Por Andrea Cabel*
Crédito de la foto (izq.) Ed. Seix Barral /
(der.) www.goodreads.com
Las voces heridas en la “Lluvia” de Karina Pacheco
¿Tiene sentido intentar atrapar la lluvia? ¿Atraparla e intentar descubrir las conexiones entre una y otra gota? ¿Tiene sentido, para conocerla y sentirla, calcular la velocidad de su caída cuando la tierra la recibe? Creemos que, Lluvia (Seix Barral, 2018), de Karina Pacheco[1], como metáfora del título que lo nombra, nos propone algo más complejo que intentar atrapar una figura, que, de por sí, está hecha para el tránsito. Creemos que nos propone más bien, el reto de atender a la figura del movimiento como paisaje final y propuesta estética de un conjunto de 9 historias que caen como gotas, como universos que comparten, además, una materia sostenida en diferentes formas de violencia.
Así, aunque cada cuento es autónomo y encierra paisajes y personajes muy propios, es el movimiento el que propone una unidad. Ahora, entiendo el movimiento como, por ejemplo: el desplazamiento geográfico constante, como las rupturas y reconciliaciones entre varias parejas. También es visible desde el juego (hay dos cuentos que lo emulan desde el título mismo: “Todo es un juego” y “Juego de manos”), y desde los reencuentros sexuales entre cuerpos que se alejan y regresan, así como desde el manejo lúdico del tiempo (véanse los constantes flashbacks en varias historias). Es con todo esto que Lluvia nos presenta un amplio abanico de movimientos que a su vez están cargados de una violencia contundente. Con esto queremos decir que no estamos ante una lluvia sanadora que limpie las heridas. Es una lluvia que hiere con su caída, que deja baches en cada cuerpo (o lector) al que toca. Proponemos entonces, atender a cada gota, a cada cuento, desde su propia complejidad y desde los elementos que comparten: léase con ello, el movimiento y su violencia intrínseca y particular. Después de todo, creemos que es esto lo que ensambla el motor de esta lluvia, materia que surge y se dispersa a partir de “voces heridas” (30), voces que cuentan, cada una, un pedazo distinto de un horror compartido.
Permítaseme desarrollar mi argumento con algunos ejemplos. En primer lugar, las alusiones más claras a la vinculación entre movimiento y violencia las encontramos en los cuentos que nos trasladan hacia la Amazonía peruana, espacio que es construido como uno de expropiación, abuso y silencio histórico ante la impunidad. En el relato “Reyes del bosque”, segundo del libro, el centro de trama sucede en territorio wampis, poblado de gente “que se hace invisibles ante el paso de turistas e investigadores” (19). En la narración, esta misma población es la que reclama e intenta resistir valientemente a los derrames de petróleo en sus tierras. Un acontecimiento, por demás actual y urgente de ser visibilizado, ya que en los últimos 20 años se han producido más de 190 derrames de petróleo[2] en la Amazonía peruana[3]. La protagonista, una antropóloga que regresa a la selva para negociar con los wampis sobre lo que podrían ganar si ceden tierra o recursos a la petrolera, es testigo de enfrentamientos desiguales, de matanzas, y, sobre todo, de cómo un reclamo justo por parte de los indígenas, es respondido con balas. En este relato, la protagonista se aleja de la zona y ve el paisaje que ha quedado en el campamento: se ha convertido en un espacio “rasgado por líneas de sangre” (30). Es justamente a esa realidad cruda e invisibilizada, a la que apunta este cuento: a mostrarnos cómo no solo se destruye la vida de la Amazonía, sino la de la propia protagonista, quien escapa de esa escena, y tienta volver, aunque lo haga con las manos “negras como carbón”, o diríamos, negras como el crudo de petróleo. En todo caso, con un color de culpa, de mancha, de falta.
En esta misma línea de desplazamiento geográfico y denuncia ante la violencia, el séptimo cuento, titulado “Al final de la lluvia”, se sitúa también en la selva peruana. En esta historia, otra vez aparecen indígenas que reclaman sus derechos desde su propio nombre. Ellos piden ser llamados “n´omole” y no “chunchos”, a modo de mostrar una resistencia desde su forma de ser nombrados. Además de esto, tienen requerimientos más modernos que los aparentes “civilizados”, quienes solo les ofrecían licor a cambio de pepas de oro. Los n´omole preferían escopetas o cuerpos para mezclarse y poder resistir a las enfermedades extrañas. Con todo esto, no deja de ser interesante cómo el cuento apela a los “imaginarios históricos” (Chirif, 2009)[4] como Alberto Chirif, antropólogo peruano, llama a las ideas que se tienen de los amazónicos (i. e. no humanos, caníbales, paganos, salvajes, etc.) que son las que sostienen, sobre todo, la violencia contra su territorio y sus comunidades. A propósito, creemos también que es importante visibilizar cómo se les nombra y se les violenta ya que contextualizan al lector en un gran marco histórico de violencia hacia los amazónicos. Así, como señala Chirif, se comprueba que las ideas sobre ellos, no son simplemente sucesivas, sino acumulativas, ya que prevalecen en el tiempo y reproducen sus consecuencias: masacres, violaciones de todo tipo, expropiaciones y constantes humillaciones públicas que permanecen, en su mayoría, impunes. Es sobre esto que el cuento tiene una especial pertinencia. Tal como leemos, está mostrándonos no solo una trama amorosa, sino una denuncia explícita de la violencia actual como consecuencia de aquella histórica. Cito: “Eso era lo que en San Juan del Oro más se comentaba sobre ellos: que andaban calatos, apenas cubiertos con taparrabos” (86) o bajo la etiqueta de “chunchos” (85, 86, 87, 88) o como “salvajes” (87). Por todo esto, el final del cuento es por demás interesante ya que se abre la posibilidad de un ambiguo triunfo de los n´omole, quienes, en silencio, y en un río, desaparecen junto con uno de sus requerimientos.
Al respecto, otra perspectiva del movimiento / violencia, la encontramos en dos cuentos que nos proponen la idea de la naturalización de la violencia hacia la mujer. En éstos, el lector está obligado a mirar los cuerpos y las mentes de mujeres que, o no se reconocen como maltratadas, o no soportan el dolor de que esta violencia venga de su propia familia. Así, “Todo es un juego” y “Juego de manos”, tienen como trama principal la violencia física y específicamente, sexual, contra la mujer. Comienzo por “Juego de manos”, séptimo cuento del libro. Este se centra en la relación entre Jano y Elsa, una pareja de amantes que se separa por un viaje de ella. Es resaltante a lo largo de la historia, más que el erotismo, la compleja relación entre placer y dolor que propone Jano. Después de todo, naturaliza el solapamiento del abuso, instaurando el silenciamiento ante el dolor. Quiero decir, Elsa disfruta las relaciones sexuales con Jano, pero siempre desde una sujeción, desde la anulación de su voz, de su cuerpo, y de su mente.
En esta dinámica, Elsa no logra reconocerse como una mujer maltratada y básicamente, ultrajada, sino que más bien se siente amada. Ahora, el cuento le coloca constantes reflejos de su situación para que se logre reconocer. No obstante, todo falla. Es solo a partir de la pregunta de un niño que logra desnaturalizar, al menos, mínimamente los maltratos. Éste le pregunta “¿Quién te hizo eso?” (84, énfasis mío). Elsa se sonroja por la pregunta, puesto que es claro que subyace a lo evidente y anormal del maltrato. Algo que “cualquiera ve”, menos ella. Incapaz de explicar, se inculpa, sonrojada, y responde: “Yo misma, sin darme cuenta” (84). Queda entonces, solo el sonrojo como la prueba de la posible desnaturalización de la violencia que ha recibido.
Otra forma de hablarnos de la violencia sexual contra las mujeres, la encontramos en el primer libro del cuento, “Todo es un juego”. En este, la protagonista es una niña llamada Eleonora, y su historia es la de muchas niñas y jóvenes peruanas: aunque ella cuenta su versión de los hechos, su propia familia le da la espalda, y no le creen. Con todo esto, pasará poco tiempo para que ella huya de la historia. De tal modo que el lector no logra determinar a dónde se va y el cuento acaba enfatizando en el movimiento / violencia, sin ella, sin justicia, solo con la evidente llamada de atención sobre la vida y sobre lo perverso que es ser víctima en un juego perverso en el que siempre ganan los “más fuertes”.
Finalmente, tanto en “Ventanas rotas” como en “Mar de Alú”, la diada movimiento-violencia se encuentra sobre todo en el viaje, en el alejamiento y reencuentro. En el primer caso: Gato es un joven que quiere ingresar a las filas del MRTA. Él compromete vía la manipulación, a dos jóvenes, y las utiliza para ser sus cómplices contra el policía que lo torturó justamente al reconocerlo como parte del MRTA. El movimiento / violencia se da cuando corre junto a otras dos protagonistas con piedras en la mano para lanzarlas a la casa de este policía. Este ir y el escapar del atentado, con el corazón en la boca al romper las lunas, se muestra como el centro de este libro. Esta es otra transgresión que involucra claramente una violencia y un desplazamiento como centro de la historia. Después de todo, la narradora de la historia no concluye ni un final sobre el protagonista ni uno sobre ella misma. Acaba solo por el alejamiento de ese recuerdo y de esa escena. Se deja entonces para la mirada personalísima del lector lo que pueda suceder con cada personaje.
Más o menos lo mismo sucede con “Mar de Alú”, historia marcada por el tránsito como conmemoración de la violencia: el protagonista, un joven de ojos plomos, viaja con una mochila cargada de piedras hacia el lugar en el que su madre lo abandonó cuando era un recién nacido. Un pueblo de pescadores llamado Alú. Nunca estuvo el movimiento tan claro: el protagonista se traslada por 100 km cargando una mochila llena de piedras. Piedras que son el símbolo del recuerdo y a su vez, el intento por recuperar una parte de su historia. Después de todo, sacar las piedras y lavarlas, ejemplifica un ritual por conciliar su presente con la historia de su abandono. El narrador nos cuenta sobre la procedencia de cada piedra: “una de una casa derruida, otra de una casa de la sierra, otra de una casa de la guerra, y otra de la casa donde fue engendrado” (50). Lo que sigue es lavarlas y quedarse junto a ellas, frente al mar, esperando algo que el lector intuye aunque no puede escribir con palabras.
Cierro esta reflexión solo con un apunte sobre la idea central de nuestro artículo: la actualidad de este libro se sostiene sobre diversos ángulos, y en todos los casos hay una denuncia a la que no podemos hacer oídos sordos. La Lluvia de Karina Pacheco nos permite acceder a historias personales que traducen varias historias de horror en nuestro país: más claramente, la de la violencia naturalizada y generalizada contra poblaciones sensibles. En esta línea, este libro aporta no solo historias con una alta factura poética, sino que nos permite cuestionarnos y acabar su lectura más con preguntas que con respuestas. De ahí la importancia ―y necesidad― de leerlo.
—————————————
[1] Karina Pacheco Medrano (Cusco, 1969) es doctora en Antropología de América y experta en Desigualdad, Cooperación y Desarrollo por la Universidad Complutense de Madrid. Ha publicado numerosos libros y artículos especializados en temas de cultura, desarrollo, racismo y discriminación. En el 2006 publicó su primera novela, La voluntad del molle; luego, en el año 2008 ganó el Premio Regional de Novela del Instituto Nacional de Cultura de Cusco con No olvides nuestros nombres; en 2010 publicó la novela La sangre, el polvo, la nieve. En 2012 publicó Cabeza y orquídeas, obra ganadora del Premio Nacional de Novela Federico Villarreal 2010. El año 2013 ha publicado la novela El bosque de tu nombre. Y en el 2017 ha publicado Las orillas del aire, en Seix Barral.
[2] https://larepublica.pe/politica/820264-se-han-producido-190-derrames-de-petroleo-en-los-ultimos-20-anos
[3] Quizás uno de los ejemplos más emblemáticos son las protestas públicas de los indígenas achuar y kichwas peruanos por acceder a su derecho, el de la Consulta Previa al lote 192 de petróleo, que está en su territorio, y que es el más grande del país. De este lote se extraen diariamente 11 mil barriles de crudo. Este lote, ubicado en Andoas, fue explotado por 46 años por diversas empresas petroleras que no se hicieron cargo de los derrames que, resumiendo, afectaron profundamente al territorio, al medio ambiente, y a la salud de los nativos
[4] Chirif, Alberto y Cornejo Manuel ed. Imaginario e imágenes de la época del caucho: los sucesos de Putumayo. Lima: Centro Amazónico de Antropología y Aplicación Práctica, 2009.