Por Laura Ruíz Montes*
Selección de poemas por Víctor Rodríguez Núñez
Crédito de la foto la autora
Las sombras que van pasando.
13+1 poemas de Laura Ruíz Montes
A partes iguales
En días de aquello de nombre tan hermoso:
Período Especial,
Maribel, Maritza, Orestes y yo almorzábamos juntos.
Aunque tocara a menos,
dividíamos a partes iguales
el poco de arroz y los escasos chícharos.
El día de lujo
juntábamos Noche Buena, Navidad
y todos los festivos del mundo.
Hervíamos un huevo
y lo cortábamos
a partes iguales.
Una vieja botella de vino
―de etiqueta desgarrada―
con agua y flores silvestres
acompañaba nuestros mediodías.
Hoy Maribel vive en Segovia,
en un pueblo de nombre tan hermoso:
Cerezo de arriba
Maritza está en Toronto
Orestes es pastor de una iglesia bautista
y yo aún almuerzo en el mismo lugar.
Aunque a simple vista no lo parezca
seguimos dividiendo la patria
en cuatro porciones iguales.
La visita
¿Cómo están por allá? era el saludo.
Aunque no recordáramos
quiénes vivían en su casa
si la hija por fin se había casado
si la nieta iba ya a la escuela.
Su familia
la casa de la calle siguiente
eran ese allá.
Nosotros también éramos el allá
de otro que saludaba.
Todo quedaba tan cerca
tan en la punta de la lengua
para decir hazme la visita.
Pasa a tomar café.
No era el petróleo o el oro
era el café lo que queríamos.
Tomado en aquel allá
que era la cocina de la casa
el murito de la entrada
el quicio del patio…
Ahora, para tomar aquel café
se necesita dar explicaciones,
ofrecer fotos
visas y pasaportes.
Ahora aunque se le colme de azúcar
cada vez sabe más amargo.
(de Diapositivas)
Qué noche la de aquel año
para Sigfredo Ariel
No era así la vida en la provincia
sino más alegre.
No era así la vida en la provincia
sino más triste.
El regreso no fue lo que esperabas.
Dijiste que aquí habías sido feliz.
Yo sabía que era cierto.
Pero la provincia ya no se deja atrapar.
No le vale que entornes los ojos
ni enciendas un cigarro tras otro.
A la provincia nada le vale, nada le sirve,
ningún halago le hace bien.
Aquella noche fue inocente y patética.
Un poeta clásico explicó al clásico Chaikowski
sin saber que tú y yo también lo éramos:
tú llorabas sobre tu camisa negra
y yo lloraba sobre mi blusa blanca,
como correspondía, llorábamos.
Fue patética la noche y había ruido.
Teníamos los mismos ministros
y leíamos los mismos libros,
Éramos iguales pero no.
Tú ya habías estado en el café Berlín
y te habías despedido de algo que llaman los ochenta.
Yo aún quería ir a Pompeya
y fingía haberme olvidado
de los ochenta,
de los noventa,
de Berlín,
y del café, pero no.
Volviste para después escribirlo.
Mirabas como quien está a gusto
pero a ratos decías qué raro es todo.
Raro en ti quería decir ven con los que se fueron sin remedio.
No fue lo que esperabas.
No tuve vergüenza ni rubor.
No me sentí apedreada contra un muro
ni tan grotesca como la bailarina llena de maquillaje
que tropezó con el pie del músico.
Fue la noche perfecta.
No tuve que hablar.
Una noche en la provincia te hizo entender:
el silencio
la anacrónica dignidad
la asfixia húmeda
la siesta en la orilla
-porque la tortuga nunca llegará al final de la carrera
el vicio de haberme quedado aquí
la enfermedad mortal de seguir quedándome.
(de Los frutos ácidos)
Cismas y secesiones
Quise tener por nombres Hopkins o Dickinson. Haber poseído la mayor fortuna de América. Amar y honrar al rey Jorge. Marchar en pos de él en caso de guerra. Sostener los mapas de Lord Camden. Buscar el oro o dejar que el oro viniera por mí.
Correr de Norte a Sur cambiando la piel en la carrera. Blanca Piel. Piel Negra. Abrir la primera tienda de tejidos en Boston. Confundir las leyes de piratería con las de independencia para seducir y poner a tus pies el poderío de Trece Colonias.
Yo quería visitar la Cabaña del Tío Tom. Usar una falda de palmeras salvajes, batiendo al viento, reflejándose en un ojo dorado. Construir piezas para buques en Norfolk, en la vieja Inglaterra, y haber viajado en esos mismos buques hasta la Inglaterra nueva.
Lustrar las armas que brillan en el desfile militar. Haber ido a la guerra en el país extraño y regresar a sembrar maíz y apilar el heno. Fundir el hierro de esas armas. Cultivar el algodón. Y luego dejarme envolver en Muselina del Norte, arrullada por voces sureñas y negras.
Quise arrojarme al mar en la última tabla. Renegar y disentir solo para marchar a construir un ferrocarril de Costa a Costa. Un paso de isla a continente. De tierra firme a isla firme.
Yo solo quería construir un camino por donde ir y venir. Un camino que vigilar hasta que consintieras ser besada en el invierno del Central Park, con el mismo miedo con que en un cine de isla acaricié tus muslos cuando Scarlett O’Hara ―que no era Vivian Leigh sino tú― levantó los ojos y dijo mirándome: Lo pensaré mañana.
De piratas y tesoros
No supe que tenía una moneda
hasta que me vi a mí misma robarla,
sostener el brillo con las manos,
ser urraca ladrona,
sucumbir al deslumbramiento del oro.
Ensuciarlo.
Dadme un número*
Mi número, el número que yo pudiera ser
en la chapilla de plata
que cuelga de la cadena
que cuelga del cuello
que cuelga de la cabeza.
Dadme mi número.
El número que me corresponde en la espera de los hospitales,
en la fila de los autobuses,
en el pasaporte
y en todos los registros de firmas.
Dadme mi número,
el número que seré en el panteón de la familia.
Quiero saber cuántos muertos descansan debajo de mí.
Dadme mi número,
el número despedazado que podría ser
si me lanzo al mar en pos de…
Dadme mi número,
mi verdadero número de identidad,
el número del teléfono que suena después de medianoche
para que el número de la cuenta a pagar sea menor.
Dadme mi número.
O al menos que alguien me diga la cantidad de cifras que soy,
los ceros que tendré cuando llegue el momento
en que los nombres no signifiquen ya ninguna cosa.
*Julia de Burgos
Metamorfosis, otra vez
Mi hija, a veces, es un perro con dueño y comida.
Al nacer, encontró libros y ciudades ya levantadas,
No conforme, intenta experimentos.
Como en los laboratorios, consigue su propia lluvia ácida.
En un descuido se duerme.
El amanecer está lleno del polvo de su joven madera carcomida.
No es posible saber si alguna vez podrá regresar a la piel de perro,
a su hermoso cuerpo de perro con dueño y comida,
/con techo,
que ladra, con entusiasmo a las sombras que van pasando.
Astas
Los venados de adentro se enfrentan.
Las astas sacan chispas cuando chocan.
Los venados de adentro
golpean una y otra vez.
La punta de cada cornamenta se encaja en mis costillas.
Como todo está a oscuras,
no pueden ver dónde está el otro.
Mueven las astas en la oscuridad
y acaban abriéndome en dos,
―o en tres.
La cantidad de agujeros nunca es importante.
(de A qué país volver)
Preguntas
Pregunto si el gato va a acordarse de mí después de tanto tiempo.
Hago preguntas así
para no hacer las otras.
No quiero saber de la subida de los precios
ni de las enfermedades.
No quiero saber cuál fue el mes más frío
o si las goteras acabaron de podrir el techo.
Me concentro en el pelo amarillo del gato,
en contar las líneas de su lomo,
son como las marcas del preso en el muro de su celda.
Espero el maullido compasivo,
la cola en alto, indiferente,
su paso que no pregunta por qué he vuelto
a pesar de los precios
las enfermedades
la humedad
el techo podrido.
No pregunto. Él tampoco pregunta.
Me ignora,
hace que no me ve
pero en silencio lo veo contar las bolsas bajo mis ojos,
las patas de gallina,
las marcas que yo misma hice en las preguntas que me acechan.
De sitios y posiciones
Que no mantenga al enfermo tanto rato en la misma
posición -dijo el médico. Que lo vire a un lado -luego a
otro. Que cuide sus pulmones. Que no permanezca
muchas horas bocarriba. Que lo mueva… ―¿lo (con)
mueva?
Yo, un producto genuinamente nacional,
fui a buscar la patria en el cuerpo
sobre el que una buena parte del año cae nieve.
Tanto nadar
para ir a dar a tu casa de la calle Lanaudière
donde no más entrar indagas mi posición política.
Siento ganas de reír,
preguntarte quién te paga
para activar la paranoia que me está destinada.
Respondo: Quiero verte desnuda.
Al instante comprendemos que hablamos de lo mismo.
Dejas caer lentamente tu falda acampanada.
Me turbo y recuerdo que alguna vez fui una pionera
que no sabía que existían las visas que caducan,
ni las diferentes posiciones… incluyendo las políticas.
Otro gran mediodía
íntegro
natal
solemne
Adición.
Césaire
En el que hay que limpiar el patio.
Mientras recordamos experimentos de la infancia.
La hoja coloreada, la lupa al sol para quemar papeles,
el grano de frijol podrido en el fondo del pomo
y de allí saliendo aquello que llamábamos ―con ternura― la matica.
(Decimos hay que limpiar el patio
como si no tuviéramos trasfondo,
como si lo que ocultamos detrás de,
no necesitara aclararse.)
Hay que botar escombros,
perseguir a la rata.
Vamos a quemar las hojas secas.
Llenar de hollín las sábanas blancas de la vecina
que no nos insultará
porque ella también tiene patio… y trasfondo.
Sabe que sabemos.
Cortaremos los gajos de los grandes árboles.
Dejaremos que caigan sobre el lomo del perro de al lado.
El animal aullará
pero la dueña lo va a acallar.
Ella sabe que sabemos a qué ladrones temen,
por qué el perro está tan bien entrenado.
Botaremos las patas de la silla rota,
la vieja antena del televisor en blanco y negro
que no mostraba el verdadero color de la mirada.
Tiraremos los platos de cerámica rajados,
las latas con herrumbre,
las aspas gastadas del ventilador inmóvil.
Guardaremos unas pocas tablas para defendernos de los ciclones.
Pondremos todo en la calle,
lo roto,
la basura,
los escombros,
la rata.
Durarán allí cinco minutos.
Sin pestañear,
a ritmo de comparsa
o en una fila como de hormigas
todo entrará en otra casa,
otro traspatio.
Para reciclar su vida
y alimentar los trasfondos.
En la acera solo quedará el frijol en el fondo del pomo.
Hidalguía de la simiente que espera que alguien pase,
mire y se pregunte
―con ternura―
si es posible que de aquel moho
vuelva a nacer algún día la matica.
(de Otro retorno al país natal)
Trabajos de amor ¿perdidos?
Con la obsesión del minero
que protege los puntos brillantes adheridos a la tierra,
a la posible veta/niña de sus ojos,
así le prodigábamos cuidados al pan.
Con la esperanza de que durara cierto tiempo
lo acariciábamos
como el chofer bruñe las llantas del auto
y limpia los espejos
frotando, frotando…
Guardábamos el tesoro en el refrigerador
con la responsabilidad de los controladores aéreos
que vigilan el espacio para evitar colisiones fatales.
Toda la familia iba comiendo bocados pequeños.
El último pedazo los hijos lo guardaban para sus padres cansados
y estos, a su vez, para los suyos envejecidos
quienes lo defendían a capa y espada
para que los nietos lo engulleran en el desayuno
o al regreso de la escuela.
La última fracción cambiaba de color
con la misma fiereza con que era respetada
por cada miembro de la familia
que, con humildad, estoicismo o culpa
la cedía a su semejante.
La mínima porción terminaba siendo un emplasto ácido,
verde primero,
asqueroso y denso después.
El último pedacito quedaba oculto,
como niño escondido
que cuando el juego acaba
y los amigos se van a casa
se queda sonriendo
esperando aún ser descubierto.
Hay gestos de amor así,
casi imposibles de digerir,
y sin embargo…
Colegiales
No era tan malo no ser el mejor alumno del aula.
Ni aparecer en las listas oscuras de cada profesor recién llegado.
No era terrible soportar cada mañana
los golpes de los músculos/adoquines de los otros estudiantes
ni las burlas que destrozaban el esqueleto.
En verdad no era tan malo.
Comportaba menos compromiso con la escuela
con los padres
consigo mismo
y con la patria.
No era tan malo no ser el mejor alumno del aula.
Ni que en las noches en el albergue
el estornino, los lagartos y otras sombras
fueran a anidar bajo tu sábana
para cultivar allí su légamo
acariciando
expectorando
ahuyentando para siempre a cientos de palomas mensajeras.
Visto en la distancia, nada de eso era tan malo, nunca lo fue.
Lo peor era no ser nombrado
ni insultado siquiera
por el mejor alumno del aula.
El mismo que años después,
con dientes destruidos
y ridículos pelitos sobre la frente,
no tiene idea de la perturbación profunda
que habría provocado
con tan solo a mirar de reojo al maltrecho
que cada día
―a solas―
frotaba su rostro con piedra pómez
porque si ocurría el milagro quizás podría repetirse
si él ―diligente y aplicado―
lograba poner a tiempo la otra mejilla
limpia
rosada
siempre dispuesta
como el mejor alumno del aula se merece.
Historia clínica
para Teté Oliva y Olivia Martínez
Sin levantar la vista del papel donde está anotando y que puede asumirse como un recetario, el médico pregunta: “ha pensado en atentar contra su vida”. La respuesta es “No”. ¿Ciertamente el doctor cree que todos los pacientes le dicen la verdad? Pensar en atentar contra la vida es algo íntimo, un pensamiento que no se comparte así como así. No sabe que la respuesta a su pregunta implica un sinnúmero de fases. No se da cuenta que se comienza raspando con la uña la superficie de la pared, o de un cuadro, o del tronco de un árbol o la piel de una piedra dura, así como por descuido, mientras se lee un libro. No sabe que el próximo paso es derivar hacia lo bucólico, salir bien temprano al traspatio y dejarse ver por los pesados frutos que caen desde lo alto. Ir cambiando de lugar para ver si los frutos logran atinar el golpe. Pero la naturaleza es imperfecta y la velocidad del viento completamente variable.
El galeno no sabe que, de contar con algún recurso, lo siguiente sería visitar el bar y pegarse al mostrador, bebiendo y bebiendo hasta que todos los fluidos se conviertan en tinta negra donde mojar el pincel para, con hermosa caligrafía china, dibujar un pájaro herido pero que, aunque a duras penas, todavía vuela.
El especialista insiste en la pregunta, sin levantar la vista, sin saber que lo próximo es atreverse a entrar en las maniobras de los traficantes y después no pagar, esperando ―con la puerta de la casa totalmente abierta― a que vengan a cobrar la deuda.
Cuando el facultativo interpela “ha pensado en atentar contra su vida”, sin mirar los ojos del paciente, no sabe que este siente algo parecido a la compasión y por eso se pone a inventar ardides que calmen al médico. Tretas para que la muerte parezca accidente y el doctor nunca más tenga que repetir la pregunta:
un balcón que se desprende,
un accidente
una bronca tumultuaria
un grito contra el poder
una provocación policial
un terremoto únicamente en la calle del paciente
el desborde de una cañada en plena ciudad.
Cualquier cataclismo.
Miles de variantes posibles para evitarle al médico
la angustia
las noches de insomnio
las horas extras de trabajo sin pago en la consulta
el gasto de la tinta del bolígrafo.
Miles de variantes posibles para regalarle la justificación, el poder explicar ―con conocimiento de causa― que el paciente no estaba tan mal cuando vino, que respondió con coherencia a las preguntas, fue amable, correcto en su serenidad. No era posible imaginar cuál sería su próximo paso. Nada parecía anunciar que todo quedaría cubierto de nieve. Puerta cerrada. Barco encallado. Estanque sepultado por la yerba. Farol tiznado que ya no enciende, en las manos del campesino a quien ya no interesan el ordeño y las cosechas pero no lo confiesa porque la ausencia de deseos ―o la plenitud de ellos, da igual― es algo íntimo, un pensamiento que no se comparte así como así. Pero eso el médico aun no lo sabe.
(inéditos)
*(Matanzas-Cuba, 1966). Poeta, editora, ensayista y traductora. Editora de eds. Vigía y directora de La Revista del Vigía. Obtuvo el Premio Nacional de la Crítica Literaria en 2008 y 2012. También ha publicado libros de ensayo centrados en la literatura caribeña, así como teatro y literatura para niños y jóvenes. Su traducción del francés de L’exil selon Julia, de Gisèle Pineau, obtuvo el Premio de Traducción Literaria (2018). Su libro Grifas: Afrocaribeñas al habla, que reúne entrevistas a treinta creadoras del Caribe anglófono, francófono e hispanohablantes publicado por el Fondo Editorial Casa de las Américas (2020). Ha publicado en poesía A qué país volver (2007), Diapositivas (2017), Los frutos ácidos (2008) y Otro retorno al país natal (2012).