Vallejo & Co. reproduce este artículo sobre la lírica del poeta Alejandro Romualdo, publicada por su autora, originalmente en la revista Anales de Literatura Hispanoamericana, N° 28, en 1999.
Por Carmen Ruiz Barrionuevo*
Crédito de la foto Archivo MP
La poesía de Alejandro Romualdo
en la extensión de su palabra
Entre los poetas actuales del Perú, y sobre todo los que corresponden a su misma generación, la del 50, con nombres como Javier Sologuren, Jorge Eduardo Eielson, Sebastián Salazar Bondy, Carlos Germán Belli, Blanca Varela o Washington Delgado, la obra de Alejandro Romualdo (La Libertad, Perú, 1926-Lima, Perú 2008) es poco conocida en España, y por eso ha sido muy oportuna para su difusión entre nosotros la antología que en 1998 se publicó en Salamanca, promovida por la Cátedra de Poética «Fray Luis León», con el título de Mapa del paraíso[1]. Esta antología reúne pan los lectores españoles una parte representativa de su producción poética y adquiere el valor de significado homenaje al incluir, además de referencias bibliográficas, dos trabajos de los autores de la compilación que resultan esclarecedores del lugar que su poesía ocupa tanto en el panorama de su país como dentro de las literaturas en lengua española.
Y sin embargo la obra de Alejandro Romualdo es bien conocida en el Perú, aunque haya despertado contradictorias opiniones. Ya en 1973 Alberto Escobar, al reunir la Antología de la Poesía Peruana, destacaba que su obra habla sido «aplaudida y censurada con apasionamiento[2]» y pasaba a enjuiciar su trayectoria poética desde su libro inicial La torre de los alucinados, que mereció la consagración inmediata con el Premio Nacional en 1949, hasta sus últimos y más controvertidos títulos. Tres años antes, en 1970, Julio Ortega lo incluyó en su libro Figuración de la persona, formando parte de una selección crítica de poetas peruanos contemporáneos que, con el título «Lectura de la tradición», reúne algunos poetas de su país en los que el «lenguaje se rinde a una aventura personal y resurge en esa tradición latinoamericana de la poesía como conocimiento plural como un diálogo abierto, solitario y común»[3]. Al integrarlo en esa tradición, Ortega reconoce ya en esa fecha algunos de los valores más específicos del poeta peruano: su búsqueda de un lenguaje propio que lleva inserto el intento de una proyección comunicativa, tal y como se trasluce en todo el itinerario de su obra.
En lo que podemos considerar su primera fase poética, la que da comienzo con los textos de La torre de los alucinados[4] de 1949, publicado en 1951, y que continúa por pocos años hasta su estancia en España entre 1950 y 1953, su poesía se caracteriza por un ambicioso despliegue verbal y por un formalismo que busca la expresividad de las imágenes; a lo que se añade un neto clasicismo asimilado y el predominio del verso largo que se maneja con exacta habilidad. En una nota publicada en España por Rafael Gutiérrez Girardot y titulada «Poesía y crítica nuevas en el Perú» se hacía ver que entre los libros poéticos aparecidos ese año, se refiere a 1951,
«El más interesante es el de Alejandro Romualdo, lleno de recuerdos infantiles, de ingenuidad maravillosa, que recuerda el artista adolescente de Joyce, y en donde prima la vivencia del pasado. Con lo cual Romualdo hace poesía verdadera, siguiendo la sentencia que Machado pone en la boca de Mairena: «Sostenía Mairena que la poesía era un arte temporal…»[5].
En efecto, la temática infantil sobresale en muchos de estos poemas como recuerdo y color, dolor y sorpresa: «Mi infancia era una pista de amargos aserrines, / mil columpios azules, mil cristos arlequines» («Sobre la infancia» pág. 22), ecos que se prolongan en otros como «Torre de la inocencia» y «Elegía al duende» (págs. 22-23). También se toca el ámbito de lo amoroso en títulos como «Ser diluido» (pág. 27), «Oración del amor escondido» (pág. 29), y «El alucinado» (pág. 39), pero lo más destacable es que una y otra temáticas no languidecen en sí mismas, sino que superan la fragilidad, no dejan de ser gozo y son también evidencia próxima de lo que acaba en la disolución del tiempo; por eso casi sentencia: «El Amor eleva al hombre como un triste 1 heroico árbol contra el cielo 1 o lo diluye, roto y pálido, en su fuente» («Letanía», pág. 29). 0 lo que es lo mismo, el yo lírico en un sesgo rilkeano, y en un estado que se define por su alucinamiento[6], es capaz de prolongar ese aliento comunicativo en busca de desvelar el sentido de las cosas, y eso es justamente lo que busca en este su primer libro. De ello puede ser en extremo representativo su poema «Mapa del paraíso»:
«¡Oh Noche! ¡Oh labios del mar! ¡Oh estrellas!
Desnudo frente a un fruto plateado
veo un bosque en el aire. Los cabellos
del cielo me inundan, leo el alfabeto
—el silabario oscuro—, busco el principio
de las cosas Oh Sombra! Tú que llegas
como un sereno con un astro podrido
en la mano, consuélame. Yo soy el condenado,
luzbel de ojos tristes, te digo si mi cuerpo
se quedará detenido eternamente,
viendo la gloria, así, como un semáforo encendido».
(pág. 28)
Es decir que el poeta no pretende mantener sólo la imagen estática de su nexo simbolista sino que proyecta su hacer, no se estanca en la complacencia de la sorpresa de lo viviente sino que lo sobrepasa. Es perceptible que en la polémica que su generación se plantea entre poesía pura y poesía social, la poesía de Romualdo, aunque sin negar la primera, se ofrece ya como una apertura hacia esa última posibilidad que habrá de acrecentarse en los títulos subsiguientes. Pero todavía en estos primeros años sus libros prolongan la misma vertiente del primero, sobre todo como ampliación de la temática erótica, como es el caso de Cámara lenta de 1950, en el que su verso se alarga en un versículo casi interminable que linda con la prosa poética; pero lo que nos importa para su desarrollo posterior es que el tema amoroso se ensancha para proyectarse hacia un alumbramiento de las cosas, y viene a culminar en El cuerpo que tú iluminas, también del mismo año, en el que el amor como temática ofrece el paso decisivo hacia lo objetivo, en poemas como «La prodigiosa realidad», «La luz que empieza» o el que da el título a la colección, «El cuerpo que tú iluminas». Es probable que el entusiasmo vital nos lleve a recordar grandes poetas vitalistas y barrocos como el chileno Pablo Neruda, pero sin duda alguna el poeta Romualdo se sostiene triunfante, con su propia personalidad en este empeño. En todos estos poemas la ambigüedad buscada se apoya a la vez en el objeto amoroso tangible pero también en la forma poética:
«Muda, presente, extática,
y sin embargo viva,
y sin embargo cálida, total, vertiginosa: la forma,
la forma compacta, audible, ardiente,
la forma que está aquí,
que yo beso y golpeo,
que yo destrozo y construyo,
que yo amarro y libero con sólo nombrarla».
(«La prodigiosa realidad», pág. 61).
Hay por tanto, en sus versos, una ambición poderosa que lleva a dinamizar a lo poético, o a buscar una salida que se fundamente en la consciencia de que el hacer del poema sólo se resuelve mediante el lenguaje, eso que se llama la forma, y que asoma como sometimiento pero también como placer, porque sostuvo su inicio y correlato en esa imbricación de lo amoroso.
Mar de fondo de 1951, que según la crítica anunciaría una nueva etapa en su poesía[7], es un libro aún más férreamente ajustado a la búsqueda de lo formal. Su tendencia a ordenarlo en tomo a variaciones de sonetos propicia el esfuerzo del lenguaje, el encajamiento de la frase en la disciplina de la dificultad. En efecto, es aquí donde el planteamiento poético de Romualdo parece tomar un rumbo distinto. Aunque tal vez haya que verlo, sin embargo, como un libro de transición hacia la poesía más comprometida que se origina desde su estancia en España y su contacto con los poetas españoles, como Blas de Otero, en los primeros años de la década del 50. Si la temática del amor propiciaba presencias poéticas como las de Neruda, los autores del 27 español y de la tradición peruana, que eran reto y homenaje, en este título es la poesía de Vallejo la que comienza a reescribirse. El poeta ejerce el proceso del diálogo intertextual y el homenaje en afortunadas expresiones como: «¡Animal humanísimo en el fondo!», «Y su gemelo hermano, en el retrato/ se hace lejos, profundo, jamás se hace» («Fondo común», pág. 64) o más por extenso en el poema titulado «Control remoto»: «Anónimo, social y combativo, / mi tácito antropoide se levanta./ Come conmigo. Puma. Silba. Canta», que sostiene el homenaje dialogante en el terceto final: «¡Ah, mi civil, angélico antropoide, / paga en metal y cobra en metaloide / su derecho a vivir encarcelado» (pág. 64). Pero apurando también otras lecturas resulta muy claro que esta presencia se combina sin contradicciones, más bien como una nueva búsqueda, con la tradición de la muerte y de la fugacidad de la vida tan presente en nuestra poesía clásica:
«Ser o no ser. Nacer. Morir. Soñamos
abriendo piedras y cerrando lodo.
De tumbo en tumba estamos como estamos.
Es un abrir y cerrar de ojos todo».
(pág. 72).
Resulta significativo que esta etapa de transición se cimente con un poema sobre España. España elemental (págs. 73-83) de 1952 significa la actualización y el homenaje a los poetas que durante la Guerra civil trataron el mismo tema, —recordemos como máximos ejemplos España, aparta de mí este cáliz de César Vallejo, España en el corazón de Pablo Neruda, y España, poema en cuatro angustias y una esperanza de Nicolás Guillén, todos de 1937—. Estas obras son leídas en espejeo por la escritura de Romualdo y de nuevo la personalidad del autor se impone en un poema en el que los ribetes de lo social alcanzan encuentros más trascendentes en los valores humanos. Con la sustentación de los cuatro elementos primordiales, que son los que componen el mundo, se desarrolla un intento de vitalización de la España vencida de la postguerra, y los recursos poéticos de la anáfora, el paralelismo, o la exclamación, con alguna vertiente oximorónica siempre inserta en su empuje poético, dan salida a un tono expresivo mantenido en el resto del poemario. «España en el aire» encierra el deseo del necesario esfuerzo respiratorio que trae la vida, de ahí el persistente tono anafórico, y la abundancia de imperativos; «España en el fuego» retorna de forma alegórica ese conflicto bélico para instar al resurgimiento de las cenizas; «España en el agua» marca la imagen dolorida y contradictoria en el deseo de recuperación por el poder benéfico del líquido primordial y «España en la tierra» recupera la imagen de la resurrección en visible homenaje a los versos de Vallejo, cuya permanencia se prolonga en los dos poemas finales con claros acentos colectivos y corales: «España, levántate y canta» y «Coral de España».
Como ya se ha notado, de 1950 a 1953 Alejandro Romualdo vivió en España, donde nacen además de los poemas de España elemental, la totalidad de su libro Poesía concreta[8], que, junto con el siguiente, Edición extraordinaria (1958), lo confirman en cultivo de la línea social. Mario Vargas Llosa lo evoca en estos años, a su vuelta a Lima, en el patio de Letras de San Marcos como un poeta que había sido «lujoso y musical, lo que se llamaba un formalista», autor de «un bello libro, La torre de los alucinados, que obtuvo el Premio Nacional de Poesía», pero
volvió de Europa convertido al realismo, al compromiso político, al marxismo y a la revolución. Pero no había perdido el sentido del humor ni el ingenio y la cuspa que derramaba en juegos de palabras y burlas por los patios de San Marcos. Y añade: Traía los originales de lo que sería un magnífico libro —Poesía concreta—, unos poemas comprometidos, de aliento justiciero, hecho con artesanía y buen oído, juegos de palabras, encabalgamientos desconcertantes y desplantes morales y políticos, un poco en la dirección en que había orientado su poesía, en España, Blas de Otero, de quien Romualdo se había hecho buen amigo. Y en un recital que hubo en San Marcos, en el que participaron varios poetas, Romualdo fue la estrella, arrancando —sobre todo con su efectista Canto coral a Túpac Amaru que es la libertad— ovaciones que convirtieron al salón de San Marcos poco menos que en un mitin político[9].
Poesía concreta ostenta ya en su título una intencionalidad que se manifiesta en un deseo de apertura y praxis, muy expreso en poemas como «A otra cosa», «En alta voz», «Paz sin cuartel», «A favor del hombre» y «Como todo el mundo»; en este último insiste: «quiero decir palabras de este tiempo, / para este tiempo. Quiero, para todos, / hacer un mundo para todo el mundo» (pág. 103). Sin embargo, tal postura vuelve a servirse del asidero de la palabra, tal y como Julio Ortega ha observado en el poema inicial del libro, «A otra cosa» (pág. 83), al destacar en él la «aventura de la palabra como ilusión objetiva», que no reside en la proclama de la idea, sino en su «fe verbal», en su «vigoroso entusiasmo», y precisa que se percibe «un aliento ávido y libre que busca concretar su relación viva con el mundo»[10]. No se ha perdido por tanto la continua búsqueda y el cuestionamiento del instrumento lingüístico como característica de su poesía, a lo que se vuelve a unir también la conciencia intertextual que se trasluce no sólo en el persistente homenaje a Vallejo, presente en este libro en poemas como «Cantar de Rodrigo» (pág. 104), sino en las reminiscencias clasicistas de la «Canción a las ruinas de Itálica» («A otra cosa» pág. 83), Fray Luis de León («Cuando contemplo el cielo» pág. 92), Quevedo («En alta voz», pág. 86). Ello se aúna con una creciente necesidad de acercamiento a lo real que se manifiesta en una técnica coloquialista y de quiebro prosaico acentuada en la siguiente entrega, Edición extraordinaria. La polémica surgió ante la sorpresa del libro que maneja la fórmula del realismo social y parece perder la conciencia vigilante de su línea precedente. Comenta Antonio Melis:
«Frente a los males y las injusticias de nuestro tiempo, percibe la impotencia del instrumento verbal tradicional. Trata por eso de rescatarlo y reinventarlo, haciéndolo reaccionar frente a los acontecimientos y las situaciones más quemantes de la vida diaria. Pero, en algunos casos no logra superar la mera enunciación de los hechos. La misma denuncia pierde eficacia, debido a un proceso de empobrecimiento semántico»[11].
Con todo no se puede negar la novedad del intento y comprenderlo como una lógica evolución de su obra precedente. Por otra parte en él se incluye uno de sus poemas más celebrados: «Canto coral a Túpac Amaru que es la libertad», en el que se expresa una confianza absoluta en un cambio social arraigado en la fuerza solidaria y representativa del hombre, todo él armonizado en los recursos retóricos aplicados en España elemental que se depuran en una feliz conjunción del simbolismo paradigmático de la libertad capitalizado por la imagen erística del indígena[12]. Parecido tono se continúa en Como Dios manda (1967) con el que la línea umbilical vuelve a ser —dentro del tema social, más específicamente centrado en este último título en aspectos peruanos («El Perú / va conmigo, sangra / largo tiempo oprimido», de «Letra viva», pág. 145)— el valor del instrumento de que se sirve, la palabra, como expresa por ejemplo en los poemas de Edición extraordinaria, «Palabras» o «Si me quitaran totalmente todo»: «Si me quitaran las palabras / o la lengua, / hablaría con el corazón / en la mano, / o con las manos en el corazón» (pág. 123); y en el poema inicial de Como Dios manda: «Y después de este destierro, / reaparezco / tal y conforme soy: poeta / de estos tiempos: un hombre / en la extensión de la palabra» (pág. 137).
Sus últimos títulos son, con la salvedad de Cuarto mundo, que incluye poemas de 1945 a 1970 (1972)[13], dos libros entre los que existe una neta continuidad, incluso querida por el autor: El movimiento y el sueño, 1971, y En la extensión de la palabra de 1974. En ellos el poeta encuentra su estilo en esa conciencia de lo social pero con la eficacia del experimentalismo aplicado a sus mismas inquietudes poéticas. Ambos recuperan los procedimientos de la vanguardia al procesar el espacio y buscar un activo lector de poesía, y más que activo, cómplice y dispuesto a comprender esa denuncia que el mismo poema implica; porque la esencia de estos textos es el hecho testimonial vinculado al existir humano y al doloroso contraste de los fenómenos, las noticias, las cifras que se producen en dos espacios, distantes y próximos a la vez, de un mundo en el que sólo se difunde con precisión cuanto afecta al poderoso —en una línea similar a la que actuaba el exteriorismo de un Ernesto Cardenal—. De ese modo el prosaísmo, lo conversacional, el dato temporal o de estadística pretende lograr un efecto de impacto al vincularlo a otro fenómeno distante en el espacio, aunque coetáneo en el tiempo. Existe ya en El movimiento y el sueño una tendencia que se va a cumplir con más amplitud en su siguiente libro y es la ambición de objetivar un único poema mural que establezca como simultáneo en su espacio lo que temporal y espacialmente está separado, y así cada poema es una parte o un paso más de la misma idea. En este caso se trata de poner en contacto dos proyectos tan dispares como el de los primeros astronautas y los objetivos y penalidades de la guerrilla del Che Guevara en Bolivia[14]; la crítica brota del mismo contrapunto de los hechos narrados aunque en ambos itinerarios, el terrestre y el sideral, existe además la duplicidad que establece el título del libro: el movimiento y el sueño. Así desde el poema inicial «El Asalto del Cielo» (pág. 197), pasando por «En el Mar de la Tranquilidad», «Menú de los astronautas», «All hell broke loose!», «Entramos en La Tierra», «Trabajadores del Espacio», y finalizando en «Brota la leyenda» y «La Tierra otra vez» (pág. 213), se juega con los datos que dejan la nítida evidencia y el contraste entre la opulencia y las dolorosas y próximas realidades.
Esta misma senda abierta se prolonga en su siguiente libro, En la extensión de la palabra, donde culmina su técnica de la espacialidad, tan entrañada en la conciencia poética del autor, pero cuyos poemas se convirtieron en centro de polémica y de perplejidad. Romualdo incluso hubo de salir al paso de alguna acusación malévola:
Los orígenes de mi poesía espacial están en unos cuantos poemas que incluso escribí en España y que curiosamente creí haber perdido, pero los tenía Paco Pinilla. Un día Paco me hizo saber y yo dije: dámelos porque Oviedo está diciendo que hay una influencia de Octavio Paz, y no es así. Esos poemas que llamé «Palabras dispersas en lo diverso y uno» no tenían la estructura que hay en El movimiento y el sueño pero si la experimentación espacial con la palabra. Esos son antecedentes concretos, que existen, hay pruebas. De modo que no hay nada de Octavio Paz[15].
En la extensión de la palabra pretende ser ya un único poema, presentado en múltiples teselas, a manera de un mapa, al decir del poeta, pero en su apariencia actual constreñido por el soporte en forma de libro que debe adoptar para ser difundido entre los lectores. Como mapa del Perú y del mundo debe abarcarse con una sola mirada, por eso tiene que ser presentado en «una enorme página tamaño poster» donde los distintos fragmentos «puedan ser vistos al mismo tiempo, en la totalidad de su compleja relación cultural, temporal y espacial»[16]. En el fondo se trata, como ha explicado él mismo, de lograr «una especie de galaxia verbal en el infinito, una dialéctica entre lo finito y lo infinito»[17]. Poemas como «Inferno» págs. 217-218), en el que combina las citas de la Divina Comedia de Dante con referencias a la esclavitud y la tortura adosadas a una invocación a los poderes sobrenaturales en el dialecto de los esclavos negros; «Mapa del Perú» (pág. 219) en el que la tradición épica de un poema del siglo XVII con un canto popular quechua ejerce la máxima dimensión del collage, pues ninguno de los textos es obra del autor y tan sólo son por él recuperados y puestos en contacto; con lo que se evidencia la imposibilidad de comprensión de esos dos estamentos del Perú. O la «Coral del sueño de la razón» (págs. 229-233) en la que la ironía aflora ante la inserción de versos de la «Oda a la Vida retirada» de Fray Luis de León al encaminarlos al encuentro de los titulares de la guerra del Vietnam que se prolongan durante todo el poema abrazando también una grotesca receta de cocina, «Filete de ciervo a la moda del rey Matías», a su vez entrelazada con textos religiosos, referencias a pinturas como la Venus de Boticelli, «Los desastres de la guerra» de Goya, o lugares de siniestro recuerdo como Vietnam y Auschwitz; o como otro poema («Cantares de Antrax y Turalemia en la Floresta encantada» pág. 233-235) en el que se combinan plácidas canciones de cuna, crónicas de bombardeos y fórmulas para preparar bombas incendiarias, En definitiva, todos estos poemas recogen en contrapunto materiales culturales insertados como citas o como reminiscencias para acabar componiendo una épica nueva, la del grotesco mural de la denuncia, de carácter verbal y visual al tiempo.
La obra de Alejandro Romualdo parece hacerse detenido en estas últimas experimentaciones aunque los poemas añadidos en la antología Mapa del paraíso podrían añadir nuevas opciones[18] para títulos futuros. En todo caso la obra del poeta peruano ha trazado una amplia trayectoria de búsqueda que va desde el simbolismo hasta la poesía de apoyatura netamente social en la que se busca construir una épica nueva, un canto necesario, pero que no excluye la completa lucha consigo mismo como poeta y siempre con el instrumento de la palabra.
[1] Alejandro Romualdo. Mapa del paraíso (Antología poética), prólogo de Alfonso Ortega Carmona, edición y epílogo de Alfredo Pérez Alencart, Salamanca, Cátedra de Poética Fray Luis de León, Universidad Pontificia, 1998. Datos biográficos actualizados acerca del poeta pueden verse en el epílogo de este libro del que es autor Alfredo Pérez Alencart: «Los restos de lo vivido. Poesía y presencia indeleble de Alejandro Romualdo», págs. 157-169.
[2] Alberto Escobar. Antología de la Poesía Peruana, vol. 1, Lima, Peisa, 1973, pág. 140. Su obra aparece reseñada en varias antologías de literatura peruana de las últimas décadas: Javier Sologuren. Antología General de la Literatura Peruana, México, E C. E., 1981; Ricardo González-Vigil. De Vallejo a nuestros días. Poesía peruana. Antología general, Lima, Edubanco, 1985; Ricardo Falla, Sonia Luz Carrillo. Curso de realidad Proceso poético 1945-1980, Lima, Ediciones Poesía, 1988.
[3] Julio Ortega. «Lectura de la tradición» en Figuración de la persona, Barcelona, Edhasa, 1970, pág. 138.
[4] Colección Viva Voz, 1986. De aquí en adelante incluiremos la página entre paréntesis en el texto.
[5] Rafael Gutiérrez Girardot. «Poesía y crítica nuevas en el Perú», Cuadernos Hispanoamericanos,
febrero, 1953, pág. 551. La cursiva es del autor.
[6] Antonio Melis ha descrito bien este alucinamiento: «Los “alucinados” son los que quieren ir más allá del conocimiento epidérmico dc las cosas. Una vez más se afirma una exigencia de profundización, que está dispuesta a correr e¡ riesgo de la alucinación, del deslumbramiento» («El camino abierto de un poeta íntegro», prólogo a Alejandro Romualdo. Poesía íntegra, op. cit., pág. 9).
[7] Alberto Escobar. Loc. cit. pág. 140; Antonio Melis. Loc. cit. págs. 9-10. Otra es la división que efectúa Abelardo Sánchez León, que sitúa una primera etapa hasta España elemental, una segunda formada por Poesía concreta y Edición extraordinaria, y una tercera, después de un silencio de nueve años, integrada por Como Dios manda, El movimiento y el sueño, y En la extensión de la palabra. Vid.: «Romualdo: Un grito de guerra literario» en Hueso Húmero, 1986, pág. 139.
[8] Alfredo Pérez Alencart recuerda que «cuando vivió en España, entre 1950 y 1953, fue amigo de Carlos Bousoño, José Manuel Caballero Bonald, Dámaso Alonso y José Ángel Valente. Vicente Aleixandre, Blas de Otero y León Felipe elogiaron su poesía» («Los restos de lo vivido» en Mapa del paraíso, op. cit, pág. 163. En 1954 se publica el volumen Poesía (1945-1954) que vuelve a incluir La torre de los alucinados y reúne los siguientes libros: El cuerpo que tú iluminas, Cámara lenta, Mar de fondo, España elemental, y Poesía concreta, Lima, Editorial Mejía Baca, 1954.
[9] Mario Vargas Llosa. El pez en el agua, Barcelona, Seix Barral, 1993, pág. 284. También Vargas Llosa es autor de una nota biográfica sobre Alejandro Romualdo que apareció en El Comercio de Lima, 24-2-1957, donde reproduce algunos testimonios del poeta: «Fue específicamente en Italia, en medio de una gigantesca manifestación contra la guerra, en Florencia, [donde] descubrí el valor de la solidaridad. Entonces pude encontrar en esa realidad, el sentido cabal para mi poema «Dios material», que antes habla intentado con el mismo título en el Perú, sin éxito. Ahí, en ese instante, comprendí lo que es el realismo social».
[10] Julio Ortega. Op. cit., pág. 186.
[11] Antonio Melis, op. cit. pág. II.
[12] Vid, comentario de Antonio Melis, ibid., pág. 12.
[13] Se incluyen en Cuarto mundo poemas que hacen referencia a la temática de sus primeros libros, mundo infantil, referencias amorosas, pero también la mirada social, e incluso preludia el experimentalismo de su siguiente libro en un poema como «El vigía» (pág. 192).
[14] Para un comentario de este poema Vid.: Antonio Melis. Loc. cit., págs. 15-16.
[15] Mirko Lauer y Abelardo Oquendo. «Ese movimiento poético tiene un centro indudable. Una conversación con Alejandro Romualdo», en Hueso Húmero, n° 11, octubre-diciembre, 1981, págs 15-16
[16] Paul Horgeson. «From reality to the imagined: a conversation with Alejandro Romualdo» en Tamaqua, IV, 1993, págs. 245-246.
[17] Ibid., pág 247.
[18] Vid. Mapa del paraíso, op. cit., págs. 139-155.