Por Carla Vanessa
Crédito de la foto (izq.) Hipocampo ed. /
(der.) Diario Peru21
La sagrada ofrenda de Roger Santiváñez.
Sobre Ofertorio. Antología poética personal (2018)
Desde el inicio de los tiempos y de la humanidad, quienes asumieron el titánico oficio de descifrar el universo eran considerados seres iluminados. Ellos congregaban a sus congéneres y a través de sus relatos orales, muchas veces acompañados con música, describían la furia del trueno, de los vientos, del sol, la luna y las estrellas. Y también la cuestión inacabable de definir el ser. Y el estar. Y poco a poco estos relatos creados por ellos fueron tomando forma y constitución: nacieron entonces los mitos, las leyendas, que se convirtieron luego en historias, relatos, sagas. Y posteriormente, como en una imparable ramificación, se originaron las disciplinas científicas y las teorías del conocimiento. Y finalmente, las religiones, las artes y la literatura en que la poesía quedó confinada a la forma en que la conocemos hoy en día: el arte de la escritura en verso al que solo se dedican unos cuantos y como entretenimiento. Pero la poesía estaba, ya en los inicios, como una actividad fundacional. T. S. Eliot[1] llamaría a esta vorágine evolutiva la “función social de la poesía”. Pero en realidad es más que eso: es una forma de vivir y de entender la condición humana, un vehículo supremo que confluye y que hace uno al hombre con el universo todo.
Y esta visión es, precisamente, la que percibimos de primera mano cuando comenzamos la lectura de Ofertorio, la antología poética personal de Roger Santiváñez (Piura, 1956), publicación que fue presentada en julio de 2018 en Lima y que resume su prolífico e intenso trabajo lírico. Desde que abrimos el libro, comprobamos que nos acercamos a un escritor posicionado, cuya pluma ha transitado por diferentes caminos estéticos en que sus intensas experiencias vitales se han volcado: desde su infancia y adolescencia en Piura, sus primeros escarceos con la poesía, su paso y residencia en la capital del Perú, pasando por su descenso posterior a los infiernos y su posterior redención en nombre de la actividad que había decidido hacer suya, y en que su lengua y arte poética alcanzan madurez y consolidación.
Ofertorio se divide, cual estrofas de un largo y complejo poema, en cuatro partes: “Conversacional”, “Neobarroca”, “Arte poética” y “Rock” (que incluye un “Bonus track” a la manera de los álbumes musicales). En el primer segmento asistimos a sus años primigenios piuranos y luego en Lima. Sus poemas presentan la veta conversacional tan en boga (la fuerte estela dejada por la generación del 60) con la que se inicia en poesía y a la que vuelve de cuando en cuando, al igual que sus memorias. Ante nuestros ojos desfilan las cálidas escenas de hogar de mamá Lola y papá Aníbal, del vecindario apacible como lo son las ciudades de las provincias peruanas, su “adorable geometría” (“Las persianas” p. 22). Quien esto escribe no ha tenido aún el placer de conocer esta región del Perú, pero atestigua el efecto que las imágenes bien trabajadas en los poemas produce: se “ve” y se “siente” el calor del hogar, el susurro bucólico de las calles y el viento al enredarse en los algarrobos, los arenales y el inclemente sol del desierto norteño cayendo sobre el vuelo del chilalo, las muchachas (las musas que irreversiblemente surcarán a lo largo y a lo ancho de todo el libro) ondeando sus vestidos y los primeros amores al paso de la primaria juventud: Beatriz vivía cerca de mi casa/ nuestra adolescencia era la crisis/su cuerpo ya dibujado para el amor. (“1971/ Elegía de barrio”, p. 49) y luego, ya en otras circunstancias de su recorrido vital en otros escenarios, las primeras experiencias sexuales que se proyectarán a través de imágenes eróticas muy bien construidas como en el poema “Canción para Aicamlad”: Que algo tuyo te queme adentro, Alcamlad/ ninguna joya te haga más bella/ que la blancura del semen increado, el ritmo trágico y travieso/ de estas líneas (p. 49). También asistimos a un homenaje a sus más admirados poetas: Martín Adán, Ezra Pound, Valdelomar, Arthur Rimbaud. Pero también presenciamos visiones trágicas y conmovedoras como lo es ese otro lado que posee la belleza en la poesía. Destacamos, por ejemplo, el desgarrador poema dedicado a su padre enfermo, en que la muerte se asoma lenta como un leve soplo: tus ojos negros me miran, se aferran suavemente/ a un hilo de vida, al silencio de tus labios/ con el que leo mi nombre pronunciado con amor/ y una flecha de soledad disparada al mundo (“Conversación con mi padre en su lecho de enfermo”, p. 23) y el otro, acaso el más intenso y estremecedor de toda esta primera parte y de la poesía entera de Roger: el poema llamado “Primera muerte” en que se nos cuenta el suicidio de un muchacho asediado por los insultos y el desprecio generalizado: Esa tarde/ frente a un viejo algarrobo donde a veces/lloro mi desdicha o me alegro el corazón/ con las soñas y los chilalos diré déjame/ algarrobo tu sombra para que yo pueda/ colgarme tranquilo y ya no me digan más/ serrano (p. 25).
En la parte neobarroca, percibimos ya el giro estético de la poesía de Roger en que la sonoridad cobra absoluto protagonismo. Estos poemas, agrupados mayoritariamente en estrofas de tres versos, poseen otros elementos más audaces: palabras que se parten entre la primera estrofa y la segunda, el uso de símbolos como la “&” o la barra oblicua (/), neologismos y términos pertenecientes a otros idiomas. Santivañez fuerza las posibilidades lingüísticas y fonéticas hasta lograr disonancias (entendidas como las “tensiones que inquietan” de acuerdo con Hugo Friedeich[2]) en el campo sonoro y expresivo que serán todo un reto para el lector acostumbrado al redoble del contenido por sobre la forma, el “diletantismo” en palabras de Johannes Pffeifer[3]: A lo lejos delfino desaparecido en/ La inmensa batea salta & se re/ crea su figura solitaria nos/ distrae el degradé más sucesivo/ Mezclándose en la arena revuelta (“Inter densas”, 2018, p. 87). Se repiten, algunas de las secciones en que se subdivide la primera parte (el tema familiar, o de los idilios) pero ya en una lengua poética más atrevida que brinda resultados sorprendentes en la experiencia poética en que se completa la función de la palabra hecha artificio universal: el emisor y el receptor conectados en esa fusión trascendental. Esta parte de la selección poética nos muestra ya las claras huellas de la estética neobarroca que Roger abraza ya fuertemente desde Symbol (1991) (sin contar los escarceos presentes en Homenaje para iniciados [1984)], ese librito que es puntal en su poesía y quizás uno de los trabajos mejor logrados de la poesía peruana de fines del siglo XX y del que hubiéramos querido ver más poemas en esta antología. Es la experiencia de los sentidos más allá de lo que “comunica” el poema y que proyecta la otra gran experiencia vital que asumió el autor: “yo es otro” o el desarreglo de todos los sentidos, la consigna rimbaudiana. Santiváñez ya está en Lima y se hunde en sus miserias emulando el camino del autor de Iluminaciones en el París del siglo XIX. La poesía no es ya más la escritura. Como los antiguos oráculos se ha embarcado en la búsqueda del conocimiento supremo, de la belleza universal con todas sus alturas y sus abismos. Ya tiene la experiencia rebelde de Hora Zero, ya ha fundado La sagrada familia (1977) y el movimiento de revuelta poético Kloaka (1982), dos colectivos que buscaron cuestionar y despercudirse de la estética y el caos social que se vivía. El trabajo lírico es asumido y construido de la misma manera en que se crea una música de cámara. Y la violencia y la desolación se plasman en versos punzocortantes salpicados de lenguaje lumpen. Pero luego llega la milagrosa supervivencia, la redención, el desasosiego en que se consolida el nuevo lenguaje asumido y que se recogen de poemarios como Amastris (2007), o Roberts Pool Crepúsculos (2011) y cuyos poemas se presentan aquí también. La presencia de la musa reaparece como un puente salvador, un factor clave para alcanzar lo soñado, como en “Portrait of a Lady”, dedicado a su esposa: Caída castaña recogida por el/ Brillo ondulante que se posa en mi poema soñado ante tu rostro (pp. 99) o en “Crepúsculos de la piscina, again”: Pétalos bonitamente envueltos & olorosos/ A la profunda desesperación de amarte &/ Ser el ave que se posa en el centro de tu/ Pístilo azul. El lenguaje sigue marcado por la pasión esteticista su autor, pero se atenúa el filo, el grito de protesta, se hace reflexión intensa, mística. Los versos transcurren como el río que discurre cerca de su nueva residencia apacible en el País del Norte, como cerrando una versión alterna del circulo danteano. Nuestra recomendación, para la lectura de esta parte es que se realice en voz alta, para lograr la conjunción que el sujeto lírico nos propone, a través de esa singular arquitectura del verso músico.
En “Arte poética” el autor reúne sus reflexiones en torno a su pensamiento sobre su concepto de la poesía. Se recogen cuatro poemas de las distintas fases estéticas por las que ha atravesado, vuelven reinventados, una y otra vez sus tópicos constantes: la mujer, el amor, el hogar, el compromiso, la reinvención lírica, el trabajo con las imágenes y los sonidos, la comunión con el ritmo universal de todas las cosas de las que habló Abraham Valdelomar en su Poesía y estética[4].
Y en la cuarta y última parte aparece su otra gran pasión, sin la que no se podría entender su poesía: el rock en las memorias de sus vivencias escuchando a los Yorks o a los Fab Four en su niñez y adolescencia. Pasan, y se entremezclan, como no puede ser de otro modo, las primeras musas atrapadas para siempre entre sus versos en prosa: Toña. Canción de Traffic Sound. América. Chicama Way. Guitarra tu cuerpo. Amor platónico (…) Eso hiciste y tus cabellos volaban con las ondas de Chica Pagana en el punteo del Chino Montenegro. Y luego pasamos a sus años limenses con la bohemia en los bares de Quilca, el movimiento subte del que él es responsable directo y algunos de sus más conspicuos miembros: eras la sonrisa/ en los parques & en las noches el / misterio de tu soledad joven & / la rebeldía en tus blue-jeans/ perdidos como la canción más hermosa del viento en los barrios (“Kilowatt/ Pase a la gloria”, P. 127). A esta última sección se le añade un acápite (Bonus track) con nuevos poemas de hogar.
Ofertorio es, como su nombre lo indica, un ofrecimiento a la consagración: el eterno aprendizaje, el camino hacia estados superiores del ser a través de la poesía. El autor cuenta que eligió ese título para rendir homenaje a sus “memorias carmelitas” (“Palingénesis”, p. 141), pero el título de este libro dice también mucho de su pensamiento y mirada hacia sí mismo: está en eterna reinvención, en el eterno transcurrir en busca de lo sagrado que es lo que, de acuerdo con su arte poética, se obtiene a través de la poesía. No en vano, y en ese sentido, el libro comienza y termina con sendas reproducciones de la portada de “Santa Rosa de Lima”, el poema épico del Conde de la Granja que es un canto de adoración una santa que vivió en autoflagelación para alcanzar la divinidad, pero a la vez, un cuadro histórico y de costumbres del Perú, de aquel entonces (siglo XVII) pero que es también de ahora en el sentido de la materia prima propia que ha heredado y que recoge y produce, a través de su lenguaje.
Roger, podría decirse, es un poeta mayor. Está vigente y nos ha enseñado que el hombre es el único animal que muere más de una vez. Que es un ser lleno de paradojas, como lo es la poesía misma y que asumió esa búsqueda del absoluto lleno de disonancias, contrariedades y paradojas. El hielo abrasador, el fuego helado, en palabras de Quevedo. O un “aparecer y desaparecer” que es como él resume el discurrir del presente libro (“Palingénesis”, p. 141). “Siempre en poesía” reza el dicho que él obsequia con cariño a quienes le entablan una charla o le escriben, desde aquí, en su país natal, cuando nos visita para recoger ese español peruano que tanto buen combustible le ha proporcionado para su trabajo, o desde las distancias campestres y sosegadas de Colingswood, Estados Unidos, lugar de su residencia actual, en donde se dedica a la contemplación y al arte de estar en comunión con la naturaleza y la poesía. Quienes lo conocemos y admiramos su trabajo sabemos cuánto de riqueza hay de resumidas en esas hermosas palabras.
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[1] Cf. T. S. Eliot (1999). Sobre poesía y poetas. Londres, Icaria, p. 12
[2] Friedrich Hugo (1959). Estructura de la lírica moderna. Barcelona, Seix Barral, p. 14.
[3] Johannes Pffeiffer (1959). La Poesía, pp. 11
[4] Cf. La extensiva teoría del ritmo de Abraham Valdelomar, (1971). Poesía y estética. Lima, Editorial Universo.