La sal en nuestra lengua. 15 poemas de Miranda Guerrero Verdugo

 

Por Miranda Guerrero Verdugo*

Selección de poemas Iván Méndez González

Crédito de la foto Facebook de la autora

 

 

La sal en nuestra lengua.

15 poemas de Miranda Guerrero Verdugo

 

 

1. Adán y Eva

 

I

El primer día que fue creado,

estuvo solo

y si alguien le hubiese preguntado dónde estaba,

él hubiera roto en llanto.

 

Nunca se hubiera imaginado

que estaba en el paraíso

 

 

2

Cinco lunas pasaron

para que Dios hubiera comprendido.

En lugar de haber creado al hombre,

había engendrado algo mutilado

 

 

3

Dios abrió la carne de Adán

con sus dedos.

Quería lavarse las manos

de la soledad del hombre.

 

 

4

Cuando Adán la vio,

le pareció muy pequeña.

Creyó que era por su origen.

Después de todo,

las costillas no son tan grandes.

 

 

 

II. Yo no amo a los perros

 

El otro día un hombre rompió mi alma

al decirme que yo amaba de más a los perros

y las cuatro patas con  que se arrastran por el mundo.

Yo respondí: Señor, yo no los amo;

les temo.

Por eso escribo,

para que no me muerdan como los hombres

que me rompen el alma,

tal y como lo hizo usted.

 

El hombre no dijo palabra alguna,

sólo me ladró.

 

 

 

III. Las venas de mi tata

 

De sus manos trasluciase  la sangre

como una ramificación de verdes aguas.

Ella pasaba sus manos sobre las mías,

yo podía imaginar el sonido de las hojas

del árbol que era mi abuela

y el agua que corría

de su cuerpo al mío.

Como un bosque de sangre.

 

Collage por Miranda Guerrero
Collage por Miranda Guerrero

 

IV. Los pies de mi tata

 

Después de tanto caminar

los pies se le hinchaban,

quitándole el aliento.

Entonces, mi abuela tenía que sentarse.

Si tenía suerte, alguien le cedía el asiento

Pero casi siempre tenía que aguantarse el dolor,

permanecer de pie con la sensación de reventarse.

Lamentablemente,  cuando murió,

ningún órgano o pie suyo terminó reventado.

Únicamente se esfumó con el paso del tiempo.

 

 

 

V. Caminar o caer

 

Cuando uno es niño,

lo incitan mucho a caminar.

Poner un pie después del otro

y, de ser necesario, usar también las manos.

Como una esfinge antes del acertijo,

que al cruzar  el umbral,

debe continuar erguida

por el resto de la vida.

Yo he continuado así,

aunque si debo ser sincera,

no siempre me he logrado mantener en pie

y cuando me caigo,

veo a los perros con envidia.

A ellos nadie los incita a caminar,

aún cuando ya no quieren.

 

 

 

VI. Mujer vieja

 

Mi madre corta la cebolla,

el jitomate y el cilantro.

Cada vez que lo hace, su cuerpo parece otro.

Podría ser el mío.

De no ser por los pliegues debajo de sus brazos,

la bolsas de grasa que cuelgan como saco roto

y la hacen ver más vieja.

 

"Eating the Moon". Collage por Miranda Guerrero
«Eating the Moon». Collage por Miranda Guerrero

 

VII.  Siete vidas

 

Los gatos tienen siete vidas.

Me pregunto si viven cada una.

Si yo fuera un gato,

las gastaría todas.

Un día cruzaría la calle sin voltear,

una semana siguiente caería sin ponerme en pie.

No tendría otro sentido más que probarme

y fingir un gusto a la muerte.

Justamente como lo hago ahora,

aunque sin las cicatrices

de las venas cortadas.

 

 

 

VIII. Alguna vez vi un perro comer arroz

 

Alguna vez vi un perro comer arroz

 

 

Vi un perro comer aire

y tuve ganas de acariciarlo.

Mi tía me detuvo.

—No se puede agarrar un perro mientras come.

 

 

Días después volví a encontrar al animal.

Estaba comiendo las piedras de un río

aunque le estaban rompiendo los dientes.

 

 

Sin saber qué hacer, le conté a mi tía.

Ella  frunció el entrecejo

mientras le daba su último bocado

al plato de arroz.

Tal vez así era su manera de ver el mal en este mundo.

el hambre que en cada uno de nosotros muerde

como el aire que no se puede ver

 

Volví a encontrar al animal.

Ahora comía un plato de arroz que mi tía le había guardado.

Quise acercarme y me mostró los dientes

—No quiero robarte —. Me atreví a decirle;

 

no me creyó.

 

 

 

IX. Los perros que ladran a mi madre

 

Los perros ladran a mi madre

Los perros ladran a mi madre

y a sus piernas hinchadas.

Creo que es inútil

quieren espantarle la muerte.

 

Morir es lo único que nos hace animales.

Vivir es lo que nos hace perros,

caminar en cuatro patas,

encorvarla cola y chupar el piso.

Queriendo pensar que la sal en nuestra lengua

es de la tierra.

No de nuestra sangre.

 

 

Tal vez por eso le ladran a ella

En mi madre reconocen a la perra que los dio a luz,

con las chichis sin leche y los ojos en blanco.

Un paso más lejos de la vida

y pensaron:

“Debemos espantarle la muerte”

 

"Flowers". Collage por Miranda Guerrero
«Flowers». Collage por Miranda Guerrero

 

X. Juego de niños

 

Los niños son crueles,

suelen decir los adultos,

mientras esconden sus manos

bañadas en sangre.

 

Los niños son inocentes;

dicen los adultos,

cuando no admiten

lo corrompidos que están.

 

Muchas cosas dicen de los niños,

todo,

menos que ellos se convertirán en adultos

y, aún en esa edad

seguirán jugando

como niños.

 

 

 

XI. Comiendo con mi madre

 

Hoy comí con mi madre

en uno de los Sanborn’s

que solíamos visitar con mi abuela.

Ella pidió un pozole y lo acompañó con un bolillo.

Yo comí una ensalada.

El mesero pasó unas cuantas veces.

Fue un buen servicio

aunque no pude evitar sentir miedo.

Algún día esto no será más que algo lejano.

Un recuerdo como mi abuela,

entonces yo estaré comiendo sola

y mi tazón de pozole me parecerá insípido.

 

 

 

XII. Mala suerte

 

Nací cuando Dios

tuvo el sentido del humor

para crear un engendro.

En mi caso, la broma no estaba en mis facciones:

Desde niña tuve cara redonda,

dos pulmones y un riñón.

Las amigas de mi madre me ofrecían dulces,

mi abuela me besaba las mejillas

y me pellizcaba con sus uñas.

 

Tuve una infancia feliz;

luego el colegio

y mis compañeros que no vieron lo mismo

que otros veían.

No se fijaron si tenía la cara redonda,

en el número de mis dedos.

Para ellos era algo más.

Un silencio entre risas.

Si alguna vez sonreía,

ahora parecía arrepentirme de ello

y mis padres se daban cuenta,

pero no podían hacer nada.

Sólo yo,

que era decir mucho.

Desde ese momento empecé a llamarme

engendro

y si las amigas de mi madre me daban dulces

los tiraba al piso.

Ya no toleraba sus bromas.

 

Collage por Miranda Guerrero
Collage por Miranda Guerrero

 

XIII. Mala hierba

 

Cuando estaba en el vientre de mi madre,

a ella le gustaba mucho cortar girasoles,

rosas y claveles.

Nunca  imaginó que cuando yo naciera,

mi cabeza iba a estar toda pelada,

como las flores cuando mueren sus pétalos;

entonces mi madre cortaba su tallo,

pelaba sus hojas y, por último,

tiraba la flor, pero como yo era su hija.

No podía hacer lo mismo.

Tuvo que esconder la suspicacia

con la que se ve un árbol envejecer

y comenzó a criarme.

Yo no era alegre

y si podía, la maltrataba.

No me daba gusto hacerlo,

pero no me molestaba lo suficiente

para detenerme.

Al final mi madre se había equivocado.

Si había nacido con la cabeza pelada,

no era porque yo fuera mala hierba

sino porque había nacido de una flor sin fruto

y yo era la ave que se estaba encargando

de exterminarla.

 

 

 

XIV. Mi padre al dormir

 

Al escuchar a mi padre dormir

no puedo evitar ir a verlo.

Tiene la mandíbula apretada

y el entrecejo fruncido.

Solía pensar que tenía alguna pesadilla,

recurrente y tan larga

que a veces lo alcanzaba despierto.

Entonces eso era razón para que me asustara

con ambas manos y la boca tan abierta

que las moscas lo seguían.

Luego volvía a dormir

como si nada

y yo me quedaba allí.

Escuchándolo.

Por si volvía a despertar

y era mi turno para fingir que dormía.

Aunque la pesadilla fuera real.

 

La poeta Miranda Guerrero. Foto: Gerardo Alcocer
La poeta Miranda Guerrero.
Foto: Gerardo Alcocer

 

XV. Nacida con defectos

 

Cuando mi mamá se embarazó de mí,

tenía 39 años.

Muchos le dijeron que lo mejor era abortar,

inclusive los que pensaban que eso era lo peor.

Mi mamá no les hizo caso.

Ella quería tener una segunda hija,

aunque entonces no sé porqué tuvo la primera.

Existía la posibilidad de que yo naciera

con Síndrome de Down

u otra cualquiera peculiaridad.

A mi mamá no le importó,

ella quería tener una segunda hija,

mientras fuera de su sangre,

las diferencias eran minúsculas.

Por eso cuando nací,

sin ninguna cicatriz,

mi madre se sorprendió.

Todos le habían dicho que algo saldría mal.

 

Mamá se resistió a cambiar de opinión,

pidió al doctor mi cordón umbilical

y busco entre sus pliegues algún nudo nocivo.

 

No encontró nada.

Pidió a las enfermeras

que leyeran las palmas de mis manos.

No pudieron evitar ver sangre

aunque le advirtieron

que todos los niños nacen así.

Ella asintió, con la sonrisa que luego usaría conmigo:

Una mueca de dolor.

 

Los siguientes años no fueron diferentes.

Cualquier paso o palabra,

todo parecía funesto

y lo continuará siendo.

Sin darse cuenta,

mi mamá cumplió las expectativas de los demás.

Sí había un defecto:

ella y yo.

Éramos un nudo que no se podía

desatar.

 

 

 

 

 

*(Ciudad de México-México, 1993). Poeta, narradora y artista plástica. Licenciada en Letras hispánicas en la UAM Iztapalapa (México). Centra su plástica en la elaboración de collages, una muestra de su trabajo en ese ámbito se puede ver en https://www.instagram.com/miranda8229/ y https://www.facebook.com/mirandaguerrerocollage/. Su obra poética y narrativa ha sido publicada en revistas digitales como Círculo de Poesía y Marcapiel.

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