribe.

A partir del golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 se produce un quiebre en la vida de Teillier, que comienza a beber de manera más profusa y deja de publicar tan seguidamente. Muere el 22 de abril de 1996 tras una semana hospitalizado en Viña del Mar, tras una crisis hepática. Jamás recibió el Premio Nacional de Literatura, pero sigue siendo el poeta más querido de Chile.

Sus libros son: Para ángeles y gorriones (1956), El cielo cae con las hojas (1958), El árbol de la memoria (1961), Poemas del País de Nunca Jamás (1963), Los trenes de la noche y otros poemas (1964), Poemas secretos (1965), Crónica del forastero (1968), Muertes y maravillas (1971), Para un pueblo fantasma (1978), La Isla del Tesoro (1982), Cartas para reinas de otras primaveras (1985), El molino y la higuera (1993) y los póstumos Hotel Nube (1996) y En el mudo corazón del bosque (1997).

 

Por: Jorge Teillier

Selección de poemas: Juan Carlos Villavicencio

Crédito de la foto: Álvaro Hoppe

www.theclinic.cl/2013/09/16/jorge-teillier

 

 

Los caminos infinitos,

12 poemas de Jorge Teillier

 

 

OTOÑO SECRETO

 

Cuando las amadas palabras cotidianas

pierden su sentido

y no se puede nombrar ni el pan,

ni el agua, ni la ventana,

y ha sido falso todo diálogo que no sea

con nuestra desolada imagen,

aún se miran las destrozadas estampas

en el libro del hermano menor,

es bueno saludar los platos y el mantel puestos sobre la mesa,

y ver que en el viejo armario conservan su alegría

el licor de guindas que preparó la abuela

y las manzanas puestas a guardar.

 

Cuando la forma de los árboles

ya no es sino el leve recuerdo de su forma,

una mentira inventada

por la turbia memoria del otoño,

y los días tienen la confusión

del desván a donde nadie sube

y la cruel blancura de la eternidad

hace que la luz huya de sí misma,

algo nos recuerda la verdad

que amamos antes de conocer:

las ramas se quiebran levemente,

el palomar se llena de aleteos,

el granero sueña otra vez con el sol,

encendemos para la fiesta

los pálidos candelabros del salón polvoriento

y el silencio nos revela el secreto

que no queríamos escuchar.

 

 

 

CUANDO TODOS SE VAYAN

 

a Eduardo Molina Ventura

 

Cuando todos se vayan a otros planetas

yo quedaré en la ciudad abandonada

bebiendo un último vaso de cerveza,

y luego volveré al pueblo donde siempre regreso

como el borracho a la taberna

y el niño a cabalgar

en el balancín roto.

Y en el pueblo no tendré nada que hacer,

sino echarme luciérnagas a los bolsillos

o caminar a orillas de rieles oxidados

o sentarme en el roído mostrador de un almacén

para hablar con antiguos compañeros de escuela.

 

Como una araña que recorre

los mismos hilos de su red

caminaré sin prisa por las calles

invadidas de malezas

mirando los palomares

que se vienen abajo,

hasta llegar a mi casa

donde me encerraré a escuchar

discos de un cantante de 1930

sin cuidarme jamás de mirar

los caminos infinitos

trazados por los cohetes en el espacio.

 

 

 

DESPEDIDA

 

…el caso no ofrece

ningún adorno para la diadema de las Musas.

Ezra Pound

 

Me despido de mi mano

que pudo mostrar el rayo

o la quietud de las piedras

bajo las nieves de antaño.

 

Para que vuelvan a ser bosques y arenas

me despido del papel blanco y de la tinta azul

de donde surgían ríos perezosos,

cerdos en las calles, molinos vacíos.

 

Me despido de los amigos

en quienes más he confiado:

los conejos y las polillas,

las nubes harapientas del verano,

mi sombra que solía hablarme en voz baja.

 

Me despido de las virtudes y de las gracias del planeta:

los fracasados, las cajas de música,

los murciélagos que al atardecer se deshojan

de los bosques de casas de madera.

 

Me despido de los amigos silenciosos

a los que sólo les importa saber

dónde se puede beber algo de vino

y para los cuales todos los días

no son sino un pretexto

para entonar canciones pasadas de moda.

 

Me despido de una muchacha

que sin preguntarme si la amaba o no la amaba

caminó conmigo y se acostó conmigo

cualquiera tarde de esas en que las calles se llenan

de humaredas de hojas quemándose en las acequias.

 

Me despido de una muchacha

cuyo rostro suelo ver en sueños

iluminado por la triste mirada

de trenes que parten bajo la lluvia.

 

Me despido de la memoria

y me despido de la nostalgia

—la sal y el agua

de mis días sin objeto—

 

y me despido de estos poemas:

palabras, palabras —un poco de aire

movido por los labios— palabras

para ocultar quizás lo único verdadero:

que respiramos y dejamos de respirar.

 

 

 

LOS DOMINIOS PERDIDOS

 

a Alain-Fournier

 

Estrellas rojas y blancas nacían de tus manos.

Era en 189… en la Chapelle d’Anguillon,

eran las estrellas eternas

del cielo de la adolescencia.

En la noche apagaste las lámparas

para que halláramos los caminos perdidos

que nos llevan hacia un laúd roto y trajes de otra época,

hacia una caballeriza ruinosa y un granero de fiesta

en donde se reúnen muchachas y ancianas que lo perdonan todo.

 

Pues lo que importa no es la luz que encendemos día a día,

sino la que alguna vez apagamos

para guardar la memoria secreta de la luz.

Lo que importa no es la casa de todos los días

sino aquella oculta en un recodo de los sueños.

Lo que importa no es el carruaje

sino sus huellas descubiertas por azar en el barro.

Lo que importa no es la lluvia

sino sus recuerdos tras los ventanales del pleno verano.

 

Te encontramos en la última calle de una aldea sureña.

Eras un vagabundo de barba crecida con una niña en brazos,

era tu sombra —la sombra del desaparecido en 1914—

que se detenía a mirar a los niños jugar a los bandidos,

o perseguir gansos bajo una desganada llovizna,

o ayudar a sus madres a desvainar arvejas

mientras las nubes pasaban como una desconocida,

la única que de verdad nos hubiese amado.

 

Anochece.

Y al tañido de una campana llamando a la fiesta

se rompe la dura corteza de las apariencias.

Aparecen la casa vigilada por glicinas, una muchacha

leyendo en la glorieta bajo el piar de gorriones,

el ruido de las ruedas de un barco lejano.

 

La realidad secreta brillaba como un fruto maduro.

Empezaron a encender las luces del pueblo.

Los niños entraron a sus casas. Oímos el silbido del titiritero que te llamaba.

Tú desapareciste diciéndonos: «No hay casa, ni padres, ni amor; sólo hay

                 compañeros de juego».

Y apagaste todas las luces

para que encendiéramos

para siempre las estrellas de la adolescencia

que nacieron de tus manos en un atardecer de mil ochocientos

noventa y tantos.

 

 

 

BAJO EL CIELO NACIDO TRAS LA LLUVIA

 

Bajo el cielo nacido tras la lluvia

escucho un leve deslizarse de remos en el agua,

mientras pienso que la felicidad

no es sino un leve deslizarse de remos en el agua.

O quizás no sea sino la luz de un pequeño barco,

esa luz que aparece y desaparece

en el oscuro oleaje de los años

lentos como una cena tras un entierro.

 

O la luz de una casa hallada tras la colina

cuando ya creíamos que no quedaba sino andar y andar.

O el espacio del silencio

entre mi voz y la voz de alguien

revelándome el verdadero nombre de las cosas

con sólo nombrarlas: «álamos», «tejados».

La distancia entre el tintineo del cencerro

en el cuello de la oveja al amanecer

y el ruido de una puerta cerrándose tras una fiesta.

El espacio entre el grito del ave herida en el pantano,

y las alas plegadas de una mariposa

sobre la cumbre de la loma barrida por el viento.

 

Eso fue la felicidad:

dibujar en la escarcha figuras sin sentido

sabiendo que no durarían nada,

cortar una rama de pino

para escribir un instante nuestro nombre en la tierra húmeda,

atrapar una plumilla de cardo

para detener la huida de toda una estación.

 

Así era la felicidad:

breve como el sueño del aromo derribado,

o el baile de la solterona loca frente al espejo roto.

Pero no importa que los días felices sean breves

como el viaje de la estrella desprendida del cielo,

pues siempre podremos reunir sus recuerdos,

así como el niño castigado en el patio

encuentra guijarros para formar brillantes ejércitos.

Pues siempre podremos estar en un día que no es ayer ni mañana,

mirando el cielo nacido tras la lluvia

y escuchando a lo lejos

un leve deslizarse de remos en el agua.

 

 

 

EL POETA DE ESTE MUNDO

 

a René Guy Cadou (1920-1951)

 

Poeta de nombre claro como un guijarro en medio de la corriente

reunías palabras que eran pedernales

de donde nace un fuego que no es olvidado.

René Guy Cadou, amigo del tonelero, el cartero, el aduanero y el contrabandista,

vivías en una aldea de seiscientos habitantes.

Allí eras profesor rural,

el peso del olor del jardín vecino sofocaba la sala de clases

como a la sala de clases donde tu padre había sido maestro.

Te gustaba hablar con la gente de cara parecida a ollas de greda,

caminar descalzo,

ver jugar a las cartas en la taberna.

En la noche a la luz de un fuego de espino

abrías un libro mientras Helena cosía

(«Helena como una gota de rocío en tu vaso»).

Tenías un poeta preferido para cada estación:

en otoño era Verlaine, la primavera te traía todas las rosas de Ronsard,

el invierno llegaba con el chirriar del carruaje del Grand Meaulnes

y la estación violenta

el ruido de espadas entrechocándose en una posada de Alejandro Dumas.

Tú nunca estabas solo,

te iluminaba el recuerdo de tu padre volviendo de caza en el invierno.

Y mientras tus amigos iban al Café,

a la Brasserie Lipp o al Deux Magots,

tú subías a tu cuarto

y te enfrentabas al Rostro radiante.

 

En la proa de tu barco

te asomabas a ver los caminos de tu país de hadas y pantanos,

caminos trazados como las líneas de un cuaderno de copia.

Tus palabras llegaban

como pájaros que saben que siempre hay una ventana abierta al fin del mundo.

Y los poemas se encendían como girasoles

nacidos de tu corazón profundo y secreto,

rescatados de la nostalgia,

la única realidad.

 

Tú sabías que la poesía debe ser usual como el cielo que nos desborda,

que no significa nada si no permite a los hombres acercarse y conocerse.

La poesía debe ser una moneda cotidiana

y debe estar sobre todas las mesas

como el canto de la jarra de vino que ilumina los caminos del domingo.

Sabías que las ciudades son accidentes que no prevalecerán frente a los árboles,

que la poesía no se pregona en las plazas ni se va a vender a los mercados a la moda,

que no se escribe con saliva, con bencina, con muecas,

ni el pobre humor de los que quieren llamar la atención

con bromas de payasos pretenciosos

y que de nada sirven

los grandes discursos tartamudos de los que no tienen nada que decir.

La poesía

es un respirar en paz

para que los demás respiren,

un poema es un pan fresco,

un cesto de mimbre.

Un poema

debe ser leído por amigos desconocidos

en trenes que siempre se atrasan,

o bajo los castaños de las plazas aldeanas.

 

Pocos saben aquí lo que es un poema,

pocos han puesto su cara al viento en medio de un trigal;

pocos saben lo que es un poeta

y cómo debe morir un poeta.

Tú moriste en un cuarto en donde se congregaba toda la primavera

mirando un cesto con manzanas.

«He visto morir a un príncipe»,

dijo uno de tus amigos.

 

Y este Primero de Noviembre

cuando me rodean los muertos que siempre están conmigo

pienso en tu serena y ruda fe

que se puede comprender

como a una pequeña iglesia azul de pueblo

donde hay un párroco que no pide sino compartir su pan.

Tú hablabas con tu Dios

como al pobre hijo de un carpintero,

pues también sabías que se crucifica todos los días a un poeta

(Jesús tenía treinta y tres años,

Jean Arthur también era Cristo

crucificado a los treinta y siete).

Pero a ti no te importaba que te escupieran la cara o te olvidaran

porque como tú lo decías, nadie puede impedir a un

pájaro que cante en la más alta cima

y el poeta derribado

es sólo el árbol rojo que señala el comienzo del bosque.

 

 

 

DUNAS

 

No saben que están muertos

los muertos como nosotros

no tienen paz.

Vittorio Sereni

 

Ya desaparecieron las muchachas entre las dunas.

Hermanos, hay que encender el fuego

con la leña traída

por los hermanos de Pulgarcito.

(Ellos no saben que el padre

los va a llevar a morir al bosque).

Mañana no habrá nada que comer,

hermanos, seamos felices:

llegó la medianoche y aún estamos vivos.

Nadie ha venido todavía

a echar abajo nuestras puertas.

Un avión espía el oleaje.

Los amigos yacen bajo el epitafio de la espuma

efímero como sus anhelos.

Los armonios de los cactus no los olvidan

y entonan su réquiem para ellos.

Un motociclista de negro los acalla.

Las gaviotas gritan como almas en pena

y ni al verano se le permite un último deseo

antes de ser condenado a muerte.

 

 

 

BLUE

 

Veré nuevos rostros

Veré nuevos días

Seré olvidado

Tendré recuerdos

Veré salir el sol cuando sale el sol

Veré caer la lluvia cuando llueve

Me pasearé sin asunto

De un lado a otro

Aburriré a medio mundo

Contando la misma historia

Me sentaré a escribir una carta

Que no me interesa enviar

O a mirar a los niños

En los parques de juego.

 

Siempre llegaré al mismo puente

A mirar el mismo río

Iré a ver películas tontas

Abriré los brazos para abrazar el vacío

Tomaré vino si me ofrecen vino

Tomaré agua si me ofrecen agua

Y me engañaré diciendo:

«Vendrán nuevos rostros

Vendrán nuevos días».

 

 

 

CON EL SOL DE LOS AVELLANOS

 

No creí nunca

Que vería brillar de nuevo a Venus

Sobre los techos lejanos del Regimiento

Ni que en la mañana

Reverdecieran los pasos de la infancia

Bajo esos pinos donde las ovejas lamen tiernamente el sol,

Ni que una voz adolescente

Me preguntara cómo se llaman las estrellas

A las que nunca me he preocupado de dar nombre.

 

Tú eres el mediodía misterioso

Del silencio de parque

Donde vemos luchar a un niño hace años con un ganso,

Allí el sol al abandonar los avellanos

Nos deja los relatos

De los muertos que amamos

Y se me reveló tu presencia

Con el mismo resplandor

Del hacha con que el amigo corta leña.

 

Alguien pasa silbando

Una canción que habla de nosotros.

Nunca me has preguntado qué será de nosotros:

Sólo me has preguntado el nombre de una estrella.

 

Junto a ti he sido quien debiera haber sido.

 

 

 

PASCUAL COÑA RECUERDA

 

Una cosa diré:

                 Estoy viejo, ya creo que tengo más de ochenta años.

Conozco las estrellas:

                 la estrella-carreta, el corral del ganado, el tirador,

                 el rastro del avestruz, el boleador, el montón de papas

                 o la gallina con polvos, el pellejo oscuro, el camino

                 de hadas. He visto caer las hachas de piedra, y una gran

                 bola de fuego que corre como un tizón y trae la desgracia.

 

La piedra más apreciada es la llanca verde.

El canelo es nuestro árbol sagrado.

Las flores más lindas son la flor de gato y la lengua de loro.

 

Los años fríos se llaman «años machos», los sin heladas ni nevazones

«años mujer».

A veces se mueve la tierra,

                 el Gnechen hace temblar la tierra.

 

La gente antigua no tenía nombre para los meses de los años.

Se orientaban diciendo:

                 tiempo de los brotes, luna de las primeras frutas;

                 tiempo de sol y de cosechas; cosecha guardada, caída

                 de las hojas de manzano; brotes grises, luna cenicienta,

                 estación de las

lluvias, lunas frías, escasez.

Y antes todavía

                 se distinguían sólo el verano de las frutas silvestres

y el invierno cuando todo se había acabado.

Ahora el mapuche se ha chilenizado,

                 habla como los chilenos,

                 así yo digo:

                                  «Yo emprendí mi viaje a

Argentina el 13 de abril de 1882».

Primero vimos al Presidente Santa María en Santiago,

                 Painemilla habló

con él, no le hizo caso.

Estuvimos en Buenos Aires,

                 el Presidente Roca nos dio doscientos pesos,

                 cuidó de nosotros,

                 «de tal manera procede el hombre que tiene

                 buen corazón».

Mi padre tenía un gran manzanar.

Había abundancia de manzanas,

crecían por todas partes,

los árboles se agachaban hasta el suelo por la abundancia de las frutas.

No se sufría hambre.

El que tenía ganas comía harina tostada y tomaba chicha.

Los mapuches se ayudaban entre sí cuando empezaban un trabajo,

esto se llamaba «mingaco».

La chicha se fabricaba para las fiestas: guillatunes, torneos de

cueca, matrimonios, casas nuevas, entierros, iniciaciones de machis,

y para que las almas de los muertos llevaran su cocaví.

Cuando desperté a la razón vivía con mis padres a orillas del mar,

en Rauquenhue. Allí me crié.

Jugábamos a las habas apostando lazos, lamas, cuchillos

Jugábamos a la chueca.

Los mapuches tenían mucho apego a la chueca.

La Misión del Padre Octaviano fue jugada a la chueca.

Venció el equipo que estaba a favor del Padre.

Así se escaparon de la muerte él y su Misión.

 

Me aborrecieron por causa de mis tierras.

Los huincas por mi suelo no más pasaron.

Me ponían cercos en medio de mis terrenos.

Los fundos eran antes todos propiedades mapuches.

 

En las rogativas con un vaso trizado se lleva sangre y se dice:

«Aquí estás, Padre Azul, Aplastador del Río».

Después de cada rogativa diremos «Oom»

y él mandará sol o lluvia.

 

Ahora estoy enfermo, acostado en el suelo, esperando

                 la muerte conforme a los antiguos usos.

El Padre Ernesto recoge mis palabras,

he abandonado todas las cosas de este mundo.

 

 

 

 BOTELLA AL MAR

 

Y tú quieres oír, tú quieres entender. Y yo

te digo: olvida lo que oyes, lees o escribes.

Lo que escribo no es para ti, ni para mí, ni

para los iniciados. Es para la niña que nadie

saca a bailar, es para los hermanos que

afrontan la borrachera y a quienes desdeñan

los que se creen santos, profetas o poderosos.

 

 

 

SIN SEÑAL DE VIDA

 

¿Para qué dar señales de vida?

Apenas podría enviarte con el mozo

un mensaje en una servilleta.

 

Aunque no estés aquí.

Aunque estés a años sombra de distancia

te amo de repente

a las tres de la tarde,

la hora en que los locos

sueñan con ser espantapájaros vestidos de marineros

espantando nubes en los trigales.

 

No sé si recordarte

es un acto de desesperación o elegancia

en un mundo donde al fin

el único sacramento ha llegado a ser el suicidio.

 

Tal vez habría que cambiar la palanca del cruce

para que se descarrilen los trenes.

Hacer el amor

en el único Hotel del pueblo

para oír rechinar los molinos de agua

e interrumpir la siesta del teniente de carabineros

y del oficial del Registro Civil.

 

Si caigo preso por ebriedad o toque de queda

hazme señas de sol con tu espejo de mano

frente al cual te empolvas

como mis compañeras de tiempo de Liceo.

 

Y no te entretengas

en enseñarle palabras feas a los choroyes.

Enséñales sólo a decir Papá o Centro de Madres.

Acuérdate que estamos en un tiempo donde se habla en voz baja,

y sorber la sopa un día de Banquete de Gala

significa soñar en voz alta.

 

Qué hermoso es el tiempo de la austeridad.

Las esposas cantan felices

mientras zurcen el terno único

del marido cesante.

 

Ya nunca más correrá sangre por las calles.

Los roedores están comiendo nuestro queso

en nombre de un futuro

donde todas las cacerolas

estarán rebosantes de sopa,

y los camiones vacilarán bajo el peso del alba.

 

Aprende a portarte bien

en un país donde la delación será una virtud.

Aprende a viajar en globo

y lanza por la borda todo tu lastre:

los discos de Joan Báez, Bob Dylan, Los Quilapayún,

aprende de memoria los Quincheros y el 7o de Línea.

Olvida las enseñanzas del Niño de Chocolate, Gurdjíeff o el Grupo Arica,

quema la autobiografía de Trotzky o la de Freud

o los 20 Poemas de Amor en edición firmada y numerada por el autor.

 

Acuérdate que no me gustan las artesanías

ni dormir en una carpa en la playa.

Y nunca te hubiese querido más

que a los suplementos deportivos de los lunes.

 

Y no sigas pensando en los atardeceres en los bosques.

En mi provincia prohibieron hasta el paso de los gitanos.

 

Y ahora

voy a pedir otro jarrito de chicha con naranja

y tú

mejor enciérrate en un convento.

Estoy leyendo El Grito de Guerra del Ejército de Salvación.

Dicen que la sífilis de nuevo será incurable

y que nuestros hijos pueden soñar en ser economistas o dictadores.

 

 

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