La poesía, según yo, por Franco Loi

 

Por Franco Loi*

Traducción del italiano al español por Roberto Bernal

Crédito de la foto www.laboratoripoesia.it

 

 

La poesía, según yo,

por Franco Loi

 

 

Existen muchos malentendidos sobre lo que es la poesía. Algún tiempo circuló la idea ―incluso entre los literatos― de que ir a al grano, escribir una línea corta, era producir un poema. Otra idea era la de la rima: hacer poemas con palabras que, de alguna manera, concluyen con una asociación, o se creía que bastaba contar las sílabas u otros elementos técnicos. Si la poesía fuera ésta, bastaría con crear una cátedra de poesía: se producirían poetas del mismo modo que se producen ingenieros. No es así. De hecho, la mayoría de los poetas no asistieron a la universidad y, sobre todo, a la facultad de Letras. Resulta interesante si pensamos, por ejemplo, en Montale, que era contador, o en Quasimodo, que fue topógrafo.

Esto dice mucho sobre cómo no es posible «enseñar» poesía, y cómo la poesía, por el contrario, rehuye a lo excesivamente recargado, a la excesiva erudición: “el terror de la literatura”. Cuántas veces escuché decir “ya se ha dicho todo”.

 

 

La poesía es otra cosa. Es un movimiento que atraviesa al hombre (escribo movimiento porque “emoción” nace de “movimiento”). No siempre los movimientos atraviesan la conciencia, en ocasiones ocurre algo dentro de nosotros y lo recibimos a través de los sentidos, o del “corazón”, eso que advertimos y que más estrechamente llamamos emoción. Un amigo mío dijo algo hermoso. En una conversación le pregunté qué era el amor y respondió: “El amor es un movimiento. El odio es lo opuesto, porque es un obstáculo”. Esto es importante, porque quiere decir que el movimiento, sobre todo cuando surge del amor, lo experimentamos todos; todos ―hay quienes más y hay quienes en menor medida― en un momento determinado necesitamos expresar estos movimientos que nos atraviesan, y sentimos mucho más intensa esta necesidad cuando los movimientos son más inconscientes, porque cuando logramos hacerlos llegar a la conciencia, logramos también traducirlos a través de la mente en algo práctico o racional, de ahí que después callamos dentro de la explicación que renunciamos a ofrecer.

En cambio, cuando este movimiento no llega a la conciencia, nos perturba. No sabemos por qué. Así que el enamoramiento es el instante que nos hace ver con mayor claridad. Pero existen otras cosas en el movimiento del amor, no sólo el objeto o sujeto de nuestro amor. Cuando nos enamoramos llevamos dentro de nosotros nuestras debilidades, las necesidades de las que no somos conscientes, muchos elementos que, en ocasiones, no tienen nada que ver con el objeto del amor. Sin embargo, en ese momento todos sentimos la necesidad de escribir, de expresarnos. Una gran poetisa, Marina Tsvetáyeva, dijo una cosa decisiva: “la poesía es algo, o alguien, que en nuestro interior quiere desesperadamente ser”. Con respecto a las consideraciones anteriores, ya hemos dado un salto importante, porque expresarse y ser son dos cosas distintas. Por un lado, existe la necesidad de expresarse, pero esto presupone un ser. ¿Cuál es ese ser que quiere expresarse? No es nuestro yo consciente, es decir, al que estamos acostumbrados a considerar nuestro yo (nos hacemos una imagen de nosotros en relación con los demás y con nosotros mismos y la llamamos “yo”).

 

El poeta Franco Loi

 

Freud decía que el yo es un accidente, la acumulación habitual de un punto de referencia dentro de nosotros y este punto de referencia lo elegimos entre muchos, pero no podemos decir que se trate del “yo”. Digamos que el yo oculta a un ser. ¿Quiénes somos nosotros? Cuando se es niño, estamos muy cerca de nuestro ser; entre más pequeño, el niño actúa no desde una fuerte noción del propio yo, sino desde el propio ser. En este sentido, la Tsvetáyeva decía que “algo dentro de nosotros quiere desesperadamente ser”. Porque al consentir a nuestro yo terminamos por sofocar nuestro ser, lo dejamos de lado y hacemos siempre referencia a este punto significativo que después resulta nuestro modo habitual de movernos. Esto lo entendemos cuando realmente entramos en una relación profunda con nosotros mismos, cuando falla lo cotidiano, cuando aparecen dolores demasiado profundos y se altera nuestra manera habitual de mirarnos y percibirnos. Cuando se dice “estoy en crisis”, significa simplemente que es la imagen la que está en crisis, es el propio “yo” el que está en crisis. De hecho, en los Evangelios los “yo” se modifican, porque son bastantes: son legión.

La poesía es el movimiento que nace de nuestro ser. El medio que utiliza es la palabra. Demos aquí otro paso, analicemos la técnica. La primera herramienta que utilizamos es la lengua (si se tratara de pintura, el recurso serían los colores, que no son siete como nos dicen, pero son infinitos). Es en el vínculo del ser con el terreno expresivo que nace «lo particular» del “proceso”. Los grandes poetas, que también han escrito y reflexionado sobre la poesía, mencionan algo en común: es fundamental el asombro que experimenta el poeta ante su propia expresión. El poeta no sabe lo que escribe. No tiene que aprender a escribir lo que piensa, o eso que la propia consciencia reflexiona. Sólo tiene que expresarse en relación con el propio ser y no con el propio yo consciente. Cuando el poeta se expresa, es su ser inconsciente, a través del medio, el que revela lo que él no sabe, lo que no cae bajo su dominio; le revela cuántas funciones se acumulan dentro del ser sin que tenga conciencia de ello. Es por eso que nace el asombro del artista ante su propia creación.

Se habla mucho de las funciones de la poesía, pero la poesía carece de las facultades que se le atribuyen ―ideológicas, creencias, etcétera―; la poesía tiene una función poderosa e importante: revelar el ser, y evidenciar la relación que guarda el ser con el mundo, con los demás. ¿Por qué los griegos llamaban “creación” a la poesía? Porque se trata precisamente de una creación: es un obrar sobre sí mismos. No sólo revela nuestro ser, sino que profundiza la relación entre nuestra conciencia y nuestro ser. La poesía, por tanto, es una de las artes que trabaja sobre la materia. Los alquimistas aseguraban que si se agita una sustancia en un vaso, la constante agitación modifica la sustancia y, al mismo tiempo, transforma también a quien lo hace. Este es uno de los grandes efectos del arte. No sólo traslada una parte de nosotros a la consciencia, sino que nos modifica, cambia la relación entre nosotros y la profundidad que existe también en nosotros. Es lo que llamamos intuición. Einstein dice que no se llega a las leyes universales a través de la lógica, sino por intuición. Y la intuición no la hacemos nosotros, pero coexiste a través de su vínculo con la experiencia. La poesía es, pues, uno de los grandes medios para alcanzar con la «conciencia» nuestro propio ser. Es un camino, una vereda sobre la que hace falta ir con paciencia y perseverancia. Goethe decía “el genio es paciencia”, y lo decía también en este sentido.

 

 

Comencé a escribir poesía cuando ya tenía 40 años. En el 70-71 viví una experiencia poética muy interesante para mí, porque la experimenté de una manera muy profunda y la cultivé trabajando bastante, unas 14 horas al día. El trabajo es una de las condiciones necesarias para aprender a escribir. Es como el carpintero con la sierra, el campesino con la guadaña, que no fueron a la escuela, pero adquirieron esa naturalidad en el uso de sus instrumentos a través de la práctica continua: se trata precisamente de trabajo. Hay que trabajar, equivocarse, trabajar aún más, y cuanto más se trabaja más se afina el medio, no sólo la mano que trabaja, sino también nuestra interioridad con respecto al instrumento. Mantener la relación entre uno mismo y la palabra es un trabajo continuo. No nos contentemos con una frase cualquiera, con frases convencionales (y cuanto más se es intelectual, más se usan frases convencionales). Leopardi aseguraba que es mejor escuchar al pueblo cuando habla, y esto por dos razones excepcionales; una: porque la palabra del pueblo está mucho más cercana a la naturaleza; dos: porque es una palabra totalmente sin sentido, totalmente fuera de la racionalidad, es una palabra que nace dentro de las emociones de la vida. La palabra popular está lejos de la verborrea, incluso de la verborrea del pueblo, que también existe. El pueblo, cuando está embriagado o bajo la emoción, dice cosas extraordinarias, también reinventa la lengua, porque, en ese momento, es libre.

En cambio, nosotros usamos la palabra para cuestiones prácticas de la vida y nos parece que, como la usamos con ese propósito, también la podemos utilizar para hacer poesía. No es así: la palabra útil para el uso diario exige convencionalismos, la poesía exige emoción. El poeta siempre debe vincular su emoción, su movimiento, con la palabra que utiliza. Y como el movimiento nace de la profundidad que hay en nosotros, debe saber relacionar su interior con la palabra. Este vínculo estrecho es el que produce el valor de la expresión, el valor del “decir”. De lo contrario entramos en otro campo, que ya no pertenece al de la creatividad y del arte, sino al de la conformidad de vivir la vida práctica. Existen personas que, fuera de los convencionalismos, ya ni siquiera son capaces de hablar, están habituados a vivir de ese modo, a no ir más allá de los tópicos. Esto, al final, les impide comprender ―o aunque sea sólo intuir― que es posible incursionar en una relación consigo mismos y con un mundo que no sea el de las convenciones. La costumbre de estar atentos a las palabras nos libera de muchos impedimentos, y también del lastre de las cosas muertas que nos rodean y de las vidas muertas que hablan a nuestro alrededor. La palabra utilizada descuidadamente hace nuestra vida desordenada. La vuelve irrelevante. Por lo tanto, el trabajo sobre la poesía es un trabajo sagrado, importantísimo, un trabajo que todo hombre debería hacer, porque ―sin darse cuenta― cada hombre muere un poco.

 

 

 

 

 

*(Génova-Italia, 1930 – Milán-Italia, 2021). Poeta y ensayista. Licenciado en Contabilidad. Se desempeñó como miembro de la oficina de prensa de la editorial Mondadori. Obtuvo el Premio Bonfiglio. Publicó en poesía Poesie d’amore (1974), Strolegh (1975), Teater (1978), L’angel (1981), Bach (1986), Memoria (1991), Poesie (1992), Verna (1997), Album di famiglia (1998), Amur del temp (1999), Isman (2002), El bunsai (2005), La lûs del ver (2006), La torre (2020), entre otros; y en ensayo Diario breve (1995), Poesia e religione (1996) y La lingua della poesía (1995).

 

 

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