Por Leopoldo Brizuela*
Crédito de la foto (izq.) Ed. Llantén /
(der.) www.conti.derhuman.jus.gov.ar
La poesía es cosa de mestizos.
Sobre Sara Luna (2019) de Tom Maver**
La poesía es cosa de mestizos. Y no todos, y no siempre, la escriben. Abrazado por el cuerpo de la madre tierra, a veces al mestizo le basta con jugar con palabras, con formas ajenas. Jugar a que se es otro, jugar a que se es libre. Pero se queda huérfano. Sara Luna es canción de huérfano.
Y es canción de regreso, Sara Luna. No el regreso de un hombre, porque Tom nunca ha estado en Tiu Chacra; el regreso de una estirpe, del espíritu de una estirpe que desanda el camino para calmar la herida, para dar un sentido a la separación.
Tom vuelve a Tiu Chacra y lo primero que “ve” son oraciones mudas que elevan las cruces del camposanto. Porque no sólo los vivos les rezan a los muertos; también los muertos rezan, velando, por los idos. Quién sabe si los muertos no lo han traído hasta acá.
Tom habla con su gente, ellos lo reconocen sin haberlo visto nunca –ah sí, el nieto de Sara Luna, el huérfano– y él reconoce en su abrazo, en sus voces, en esas palabras quichuas “que no tienen escritura” pero encienden todo el cuerpo, el lenguaje en que le hablaba el abrazo perdido, esa poesía total del abrazo materno.
¡Quién pudiera llevársela, al volver a alejarse! ¡Quién pudiera, quedarse, de algún modo, para siempre, avivando al menos la promesa de un sentido! De ahí nace Sara Luna, como “manta tejida” para abrigar dos mundos, con lana de dos husos tejida en un telar.
No para reflejar ancestros, ni para traducirlos. Tom les cede su lugar y ellos se lo transforman; cede las herramientas que adquirió en juegos y ellos las usan, las rompen, las reinventan. Y el verso es desbordado por el caudal del habla, y el ritmo trastabilla minado por los ruidos que nos dicen “garganta abajo”, y “visiones” nacidas “en el estómago” usurpan el lugar de las viejas imágenes “para que las lea el espíritu.”
Y ya ni el poema basta: la vida lo denuncia con sus notas al pie.
Cierro Sara Luna, alzo la vista, y veo el mundo colmado de oraciones invisibles, que cosas y de seres que imploran por ser nombrados. ¿El mundo? América. O este confín de América que aun aprende a hablar, a escribir, a jugar, en una lengua ajena. Cierro el libro, y entiendo que Sara Luna, ese estallido, es apenas un umbral. Así empiezan las cosas.
3+1 poemas de Sara Luna (2019),
de Tom Maver
Baguala para yaguaretés
Contarse secretos
no las libera del peso que cargan
las mujeres de mi familia,
del aliento que les respira en la nuca,
del yaguareté montado a sus espaldas.
Ninguna hermana o tía,
habla de peleas o golpizas,
nadie se ríe de los celos o vergüenzas
de sus hombres. Sólo se miran.
Son las encadenadas.
Un círculo cerrado en la noche,
a campo abierto.
En medio, un fuego les deja ver
las caras y el pelo movido
por el aliento del animal.
Embrujo sobre embrujo,
empiezan con las bagualas,
de la caja sacan la seguridad
de una curación
a través del lamento,
y cantan con miedo y respeto
y solas.
Entonces los yaguaretés
paran sus orejas
y empiezan a temblar.
Saben que las oyeron
y luego soltaron
los maridos borrachos,
sus queridos autoritarios,
que se ahuyentan
por lo que no comprenden
de ellas.
Un chancho para que Sara Luna
le hable y saque afuera el canto
que lleva guardado como un arrullo
que ni siquiera el monte ha oído.
Mírela arrodillarse en el barro
que la siesta seca, y ponerse a rezar
junto a las bestias entredormidas,
que la huelen y se alejan. Ya conocen
a la anciana que entra al chiquero
y les habla dulcemente
de la salvación y el encierro.
El monte no es el único que oye
las historias. Los chanchos siguen
comiendo incluso en sueños,
lo que sea que se les acerque,
sea alambre, baldosa o ladrillo,
sólo las manos unidas en oración
no comen. La desobediencia
en la que están hundidos,
su oscuridad, atiende al rezo
de mi abuela, que cundo se emociona
canta del cordero y la reencarnación.
Puedo ver con qué sueña mi madre
Le estás haciendo doler la mano.
¿No te despiertan sus quejas?
¿Cómo es que soñás que la abuela
duerme en el piso, debajo de tu cama?
No te das cuenta de que está muerta.
Soltala. ¿Ni así vas a dejarla tranquila?
¿Podrías detenerla,
podría llevarte consigo tu mamá?
Que no duerma en el piso
toda doblada sin colchas.
¿Creés que es la madre
de lo que sentís por ella,
madre de tu respiración,
una música que te mueve,
que te haría dormir?
No se entra viva
al mundo de los muertos.
El Sagrado Corazón
En la sala de techos descascarados
del Hospital Israelita,
mi abuela terminaba de morir.
Cuando fueron apareciendo los síntomas,
pasaba la mayor parte del tiempo dormida
junto al cuadro inmenso
del Sagrado Corazón de Jesús,
rodeada de santitos.
En medio de la sordidez del hospital
y de ese cáncer que la postraba,
quería amparo,
ver ese corazón chorreando una luz
que sus venas aceptaran
junto a las corrientes de morfina,
y no sólo su cuerpo cansado.
Viéndola recordé cuando iba a su casa,
y con la radio prendida que pasaba
de nueve a tres de la mañana tangos y folclore,
me contaba historias de santos populares.
Y de pronto, tirada ahí, casi nunca despierta,
parecía encarnar a la Difunta Correa
secándose en el desierto sanjuanino,
siendo capaz de dar amor
incluso después de muerta,
alimentando hasta la inconciencia
a ese tumor que bebía
del Sagrado Corazón de mi abuela,
hasta quedarse dormidos los dos,
uno en brazos del otro.
*(La Plata-Argentina, 1963 – Buenos Aires-Argentina, 2019). Traductor y novelista. Obtuvo el Premio Fortabat (novela), el Premio Clarín y el Premio Alfaguara (2012). En los últimos años se dedicó a rescatar archivos personales de grandes escritores para la Biblioteca Nacional. Publicó en novela Una misma noche (2012), entre otros.