«La poesía en la vida y en la obra de Sebastián Salazar», por Emilio A. Westphalen

 

Reproducimos en Vallejo & Co. este texto que, a manera de prólogo, entregó el gran Poeta peruano Emilio Adolfo Westphalen, sobre la obra poética de su gran amigo, el escritor y periodista Sebastián Salazar Bondy. Fue publicado, originalmente, en Obras de Sebastián Salazar Bondy: Poemas. Tomo III. Francisco Moncloa Editores S.A. 1967, pp.9-13.

El mismo cuenta con autorización para su reproducción, cedida para esta ocasión, por amabilidad de las herederas de Emilio Adolfo Westphalen. Cualquier reproducción del mismo requiere del conocimiento y autorización de sus herederas.

 

 

Por Emilio Adolfo Westphalen

Crédito de la foto (der.) ©Herman Schwarz

(Izq.) ©Irma Lostaunau y

Ximena Salazar Lostaunau

 

 

La poesía en la vida y en la obra

de Sebastián Salazar

 

 

Como creo no haber ganado todavía el distanciamiento indispensable para la perspectiva amplia y la apreciación objetiva, al escribir estas páginas de homenaje a Sebastián Salazar Bondy no me atreveré al análisis crítico de su obra ni a proponer el lugar que ocuparía  dentro del panorama de nuestras letras contemporáneas. Más bien, ya que en el transcurso de los años, el azar de encuentros y conversaciones, de lecturas y relecturas, de los comentarios e informaciones de amigos y enemigos (o simples conocidos), uno va adquiriendo de toda persona que frecuenta una imagen que, con el roce del tiempo y las fluctuaciones de toda experiencia humana, oscila o se difuma en sus pormenores pero se enfoca y refuerza en los rasgos esenciales, me limitaré a un esbozo de lo que para mí es inmediatamente patente y reconocible y, tal vez, también indeleble y aceptable, ahora o más tarde, por un consenso mayor de opiniones.

Lo primero que distingo es la prominencia del poeta Sebastián. Por sobre el vaivén y la agitación de quehaceres múltiples, la exuberancia de esfuerzos, la generosidad y prodigalidad de sus actividades, hay un remanso continuo, un agua tranquila donde Sebastián se refresca y desaltera, a donde huye de la sinrazón y la desavenencia cotidianas, se oculta al tumulto, sublima ―también― su propia desazón y angustia y, en fin, se renueva y rehace. Porque la poesía no fue en Sebastián ocupación marginal, inconsciente o mudable, sino meollo, corazón, núcleo vital de su ser. Es ella la que permitió el equilibrio de su vida, por ella no cedió al vértigo de la desesperación, en ella se redime de tanto trajín inútil, de tanto trabajo vano por remover la fealdad y maldad que nos apabulla. La poesía es su triunfo secreto.

El recato, la timidez casi con que nos la proponía ―sorprendente en quien esa calidad no se dejaba sentir en las demás circunstancias de su trato― servirían de testimonio de su fervor si no tuviéramos otra prueba incontestable, su elección como epígrafe para uno de los libros de su primera juventud de un fragmento del poema “A las parcas” de Hölderlin, citado ―presumimos― en la versión española de Luis Cernuda. En esas líneas el magnífico poeta del lirismo más exaltado y más rotundo se dirige a las poderosas Parcas y les suplica que le concedan un verano y un otoño para madurar su canto. Porque No bajará tranquilo al Orco quien no ha ejercido aquí su derecho divino. Y luego exclama (y son los versos del epígrafe):

pero si un día alcanzo lo sagrado, aquello

que es caro a mi corazón, el poema,

bien venido, entonces, oh silencio del reino de las sombras.

 

También para Sebastián lo más entrañable fue el poema y pudo él igualmente alejarse tranquilo pues lo logró con frecuencia.

[Para algunos será incómoda o desconcertante esta valoración que hago (supervaloración estimarán ellos) de la poesía. ¿Pero podremos imaginar una vida humana enteramente desprovista de hasta el más mínimo rastro de poesía, inmune a cualquier especie de experiencia estética y artística? ¿No será lo distintivo y exclusivo humano esa turbación ante la belleza de un rostro, un paisaje o un objeto o, en veces, nada más que unas palabras puestas juntas de cierta manera, con un arte tan particular que nos remueven la conciencia (y más adentro aun) y nos hacen vislumbrar aspectos ―nuestros o el mundo― insospechados, atrayentes o repulsivos? Recordamos la sentencia de Pierre Reverdy, poeta por antonomasia, que centellea reveladora: Yo escribía para vivir ―es decir, para crearme].

Comprobada que la necesidad de expresión poética en Sebastián no sería sino paradigma claro y evidente de una ley de aplicación general humana, que la ausencia de esa urgencia vital sería más bien síntoma de deshumanización, evidencia de un proceso de reversión y descomposición, no podemos sin embargo sino asombrarnos de la capacidad de resistencia que tuvo en Sebastián, de su renuncia a ceder posiciones, su facultad de rehacerse en el ambiente más hostil y contra toda adversidad.

Sebastián fue siempre capaz de poesía, de crearse y de recrearse en ella; por ella, sin duda, vivirá y será recordado.

 

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El escritor peruano Sebastián Salazar Bondy en la década de 1960. Crédito de la foto: ©Irma Lostaunau y Ximena Salazar Lostaunau

 

*

 

Habiendo sostenido que lo primordial en Sebastián fue el poeta, podríamos preguntarnos ahora sobre lo distintivo de esa poesía; ¿qué fue lo que nos hizo alertar el oído cuando por primera vez notamos a la lectura que nos hallábamos ante una voz insólita que declinaba una experiencia lírica no reducible a otra alguna conocida por nosotros?

Debo manifestar que ello me ocurrió precisamente al leer los poemas recogidos en Los ojos del pródigo. Sebastián, autor precoz, ya había publicado una serie de breves colecciones de poesía y aun había incursionado en el teatro, pero fue sólo a partir de ese libro que tuve la impresión de un enriquecimiento, de un dominio poético inédito y recién conquistado. Antes, los intentos habían sido más que honorables, pero parecía que no conseguían abrirse un camino propio, que cierto temor a lo espontáneo y directo turbaba la corriente poética, que el autor acudía a cuanto artificio para el ocultamiento, el disfraz y el disimulo había logrado apropiarse. Sebastián se complacía en ser “la persona oscura”. De pronto, todo había cambiado y el ejercicio anterior, toda la hermosa retórica, se justificaban plenamente puestas ahora al servicio del propósito opuesto: no esconder sino mostrar; no temor al sentimiento, a la emoción, sino uso perfecto de los medios de expresión, sin una falla, sin sobrepasar nunca el decoro ni caer en efectos fáciles, sin insistir un ápice más allá de la palabra justa y necesaria para revelar la experiencia íntima, la del corazón y la sensibilidad.

(Indudablemente, el apartamiento de la patria y otras experiencias vitales y literarias, entre las cuales sospechamos quizás fuera factor coadyuvante la poesía ejemplar de Jorge Luis Borges, ayudaron y apresuraron la eclosión poética, esa rápida maduración de la personalidad artística de Sebastián.)

Se podría dejar de objetar que tal predominio del sentimiento es lo común en poesía y mencionar una reflexión de Reverdy: El poeta no vive casi sino de sensaciones, aspira a las ideas y, al final de cuentas, no expresa más que sentimientos. En verdad, los ingredientes de la poesía ―que son más variados que los apuntados por Reverdy e incluirían como posibilidad el conjunto total de la experiencia humana― pueden ser siempre, más o menos, los mismos, pero la insistencia mayor o menor, el acento, el tono, y, además, las relaciones diversas de los elementos entre sí, constituir lo peculiar de cada poeta. Sin embargo, hay que admitir que uno de esos elementos, según se haga presente, puede determinar el éxito o fracaso del poema como tal: la carga emotiva que lo sostenga o impulse. El poema no nos alcanzará, no levantará en nosotros marea emotiva alguna, no nos moverá, en suma, si el poeta no ha cogido y doblegado algún potro salvaje del sentimiento o la pasión. Tenemos aquí en juego dos fuerzas encontradas: un empuje violento, ciego, pronto a desbocarse, y una voluntad de dominar, de enrumbar, de dar apariencia hermosa e inofensiva, de ceñir a la regla, de dar un “estilo” a esa fuerza bruta de inclinación asesina. Una definición posible del arte, de la poesía, tendría por ello en cuenta esas dos presencias indispensables y es lo que, a nuestro parecer, ha intentado Michel Liris con su tesis “de la literatura considerada como una tauromaquia”.

Al arte sería siempre necesario una constante de peligro mortal y ¿cuál otra podríamos descubrir bajo las concertadas y armoniosas imágenes sino la de las pasiones que oscura, tenaz e irremediablemente dan temple o corroen al hombre? ¿No es ésta la escena ideal para representar la condición humana y el destino del hombre? (¿No estamos haciendo patente ―una vez más― la necesidad del arte, de la poesía, para el hombre?) Todo aquello “inútil”, “gratuito”, “inexplicable”, pero en cierta forma tan próximo al hombre, tan revelador de él mismo, tan hecho a su imagen y semejanza.

 

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Las analogías que Leiris encuentra entre la literatura y la tauromaquia y que iluminan los papeles tanto de la una como de la otra, ofrecen un material fascinante para la especulación teórica, pero de su ensayo sólo queremos traer a colación ahora una frase que encontramos pertinente porque nos esclarece algunos atributos hallables en Sebastián y que, según Leiris, son los distintivos de un género “mayor” de la literatura. Este comprendería las obras en que el cuerno está presente bajo una forma u otra: riesgo directo asumido por el autor ya sea de una confesión ya sea de un escrito de contenido subversivo, un modo de considerar la condición humana de frente o “cogida de los cuernos”, una concepción del hombre, una actitud determinada ante cosas tales como el humor o la locura, una disposición para servir de resonador de los grandes temas de lo trágico humano.

No nos sorprende comprobar que todos los riesgos enumerados fueron consciente y valerosamente asumidos por Sebastián en su vida y en su poesía. Siempre estuvo dispuesto a confesarse, a la confidencia en alta voz, aun de lo que muchos vergonzosamente ocultan, y a admitir errores y arrepentimientos. La subversión fue compañera constante suya y explícita o implícitamente presente en toda su obra. Se atrevió a medir de frente la condición de la especie y cogerle los cuernos. Su solidaridad con los otros (Pertenezco a muchas gentes) es leit-motiv de su poesía. Sabíamos igualmente honde hallarle cuando se trataba del humor, de lo grotesco, de lo infame, o de cualquier otra manifestación sublime o baja. Y en él vibraron no sólo los grandes temas sino también otros más humildes, más modestos o más descuidados por la poética contemporánea. Supo decirnos de la ternura familiar, de la nostalgia del país natal, y sublimar hasta la santidad esa mujer que juntaba perros como los frutos de su vientre.

Lo admirable es que bordeando siempre el peligro de lesa poesía nunca cayera en la trampa de la sensiblería o el sentimentalismo, que su poesía quedara inmune de hojarascas y rimbombancias. Hay un esforzarse en lo escueto, lo preciso; se insinúa y no se subraya. Y esta parquedad, esta seguridad, este dominio de la expresión poética es lo que tal vez sea su virtud mayor y también, posiblemente, ese rasgo peculiar que quisimos captar en su poesía.

 

 

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