Esta nota fue publicada originalmente en la web Magnet.
Por Carlos Prego
Crédito de la foto www.verkami.com
Los 200 años de Frankenstein (1818-2018).
Así se gestó Frankenstein: una historia de volcanes indonesios,
veranos fantasma y ranas electrocutadas
Desde que el mundo es mundo pocos nacimientos ha habido tan terribles, colosales, catastróficos, ajenos a fronteras y sobre todo tan rematadamente improbables como el de Frankenstein. Mañana se cumplen dos siglos desde que en Año Nuevo de 1818 la editorial Lackington & Co, de Londres, publicó la primera edición de Frankenstein o el moderno Prometeo, la genial novela de Mary Shelley, obra cumbre de la literatura de terror y génesis de la ciencia ficción.
En aquel lejano 1 de enero de 1818, sin embargo, el libro salió de imprenta bajo anonimato, en tres volúmenes, con una modesta tirada de 500 ejemplares y a un precio de 16 chelines y 6 peniques. Las desventuras del doctor Víctor y su criatura quitaron el sueño muy pronto a los lectores de principios del siglo XIX. Igual que lo sigue haciendo hoy, 200 años después, a través de las páginas escritas por Mary o la infinidad de películas y relatos que han inspirado.
En la Inglaterra victoriana muy pocos sabían sin embargo que detrás de la novela se esconde una historia igual de fascinante. Para conocerla es necesario viajar hasta Indonesia y asomarse a sus volcanes, hacer una breve parada en Suiza durante el verano de 1816, cuando el cielo se cubrió de cenizas y nubes, y remontarse luego a los macabros experimentos con cadáveres del doctor Johann Conrad Dippel en el siglo XVII o las pruebas con electricidad de Luigi Galvani.
¡Ah! Por el camino quedará una de las noches más importantes en la historia de la literatura, durante la que nacieron Víctor Frankenstein y su monstruo homónimo y el vampiro de John William Polidori. Un viaje con tres paradas.
Parada 1: un volcán de Sumbawa
Si 2017 ha sido el año sin lluvias en buena parte de España, 1816 fue el año sin verano. La erupción del volcán Tambora, en Sumbawa (Indonesia), en 1815, demostró que el mundo es muy pequeño y que lo que ocurre en una lejana isla del Índico puede sacudir Europa. En abril de ese año Tambora empezó a vomitar gran cantidad de gases con azufre.
Sus consecuencias fueron dignas de la febril sensibilidad del Romanticismo: un tsunami en las costas de Bali, inundaciones, cielos oscurecidos por el manto de ceniza, un descenso prolongado de las temperaturas, cosechas arruinadas, hambrunas, miles de muertos por inanición, familias lanzándose a las calles para cazar gatos y ratas… Las secuelas traspasaron de lejos a Asia u Oceanía. Más de un año después de la erupción sus efectos aún se dejaban sentir en Europa. Tanto, que en 1816 no hubo verano, literalmente. Las mejores imágenes de aquel estío que no fue las que dejó el pintor William Turner, quien plasmó en sus lienzos atardeceres sanguinolentos.
Bajo esos cielos aterradores viajaba por Suiza en junio de 1816 un distinguido grupo de extranjeros: el poeta Percy Bysshe Shelley, a punto de cumplir los 24 años y ya autor de grandes obras como Alastor, y Mary Godwin (más tarde Mary Shelley), cinco años más joven que Percy y quien poco antes había huido de Londres con el afamado poeta ante la negativa de su padre en consentir su romance. Con ellos viajaba también la hermanastra de Mary, Claire Clairmont.
Para refugiarse de la lluvia y el frío desatados por el lejano volcán de Sumbawa, el grupo se alojó con el poeta Lord Byron en la mansión que había alquilado en Coligny, cerca del lago Lemán (Ginebra). Además de Percy, Mary, Claire y Bayron, en la casa se alojaba también el médico personal del lord inglés y joven aspirante a literato: John Polidori. Una camarilla distinguida para un escenario no menos distinguido.
A lo largo de los siglos las paredes de aquella mansión (bautizada como Villa Diodati) habían cobijado ya a grandes invitados, como John Milton, Rousseau o Voltaire. Por aquella época no era extraña tampoco la presencia del escritor Matthew Lewis, otro gran romántico, autor de El monje o La novia ensangrentada.
Parada 2: Las noches a orillas del lago Lemán
A veces una sola noche puede dejar una huella que perdura imborrable más de dos siglos. A mediados de junio de 1816 Mary, Percy y Claire se instalaron en Villa Diodati, una mansión tomada por el espíritu expansivo e inflamado de Byron. Al calor del fuego con el que se calentaban en aquel verano invernal y para matar el aburrimiento, el grupo se dedicó a recitar pasajes de un libro que había llevado Polidori, Phantasmagoriana, una especie de antología de leyendas germanas de fantasmas.
En ese escenario, la noche del 16 o 17 de junio, Byron tuvo una de sus ideas más geniales: «Vamos a escribir cada uno un relato de fantasmas», propuso el noble inglés, como recordaría años más tarde la propia Mary.
En la sala estaban además de Byron, Percy, Mary y Polidori. La idea les gustó. Pero por un azar caprichoso, las dos obras que se recuerdan todavía hoy no salieron de la pluma de los dos escritores que ya habían despuntado (Percy y Byron), sino de la otra pareja que aún no había dado muestras de su gran talento (Mary y Polidori).
Con el paso de los días el entusiasmo inicial de Mary se fue convirtiendo en una carga. A la joven no se le ocurría nada. «Me dediqué a pensar una historia que hiciese mirar en torno suyo al lector amedrentado, que le helase la sangre y le acelerase los latidos del corazón. Pensé y medité… pero sin resultado. Sentía esa vacía incapacidad de invención que es la mayor desdicha del autor», recordaba años después. Percy, su futuro marido, le preguntaba cada mañana si había dado con su argumento. “Y cada mañana me veía obligada a responder la penosa nada”, rememora Mary.
Hasta que llegó el momento…
… Y nació Frankenstein.
Una noche, tras escuchar una charla entre Byron y Percy sobre «el principio vital», el galvanismo, los experimentos de Erasmus Darwin (el abuelo de Charles) y la reanimación de cadáveres, Mary se fue a la cama. La conversación había calado sus nervios y la joven tuvo una pesadilla horrible. «Vi al pálido estudiante de artes impías, de rodillas, junto al ser que había ensamblado», relataría años después, «vi al horrendo fantasma de un hombre tendido; y luego, por obra de algún ingenio poderoso, manifestar signos de vida y agitarse con movimiento torpe».
Mary se despertó con el corazón desbocado y empapada en sudor. Para apartar la imagen de aquella criatura diabólica de su mente miró a la ventana cerrada por donde se filtraba el débil y pálido brillo de la luna. «Debía tratar de pensar en otra cosa. Recurrí a mi historia de fantasmas… ¡Mi tediosa, desafortunada historia de fantasmas! ¡Si al menos lograra inventar una que asustase a mi lector como me había asustado yo esa noche! Veloz y animada como la luz fue la idea que se me ocurrió. ¡La encontré!”. Efectivamente, había nacido el monstruo.
Mary pensó en escribir solo un pequeño relato, unas pocas páginas. Animada por Percy, sin embargo, alumbró la novela que se publicaría un año y medio después, el día de Año Nuevo de 1818, en Londres. ¿Y cómo le fue a sus otros tres compañeros? Polidori dio forma al relato El vampiro. Prueba de su importancia es que de esa historia beben muchos de los libros y películas que se han elaborado después sobre los vampiros románticos. El Drácula de Stoker no llegaría a las librerías hasta casi ocho décadas después. Byron, que durante su estancia en Ginebra trabajaba en su Childe Harold, comenzó un cuento que incluyó al final de su poema Mazeppa. En cuanto a Percy, su futura esposa solo apunta que «empezó un relato basado en experiencias de la primera etapa de su vida».
Parada 3: El Castillo de Frankenstein
Aunque no hay razones para dudar de Mary cuando asegura que la idea de Frankenstein cuajó en su mente por una pesadilla, dos siglos dan para mucho y no son pocas las teorías que ahondan en el origen de la novela. Algunos especulan con que la joven estaba embarazada y que en su Moderno Prometeo vuelca todos sus miedos, su pavor a que la criatura que llevaba en su vientre tuviese problemas.
Más allá de las interpretaciones psicológicas están sin embargo las evidencias. La más palpable es que la autora bautizó a su doctor y monstruo como Frankenstein, el nombre del castillo alemán (situado a 5 km de Darmstadt) donde trabajó Johann Conrad Dippel, un erudito poco ortodoxo que vivió entre los siglos XVII y XVIII y fue acusado de desenterrar cadáveres para sus estudios de alquimia. Las andanzas de Dippel recuerdan en cierto modo a las de Víctor Frankenstein.
Al igual que Percy, Lord Byron o Polidori, Mary también sentía fascinación por los experimentos de Luigi Galvani con electricidad, con los que conseguía espasmos musculares en ranas muertas. Probablemente también conocía los trabajos de sus compatriotas Andrew Corsse y sir Humphry Davy, amigo este último de su padre.
Otro factor que ayuda a entender a Mary es el papel que jugaron los cementerios en su vida. A un camposanto, el de Saint Pancras, acudía de niña para evadirse sobre la tumba de su madre. Allí aprendió a leer y entre los muros de aquella necrópolis tuvo sus primeros escarceos con Percy a escondidas de su padre. Un íntimo vínculo con los cementerios que se ensancha al vivir en plena fiebre de profanación de cadáveres para los estudios de anatomía. El mejor retrato de aquella época lo dejó Robert L. Stevenson en El ladrón de cadáveres.
Anónima, modesta e histórica, la publicación de Frankenstein en 1818 marca uno de los instantes clave en la historia de la literatura. Hay discrepancias sobre la fecha exacta de su primera edición. Algunos sostienen que la novela salió a la luz el 11 marzo de 1818. Otros coinciden sin embargo en que el monstruo más icónico del Romanticismo vio la luz tres meses antes: en Año Nuevo de 1818. Esa es la fecha que toma como referencia el escritor y editor inglés Robert McCrum en The Guardian, que recoge el propio Shelley Godwin Archive o citan los escritores y periodistas Jennifer Latson y Boyd Tonkin en medios tan prestigiosos, respectivamente, como Times y New Scientist.
Años después, en 1831, Mary retocaría su texto original. Hoy amantes de la literatura de terror y de la ciencia ficción, del Romanticismo, del cine o simplemente de los buenos libros celebran el 200 aniversario de aquel lejano Año Nuevo de 1818 en que Frankenstein irrumpió en su primera librería de Londres.