Por Milagros Ábalo
Crédito de la foto (izq.) Diario Gestión /
(der.) Ed. Komorebi
Lo perdido es la luz
Los poemas de Luz de día —libro publicado por primera vez el año 63 y ahora reeditado oportuna y espléndidamente por Komorebi—, no se dejan atrapar, como si una vez leídos se extinguieran en el aire o se apagara la luz que los alumbró, dejando una vaga presencia que no podemos alcanzar en su totalidad, o la percepción de una lucidez tan extrema como desesperada. La lucidez siempre lleva una cuota de desesperación, aunque la manera de manifestarse sea diferente. En el poema que abre este libro “Del orden de las cosas”, es contenida: “Hasta la desesperación requiere un cierto orden” (7) escribe la poeta peruana Blanca Varela: y sus versos son de alguna manera el sólido orden que ha tomado dicha desesperación.
Al lector solo le es posible articular en palabras sueltas, frases cortas, la primera impresión de su lectura. Y frente a esa precariedad es la frecuencia de palabras como, por ejemplo, claridad, perdida, sueño, vacío lo que permite entrar poco a poco en los poemas de este libro. Así sueltas nada dicen y sin embargo es tal la precisión con que la poeta las usa y las pone en relación que dota a cada una de cuerpo y alma. Pocas, mínimas, justas palabras aparecen en la imaginación del lector como una luz intermitente que de pronto lo alcanza, lo encandila y cala con el efecto de una espesa nostalgia. Lo perdido vuelve, por un momento, y para que aparezca es preciso rodearlo de silencio y nada más callado que la luz.
Blanca Varela en este libro tiene la capacidad de enceguecer, dejar al lector hechizado porque de alguna manera expresa lo esencial, y lo hace como solo es posible hacerlo: con una convicción absoluta, lo que exige al mismo tiempo despojo y coraje. Su efecto es el de una poesía tranquilamente convulsa, que produce el desconcierto de una agitación, un tumulto en el pecho precisamente porque son poemas que vienen de la exploración de un interior. Diría: una descarga ensimismada que nos desencaja por su extraña intensidad, y frente a tal desorden de los sentidos surge la necesidad de ponerse en movimiento, caminar, intentar ordenar, entender, o anterior a eso, para experimentar: reproducir de alguna manera la fuerza de un movimiento que se ha encarnado en este libro. Exige despojo también en el lector, renunciar a entenderlo todo. La lectura es una experiencia a la que nos entregamos, y la comprensión de esa experiencia es tan solo una vaga intuición. Como escribe Natalí Aranda en el epílogo del libro:
“Leer Luz de día es ascender y descender a nuestra propia alma. Es un encuentro con la creación en toda su desnudez. El encuentro con una intuición que va pendiente abajo, iluminando formas que se desligan por un instante de la oscuridad”.
Blanca Varela va hacia lo perdido —sea donde sea que esté—, y en ese intento de recuperación escribe estos versos que no son otra cosa que el registro de aquel movimiento; ir hacia lo que fue y traerlo, no de manera explícita ni temática, sino como una conciencia, una forma de estar en el mundo. Cuesta quedarse con nombres o lugares concretos —aun cuando todo eso esté—, pero es como si fuera abandonándose en el camino de la escritura, y también de la lectura. El poema aquí no es tanto una idea como un tiempo, el encuentro de los tiempos, el de la vida y el de la muerte, así por ejemplo en “Muerte en el jardín”, segunda parte de este libro, los poemas quedan suspendidos como piedras en el aire. Luz de día es una puerta abierta al tiempo, a la luz del tiempo, y sus versos son el trazo de ese breve destello. Una presencia antes que la noticia de esa presencia.
“¿De qué perdida claridad venimos?”, se pregunta en uno de sus versos y es que en él están contenidas las dos palabras que se levantan como columnas de lo que aquí se agita: Perdida y Claridad. En torno a ellas, al movimiento que de esas palabras emana es que giran sin desenfreno los versos y poemas de Luz de día. Pero ir hacia la claridad supone el inevitable paso por las sombras, por cada grieta de esa oscuridad: “Somos una forma que cambia con la luz/ hasta ser sólo luz, sólo sombra”, escribe en un poema de la última sección del libro titulada “Frente al Pacífico”. Y es que mirar fijamente esa claridad es atisbar un abismo (como asomarse al fondo marino), excavar en él y ser capaz de traer lo que hay ahí: restos de lo perdido, y en la conjunción vital de fe y fracaso que supone ese acto, darle forma como lo hace de manera excepcional en este libro Blanca Varela. Y como toda gran poesía, una vez leída exige volver una y otra vez a sus versos, tal como señalara al principio de este texto, poesía que se resiste a ser descifrada, en su desnudez escapa y esconde su propio misterio: “Es más que la palabra,/ es el aire de todas las palabras”.
*(Lima-Perú, 1926 – 2009). Estudió Letras y educación en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. A partir de 1947 empezó a colaborar en la revista Las Moradas, que dirigía Emilio Adolfo Westphalen. En 1949 emigró a París en donde entabló cercana amistad con Octavio Paz, figura determinante en su literatura, y quien que la contactaría con los intelectuales latinoamericanos y españoles radicados en Francia en la época, forjando amistad con Sartre, Simone de Beauvoir, Michaux, Giacometti, Léger, Tamayo, Martínez Rivas, entre otros. Tras vivir una larga temporada en París, la poeta se trasladó a Florencia y, más tarde a Washington, ciudades en las que se desempeñó como traductora y, eventualmente, como periodista. En 1962 retornó a Lima de modo permanente. De 1977 a 1979 trabajó como secretaria general del Centro Peruano del PEN Club Internacional y, entre 1974 a 1997, laboró como directora del Fondo de Cultura Económica en la sede de Lima.
Por su obra lírica, recibió varias distinciones como el Premio Octavio Paz de Poesía y Ensayo (2001), el Premio Internacional de Poesía Federico García Lorca (2006), el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana (2007) y la Medalla de Honor del Congreso de la República del Perú en el Grado de Gran Oficial (2007). Ha publicado en poesía Ese puerto existe (1959), Luz de día (1963), Valses y otras falsas confesiones (1972), Canto Villano (1978), Camino a Babel (antología, 1986), Ejercicios materiales (1993), El libro de barro (1993), Poesía escogida 1949-1991 (1993), Del orden de las cosas (1993), Como Dios en la nada (antología de 1949 a 1988, 1999), Concierto animal (1999), Donde todo termina abre las alas (poesía reunida 1949 – 2000) y El falso teclado (2001). Recientemente, se publicó una edición facsimilar de Ese puerto existe bajo el título original de Puerto Supe (2014).