Por Javier Pérez Walias*
Selección de poemas por Iván Méndez González
Crédito de la foto www.lafugitiva.es
Las horas crueles. 7 poemas de Javier Pérez Walias
Jardines del infierno
No soy presente sólo, sino fuga raudal de cabo a fin.
Juan Ramón Jiménez
En el principio, alejados del murmullo del mundo,
apenas éramos la ausencia.
Un ventanal abierto hacia la nada,
un jardín celeste.
Un bosque de pájaros entre la cal líquida y nuestros ojos.
Y ante nuestros ojos todo el movimiento del agua,
todo el sonido
por los umbrales diminutos de las horas crueles,
desangrándose por los desfiladeros
y por los lagos
como un péndulo que no conoce el sosiego ni la noche.
El paisaje del mundo vierte aquí
para el que escucha
su instante
de silencio,
sobrevuela los árboles,
nos acerca con su mano la cicatriz tibia de la memoria
mientras el asedio de las horas crueles
se quiebra
y cae
del otro lado del horizonte.
Aquí, muy cerca se nos muestra ya el embarcadero,
próximos
a la otra orilla.
Al instante,
reflejos, siluetas, troncos, lava que se desmadeja como un ovillo
por los íntimos arrecifes.
Hacia los profundos recovecos del infierno.
Como un río de mercurio preñado bajo la tierra,
como un espejo transparente
que lo refleja único
o como un glaciar de voces sobre el lado agrio de las sienes,
—piel con piel—
y el vértigo a la osadía y la lluvia
columpiándose como tantas otras madrugadas
por escapar de los labios.
En medio del paisaje y del verbo y del asombro,
una inmensa
huida
que se nubla,
un verso en fuga o un libro entero acuchillado o una quilla solitaria.
Todos los movimientos de todos los planetas
y de toda una vida
se asoman por los agujeros celestes del lenguaje
como cualquier náufrago sobre ausente, como cualquier viento
o ráfaga o nube o arenisca
de intacta imperfección
o de belleza
efímera.
«Bornova»
Bornova es solo un nombre.
Tal vez
es el nombre de una bailarina rusa o de una marioneta con
mecanismo.
Tal vez es el nombre
de una de las amantes del soldado desconocido
que regresó a casa
igual que el hijo pródigo.
O quizás
lo viera, por primera vez, escrito en una de las lápidas
que descansan
en el Viejo Cementerio Judío de la Ciudad Vieja
o, tal vez,
en el Cementerio Alemán de Yuste.
Bornova quizás es, tan solo, el nombre de una princesa
austrohúngara que montaba en monociclo
sin pedales
y sin salir
de los jardines de palacio.
Quizás
lo encontré en el interior de una botella de cristal de Bohemia
o en medio de las aguas del Moldava
antes de ir a la Ópera.
Tal vez
tan solo sea el nombre de un Barco de Vapor
—The Bornova—
que navegara por los Mares de Escandinavia, allá por el 1800.
O quizás, solo es el nombre de un paisaje lunar
al atardecer.
¡Oh, gran Bornova!
Eres el nombre de un pequeño río
en medio del silencio de un bosque, junto a un camino…
(de Largueza del instante)
A veces me subo por las paredes
Para Constantino Sánchez-Carralero
A esta hora,
con la luz casi en cenizas de la tarde,
los vencejos invaden el jardín por el oeste.
De la balaustrada adentro de la casa
aún puedo sentir
cómo se siente el frío poco antes de que llegue
el alma tersa del carámbano a los labios,
el impacto brutal de un gancho sobre el pómulo
o el vómito de la bilis amarilla a las espátulas.
Puedo hacer oídos sordos a los gritos lejanos de la higuera
y de la fuente y de la aurora.
Pero, por más esfuerzo que pongo en el empeño,
no puedo rehuir este no ser
que me amordaza
—día y noche—
las tripas como un cepo hambriento para lobos.
A esta hora,
con la luz casi en cenizas de la tarde,
en los pinceles de lo que acaso fue rozado
por el paso del tiempo
o por su filo,
atrincherado en la fresca oscuridad de la hiedra y los limones,
puedo sentir
el sollozo de un caballo joven que se inmola
con los primeros astros de la noche,
el agua tibia que aguarda en el barreño
la alegría,
en tropel,
de un ejército de ángeles desnudos,
un desnudo al óleo olvidado en el cuarto ropero de la plancha,
el estruendo sordo de un suicidio
a pistola
que nos despierta, a bocajarro, para el invierno y su presencia,
un aleteo triste en la tenada,
una anciana junto al hijo, unos cuerpos
en pie de guerra ya sin vida,
un poeta,
un perro gris atropellado y aún caliente
y un caballete puro, preñado de lirios blancos y de rosas, en medio del
salón
donde fuimos tan felices.
Afuera, a esta hora,
con la luz casi en cenizas de la tarde,
sobre las estacas de la cerca y los espinos
los jilgueros y la vida
acaso
se detengan.
(de Arrojar piedras)
Obituario lírico
Alguien murió por mí.
Attila József
Joven poeta se inmola con
el nudo corredizo de un verso alejandrino.
Un día [3] de diciembre, al atardecer, Attila József se dirige hacia las
vías del ferrocarril en las proximidades del lago Balaton. Años atrás,
tendido sobre los raíles, había aguardado el paso de un tren, que
quedó detenido a escasa distancia de allí por haber atropellado a otra
persona. Esta vez, a los treinta y dos años, József dejaba la vida y sus
anhelos “definitivamente para otros”.
“Antología de poetas suicidas [1770–1985]”
José Luis Gallero
(de al Qarafa)
Paisaje velado
La sierra me contempla, se mira en mí saliendo de la bruma, y yo me
miro en ella. Presiento un tiempo casi ido, un tiempo que apenas perdura en la
humedad de los rastrojos. He aquí la retina que robó fragmentos a los campos en
escala y los colocó todos juntos para un bosque nuevo. Tras la noche, tomé de las
montañas la nieve y del paisaje velado sus bancales. Una ventana se abre hacia la
luz, volada al cielo. Una puerta hacia la sombra desdibuja el paisaje. El bosque
asciende por la singladura del río, del cuerpo de un río, hasta ocultarse. Percute el
viento en la madera de un árbol. Reclama mi atención la tulipa del sol sobre la
cuerda de la sierra, que se desnuda y se pierde en oleaje riscos arriba. Un pájaro
me mira desde una rama. Amaga con sobrevolarme, pero me muestra finalmente
su indulgencia. Me gusta saber de ti —le digo—, de tu veladura de alas, de tu
espacio (azul) por las gotas de aire que enjaulo en mis poemas. Me despido. Me
bato en retirada, niebla adentro.
(de Escrito con luz)
Elegido para no ser
Tal vez, en otra existencia, fui elegido para no ser el que soy en mí.
Ni en ti, ni en nosotros.
Existir. Nadar. Para no tener que guardar la muda en la otra orilla.
Para no tener que desnudarme cada noche, ni vestirme con urgencia cada madrugada. Para no tener que rezar
[nunca más a las Ánimas Benditas.
Existir. Remar. Bogar. Virar hacia ti y existir.
Zozobrar. Encallar y existir.
Sobrevivir igual que una astilla en el ojo —sin otra vuelta de tuerca— o en un mar de niebla.
No ser al hilo del caudal de las palabras, de las cacerolas del parricidio, ni del fardo que sufre en las lavanderías.
[No ser junto a los despojos.
Sin lápiz ni rímel.
He sido contrariado, soliviantado, apartado de mi reino. Señalado por el dedo acusador del desencanto, por el
[potro cáustico de la indolencia.
La noche, en los alambres, asciende hasta la vaciedad y el vértigo. Pero el vértigo y la vaciedad arden a la hora del
[último rencor.
La noche me fustiga, me empuja hacia el fondo de una nada oscura. La noche es la nada.
Aquí, en el sótano de mi ser, escuché un relámpago de lana limpia, mientras era amarrado a la lentitud de un
[caracol de hierro para no ser, para no existir en mí.
Ni en ti, ni en nosotros.
Luzbel comiendo de mi mano
El silo de mi lengua es la memoria. Mi lengua es el palo que aguanta el sombrajo.
La W me habita desde el origen de los tiempos, rezuma junto a mi sangre desde los genitales calientes como un
[caudal de auroras y estertores de esparto.
La memoria es el caño sombrío bajo el que espera la sed, junto al que oigo la música del agua sosa —la
[clemencia—, en el que hallo recogimiento ante el desamparo que respira con dificultad de fuelle y agujeros.
La memoria es el palo que aguanta mi vela, la rama del árbol en la que me columpiaré de viejo, en la que me doblo de dolor y me desdoblo, en la queaprendí haciendo pesas con los verbos, con los pronombres sustantivos, con la
[piedad y la llave inglesa de mis huesos, de mis saltos mortales.
Con la memoria regalo adjetivos a cada paso, a cada rostro que se detiene ante mí y me sonríe sin dientes.
En cada puerta blindada por el hambre.
Frente a cada empalizada.
Los versos que me sobran los dejo en la mesa junto a un jarrón con agua y aspirina, mientras espero taciturno a
[que florezcan, cual flores del mal, en un poema.
A veces. Miro mis pies hundidos en el hondón tibio de aquel barreño como si mis pies no fueran míos y veo en la
[tinta de todos los charcos el pájaro indefenso de mis huellas.
Luzbel picotea esta [w] que me marca desde el origen. Luzbel está comiendo de mi mano.
(de W)