Por Roger Santivañez
Crédito de la foto (izq.) Valparaíso Eds. /
(der.) www.newlatinoboom.com
La poesía de Carlos Villacorta*:
Entre la tentación y el olvido
Personae (“máscara” en griego) tituló Ezra Pound a toda la primera parte de su obra poética, es decir, la anterior a los Cantos. Esta imagen se nos viene a la memoria cuando empezamos a leer la reciente entrega de Carlos Villacorta Libro de la tentación y del olvido [2023]. El tema de la máscara está presente en el poemario, aun desde la cubierta. Aquí veremos de qué forma. Sin duda, no es en el sentido poundiano de asumir identidades otras, pero tiene algo que ver con asunto, debido a que nuestro poeta ―a su manera― gira en torno a la identidad también. El texto que abre el libro y así la primera sección ―denominada “De la poesía” ― principia con estos versos: “Las máscaras de gas cuelgan en los puestos donde/ la yuppie ha venido a comprarse/ sus nuevas ropas”. El personaje está en Lavapiés, Madrid, en el mercado de antigüedades “entre revistas ochenteras y cascos nazis”. Tras la descripción del entorno, realizada con pericia narrativo-coloquial ―en resonancia con el mejor conversacionalismo― entramos en materia cuando el poeta nos dice: “Y pienso que sí,/ debo sacarme esta máscara” e inmediatamente “y apurarme y salir/ a robar las máscaras de gas porque nunca/ el pasado se termina de ir nunca”. Entonces, su propia identidad ha sido cuestionada y ―en realidad― no sabemos cuál es, solo que es una identidad (una máscara) que trae desde muy lejos; y que la necesidad de las máscaras de gas es apremiante, ante la inminencia permanente, en los tiempos actuales, de una conflagración radiactiva nuclear que acabaría con el mundo. En este sentido la máscara de gas sería el rostro e identidad verdaderos de la sociedad globalizada de la actualidad. El de una matanza apocalíptica que exterminaría al género humano sobre el planeta.
En el poema que continúa, el cual toca el tema del amor, vuelve al asunto de la máscara y la identidad, practicando una suerte de fusión entre la máscara y el auténtico ser: “Hasta aquí hemos llegado abrazados/ sofocados por la máscara que se ha adherido a nuestro/ rostro” pero aquí hay un cambio: se produce una revelación de la Realidad, la cual, aunque se rompa, manifiesta belleza: “el mundo aparece delante de ella/ se quiebra y/ es hermoso”. He allí la siempre esperanzada visión del poeta. El descubrimiento y percepción de la belleza a todo trance. Viajamos hasta la segunda sección del libro titulada “De los libros” y en el poema sintomáticamente enfocado en el tema de la guerra encontramos: “y retiramos de nuestro rostro las máscaras que atrapaban/ lo desconocido”. Esto ocurre una vez concluido el tiempo del enfrentamiento, cuando se procede “a levantar los escombros/ de cada ventana y de cada casa”. Es decir, la guerra nos obligó a usar máscaras (ya sea para protegernos o asumir un determinado rol) y que sin embargo portaban una incertidumbre, o sea, la ignorancia del desenlace que ―ahora― al término del conflicto, parece más claro. Esta situación está refrendada ―no sin cierto dramatismo y entrañable sentimiento― en estos versos: “Tomamos el bus con mi madre rumbo al supermercado/ mientras me contaba de los tanques, de los permisos,/ de las máscaras que robaron su rostro”. Hubo entonces un tremendo trastorno de identidad en aquella época, algo así como un caos en el que nadie sabía quién era ni lo que iría a suceder. Al final triunfa la esperanza: “le sonrío y la abrazo como dos renacidos/ en medio de la ceniza”. Cerramos el tema de la identidad con una visita al poema “Algoritmo [Libro de las matemáticas 3: 1- ∞]” dirigido a Facebook que culmina así: “Cántame al oído y a los ojos con la estática de tus números/ quién era y quién seré/ quién soy ahora que nadie me conoce y soy un holograma”. Desde otro punto de vista, el del mundo digital, se denuncia ―igualmente― la deshumanización del mundo contemporáneo.
Ahora podemos entrar a otro par de aspectos centrales del libro; el lenguaje y la cuestión política. Y ambos relacionados, como en el “Poema sobre la materialidad del lenguaje [Rumiyay]”. A propósito del uso del quechua en el título (rumi = piedra) se nos ubica en el Cuzco, donde está la famosa piedra de los doce ángulos, solo que se le otorga una dimensión más amplia para significar nuestra nación entera: “En mi país, tierra de los doce ángulos,/ también habitan las quinientas grietas/ y en cada una, anida una rata diferente”. El asunto es que estas ratas “Entre grieta, grieta y más grieta/ cada día se devoran un bloque más del lenguaje”. Es decir, se lo tragan, lo hacen desaparecer, lo que equivale a manipularlo y provocar la alienación total o el silencio o la incapacidad de usarlo y al final “te regalan el mismo chillido”. O sea, guturales sonidos que no conducen a nada. Demás está decir que las ratas son los políticos de nuestro país. Así vemos cómo la situación se traslada a Europa, concretamente Francia, donde los “chalecos amarillos arrojan fuego y ceniza en el Champs Elyseés” sin embargo el poema ha empezado en Washington D.C. donde “había que cubrir muchos lenguajes” porque en las tierras de “Tu abuela, Eleanor de Aquitania” (la compañera del poeta en el texto “La soledad de Poitiers-Virgo”) no hay un “trovador que cantase de los campesinos ni a su hambre”; para volver a los Estados Unidos recordando a García Lorca en Nueva York, lo que nos permite retomar el tema del lenguaje pero esta vez a través de la poesía con el apotegma poundiano Poetry is Speech (‘Poesía es habla’) que el gran andaluz repite vagando por las calles newyorkinas y nuestro poeta tacha, contradiciendo a su abuelo ―como llama a Lorca― convencido de que por el río Hudson, el puente Queensboro o Columbia University, “devoramos la soledad de Nueva York”. Es interesante comprobar que la fundadora tesis de Ezra Pound sobre la moderna coloquialidad revolucionaria del lenguaje para la poesía, alumbra la obra de Villacorta y aunque tachándola ―es decir negándola― es asumida como herencia de uno de los grandes íconos de la tradición hispánica como Lorca y estando en el corazón de Nueva York anglosajón. La soledad parece ser el único camino para el poeta (tanto para Lorca como para Villacorta) pero siempre existe una esperanza en otro lado: “Volvemos a D.C. a inventar otro lenguaje” porque “Hay otras palabras que no son para el amor” pero quizá de todas maneras lo expresen.
Este trabajo de yuxtaposición de personajes, lugares y situaciones ―todos disímiles― es una de las habilidades características del talento villacortiano. En efecto, en sus poemas se dan cita nombres como el de Juana de Arco que de pronto la vemos transportada a Salem o a Ciudad Juárez, con la poética finalidad de denuncia que lo guía, o Duchamp y Bobby Fisher o Julio Granda. Igualmente, el gran surrealista Robert Desnos, Plath o Pizarnik junto a Vallejo en el emblemático texto “Poema sobre la plusvalía” acerca de la delicada y controversial relación entre poesía y dinero. Con cierto humor no exento de leve dramatismo, Villacorta se pregunta “¿Cuánto ganas poeta cuando escribes un poema?/ [Cuánto]” y se responde a sí mismo: “No hay pregunta más ociosa” porque ―claro― la poesía es quizá la única actividad humana que existe al margen del capitalismo. Y esa es su grandeza y su auténtica libertad y capacidad de liberación. Nuestro poeta opta por la ironía: “Quizá habría que preguntarle a los cajeros automáticos/ que todo lo saben que vomitan/ héroes de mi patria con una sonrisa en sus labios”. Mención especial merece el “Poema para ser visto en el metro [Eye Contact]” que constituye una joya de poesía conversacional y nos recuerda los trabajos de Enrique Lihn sobre el subway de Nueva York. El texto implica una crítica a la recomendación norteamericana de no hacer contacto visual con nadie en lugares públicos en aras de la preservación individual que campea en la sociedad estadounidense: “Nunca hagas contacto visual, mejor/ escribe versos de estación en estación”. Sin embargo, la sensibilidad humana se impone: “Ella ha sonreído con su pelo ondulado y soleado” hasta que el poeta se resigna “solo parte a perderte con la/ muchedumbre” y de pronto ―al final― “ella te toca la espalda y te dice/ gracias por darme la dirección” es decir, se ha manifestado la fugaz e instantánea musa del metro de Nueva York. Triunfa lo humano por encima de cualquier recomendación aislante.
Otro atractivo elemento del libro de Carlos Villacorta, es su muy sutil e inteligente forma de entroncarse con la tradición moderna de la poesía latinoamericana. Como es sabido, el Conversacionalismo fue ―y quizá sigue siendo― una corriente fundamental en dicho ámbito desde la década de los 1960s (y aún antes si nos atenemos a la Antipoesía de Nicanor Parra (1954) y el Exteriorismo (1958) de Ernesto Cardenal) tendencia que tuvo entre sus más preclaros representantes a Antonio Cisneros. Pues bien, uno de los símbolos usados por Cisneros ―e igualmente por Enrique Lihn, sin olvidar el grupo de neovanguardia venezolano El Techo de la Ballena― fue precisamente la ballena, el cetáceo bíblico de sacro y milagroso poder. Villacorta retoma el Jonás (del Antiguo Testamento y también cisneriano) huyendo a Nueva York donde “no hay árbol o higuera que/ te de sombra” ―alusión igualmente a la higuera de Cisneros― y “El techo que era antes cielo ahora es paladar/ Engullido lo que cuelga del horizonte no es el sol”. Devorado por el capitalismo en la urbe-monstruo del sistema, “las plegarias que podrían ser versos/ Se acumulan en la ciudad que todo lo acumula” y lo único que queda es ―a la manera cisneriana de pertrecharse en la zona más oscura de la ballena, es decir, del sistema; “Qué podré yo escribirles ahora que huidizo me escondo/ bajo tus sombras?”, nos dice nuestro autor. El refugio es la poesía sin duda. En una onda similar, la isla de San Lorenzo, frente a la bahía de Lima, es descrita en el siguiente tenor: “aquel cuerpo de ballena que llamábamos hogar” en un poema de amor que se pasea por el Callao para acabar con una alusión al egregio y clásico ícono religioso nacional y a su terrible profecía: “Santa Rosa tenía razón/ vendrá la marea y se llevará también la ciudad”.
A propósito de la tradición conversacional que Villacorta reelabora con brillantez encontramos este verso: “la música de la conversación” en un poema que cita a Emily Dickinson y Alejandra Pizarnik, con lo cual estamos ante otro de los aspectos importantes de su estilo: el cultismo o más precisamente la referencia literaria que informa este libro, como queda muy claro en el texto “De lo que Grieve le dijo a Yunque [Libro de las respuestas 13:1-20]” trabajado sobre el celebérrimo relato de Cesar Vallejo. Esto se amplía en el poema que cierra la segunda sección de la obra donde el sujeto poético ―imaginariamente― pregunta en una librería por ciertos libros a partir de una alusión directa a un tema del libro por el que está preguntando. Así, por ejemplo: “¿Tiene aquel libro donde una mujer se eleva a los cielos?” o “¿Tiene aquel libro del hombre que luego de una pesadilla amanecía convertido en insecto?”. Y el último verso reza: “¿Tiene aquel libro donde la poesía recuerda?” línea que sirve de preámbulo o anuncio de la tercera sección titulada “De la memoria”. Esta parte está configurada por 109 frases o breves párrafos, numerados arbitrariamente y sin correlación sucesiva hasta alcanzar el número 999.
Todo el conjunto se denomina “Poesía yo recuerdo [Un poema de los años 90]” y el poeta ―dirigiéndose a la poesía― va enhebrando diversas memorias personales, musicales, literarias, sociales, políticas; todas situadas en la década final del siglo pasado. Por ejemplo: “Poesía, yo recuerdo que una noche nos gritaron terroristas por leer poesía en voz alta. Seguimos leyendo en voz alta” o “Poesía, yo recuerdo que la poesía de mi generación empezaba con el desconsuelo y el hartazgo de Monserrat Álvarez y terminaba, seguramente, con la caída de unos edificios”. Se trata en suma de un muy bien conseguido gran fresco de la época de los 90s ―inicio de la juventud de nuestro autor― signada básicamente por los días finales del conflicto armado en el Perú, la dictadura de Fujimori y la lucha contra ella, al compás del descubrimiento de nuevas lecturas, nuevas bandas de rock; así como el surgimiento de la propia generación poética de Villacorta. Esta parte y todo el libro se cierra con esta emblemática frase: “La memoria es la única forma del deseo” con lo cual estamos notificados del arte poética de nuestro autor. Una concepción que si la estiramos back hasta la Grecia clásica entenderemos que Mnemosine (La memoria) como madre de las musas es el origen de toda creación artística y que ella encarna, toma forma, en la libido que ―como dijo Hinostroza― avanza bella y desnuda sobre la tierra; es decir, se equivale con la memoria o, mejor dicho, nos lleva hacia el deseo y el amor, fuente de toda gran poesía. Y la de Carlos Villacorta en este libro que comentamos ―sin duda― lo es.
[Orillas del río Cooper, sur de New Jersey, marzo 2024]
*(Lima-Perú, 1976). Escritor y profesor asociado de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Maine (EE.UU.). En la actualidad, dirige la revista Polis Poesía. (www.polispoesia.com). Ha publicado en poesía el grito (2001), Tríptico (2003), Ciudad Satélite (2007), Materia Oscura (2017), Libro de la tentación y el olvido (2023), el libro de cuentos Lo que dijo el fuego (2020) y la novela Alicia, esto es el capitalismo (2014). También ha coeditado la selección Cuentos de Ida y vuelta: 17 narradores peruanos en Estados Unidos (2019) y, el 2018, publicó su investigación sobre poesía peruana Poéticas de la ciudad: Lima en la poesía peruana.